domingo, enero 27, 2008

Bolaño y México por Domínguez-Michael




El crítico mexicano Christopher Domínguez-Michael mantiene un blog en Letras Libres y hace unos días analizó, con su característica lucidez, el elemento mexicano en la obra de Roberto Bolaño bajo el sugestivo título de "Apuntes sobre la Patagonia mexicana", donde apunta una supuesta paradoja: "México se convierte en el inverosímil país de la vanguardia (el estridentismo y el infrarrealismo, esa pinta que Bolaño se inventa como matriz) y Chile queda reducido a ser una remota y provinciana capitanía, un cuartel conservador poblado por curas literatos, abogados, torturadores".


México es el centro de la obra de Roberto Bolaño (1953–2003), una vasta zona planetaria en la que ocurren, sucesivamente, la educación sentimental de los poetas (en Los detectives salvajes), la imagen pionera y desenfocada del exilio latinoamericano (con Auxilio Lacouture en Amuleto) y, en 2666, el feminicidio como la herida a través de la cual se drena el planeta. Bolaño termina 2666 con la palabra “México”, gesto cabalmente aquilatado por Juan Villoro en el prólogo de Bolaño por sí mismo. Entrevistas escogidas (Universidad Diego Portales, Santiago, 2006).
(Relectura de Amuleto. Es una novela cursi sobre una heroína fatalmente cursi. El relato funciona como una introducción escolar al universo de Bolaño. Está escrita con la facilidad de las “novelitas burguesas” de José Donoso, comentario que a Bolaño, supongo, le hubiese enfurecido. O intrigado: quizá era demasiado inteligente como para dejar pasar la angustia de la influencias sin comentarla. Terapéuticamente.)
El legado mexicano de Bolaño, quien vivió en México una década decisiva, la que va de la adolescencia a la juventud parece muy distinto al dejado por los novelistas anglosajones. D.H. Lawrence, Lowry, Greene, o Aldous Huxley abrieron, cada uno con una llave distinta, puertas a la percepción de la nueva y la vieja religión (el tema de la resurrección de los ídolos), el jardín del Edén (en Bajo el volcán), la parodia del martirio cristiano (El poder y la gloria) o de cierta espiritualid pre–hippie (Ciego en Gaza, de Huxley). A Bolaño lo tienta una visión total (propósito imposible) y la frontera de su México imaginario coincide con los límites de su obra. Me da la impresión, vaguedad que debo explicar, que Bolaño como “extranjero” se asemeja a los pintores de origen alemán que se volvieron mexicanos en la segunda mitad del siglo XX (Paalen, Gerszo, Von Gunten). Un México que en el fondo no tiene anécdota, un país verdadero al que se le ha sustraído lo que la identidad tiene invariablemente de folclórica. México, en Bolaño, es menos que un relato, una superficie pintada, una visión. Esta impresión mía quizá se deba (como ocurre con frecuencia en la lectura más comprometida) al efecto de ciertos párrafos que funcionan como acceso a toda una obra, en este caso, lo mucho que me impresionaron aquellos que Bolaño dedica a los retardados atardeceres en el Distrito Federal, lo cual me permite imaginar Los detectives salvajes bajo la forma de un eterno crepúsculo.
El asunto (o tan sólo la palabra) del crepúsculo me lleva al mérito de Bolaño al conciliar lo que se contrapone. Pocas literaturas del siglo pasado en América Latina tan distintas como la chilena y la mexicana. Chile es la poesía chilena y ésta siempre se presenta como de vanguardia. El poeta chileno casi siempre pasa por vanguardero (como dice Gonzalo Rojas): su pose, su parada en el campo, tiende naturalmente al manifiesto, al espectáculo, al happening, a la instalación. Como ninguna otra de nuestras literaturas, la chilena, vive de la tradición de la ruptura y, en el peor de los casos, allá el vanguardismo es un academicismo. Neruda (más o menos) y Gabriela Mistral pesan lo suficiente como para equilibrar la balanza contra Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Gómez Correa, Enrique Lihn, Raúl Zurita, Juan Luis Martínez y otros tantos locos, a veces geniales, tantas veces tiranizados por la rutina de épater.
La poesía mexicana (que es lo que más le interesaba a Bolaño de nuestra literatura) tiene reputación de ser cerebral, filosófica, funcionaril, crepuscular, como se desprende de aquel comentario de Pedro Henríquez Ureña en Seis ensayos en busca de nuestra expresión (1925). Ejemplo: no es extraño así que el gran Montes de Oca, el poeticista, sea acusado de producir metáforas surrealistas con la regularidad venal del artesano. Bolaño trabaja esa oposición y la voltea de cabeza: México se convierte en el inverosímil país de la vanguardia (el estridentismo y el infrarrealismo, esa pinta que Bolaño se inventa como matriz) y Chile queda reducido a ser una remota y provinciana capitanía, un cuartel conservador poblado por curas literatos, abogados, torturadores. En México, además, el crimen puede estetizarse (en 2666). En Chile (veáse Estrella distante), no del todo.
Buen conocedor de la historia literaria, Bolaño sabe que la vanguardia mexicana propiamente dicha se “rindió” de inmediato ante las prebendas revolucionarias del gobierno del general Adalberto Tejeda en Veracruz. Me encanta que Manuel Maples Arce, el vanguardista que no fue, el autor de unas memorias que compiten cerradamente con las de Torres Bodet en aburrición y en celo anticlimático, aparezca rehabilitado en Los detectives salvajes y diciendo de los visceralistas (p. 177) que “todos los poetas, incluso, los más vanguardistas necesitan un padre. Pero ellos eran huérfanos de vocación.”
En Bolaño, México es, por un lado, el país de los poetas jóvenes y el DF la ciudad de su iniciación. El tema de la vida literaria en México, en los años setenta, sería materia de una edición anotada de Los detectives salvajes. Saliendo del DF todo es el Norte, el desierto, la inmensidad que fragua la oposición con la isla chilena, reducida entre el mar y la cordillera. México acaba por ser, para Bolaño, la Patagonia mexicana y con Ciudad Juárez al fondo, el Far West del siglo XXI, como se nota cruzando los artículos reunidos en Entre paréntesis (2004), que van de su recuerdo de los cronicones de la Guerra del Pacífico que su madre le regalaba a la devoción por Chatwin. Hasta donde sé, en cambio, Bolaño no menciona a Francisco Coloane, el llamado Conrad austral.
Los héroes de Bolaño, lo han dicho todos sus buenos lectores, están construidos sobre arquetipos al estilo del detective, del buscador de oro, del cowboy. Sin apreciar ese lado aventurero (y a veces literal, no siempre irónico) es difícil entenderse con Bolaño.

Los poetas, el iPod y la vida




¿Qué lugar ocupa la poesía en la vida cotidiana? ¿Cómo le va ante competidores tan poderosos como el rock o el fútbol? ¿Se transformará ante la masificación de los medios? En su artículo “Ovidio en el iPod” (publicado en la edición de Letras Libres correspondiente a enero de 2008), el escritor mexicano José Emilio Pacheco analiza las múltiples paradojas de un género que, hoy día, es pura resistencia. Y finaliza señalando que: “La paradoja final de la poesía, que acaso explique su aislamiento, es ser mala conductora de la dicha y el placer, y en cambio receptáculo privilegiado de la negatividad del mundo. Sus topoi, o lugares comunes o temas privilegiados, son los mismos siempre en todas las lenguas, en todas las épocas, en todas las culturas: el dolor, la muerte, el paso del tiempo, lo efímero de nuestra experiencia de la vida. Y sin embargo, por obra y gracia del arte, el sufrimiento se transforma en un goce que sólo puede dar la poesía y gracias al verso se logra decir lo que nada más es posible expresar en un poema”. Recomiendo su lectura a todos los poetas, especialmente a mis amigos Jorge Martínez y Marco Antonio Madrid, con quienes hemos compartido largas conversaciones sobre el tema.

Escribir/actuar




No conozco su obra, apenas se que Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958) es autor de novelas como El comprador de aniversarios (Seix Barral) y Autómata (Bruguera). Pero los juicios que expresa en esta breve nota –extraída de la la edición de Babelia correspondiente al domingo 27 de febrero de 2008- me parecen justos, precisos, en la medida que nos impulsan a reflexionar sobre el verdadero sentido de la “práctica de la escritura”. La foto que acompaña a esta entrada es del autor del Tractatus Logico-Philosophicus, Ludwig Wittgenstein.

En literatura, uno de los más duros aprendizajes que lleva a la madurez es el del día en que uno cae en la cuenta de que es una actividad sin padre, sin origen. En literatura uno mismo es su propio padre. Aprende de su propio modelo, de la reflexión sobre su propia experiencia. Y sin embargo, el escritor es incapaz de escribir sobre lo que le pasa "realmente". Como mucho, lo mixtifica en la fábrica de la literatura. La ficción pasa a ser, así, liberación o venganza de la propia vida, salpicada por aquí y por allá en sus novelas y poemas.
La vida del escritor es, pues, un emerger tortuoso hacia la acción. Es la conquista de algo aún no logrado del todo, pero que se encuentra in progress. Una de las obras obsesivas de mi vida ha sido el difícil Tractatus Logico-Philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, y tardé mucho tiempo (veinticinco años) en comprender que la lectura de esa obra inaugural puede ser, por su intensidad, una gran revelación en el campo literario. Enseña ideas, provoca revelaciones, intuiciones, asume planteamientos, forma moldes de conocimiento aplicables a la vida y a la literatura, aparte del objetivo intencional de su autor: la lógica, el pensamiento. Lo primero y básico que revela es una determinación activa. Enseña la acción, que es una obsesión del escritor: hacer acción, no estar en la pasividad; quizás porque ser escritor es algo en esencia pasivo: mirar, escrutar, describir las acciones de los otros, de lo otro, ser, por tanto, otro. Todo el arranque del Tractatus es fundamental para entender la vida como actividad. Y la literatura, para casi todos los escritores, es el hecho y el lugar de ese tránsito a la acción, a la actividad. Pero, ¿quién transita? Lo anónimo, es decir, nadie. O quizá Dios, el No-Existente por excelencia, que es un imitador del escritor, que a su vez es un imitador de Dios.
Roland Barthes lo expresa en S/Z cuando escribe acerca de la base de la literatura como una no-respuesta a la pregunta de "¿quién habla?". Dice Barthes: "Flaubert opera un malestar saludable en la escritura: no se sabe nunca si es responsable de lo que escribe (si hay un sujeto detrás de su lenguaje); pues el ser de la escritura (el sentido del trabajo que la constituye) es impedir que se responda a esta pregunta: ¿quién habla?". Esto recuerda a lo que decía Forster acerca de lo anónimo como base de lo literario.
Al escritor de verdad sólo le interesa la revelación. Lo que de pronto aflora de la realidad y siempre ha estado en ella, esperando el momento de revelarse. La literatura, entonces, sirve para dar respuestas, como aspiraba Wittgenstein encontrar en la filosofía. La lectura, por obvia derivación, es una búsqueda de respuestas, que se agudiza con la edad.
Quizá proceda todo esto de la lección de Leibniz acerca de la analogía entre el orden del mundo, la realidad en suma, y el orden gramatical de los símbolos en el lenguaje, algo que está muy presente en el Tractatus y en toda la obra de Wittgenstein. Leibniz/Wittgenstein: una muy interesante mezcla para la reflexión del escritor sobre su propia práctica de escritura. Baudelaire la aprobaría.

martes, enero 22, 2008

Vida y muerte de Roberto Castillo



Gracias a la proverbial gentileza de Julio Escoto, quien nos envió la edición virtual de Áncora, suplemento cultural del diario La Nación de Costa Rica, hoy podemos compartir esta nota de Carlos Cortés, donde el escritor tico rememora con nostalgia a su amigo, el narrador hondureño Roberto Castillo. Además, se incluye la imagen de Roberto Castillo en el metro de París, original del fotógrafo argentino Daniel Mordzinski, quien la incluyó en su libro dedicado a los escritores latinoamericanos, El país de las palabras.



El escritor hondureño Roberto Castillo Iraheta murió antes de cumplir los 57 años, en la cúspide de su talento, sin alcanzar el lugar que merecía su narrativa en el contexto centroamericano y siendo casi desconocido en Costa Rica, a pesar de que algunos de sus mejores títulos fueron publicados por editoriales nacionales.
Murió el pasado 2 de enero, como si no quisiera irse del todo del 2007, sin advertir que enero (Januarius) es el mes de Jano, el dios bifronte que ve al mismo tiempo hacia atrás y hacia adelante, y que también es la deidad de las puertas y del tránsito de un mundo a otro.
A pesar de su posición relativamente marginal si la comparamos con la literatura de Nicaragua o la de Guatemala, la hondureña dio, en el siglo XX, dos narradores excepcionales: Julio Escoto (La balada del pájaro herido o la novela Rey del albor Madrugada) y, por supuesto, Roberto Castillo.
En 1996, la Editorial de la Universidad de Costa Rica (EUCR) publicó su mejor volumen de relatos, Traficante de ángeles, “vidas, opiniones y sentencias de genios provisionales”, como él mismo lo llamó, culminación del bestiario personalísimo que inició en 1980 con Subida al cielo y otros cuentos y, en especial, de la notable colección Figuras de agradable demencia (1985). En este libro incluyó las narraciones por las que obtuvo el Premio Latinoamericano de Cuento Plural, en México.
En 1981 se hizo famoso en Honduras con una novela breve, El corneta, su libro más reeditado, y traducido al inglés. Es una parodia exquisita del mal hondureño por excelencia: el ejército y su vinculación tentacular con la sociedad civil.
En 1995 concluyó su segunda novela y su obra narrativa más importante, La guerra mortal de los sentidos. Por avatares editoriales en España, que no vale la pena recordar, tardó siete años en publicarse y no obtuvo la resonancia que él esperaba y que un texto de esa magnitud demandaba, al menos en Centroamérica.
En el 2005, la EUCR recopiló sus mejores ensayos filosóficos, artículos literarios y crónicas bajo el título Del siglo que se fue, y la Editorial Costa Rica publicó, el año pasado, un libro de cuentos que apenas está circulando, La tinta del olvido, y que va de lo real maravilloso a la ciencia ficción apocalíptica. Son ellos dos títulos premonitorios que, a la postre, terminaron siendo sus últimas obras publicadas en vida.
El otoño en París. Conocí a Roberto hace diez años, en París, en días más felices. Desde ese momento me sorprendió su personalidad austera y volcada hacia el interior de sí mismo, características que parecían hacerlo el reverso del escritor centroamericano. Como otros hondureños distantes del Caribe, revelaba el aire formal, un poco español, de un jesuita o del reconcentrado profesor de filosofía que supo ser durante años.
Su afabilidad desconcertante y su carácter amable y pausado, que lo volvían sospechoso de pecados inconfesables para un escritor, parecían incompatibles con la buena literatura. Pero no, no lo era.
Como él mismo decía, nunca pudo despojarse del todo de sus años de infancia y juventud en la ciudad colonial de Erandique, perdida no sólo en el sudoeste hondureño sino en el tiempo, y que le concedió para siempre una pátina de vetusta severidad.
Esos rasgos, un tanto retraídos y –si se quiere– adustos, contrastan con una narrativa pletórica de ironía, sátira social, exploraciones literarias y juegos temporales, al corriente tanto de la evolución del relato contemporáneo y de la novela latinoamericana como del lenguaje coloquial y la esencia de lo que significa ser hondureño.
El argentino Daniel Mordzinski, el famoso fotógrafo de escritores, lo retrató en París: con saco y corbata, chaleco y un impermeable contra la descarnada certeza del otoño. Posa en una estación de metro delante de un tren que no se sabe si llega o si se marcha, con un bosquejo de sonrisa apenas vislumbrada, sin permitirse un dejo de burla, pero tampoco de empatía, más bien contenido, como la única presencia definitiva en un cuadro evanescente.
Roberto se inventó a sí mismo a partir de la literatura clásica de la biblioteca de su abuelo y de la filosofía que cursó en la década de 1970 en la Universidad de Costa Rica.
Provenía de la Honduras profunda, en la que el tiempo circular de los rituales anacrónicos y la violencia más despiadada se dan la mano en formas retorcidas.
Historias de apocalipsis. Un importante escritor francés, Patrick Deville, dedica a Castillo varios capítulos de su novela Pura vida. Vida & muerte de William Walker (2004), y completa el retrato: “Fina barba negra de marino, pelo negro y rostro sonriente, severas gafas de cura, Roberto Castillo manipula con precisión y calma de letrado, filósofo en la universidad de Tegucigalpa y erudito narrador, un enorme Mitsubishi equipado con brújula y altímetro, y un indicador de inclinación del vehículo cuya aguja observamos por las serpenteantes callejuelas del barrio de El Bosque al norte de la ciudad”.
Roberto no fue un escritor de cuentos aislados, sino de libros de cuentos de largo aliento. Desde su primer libro adquirió el tono apocalíptico y el hálito profético que destila su mejor narrativa. Su primer libro, Subida al cielo , contiene su relato más famoso y antologado, “Anita, la cazadora de insectos”, que en el 2002 llevó al cine, sin fortuna, su compatriota Hispano Durón.
En el 2004 nos vimos en Madrid con su esposa, Leslie Jiménez, una mujer extraordinaria como son casi todas las mujeres de los escritores, y desde entonces nos “emiliamos” con frecuencia y compartimos un asiento virtual en el consejo de redacción de una revista también virtual.
La noticia de su muerte, y el tardío antecedente de un tumor cerebral incurable, y la nostalgia, me llegaron de golpe el 2 de enero. Sigo viéndolo bajo la luz indecisa del otoño en París, en un metro que se va para siempre, sin decir adiós.

jueves, enero 17, 2008

Julio Escoto y el Jonás


Prometo buscar el libro en mis bibliotecas, debo tenerlo. Yo lo edité (imprimí) en EDUCA tras leerlo juntos con Edilberto en mi casa de San José, licencia que como viejo amigo desde la ESProfesorado me concedió. Ambos además estudiábamos metafísica, por lo que no me extraña que el texto se me esconda en casa cada vez que lo busco, Edilberto nunca estuvo definitivamente satisfecho. Una vez lo prometí a Helen, lo tomé del librero y se lo dí. Ella se sorprendió, este no es, dijo. No era. Otra vez la familia autorizó prestarlo a estudiantes, no lo he vuelto a hallar, pero debe estar allí, entre mil libros y papeles. Si hay alguien que desea rescatar esta obra excepcional soy yo, en memoria de quien siempre me prodigó la más limpia amistad. Este año lo hago.

Julio Escoto, en correo electrónico dirigido al editor

lunes, enero 14, 2008

Adiós a mimalapalabra


"Hartos de las pobres y malas palabras, pero sin perder el hábito de la carcajada...". Así comenzó, hace ya algunos años, una aventura ético-literaria llamada mimalapalabra. Y mantuvimos la imprescindible integridad necesaria para sobrevivir con dignidad en un medio tan pendejo como el nuestro, donde cualquier indigente mental se cree compelido a cumplir un destino natural al proclamarse como el único salvador posible de la poesía.

Y nos reímos a carcajada batiente de tanto palurdo aspirante al Nóbel, de tanto publicista confundido entre el verso y el eslógan, de tanto epíteto bancario, de la poesía macdonald para llevar, de versos a-fónicos, de papeles sin arte ni oficio, de idiotas anónimos y de amargos peces trasnochados...

Luego vino la etapa en La Prensa, donde tratamos de mantener nuestro ideario ético-estético y, hasta hace muy poco, todo marchó bien, con disensos y asperezas que fueron sorteadas con cierta gracia, con sentido común y solidaridad. Pero el retiro de uno de los editores responsables y una infausta manipulación provocaron que la última edición de mimalapalabra fuera usurpada por las opiniones de un diletante -apenas disfrazadas por los tímidos balbuceos de un anónimo partenaire- celebrador de los antivalores literarios que hemos combatido desde siempre.

Por esa razón hemos optado por abandonar la nave de la mala palabra mimada, al menos en su actual formato impreso, donde no tenemos la garantía de que los ideales que dieron vida al grupo puedan sobrevivir en medio de las absurdas presiones mediáticas y una cierta ingenuidad colindante con la abulia malsana. Tal vez en fechas próximas tengamos lista una agradable sorpresa.
Hasta entonces, adiós...