La Fragua y sus 27 años de excelencia teatralpor Mario Gallardo
Estoy viendo el documental que les hicieron Edward Burke y Ruth Shapiro en 1989, cuando cumplieron diez años de vida artística, y escucho a Jack decir que llegaron al final del “primer impulso”, que ya han alcanzado “cierta organización, cierta fama”, y luego se pregunta qué rumbo deberá tomar La Fragua, entonces Edy responde que deben acercarse más al pueblo, hacer un teatro “completamente hondureño”. Ahora, 17 años después, Teatro La Fragua ha cumplido con otro “impulso” y, aunque el grupo persiste en su inveterada modestia, es incuestionable que se ha constituido, con creces, en la propuesta teatral más sólida y atrevida del escenario nacional. Y para celebrar su XXVII aniversario escogieron –cómo no- al viejo dramaturgo airado, Harold Pinter, un responsable atrevimiento que quizás sólo La Fragua se puede permitir.
Por su esencia combativa y militante, por la densidad interpretativa que exigen las obras de Pinter, cargadas de silencios significativos, La Fragua parece predestinada para montar las obras del dramaturgo inglés, de quien su colega David Hare ha señalado que “puede tocar notas extraordinarias construidas únicamente con ira, indignación y desprecio. Pero, en el otro extremo del instrumento, también puede desequilibrarte con toques de humor, gracia y un intenso afecto personal”. Frases que muy bien podrían aplicarse al trabajo que durante 27 años ha desarrollado La Fragua, tan comprometido políticamente hablando, pero tan entrañable y sincero.
El espectáculo de La Fragua: “Una noche con Harold Pinter” se divide en dos partes. La primera se titula “El Arte, la Verdad y la Política”, un admirable contrapunto que intercala doce piezas cortas, escritas por Pinter entre 1959 y 2002, con fragmentos de su discurso de aceptación del Nóbel pronunciado en el año 2005. En esta sección destaca la versatilidad de los actores, impecables en el dominio de la situación escénica y en su consumada destreza al manejar diálogos y parlamentos complicados, como en la desopilante pieza titulada “Disturbios en la fábrica”. Antes, en “El aspirante”, la situación colinda con el absurdo, que sirve de pretexto para expresar una crítica corrosiva sobre ciertos aspectos de la sociedad moderna en una escena donde también se desliza un sutil acento de contenido erotismo. La subordinación de los medios de comunicación al servicio del sector “oficial” es caricaturizada en “Conferencia de prensa”, mientras que en “Eso es todo”, una absurda conversación entre dos mujeres plantea una carga casi insoportable de implicaciones posibles. Y es que pese a que Pinter ha señalado, irónico, que “no reconocería un símbolo aunque lo viese”, toda su obra está llena de sutiles paradojas, de vibrantes claroscuros que desdicen a su autor que prefiere definir su estilo como “directo y simple”. Y, entre cada una de estas piezas, la iluminación cambia para dar paso a un actor que ofrece al público un fragmento del discurso de Pinter, cuya mejor descripción fue elaborada por el mismo autor, quien ya había advertido que al recibir el Nóbel “quizá arrojaré una granada silenciosa. Hablaré de arte y política, de sus puntos de contacto y desencuentro”. Y al ver a La Fragua entenderemos mejor por qué lo dijo.
En la segunda parte del espectáculo La Fragua ha montado una obra completa: “La lengua de la montaña”, en una traducción de Carlos Fuentes. Para entender el alcance de esta pieza hay una frase de Pinter que ayuda mucho: “Vivimos ahora en una sociedad muy impotente. La ira debe ir acompañada de un motivo y un exacto conocimiento de la situación. Yo siento ira desde niño y está basada en hechos, en hechos reales, que se ignoran con demasiada facilidad”. Esta aseveración, esta ira contenida, es el sustrato de “La lengua de la montaña” que tiene como referente inmediato el genocidio cometido contra el pueblo kurdo. Pero en esta obra, y en un acierto genial, Pinter maneja una de sus constantes al mostrar a la violencia interior como preludio de la política y la historia. Desde su mismo título queda claro que la violencia no se ha limitado a su sentido material, sino que ha trascendido al plano de la cultura, ensañándose con su vehículo por excelencia: la lengua; porque al pueblo kurdo se le ha prohibido hablar su lengua, a la que se refieren despectivamente como la lengua de la montaña.
Aquí –como siempre- La Fragua acierta al no hacer concesiones a lo políticamente correcto: la violencia es mostrada tal cual y a muchas mentalidades mojigatas sorprenderá la mano del militar que reposa durante un lapso que se antoja larguísimo sobre un denostado “culito intelectual”, y así, entre duros intercambios verbales y larguísimos silencios a lo Pinter, la obra desgrana escena tras escena, donde el asco se mezcla con la sensación de repudio cierta y contundente. Directa y simple, así como Pinter describe su ars poética, esta puesta en escena de “La lengua de la montaña” nos revela el extraordinario nivel que los actores de La Fragua han alcanzado en uno de los ejercicios más complejos del teatro contemporáneo, el retrato más corrosivo de cómo vivimos y cómo hablamos, la escenificación más temible del yo del lenguaje como arma al servicio de la opresión.
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