lunes, abril 16, 2012

Lecturas 2011




Un par de amigos me han preguntado por mi recuento de lecturas correspondiente al 2011, lo cierto es que lo tenía pendiente, pero poco a poco fui postergando su redacción final. Aunque quisiera tener la disciplina de Thays en tan vano oficio, al final termino fastidiado y sin ganas de postear nada. Finalmente, me decidí a sacar mi Moleskine Book Journal y este es el resultado: los veinte libros, las veinte lecturas más significativas, sobre las que vale la pena dejar constancia. Como siempre, debo aclarar que no todos fueron publicados en 2011, aunque la mayoría entran en la categoría de “novedades”.

Del lado de acá
Siguiendo la costumbre, empezaré por la producción nacional, cada vez más exigua, cada vez más aldeana, menos atrevida, debatiéndose entre el cliché retro del compromiso revolucionario y una supuesta experimentación posmoderna (vaya engendro). Sin embargo, se rescatan trabajos significativos en narrativa, como El mundo es un puñado de polvo, la novela de Jorge Martínez que tiene como eje más evidente el tema de las maras, aunque encuentra su definición en las historias de vida de los presuntos implicados, más allá de los lugares comunes y la jerga de los “expertos en seguridad”. Pero el hallazgo más notable es a nivel lingüístico; poeta al fin, Martínez logra, a través de un paulatino proceso de extrañamiento, ennoblecer la escabrosa materia prima con la que ha escogido trabajar. Ejemplar cuidado en la orfebrería de la palabra ofrece Dennis Arita en su libro de relatos Música del desierto, donde confirma sus dotes de cuentista impecable, aunque sigamos echando en falta un poco más de vida, de las señas de identidad que definan, at last, su verdadera voz, que hasta ahora se disfraza detrás de elaborados pastiches y escenografías de película. Bajo el signo de la censura, que confirma la vocación opusdeísta de añejos dómines y la ignorancia de presuntos archilectores, apareció Poff, el esperado estreno narrativo del bloguero Darío Cálix, entusiasta lector de Bukowski, de Foster Wallace, minucioso explorador de pesadillas y paraísos artificiales, cuya prosa desparpajada se reafirma en el manejo de claves autoficcionales. En materia de ensayo, la nueva y cuidada edición de Afinidades, de Hernán Antonio Bermúdez, ahora bajo el sello de mimalapalabra editores, hace justicia al crítico más lúcido que ha tenido la literatura nacional, que en estos ensayos hace gala de una precisión casi numismática, en el sentido que Borges le diera al término, además de la perspicacia y profundidad reflexiva que han caracterizado su ejercicio del criterio.

Del lado de allá
Entre lo mejor que leí el pasado año, destacan tres libros: La pirueta, Mañana nunca lo hablamos y El boxeador polaco, todos firmados por el guatemalteco Eduardo Halfon. Una prosa llena de sutilezas y alusiones, de equívocas revelaciones familiares, la narrativa de Halfon sólo puede explicarse en razón directa de las claves que revelara en una entrevista: “Personalmente también me gustaría poder entender por qué me desdoblo en mi narrativa y me convierto en ese otro Eduardo Halfon, más cínico que éste, más libre, más viajero, mucho más fumador. Te diría que tal vez hay más honestidad en eliminar el velo entre escritor y narrador, en no querer ponerle a mi narrador una mala máscara para así ocultar mi propio rostro. Pero decirte eso sería una gran mentira”.

Dos hallazgos. Recomendado por Hernán Antonio Bermúdez, al fin pude conseguir un libro de Sándor Márai, la novela La herencia de Eszter. Una verdadera joya: 160 páginas que relatan con exasperante morosidad la caída final de Eszter, víctima de las maquinaciones de su primo Laszlo, individuo miserable y egoísta, una verdadera fuerza del mal que nos obliga a cavilar acerca de la inevitabilidad del destino. Y qué decir de Alice Munro y Secretos a voces, una colección de relatos de mediana extensión que siempre parecen coquetear con la novela, sobre todo por su amplitud temporal, en la que se instalan una serie de historias que a veces amenazan con desdibujarse totalmente, rasgo de estilo que ha llevado a algunos a afirmar que Munro es una escritora para escritores.

De la narrativa contemporánea mexicana, una de mis favoritas, debo rescatar cuatro textos: La prueba del ácido, donde el maestro Elmer Mendoza hace volver por sus fueros a su detective estrella Edgar “el Zurdo” Mendieta, quien deberá resolver el asesinato de la bailarina Mayra Cabral de Melo, teniendo como telón de fondo el mundo del narco, que acaba de iniciar una guerra contra el estado mexicano. Un verdadero descubrimiento fue el de Julián Herbert y su Cocaína (Manual de usuario), cuentos que se deslizan con la misma facilidad con que se esnifa una “línea” y que bien podrían tener como lema: “lo que más abunda en la atmósfera es oxígeno e hijos de puta”. Mientras que Juan Villoro volvió a la narración de corto aliento con Los culpables, una serie de siete historias bajo el signo común de la deslealtad, tramas bien urdidas sobre las que pende el signo de la revelación fatal, personajes en busca de un gesto que les redima. Last but not least, Guadalupe Nettel retoma los hilos de su narrativa envolvente y sutil al revelar en El cuerpo en que nací no sólo las claves de su infancia y juventud, sino el momento preciso en que recibió la visita del ángel literario, cuando redescubre en su lengua materna el material maleable y precioso que le devolverá su identidad.

Mientras acá todavía quedan un par de inválidos mentales interrogándose acerca de sus filiaciones patrióticas, Horacio Castellanos Moya se encuentra ya plenamente instalado en el mainstream de la narrativa contemporánea latinoamericana y Tusquets confirma su vigencia (sin dejar de colocar en la contratapa la frase mínima con que lo definiera Roberto Bolaño) con la publicación de su penúltima novela La sirvienta y el luchador, de nuevo ambientada en El Salvador, de nuevo en la época de la cruenta guerra civil y, de nuevo, con personajes prefigurados en relatos anteriores. Aunque no es uno de sus mejores trabajos, revela la mano experimentada y segura de un narrador que ya no le pide permiso a nadie para airear sus ficciones, seguro de su oficio y en pleno dominio de su peculiar arsenal retórico, un escritor que asume con naturalidad su condición de ciudadano universal sin que le abrume el hecho de haber nacido en Tegucigalpa.

Aunque acuse pérdida de fuelle al medio y al final, la novela ganadora del Alfaguara 2012, El ruido de las cosas al caer, del colombiano Juan Gabriel Vásquez, confirma que algunos temas, sobre todo aquellos que han marcado a  sangre y fuego a una sociedad, es preferible tratarlos a la distancia, tanto geográfica como temporal. Este distanciamiento es quizás el acierto fundamental en esta novela, en la medida que su visión sesgada, casi incidental, en torno al narcotráfico en Colombia, le salva de incurrir en lugares comunes, deteniéndose en historias de vida que finalmente revelarán, sin maniqueísmos ni discursos pedantes, la exacta y trágica dimensión del tema.

En la edición de Novelas y cuentos preparada para Mondadori por César Aira, su albacea literario, por fin pude leer a Osvaldo Lamborghini (1940-1985), el escritor argentino cuya obra  es, según sus seguidores, una mezcla de Arlt, Lautréamont y Gombrowicz. Lo cierto es que tras leer El fiord y Sebregondi retrocede, lo primero que viene a nuestra mente tiene que ver con adjetivos tales como lúbrico, trágico, obsceno, paródico, escatológico, lo que finalmente no obsta para reconocer su original apuesta formal, planteada bajo el signo de la ironía y la digresión.

J. M. Coetzee realiza en Verano la tercera escala en la edición de sus memorias y, de nuevo, demarca un territorio literario definido por ese particular vaivén ficción-realidad, a partir de una propuesta más o menos autobiográfica, enriquecido por la receta ya utilizada en Diario de un mal año, caracterizada por la indagación y el autoanálisis que relativiza y pone en perspectiva cada una de las acciones del joven graduado que llega a Londres prácticamente  huyendo de Ciudad del Cabo, hastiado del apartheid y sus consecuencias.

En 1Q84, Haruki Murakami retoma sus obsesiones más conocidas como la música, los mundos paralelos, el amor… y los enlaza en una exploración contrapuntística que le ha valido una que otra crítica desfavorable, sobre todo entre quienes comparan esta novela con obras “superiores” como Tokio blues o Kafka en la orilla, pero antes de dejarse llevar por primeras impresiones habría que reflexionar sobre las revelaciones que el autor ofreció a The New York Times en un intento por explicar su ars poetica: “el papel de una historia es mantener la solidez del puente espiritual construido entre el pasado y el futuro. Nuevas morales y orientaciones emergen con bastante naturalidad de tal empresa. Para que ello suceda, primero debemos respirar profundamente el aire de la realidad, el aire de las cosas como son, y debemos encarar pródigamente y sin prejuicios la forma en que las historias están cambiando dentro de nosotros. Debemos acuñar nuevas palabras a tono con el ritmo de ese cambio”.

No puedo pensar en un mejor cierre para este recuento que evocar la sabiduría desplegada por Claudio Magris en Alfabetos, la cuidada recopilación de breves ensayos que el escritor triestino ha publicado a lo largo de los últimos años en el Corriere della Sera. Lecturas admirables de clásicos como la Ilíada y la Odisea, junto a reflexiones siempre perspicaces sobre Salgari, Baudelaire, Svevo, London, Stevenson, Flaubert, Musil, Faulkner, Sábato, Tolstói, Melville, Kafka, Kapuscinski …tal parece que Magris ha sido presa de un afán totalizador y su voracidad como lector no conoce límites, al igual que su condición de viajero excepcional, que reafirma en textos inolvidables como “Praga al cuadrado”. En fin, literatura, historia y vida se mezclan en esta nueva aventura del autor de El Danubio, un auténtico pensador sin fronteras.