domingo, febrero 24, 2008

El nuevo shandy

En plena forma, luego de volver al relato breve en Exploradores del abismo, Vila-Matas sigue engrosando el listado de shandys. En este caso, y partiendo de una recomendación implícita en un texto de Monterroso, nos revela la figura del escritor irlandés Brendan Behan, quien solía describirse a sí mismo como "alcohólico con problemas de escritura". Nueva York, el hotel Chelsea y Dylan Thomas coinciden en esta crónica, donde destaca la exacta noción que Behan tenía de la existencia, “donde lo único importante es tener algo que comer y algo que beber y alguien que te quiera". Salud y a buscar el libro de este conspirador.

Ebrio de Nueva York
Enrique Vila-Matas
Me perseguía el enigma desde que Monterroso dijera en Viaje al centro de la fábula que "crónicas de viaje como New York de Brendan Behan son la máxima felicidad". Durante largo tiempo estuve preguntándome quién diablos sería aquel Behan y dónde encontrar su libro. Y recuerdo que, siempre que veía a Monterroso, me olvidaba de preguntárselo. Y recuerdo también que, un día, cuando menos lo esperaba, hallé el nombre de Brendan Behan en una nota periodística sobre huéspedes famosos del hotel Chelsea de Nueva York. Pero allí de Behan decían tan sólo que había sido un brillante escritor irlandés que solía describirse a sí mismo como "alcohólico con problemas de escritura". Tan escasa información agrandó aún más el enigma de aquel santo bebedor, hasta que un día descubrí a Behan camuflado tras el personaje del charlatán Barney Boyle en la barra de un pub en El secreto de Christine, novela escrita por John Banville con el seudónimo de Benjamin Black. Aún sorprendido por el hallazgo, me dediqué a espiar el ambiente en el que se movía aquel Boyle, contrafigura de Behan: atmósfera de niebla, estufas de carbón, vapores de whisky y humo viciado de cigarrillo. Y me llegó la impresión de que cada vez estaba más cerca del auténtico Behan. No me equivocaba. La semana pasada entré en una librería y, como si hubiera estado allí esperándome toda la vida, di de pronto con Mi Nueva York.
Ingenioso monólogo, el libro de Brendan Behan es un soliloquio tan emotivo como humorístico sobre la ciudad de Nueva York, a la que el autor consideraba el lugar más fascinante del mundo. Nada podía compararse a esa eléctrica ciudad, el centro del universo. El resto era silencio, flagrante oscuridad. "Después de haber estado en Nueva York", decía Behan, "cualquier persona que regrese a casa forzosamente tendrá que encontrar bastante oscuro su lugar de origen". Y así Londres, por ejemplo, tenía que parecerle al londinense, llegando de Nueva York, "una gran tarta aplastada de suburbios de ladrillo rojo, con una pasa en medio que sería el West End".
Mi Nueva York, que Behan escribió al final de su vida, es un recorrido por el infinito genio del paisanaje de una ciudad de felices destellos humanos. Behan escribió su libro en el hotel Chelsea, cuando ya estaba muy alcoholizado, a principios de los sesenta. Eran días de twist y madison, pero también de incipiente revolución. Unos años antes, el galés Dylan Thomas se había presentado en el Chelsea en la noche del 3 de noviembre de 1953 anunciando que había tomado dieciocho whiskies seguidos y que aquello le parecía todo un récord (murió seis días después). Pasados unos diez años, como si del mismísimo "barco ebrio" del poema de Rimbaud se tratara, "arrojado por el huracán contra el éter sin pájaros", el irlandés Behan iba a presentarse también en aquel hotel en condiciones tan beodas como las del galés, y sería auxiliado por Stanley Bard, el dueño del Chelsea, que le daría alojamiento a él y a su mujer, aun sabiendo que al escritor le habían echado de todos los hoteles. El gran Stanley Bard sabía que si había algún lugar donde Behan podría volver a escribir era el Chelsea. Y así fue. El hotel de la calle veintitrés, que siempre fue considerado un lugar propicio para la creatividad, se reveló crucial para Behan, cuyo libro fue redactado -sospecho que en realidad fue dictado- en la misma galería en la que viviera Dylan Thomas.
El libro habla de la ebriedad natural que le provocaba a Behan aquella enérgica ciudad en la que, al caer la tarde -seguramente la tarde de su propia vida-, se le hacía siempre patente que a fin de cuentas lo único importante en este mundo es "tener algo que comer y algo que beber y alguien que te quiera". En cuanto al estilo del libro, podría sintetizarse así: escribir y olvidar. Los dos verbos suenan como un eco de la conocida relación entre beber y olvidar. El propio Behan, que tenía muy poco de administrador de palabras, dice haberse decantado por esta opción-express: "Habré olvidado este libro mucho antes de que vosotros hayáis pagado vuestro dinero por él".
Aunque irlandés, Behan no era administrador de nada, si acaso la excepción a la regla de aquella afirmación de Paul Morand de que Nueva York pertenece a los judíos, los irlandeses la administran, y los negros la gozan. Porque lo último que Brendan Behan deseaba hacer era administrar algo de su amada ciudad. Tal vez por eso su estilo en Mi Nueva York está hecho de opiniones que son como disparos sin ánimo de ser administrados más allá del disparo mismo, de descargas o juicios deliberadamente furtivos acerca de todo el personal humano que tenía a su alcance: los negros, escoceses, camareros, homosexuales, judíos, taxistas, beatniks -no tiene desperdicio su amable disparo sobre Kerouac-, financieros, latinos, chinos y, por supuesto, los irlandeses, que andaban en clanes familiares por toda la ciudad vigilándose los unos a los otros y creando una sensación única de vida, como si ésta fuera tan sólo una balada sobre la lluviosa tierra natal.
A lo largo de Mi Nueva York, en ningún momento olvida la energía de sus maestros literarios: "Shakespeare lo dijo todo muy bien, y lo que se dejó por decir lo completó James Joyce". Precisamente, su forma de acercarse a cada uno de los bares de Nueva York recuerda a esa escena de la biblioteca en el Ulises de Joyce, cuando declina el día y el decorado y las personas externas a Stephen empiezan a disolverse en su percepción, tal vez porque las bebidas que ha tomado en el almuerzo y la excitación intelectual de la conversación, entre trivial y anodina, de la biblioteca, las va haciendo alternativamente más nítidas o más borrosas. Así también, con alternativas diáfanas o difusas, van apareciendo en el libro de Behan, según el grado de su entusiasmo privado, los bares del Nueva York de principios de los años sesenta. Y los nombres, a modo de fascinante y perturbadora letanía sagrada, van cayendo, inexorables, legendarios: McSorley's Old Ale House, Ma O'Brien's, Oasis, Costello's, Kearney's, Four Seasons, y el Metropole de Broadway, donde nació el twist.
Con tan esencial y sacra letanía, ¿cómo no acompañar felices el monólogo de este gran enamorado, de este gran ebrio de Nueva York, a lo largo de su recorrido por las calles de la ciudad adorada? Yo leí el libro como si estuviera en una mesa junto a la puerta de hierro del asombroso Oakland, el bar de la esquina de Hicks con Atlantic de Llámame Brooklyn, la novela de Eduardo Lago. Y hacia al final, al caer la tarde, hasta creí vivir con Brendan Behan ese momento irrepetible y oscuro que no se olvida, ese instante entre joyceano y elegiaco en el que los ensueños del escritor absorben paulatinamente el mundo que tiene alrededor mientras se desvanece la luz diurna y se acumulan las impresiones del día en una armonía de sonidos urbanos y una mezcla conmovedora de sentimientos y luz declinante que llega hasta las mismas puertas del Chelsea, donde nunca apagan la luz.

Un daguerrotipo de Virginia Woolf

Se adelantó a Joyce al especular con el monólogo interior, una forma de regurgitar el pensamiento como los rumiantes. Fue la primera en oír voces superpuestas, las mismas que vulneraban su mente hasta llevarla a la claridad del sol entre la niebla. Lo cierto es que este preciso daguerrotipo de Virginia Woolf, delineado sin prisas ni remordimiento por Manuel Vicent, retoma -más allá de las estridencias feministas que en algunos casos la reducen a la versión femenina del póster del Ché- las circunstancias vitales que marcaron una de las obras más revolucionarias de la narrativa del siglo XX

Virginia Woolf: una forma de cazar mariposas
Manuel Vicent
Los antepasados de Virginia Woolf fueron comerciantes y contrabandistas, gente de hierro, de lejana estirpe irlandesa, con pecas rojizas en los rudos antebrazos. Uno de ellos, un tal William Stephen, al final del siglo XVIII, hizo una gran fortuna en las Antillas. Compraba a la baja esclavos enfermizos, los curaba y los revendía al alza a buen precio. Gracias a este detalle piadoso uno de sus descendientes, Leslie Stephen, cien años después, ya pudo ser un hombre honorable, crítico e historiador de gran reputación, padre de cuatro hijos de renombre: Vanessa, pintora posimpresionista; Adrian, médico; Virginia, escritora, y Thoby, que pese a haber muerto muy joven de tifus, aun tuvo tiempo de fundar, con algunos amigos de la universidad, una sociedad esotérica, llamada Los Apóstoles de Cambridge, conocida después como el Grupo de Bloomsbury. ¿A quién no le gustaría tener un negrero en el árbol genealógico y haber heredado su dinero purificado por varias generaciones para poder ser un rico y divertido esnob, estéticamente malvado e ingresar en la aristocracia de la inteligencia después de pasar por el Trinity College?
Largarse de este mundo tan sucio parecía ser su objetivo principal, que ensayó con un vaivén más o menos místico, una vez arrojándose por una ventana y otra tomando cinco gramos de veronal en un espléndido desayuno sobre la hierba
Julia Duckworth, con quien contrajo segundas nupcias el señor Leslie Stephen, había aportado a la familia tres hijos de su matrimonio anterior, George, Stella y Gerald. Instalados en el 22 de Hyde Park Gate, en Kensington, barrio elegante de Londres, hermanos y hermanastros, junto con los amigos tronados de Cambridge, formaron una camada excéntrica, neurótica y promiscua, de la que Freud pudo haber sacado traumas a la intemperie con una pala. Se trataba de demostrar quién entre ellos estaba más pasado de rosca. Ganó Virginia, a quien todos llamaban la Cabra, un mote que lució con gran coherencia hasta ahogarlo definitivamente en las aguas del río Ouse. Sus padres murieron pronto y estos golpes del destino habían liberado en la adolescente Virginia una niebla en su cerebro, cercana a la locura. Largarse de este mundo tan sucio parecía ser su objetivo principal, que ensayó con un vaivén más o menos místico, una vez arrojándose por una ventana y otra tomando cinco gramos de veronal en un espléndido desayuno sobre la hierba.
La familia dejó atrás la vieja mansión de Kensington para quemar el pasado, pero los fantasmas acompañaron a los hijos a la nueva casa, el 46 de Gordon Square, en el barrio de Bloomsbury, que enseguida se hizo famosa porque en ella celebraban tertulias los jueves por la noche aquellos seres que Thoby había recolectado en Cambridge, cada cual más moderno, frívolo e inane. Cazaban lepidópteros en los jardines de sus casas de campo vistiendo de forma vaporosa y con sombreros blandos; viajaban a Grecia y a Constantinopla con muchos baúles forrados de loneta y allí compaginaban la visión de Fidias o de la Mezquita Azul con la contemplación de niños andrajosos, lo que les permitía ser a la vez estetas y elegantemente compasivos; luego, bajo un humo de pipa con sabor a chocolate, en Gordon Square, discutían de psicoanálisis, de teoría cuántica, de los fabianos, de la nueva economía y de Cézanne, Gauguin, Van Gogh y Picasso. Aquellos seres parecían felices a mitad de camino entre la inteligencia y la neurosis en una trama alambicada de relaciones cruzadas más allá del bien y del mal, pero sus telas color manteca cubrían las mismas pasiones grasientas del común de los mortales. Al final toda su filosofía se reducía a celebrar fiestas caseras disfrazados de sultanes.
Mientras cazaban mariposas y se hacían los lánguidos en las blancas hamacas de las praderas de Asham, de Monk's Hause o en la playa, George llegó a violar a su hermanastra Virginia cuando todavía era una adolescente y desde ese momento ella ya no pudo reconciliarse con el sexo. Las jaquecas y las crisis nerviosas de su mente bipolar se unieron muy pronto a la histeria de enamoramientos precoces y siempre frustrados que la aprendiz de escritora vertía en un diario íntimo junto con las sensaciones de viajes, de paisajes y de personas que la rodeaban. En la casa de 46 Gordon Square, entraban y salían los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, el crítico de arte Clive Bell, que se casaría con su hermana Vanessa, el economista John Maynard Keynes, el escritor Gerald Brenan, el novelista E. M. Forster, la escritora Katherine Mansfield y los pintores Dora Carrington y Duncan Grant. Algunos, los más talentosos, se desperdigaron pronto. Al final el grupo de Bloomsbury quedó sólo en un retén de mediocres que debió la posteridad al genio de Virginia cuando sus novelas: La señora Dalloway, Al faro, Orlando, Las olas, fueron aceptadas por el público y finalmente los críticos admitieron que esta escritora había revolucionado el arte de narrar.
No tuvo ninguna oportunidad que se les regalaba a los vástagos varones. Como a todas las mujeres de entonces le fue prohibida la universidad; Virginia estudió griego y latín por su cuenta en casa; se bebió toda la biblioteca familiar; se casó con Leonard Woolf, uno del grupo, también escritor; en su luna de miel por España tomó leche de cabra y atravesó la miseria del sur en trenes lentos y sucios o anduvo a lomos de una mula por un paisaje abrupto de la serranía de Málaga en busca de su viejo amigo Gerald Brenan. En el equipaje traía también sus depresiones. El marido aceptaba con toda normalidad que ella le dijera que Eduardo VII la espiaba entre las azaleas o que los pájaros cantaban en griego. Nunca se ha dado el caso de un hombre tan paciente y enamorado de una neurótica cuyo talento literario iba por delante de su locura. Leonard la llevaba al campo o al manicomio siguiendo las mareas de su cerebro; llegó a fundar una imprenta elitista, la Hogarth Press, para imprimir y encuadernar a mano sus propios libros junto con los de T. S. Eliot, Freud y Katherine Mansfield. Y en las fotografías aparece a su lado resignado, sonriente y admirado.
En aquel tiempo de moral victoriana ponerse pantalones de hombre, ser sufragista, fumar en público cigarrillos egipcios, dar charlas en un círculo obrero siendo una señorita de alta sociedad y enamorarse de su amiga la poeta Vita Sackville West, esposa de un lord, y vivir con ella una relación lésbica no fue para Virginia Woolf un juego estético como el que ejercían sus amigos sino una forma de romper el dogal de hierro que la ahogaba, una actitud radical que la convertiría en una bandera del feminismo.
Rodeada de enfermeras y doncellas, de maletas para viajes y regresos, de fiestas e invitados, Virginia Woolf comenzó a labrar una literatura desestructurada en la que el tiempo se convertía en un fluido de la conciencia. En este sentido se adelantó a James Joyce a la hora de especular con el monólogo interior, una forma de regurgitar el pensamiento como los rumiantes. Virginia Woolf fue la primera en oír voces superpuestas, las mismas que vulneraban su mente hasta llevarla a la claridad del sol entre la niebla. Al final fue consecuente y se permitió el lujo de suicidarse. Esta vez no podía fallar. Sucedió el 29 de marzo de 1941, en Susex. Llenó de piedras los bolsillos del abrigo y se adentró en el río Ouse hasta quedar sumergida. Unos niños encontraron su cadáver 15 días después.

martes, febrero 12, 2008

Imprescindible Castillo


Con su acostumbrada concisión, y desde la certeza de la amistad compartida, el crítico Hernán Antonio Bermúdez nos regala esta aproximación al recordado Roberto Castillo, "voz imprescindible cuya ausencia empobrece a las letras hondureñas y centroamericanas". Y que mejor compañía que un texto similar del narrador Horacio Castellanos Moya, donde destaca que "era un placer escucharlo: tenía la sabiduría del hombre ajeno a la jactancia y las vanidades fáciles, la sabiduría de aquellos pocos para quienes el conocimiento es placer, asombro, misterio; y también tenía un humor agudo, pícaro, pero sin resentimientos, el humor de quien ya se ha resignado ante la tontería del género humano."


Una voz imprescindible
Por Hernán Antonio Bermúdez
Roberto Castillo nació en San Savdor en 1950 y murió en Tegucigalpa el pasado 2 de enero, después de una vida dedicada a la literatura y al pensamiento. Las letras hondureñas y centroamericanas se ha empobrecido tras su muerte. Estudió filosofía en Costa Rica, pero su auténtico aprendizaje lo obtuvo en sus lecturas. Era un fervoroso lector, devoto de la buena literatura. La lectura fue, ante todo, un ejercicio placentero que luego supo transformar en arsenal técnico: la herramienta del magnífico narrador que llegaría a ser.
Para Roberto “falta fortalecer la tradición propia hasta hacer de ella el punto de referencia desde el cual se midan todas las distancias, se tracen los sentidos y se haga realidad el ecumenismo cultural…”. “En una tradición tal –dijo- las ideas que hoy vagan sin respaldo ni acomodo, tendrán el soporte que les permitirá descargar toda su riqueza…” (cf. Del siglo que se fue, p. 316). Y, enfático, anota: “el conocimiento de nuestras peculiaridades es una vía de acceso, y la mejor, al pensamiento universal” (ibid. p. 322).
Sus relatos agrupados en Subida al cielo y otros cuentos, Figuras de agradable demencia y Traficante de ángeles, y su gran novela La guerra mortal de los sentidos, son verdaderos en el sentido en que una obra de ficción debe ser verdadera: a partir de las partículas dispersas que el escritor absorbe, combina y moldea, convirtiéndola en una nueva y vívida creatura.
Proust intimaba a los críticos a que no juzgaran su obra por su persona. Su persona de verdad estaba en su obra. Sólo en su obra. Sin embargo, es menester añadir algo sobre Roberto en su costado más personal.
Él detestaba la falsedad, es decir, el acartonamiento, el tono ampuloso, el desborde sentimental. Así, en la poesía admiraba el rigor, el laconismo y la emoción contenida que descubrió, por ejemplo, en los libros de Roberto Sosa y que atribuyó a su integridad, a su rechazo del facilismo y de la pedantería.
El autor de El corneta podía operar en, al menos, tres niveles: como narrador y literato, como pensador y filósofo y, en el plano social, como amigo entrañable. Y esa especie de vida tripartita es de orden ciceroniano.
En efecto, algo romano había en su capacidad de trabajar con similar ahínco en el campo literario y en el de la reflexión, y, por otra parte, saber disfrutar la compañía de los amigos. Jamás renunció a la amistad honesta y diáfana. Nada hace la vida más gratificante y me refiero a la convergencia de creencias, dudas y certidumbres mentales, cuyo agente más efectivo es la conversación.
Roberto practicaba la conversación como el arte de una época dorada, tal y como la definió alguna vez Evelyn Waugh: el chiste apto, la confidencia compartida, la construcción bilateral (o multilateral, según el caso) de una fantasía verbalizada en privado.
Era enteramente estoico –romano, otra vez-, sin ningún atisbo de auto-conmiseración. De mente abierta, nada le chocaba, pocas cosas le sorprendían. Tenía, por supuesto, un par de bestias negras. Como cierto aspirante a escritor, jactancioso y pedestre, de los que se desviven por figurar a toda costa. Con su sentido crítico, Roberto procuraba mantener a raya al “animalero” en las sombras.
Poseía un ojo de novelista para el detalle revelador, y la curiosidad acerca de los seres humanos propia de todo buen fabulador. No es gratuito que al leer su obra narrativa quede la impresión de desplazarnos a una realidad análoga a aquella en que vivimos pero más compleja, más rica, más ambigua y del todo inteligible.
Si bien era puntilloso y exigente con sus amigos, le recuerdo por su desprendimiento y la ausencia de rencor, por la amplia tolerancia de todos los puntos de vista, y el goce de los placeres deleitosos de la buena mesa, del humor y del ingenio.Su muerte ha dejado un inmenso vacío.

Quito, 10 de febrero del 2008


Sobre Roberto Castillo, un recuerdo precipitado
Por Horacio Castellanos Moya
Como presagio fatídico del año que comienza, Roberto Castillo murió en la mañana del 2 de enero. Tenía 57 años. Un día de septiembre pasado le descubrieron un tumor en el cerebro, hubo cirugía, pero enseguida le ganó la muerte.
Era el narrador hondureño de mayor reciedumbre.
Nació en San Salvador, en el Hospital de Maternidad. La explicación que daba a este hecho era sencilla: en 1950, desde la población de Erandique, en el occidente de Honduras, donde vivían sus padres, era más fácil llegar a la capital salvadoreña que a la hondureña.
Estudió filosofía en la Universidad de Costa Rica. Y a eso se dedicó durante muchos años: a enseñar rudimentos filosóficos a los alumnos de nuevo ingreso en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH).
Así lo conocí, un día de marzo de 1980: yo llegaba desde San Salvador, de huída, y busqué la ayuda del poeta Roberto Sosa, entonces director de la Editorial Universitaria, y el poeta Sosa me contactó con el cuentista Eduardo Bähr, y éste con el crítico Tony Bermúdez. Tony me dio trabajo en la UNAH y me presentó a Roberto Castillo.
En aquellos días, cuando comíamos casi a diario en un cafetín universitario, Roberto ya tenía la barba que siempre usaría, los lentes de aro de carey y la incipiente barriga; también el tacto y las buenas maneras. Era siete años mayor que yo, y había leído muchísimo más: se movía a través de las diversas literaturas con pasión, gozo, contundencia; yo lo escuchaba con sed de aprendiz. Y caminábamos, entusiastas, un día sí y el otro también, hacia los talleres de la Editorial Universitaria, donde imprimían su primer libro, Subida al cielo y otros cuentos, la salida del cual pronto celebraríamos. En las noches, a veces, me llevaba de gira por lupanares y cantinas de mala muerte en la vieja Comayagüela; su consigna era beber una sola cerveza y al camino.
Ese primer semestre de 1980 fue de mucha agitación en Centroamérica, incluso en Tegucigalpa. Roberto, Tony y el poeta Rigoberto Paredes fundaron la revista Alcaraván y luego la editorial Guaymuras, donde sería publicada, un año más tarde, la primera novela de Roberto, El corneta, un texto que marcaría un hito en Honduras. Yo ya no estuve para celebrarlo; sólo permanecí tres meses en esa ciudad, pues el dios de la guerra me puso de nuevo en la ruta.
En 1984, Roberto obtuvo el Premio de Cuento de la Revista Plural en México. Como muy pocas veces sucede en esas latitudes, lo ganó a las limpias, sin padrinos ni "grillas", sólo gracias a la calidad de su obra. Lo recuerdo en una habitación de hotel en las cercanías de la Alameda en la Ciudad de México, rebosante de contento, impresionado por la magnitud de la metrópoli. En esa ocasión ya venía acompañado por Leslie, quien sería su mujer el resto de su vida. Generoso como siempre, me traía ejemplares de mi primer libro de relatos, publicado por Guaymuras, gracias a su apoyo y al de los otros amigos. El cuento que ganó ese premio, "La laguna" (si mi memoria no me falla), lo incluyó luego en el volumen Figuras de agradable demencia, publicado en 1985.
En los últimos años de la década de los 80, lo vi con alguna frecuencia. Vivía con Leslie en El Hatillo, en la cumbre de la montaña, en una especie de cabaña grande escondida entre los pinares, a un par de kilómetros de la casa donde yo pernoctaba cuando visitaba Honduras. En las tardes, bebíamos un par de copas en la terraza de la cabaña y luego salíamos a caminar por el bosque, bajo la niebla y el zumbido del viento. Era un placer escucharlo: tenía la sabiduría del hombre ajeno a la jactancia y las vanidades fáciles, la sabiduría de aquellos pocos para quienes el conocimiento es placer, asombro, misterio; y también tenía un humor agudo, pícaro, pero sin resentimientos, el humor de quien ya se ha resignado ante la tontería del género humano. En esos años, trabajaba con pasión en su novela mayor, La guerra mortal de los sentidos, que sería publicada finalmente en 2002, luego de varias peripecias.
A principios de la década de los 90 hubo un cambio de look en Roberto: empezó a vestir formalmente, con saco y corbata, sin importar el día ni la circunstancia, como los escritores de la generación anterior, formados en el oficio del funcionariado. Yo me burlaba, le decía que parecía diputado hondureño; él sólo sonreía y enseguida aprovechaba para hacer escarnio de la cultura de provincia que tan bien conocía. Su vestimenta formal no varió en lo mínimo su carácter jocundo, perspicaz; su risa contagiosa; su comentario punzante, demoledor, dicho al vuelo, como si apenas importara.
Releo el último email que me envió y decía: "Lamento ser el que te da tan triste noticia: ayer murió nuestro querido amigo Enrique Ponce Garay". Enrique había sido librero, crítico de cine, censor cinematográfico, pero sobre todo un gran lector. No sabía Roberto que su turno pronto vendría.
Escribe el poeta Adam Zagajewski en recuerdo de Zbigniew Herbert: "En las primeras semanas y los primeros meses después de haber perdido a un gran amigo la memoria repite: aún es demasiado pronto, todavía no veo nada, esperemos". Este es pues un recuerdo precipitado, apenas unas líneas balbuceantes del retrato que Roberto merece.