domingo, diciembre 31, 2006

La obra completa de Nabokov


Cuando se han cumplido 50 años de la aparición de 'Lolita', la novela que más fama reportó a Nabokov, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores publica las 'Obras Completas' del genial escritor ruso, después nacionalizado americano, entre las que, para el lector español, hay abundante material inédito.
Serán en total nueve los volúmenes que se publiquen, a razón de uno por año, pero la editorial ha querido arrancar en estas fechas no con el primero, sino con el tercero: 'Novelas 1941-1957', las del primer periodo americano de Nabokov, por ser este volumen el que contiene 'Lolita'.
Con esta novela, publicada en 1955 en París después de que el escritor, afincado en Estados Unidos desde 1940, la viera rechazada por cinco editoriales norteamericanas, verán la luz 'La verdadera vida de Sebastian Knight', 'Barra siniestra' y 'Pnin', además del guión que Stanley Kubrick le pidió a Nabokov para llevar al cine 'Lolita' -lo que hizo magistralmente en 1962, con James Mason y Sue Lyon en sus papeles principales-, aunque al final no lo utilizara.
Vladimir Nabokov nació en San Petersburgo en 1899, en una familia aristocrática y con dinero que, cuando los bolcheviques llegaron al poder, decidió tomar el camino del exilio. Fueron primero a Crimea, y desde allí a Londres y Cambridge, donde estudió Nabokov, que era trilingüe, pues en casa además del ruso se hablaba francés e inglés.
La familia se estableció más tarde en Berlín, donde en 1925 el novelista conocería en un baile de máscaras a la que habría de ser su mujer durante más de 50 años, Vera Slonim, también rusa y también aristócrata, aunque, en su caso, de origen judío, lo que, ante la embestida nazi, empujó al matrimonio a emigrar a Estados Unidos en 1940.
Nabokov, auténtico prestidigitador de la palabra, había publicado con el pseudónimo de Vladimir Sirin novelas como 'La defensa Luzhin' o 'Invitado a una decapitación', pero tras asentarse en América decidió lanzarse a escribir en la lengua local, no sin antes pasar un doloroso proceso de desprendimiento de su amado ruso, lengua que, según su mujer, había perfeccionado a lo largo de los años hasta hacer de ella "algo único y peculiar de él, un auténtico artefacto de belleza".
En inglés, idioma que comenzó a doblegar a su antojo y a transformar en "algo que, por su cadencia, su melodía y su flexibilidad, jamás había sido antes", también según Vera, Nabokov se estrenaría con 'La verdadera vida de Sebastian Knight' (1941) y escribiría después 'Barra siniestra' y 'Lolita' (1955), que le consagró definitivamente como escritor, y que él mismo traduciría después al ruso.
Sin embargo, para verla publicada tuvo que darla a una editorial francesa, Olympia Press, especializada en literatura erótica y en autores como Jean Genet, Marqués de Sade, Henry Miller o William Burroughs.
La novela, que narraba la obsesiva relación de un hombre maduro con una adolescente precoz, resultaba tabú en Estados Unidos. Y ello, por partida triple, pues a la pasión de aquel adulto por aquella niña de doce años se añadían otras cuestiones también rechazadas entonces, como el matrimonio entre un negro y una blanca, o la existencia feliz de un ateo.
"El mundo es un cachorro que está esperando que alguien salga a jugar con él", decía este autor, amante a partes iguales de la literatura y de las mariposas, en cuyos libros, como señala el escritor Juan Bonilla en el prólogo, "la belleza acaba siendo tan importante como sus personajes principales".
Nabokov, que publicaría después otros títulos de éxito como 'Pálido fuego' (1962) y 'Ada o el ardor', ante el que se rendirían de una vez por todas sus lectores, moriría en Montreux (Suiza) a los 78 años.
Noticia también por aparecer ahora en Anagrama la segunda parte de su biografía -'Los años americanos'-, escrita por Brian Boyd, de Nabokov llegarán en estos nueve volúmenes inéditos españoles como la correspondencia del escritor, cuentos, piezas teatrales como 'El gran Padre' o 'El hombre de la URSS' y poemas, entre otros.

lunes, diciembre 25, 2006

Nuevo premio para Vila-Matas


La nota del diario señalaba con fría precisión: La Real Academia Española (RAE) concedió la edición 2006 del premio que lleva su nombre a la novela Doctor Pasavento, del escritor español Enrique Vila-Matas. El premio, dotado con una medalla de oro y 25.000 euros, se otorga alternativamente a la mejor obra de creación o de investigación lingüística o literaria del bienio precedente, escogida entre las candidaturas presentadas por las veintidós academias de la Lengua Española. Doctor Pasavento, según señaló la RAE, es una novela que sitúa “el ejercicio de creación literaria en el centro de la experiencia humana” y la valora “por su exigente cuidado formal y lo que supone como decidida renovación del lenguaje narrativo en la línea de las mejores tradiciones europeas y americanas”. Enrique Vila-Matas (nacido en Barcelona en 1948) cierra con la novela premiada por la Academia una trilogía basada en la búsqueda de la identidad y en la reflexión sobre el oficio de escritor. Doctor Pasavento recibió en abril el Premio de la Fundación José Manuel Lara Hernández, concedido por doce editoriales españolas y dotado con 150.000 euros. Además, el escritor acredita también los premios Ciudad de Barcelona (por Bartleby y compañía), el Internacional de Novela Rómulo Gallegos (El viaje vertical) y el Herralde (El mal de Montano).
Y yo no puedo más que alegrarme por Vila-Matas y retomar la lectura de ese laureado Doctor Pasavento, que debo confesar había suspendido después de las primera páginas porque sentí que en lugar de extender el goce iniciado con Bartleby y compañía, amplificado de manera magistral en El mal de Montano, mediando una escala en esa joya titulada París no se acaba nunca, el buen Enrique me estaba dando gato por liebre repitiendo añejas recetas. Sin embargo, algo deben haber visto los "viejitos" de la RAE en la novela para adjudicarle esos 25 mil euros que imagino en algo contribuirán a la carrera del ilustre narrador catalán quien, un tanto ajeno a esas distinciones, continúa empecinado en volver al Sloppy Joe´s para demostrar que, sin lugar a dudas, ha bebido y engordado de manera tan precisa que se ha convertido en el doble de Ernest Hemingway, su ídolo de juventud.

martes, diciembre 12, 2006

El centenario de Beckett y el adiós a Klein


Y es que con los cronopios nunca se sabe a qué atenerse. Ahora es que el cuarteto integrado por Sara Rolla, Fito Larach, Jack Warner y Gustavo Campos, ha montado para este miércoles 13 de diciembre un homenaje a Samuel Beckett, por el 100 aniversario de su nacimiento. Se imaginan: ¡Beckett en San Pedro Sula! ¡Beckett en Honduras!
Para esa noche histórica Teatro La Fragua ha preparado un acto de 45 minutos -utilizando textos del autor irlandés- especialmente para la ocasión. También se proyectará el cortometraje Film (B/N, 22 minutos, 1965), creación cinematográfica de Beckett, con Buster Keaton como protagonista. Y si le quedó alguna inquietud, pues los dilectos miembros del beckettiano cuarteto le asistirán con la filosa precisión de sus conocimientos.
Y hasta aquí las buenas noticias, porque el homenaje tendrá lugar en Klein Bohemia.
Para explicar la frase anterior quisiera hacer un poco de historia: concebido por sus fundadores -la pareja helvética Andy +- Judith- como un café cultural, el lugar en cuestión mantuvo esa mística de la mano de los hermanos Tomé, Eduardo y Ricardo, quienes impusieron un estilo más relajado y abierto, donde se logró la coexistencia de diversas manifestaciones artísticas: así a las veladas de rock nacional seguían las presentaciones de libros y las lecturas, alternando con representaciones teatrales, entre otros eventos.
Sin embargo, ahora ha llegado el momento de que los pequeños bohemios nos despidamos de nuestro querido Klein, ya que todo parece indicar que sus flamantes administradores planean imprimirle una identidad más cercana a un yupismo light y trasnochado, impregnado con arribistas fantasías de pretendida exclusividad al son de sus i-pods, donde actos como el de este miércoles no tendrán cabida, y mucho menos habrá espacio para literatura.
Y lo anterior lo recalco porque el pasado sábado tuve la oportunidad de escuchar a uno de sus nuevos dueños advertir que "eso de traer escritores a leer sus babosadas no es rentable, porque la gente se aburre, y mejor se va". Y para cerrar su discurso señaló que él ya le había advertido a Eduardo que no se metiera con esos amigos de Ricardo (escritores de San Pedro Sula) "porque no le traerían ninguna ganancia". Mientras tanto, tras la barra, un joven asentía ante cada improperio que su amigo lanzaba contra la literatura, y de cuando en cuando parlaba en macarrónico inglés con un adláter, que daba lánguidos sorbos a una cerveza importada.
Así que ya estamos advertidos:
¡A leer nuestras babosadas al parque!

domingo, diciembre 10, 2006

El discurso de Orhan Pamuk


En el tradicional discurso al aceptar el Nobel de Literatura, el escritor turco Orhan Pamuk construyó una reflexión sobre diversos aspectos, como la condición del escritor, sus miedos, su tarea y el proceso creativo. Narrador inveterado, Pamuk elaboró su “relato” basado en un objeto: la maleta llena de manuscritos que su padre le dio dos años antes de morir. A partir de ese pre-texto, Pamuk fabricó una encendida defensa del valor y el papel de la escritura, muy alejado del duro alegato político que Harold Pinter suscribió el año pasado. Pamuk bautizó su discurso con el nombre del objeto en cuestión: “La maleta de mi padre”, 'Babamin bavulu' en turco, idioma en que leyó el texto el autor, que a diferencia de Pinter en el 2005, y la austríaca Elfriede Jelinek, ganadora en 2004, sí acudió a Estocolmo.

A partir de sus propias dudas sobre si abrir o no la maleta y sus miedos ante lo que puede encontrar dentro, Pamuk deshoja ideas y descifra preguntas, a la vez que analiza la relación con su progenitor, un escritor frustrado con una amplia cultura, y con su propio país. Y a través de esa propuesta, el autor turco expresa su definición de la literatura, entendida como "lo que una persona crea cuando se encierra en una habitación, se sienta junto a una mesa y se retira en una esquina para expresar sus sentimientos". Pamuk entiende que el escritor es alguien que dedica su vida a descubrir el otro ser que habita en su interior y trata de traducirlo en palabras para crear otro nuevo mundo y otro nuevo ser, "del mismo modo que alguien construye un puente piedra a piedra". A la par, aprovecha para saldar una deuda con Michel de Montaigne, a quien ve como el precursor de esta forma de entender la escritura, tras aclarar que fue su padre quien le reveló la obra del escritor francés.

En la parte medular del discurso, Pamuk enfatiza que más que en la inspiración, "que nunca se sabe de dónde viene", el secreto del autor descansa en su "obstinación, su paciencia", como el miniaturista persa de su novela Me llamo Rojo, que ha dibujado el mismo caballo con la misma pasión toda su vida. También, Pamuk nos descubre su verdad: escribe por "necesidad innata", por no conocer otra forma de ganarse la vida, por enfado contra el mundo, por pasión, por hábito, por la gloria y para ser feliz, entre otras razones.

Tampoco descarta una visión sinfrónica, al advertir que “los escritores no estamos solos, sino en compañía de las palabras de aquellos que vinieron antes, de las historias de otras gentes, de los libros de otras gentes", lo que nos mueve a "contar las historias propias como si fueran las de otros, y contar las historias de otros como si fueran propias".

Algo de esta convicción se encuentra en su relación íntima y contradictoria con Estambul, su ciudad natal, que es ahora el centro de su mundo, porque los últimos 33 años ha narrado sus calles, gentes, días y noches, de modo que "este mundo que he hecho con mis manos, que sólo existe en mi cabeza, es más real que la ciudad en la que vivo".

Y para quienes desean leer el texto completo, los remito a su versión en inglés (formato pdf), ya que los amigos de Estocolmo se niegan a colocar la traducción al español (de hecho, quizás la RAE debiera elevar su queja ante el Comité Nobel por esta flagrante discriminación).

jueves, diciembre 07, 2006

Octavio Paz, editor

No encuentro mejores palabras que las de su amigo Alejandro Rossi -en “Borrador de un elogio” [a Octavio Paz]- para definir a ese humanista moderno, tan denostado y tan amado a partes iguales, llamado Octavio Paz:

"Ha sido el gran escritor, de acuerdo, y también –aunque tal vez no guste la palabra– nuestro pedagogo por excelencia: nos ha forzado a abandonar el barrio y sus lunas caseras, nos ha colocado en la plaza del mundo, nos ha obligado a leer –desde un poeta chino a un soneto desatendido de Lope de Vega–, nos ha convencido de que el ombligo no es tan interesante, nos ha enseñado que la cautela es el peor aliado del escritor, que la libertad debe ser el pan nuestro de cada día, el alimento de la aventura artística".

Y nada mejor que sirvan de preámbulo al trabajo donde Guillermo Sheridan nos muestra una de sus facetas menos elogiadas: "Octavio Paz, editor".

Letras Libres en diciembre

Hacia un país sin librerías
Para todo aquel que se identifica plenamente con su formato tradicional, que disfruta de romper una cubierta plástica para después abrir sus páginas, revisar el índice y aspirar ese olor inconfundible a sabiduría, los libros son parte integral de su existencia, y títulos como el que encabeza esta entrada deben hacer vibrar en su interior una inconfundible voz de alarma.

Alarma que se justifica al leer el trabajo del maestro Gabriel Zaid, donde quedan en evidencia algunas de las triquiñuelas que utilizan los "nuevos libreros", esa horda ignorante y perversa que sacrifica calidad por volumen de ventas, en una execrable actitud que ha tornado en vulgar supermercado esa benemérita institución llamada librería. El ensayo se titula "Hacia un país sin librerías", y acaba de aparecer en la edición de diciembre de la revista Letras Libres.
Las batallas políticas de Vuelta
Además, les recomiendo la lectura de la mínima, pero fundamental, antología elaborada por Christopher Domínguez-Michael titulada "Las batallas políticas", donde recoge algunos de los capítulos más comprometidos de la revista Vuelta, fundada por Octavio Paz.
Mexican Gothic
De lectura obligada en la sección Artes y medios es la crítica contrapuntística de las películas Hijos de los hombres, de Alfonso Cuarón, y El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro. Dos producciones que -de acuerdo a Vicente Molina-Foix- trascienden sus géneros respectivos (ciencia ficción y fantasy) y terminan siendo obras muy personales. Ambas exploran el territorio imaginario de la muerte, “el salvaje país del que ningún viajero vuelve”. Aunque a nosotros sólo nos queda rogar porque lleguen a las carteleras nacionales, hasta ahora signadas por la mediocridad y el kitsch.
Un cuento de César Aira
Y para esbozar un panorama más amplio, no podemos dejar de recomendar la lectura del cuento "El todo que surca la nada", donde afloran las constantes narrativas que perfilan el singular estilo de ese apasionado del minimal llamado César Aira.

lunes, diciembre 04, 2006

Estambul de Orhan Pamuk

En un mundo desgarrado por la intolerancia y el fanatismo, el flamante Premio Nóbel de Literatura, Orhan Pamuk (Estambul, 1952), se ha convertido en un símbolo de libertad y cultura. Lo es por sus novelas, en las que narra la difícil relación existente entre los estados laicos y la religión musulmana, y por el juicio de alta traición al que fue sometido por recordar el genocidio armenio, perpetrado por los turcos a comienzos del siglo XX. También por libros como El astrólogo y el sultán, Me llamo Rojo y Nieve, que han sido alabados unánimemente por la crítica occidental. Hace unos días, Mondadori acaba de publicar su último texto: Estambul. Ciudad y recuerdos, en el que el escritor narra la historia de su familia mientras recorre las callejuelas de su ciudad, se ensimisma en el Bósforo y canta la amargura de sus paisajes y sus gentes. A continuación podrán leer un anticipo de este libro.

Estambul. Ciudad y recuerdos (fragmento)


En mi infancia y primera juventud existía un fuerte nacionalismo turco que pretendía que el uso de la palabra “Constantinopla” implicaba que no pertenecíamos a esta ciudad, que algún día sus primeros dueños regresarían y nos expulsarían después de quinientos años de ocupación o que, cuando menos, nos convertía en ciudadanos de segunda. Ellos consideraban importante la idea de la “Conquista” [de Constantinopla, en 1453]. [...]

En los primeros años de la guerra fría, Turquía, miembro de la OTAN, no quería recordar al mundo la Conquista. Sin embargo, dos años después, en 1955, cuando el gobierno fue incapaz de controlar a las masas que había estando provocando bajo cuerda, fueron saqueados los establecimientos de los rumíes [descendientes de los antiguos bizantinos] y de otras minorías de Estambul. Aquel suceso, en el que se destruyeron iglesias y se mataron sacerdotes, recordó el espectáculo de saqueos y crueldad durante la “Caída” [de Constantinopla] que describen los historiadores occidentales. Los errores de las autoridades turcas y griegas tras la formación de sus estados nacionales, que han tratado a sus minorías como “piezas de intercambio”, han conducido a que el número de rumíes [descendientes de los antiguos bizantinos] que ha abandonado Estambul en los últimos 50 años sea superior al de los que lo hicieron en los 50 años posteriores a 1453.

En 1955, después de que los ingleses se retiraran de Chipre y mientras el gobierno griego se preparaba para tomar posesión de la isla entera, un agente de los servicios secretos turcos arrojó una bomba a la casa donde había nacido Atatürk, en Salónica. Cuando Estambul supo de la noticia después de que los periódicos de la ciudad la agigantaran en una edición especial, una muchedumbre hostil a las minorías no musulmanas se reunió en la plaza de Taksim y en primer lugar saqueó y quemó hasta el amanecer los establecimientos de Beyoglu, aquellas tiendas a las que solíamos ir mi madre y yo, y luego de toda la ciudad.

Se puede decir que las bandas de saqueadores que despertaban el terror por la violencia que desataron en barrios donde la población rumí era numerosa, como Ortaköy, Balikli, Samatya o Fener, se portaron tan despiadadamente como las tropas del sultán Mehmet el Conquistador, si tenemos en cuenta que en algunos lugares asal-taron pequeños colmados de rumíes pobres, que prendieron fuego a sus lecherías, que invadieron sus casas y que violaron a jóvenes rumíes y armenias. Mucho más tarde se supo que para poner en marcha a aquellos asaltantes que aterrorizaron la ciudad durante dos días y que convirtieron Estambul en un sitio más infernal que la peor pesadilla orientalista de los cristianos y los occidentales en general, miembros de ciertas organizaciones apoyadas por el Estado les habían dicho que podían saquear con entera libertad.La mañana siguiente a aquella noche que todos los no musulmanes pasaron con el riesgo de ser linchados, las calles del barrio de Beyoglu y la calle Istiklal aparecieron llenas de objetos que habían pertenecido a las tiendas esquilmadas, a las que habían roto los escaparates y reventado las puertas, cosas que los saqueadores no habían podido llevarse pero que habían destrozado con sumo placer. [...] Aquí y allá podían verse bicicletas, coches volcados o quemados, un piano destrozado, los maniquíes rotos de unos almacenes mirando al cielo después de que los tiraran desde el escaparate a la calle cubierta por las telas y los tanques que por fin habían enviado, aunque fuera tarde, para calmar los ánimos.

Como de todo aquello se habló largamente en casa durante años, está tan vivo en mi cabeza con todos sus detalles como si yo mismo lo hubiera visto. Mientras las familias cristianas arreglaban sus tiendas y sus casas, de lo que más se hablaba en la mía era de cómo mi tío y mi abuela corrían de una ventana a otra observando inquietos los acontecimientos al tiempo que las agresivas bandas de saqueadores llegaban ante la puerta de nuestro edificio e iban calle arriba calle abajo rompiendo escaparates y lanzando consignas contra los rumíes, los cristianos y los ricos. Como mi hermano había tenido el capricho de comprarse días antes una de las pequeñas banderas de tela que también habían comenzado a venderse en la tienda de Aladino como consecuencia del emergente nacionalismo turco y la había colgado dentro del coche, ni volcaron el Dodge de mi tío ni le rompieron las ventanillas.

La religión
Hasta los diez años tuve una idea muy clara de Dios: era la imagen venerable de una mujer de rostro impreciso, extremadamente anciana y vestida con una túnica blanca. Aunque parecía un ser humano, esa imagen, al igual que las demás de mi imaginación, ante mis ojos no estaba tan clara como la de cualquiera que pudiera encontrarme por la calle. Porque se encontraba cabeza abajo y como inclinada a un lado. Cuando se me metía en la cabeza, con un poco de curiosidad y un poco de reverencia por mi parte, las demás imágenes de mi mente retrocedían y ella, como ocurre en algunos anuncios o tráilers, giraba sobre sí misma un par de veces con gran elegancia, se hacía más definida y ascendía entre las nubes, al lugar al que pertenecía. Las arrugas de la túnica estaban muy bien trabajadas, como las de algunas estatuas que había visto en las ilustraciones de los libros de historia. Cuando se me aparecía aquella imagen, cuyos brazos y cuerpo nunca se veían, yo sentía que estaba en presencia de un ser muy poderoso, muy respetable y muy superior, pero no le tenía demasiado miedo. [...] Tampoco recuerdo haberla llamado en mi ayuda nunca ni haberle pedido nada. Porque tenía muy claro que a ella no le importaban los que eran como yo sino los pobres. [...]

La primera vez que me llevaron a la mezquita me sirvió para confirmar mis prejuicios básicos con respecto a la religión y al islam. No fue una visita oficial: una tarde en que no había nadie en casa, la señora Esma me llevó a la mezquita sin pedirle permiso a nadie, más que por amor al culto, porque se aburría sola. En la mezquita de Tesvikiye un grupo de veinte o treinta personas formado por criados, cocineros y porteros que servían a los ricos deNissantassý, y propietarios de las pequeñas tiendas de las calles de atrás estaban sentados en las alfombras más en un ambiente de solidaridad y compañerismo que de oración, y esperaban la hora del rezo cotilleando entre susurros. Recuerdo que mientras rezaban yo paseaba entre ellos, que corrí hasta los lugares más recónditos de la mezquita para jugar y que nadie me paró ni me riñó, más bien al contrario, algunos miembros de la comunidad me sonreían dulcemente, como siempre me pasaba en mi infancia. Descubrí de nuevo que la religión era algo de los pobres pero también que, al contrario de lo que se deducía por las caricaturas de los periódicosy por el ambiente republicano de casa, los piadosos eran personas inofensivas.

Pero por el ambiente despectivo de casa, que a veces se convertía en una furia autoritaria, también podía comprender que, aunque aquella gente fuera buena y pura, existía una contradicción entre su bondad y las cosas en las que creían que dificultaba grandes proyectos como la modernización, la europeización y el desarrollo. No tanto como propietarios de bienes materiales sino como poseedores del derecho a juzgar, ya que éramos “positivistas” y occidentalizados, debíamos oponernos violentamente a que aquellos “ignorantes” se vincularan excesivamente a sus creencias, no solo para defender nuestros intereses sino también los del país. Incluso con mi mente infantil podía comprender que los hirientes comentarios de mi abuela cuando se enteraba de que un electricista que debía estar trabajando se había ido a rezar tenían como blanco, más que el que hubiera dejado la tarea a medias, las tradiciones y los hábitos que impedían el progreso del país. [...]

Para mí la esencia de la religión es el sentimiento de culpabilidad. Cuando era niño me sentía culpable porque no temía ni creía lo suficiente en la imagen venerable de la mujer vestida de blanco que de vez en cuando se me metía en la cabeza. También me sentía culpable porque me consideraba distinto de los que creían en Ella. [...] El ejemplo más claro de esa ambivalencia de mi familia ante la religión eran las Fiestas del Sacrificio. Como se espera de cualquier musulmán como es debido, cada fiesta del sacrificio comprábamos un carnero, lo atábamos en el pequeño jardín trasero del edificio Pamuk y la mañana de la fiesta venía a casa el carnicero del barrio y lo sacrificaba. Como no me gustaban demasiado las ovejas ni los corderos, no se me partía el corazón con los balidos que lanzaba el carnero en los últimos días de su vida, al contrario que los niños de corazón de oro protagonistas de algunos tebeos. Incluso me alegraba saber que muy pronto nos libraríamos de aquel animal feo, estúpido y maloliente, pero el que por un lado repartiéramos la carne del animal sacrificado entre los pobres y por otro ese mismo día la familia se reuniera y en el almuerzo se bebiera cerveza, prohibida por nuestra religión, y se comiera otra carne comprada en el carnicero porque la recién cortada olía demasiado fuerte, me recordaba que no todo el mundo vivía su espiritualidad a mi manera, en forma de una continua sensación de incomodidad y culpabilidad. Si la esencia religiosa de la idea del sacrificio era matar un animal en lugar de un niño para demostrar la fidelidad a Dios y así librarse de los sentimientos de culpabilidad, nosotros hacíamos justo lo contrario, y comiendo una carne mejor comprada en el carnicero en lugar de la del animal sacrificado, hacíamos algo por lo que tendríamos que habernos sentido culpables por segunda vez.

Pero yo vivía en una casa en la que se pasaba de puntillas y en silencio por problemas más graves que esas contradicciones e incongruencias espirituales. Las carencias morales, que tan a menudo he visto en las familias estambulíes occidentalizadas, ricas y laicas, se manifiestaban sobre todo en esos silencios más que en su desdén por la religión: mientras que se podía hablar de todo lo que se refiriera a temas como las matemáticas, el éxito escolar, el fútbol y las diversiones, en cuanto se mencionaban cuestiones fundamentales como el amor, el cariño, la religión, el sentido de la vida, los celos o el rencor, todo el mundo se encerraba en el ensimismamiento y en una soledad patética, y cuando alguien sufría y quería hablar de esos temas y comunicarse, manoteaba desesperado y nervioso sin decir una palabra, como los sordomudos. Luego se dejaban llevar por alguna melodía de la radio, encendían un cigarrillo y se retiraban en silencio a su mundo interior. Yo también pasé en un silencio parecido ese ayuno que hice por ansias de fe. Tampoco es que sufriera demasiada hambre gracias a que aquel oscuro día de invierno fue breve. De todas formas, mientras comía todas aquellas cosas con huevas, anchoas y mayonesa que me había preparado mi madre, y que tan poco se parecían al tradicional iftar turco de aceitunas y embutidos, dentro de mí sentía un enorme contento y paz espiritual. Era el placer, más que de haber hecho algo por Dios, de haber superado con éxito una prueba a la que había decidido someterme.

Esa noche, después de haberme atiborrado hasta más no poder, fui corriendo por las frías calles al cine Konak, vi una película de Hollywood olvidándome de todo lo demás y nunca más se me volvió a pasar por la cabeza la idea de ayunar. Pero aquella torpe relación mía con la religión nunca me mantuvo alejado de los temas metafísicos y religiosos. Siempre mantenía en un rincón de mi mente el razonamiento de que si Dios, aunque no pudiera creer en él como a mí me habría gustado, era un ser omnisciente como decían, sería sin duda muy inteligente y entendería por qué yo era incapaz de creer y me perdonaría. Si no convertía mi falta de fe en un desafío, Dios me comprendería, consideraría circunstancias atenuantes el sentimiento de culpabilidad que me provocaba el no poder creer y el sufrimiento de la falta de fe y no le daría demasiada importancia a un niño como yo.

Lo que yo temía no era a Dios, sino la rabia que sentían los que creían demasiado en Él hacia gente como yo. La estupidez de aquella gente excesivamente pía, cuya inteligencia nunca podría compararse –que Dios me perdone– con la de ese Dios en el que con tanto amor creían, era la segunda razón de mi miedo. Durante años tampoco me abandonó el temor a ser castigado por no ser “como ellos” y ese pensamiento tuvo una influencia más decisiva en que durante mi primera juventud me atrajeran las ideas de izquierdas que todos los libros teóricos que leí.

ORHAN PAMUK

domingo, diciembre 03, 2006

Sobre los libros almanaque de Cortázar

Memorias, erotismo y arte poética
en los almanaques de Julio Cortázar

Mario Gallardo
Universidad Nacional Autónoma de Honduras
Centro Universitario Regional del Norte
mogallardo@gmail.com


Me gustaría iniciar estas reflexiones con un viaje al pasado, a mi primer encuentro con el Cronopio Mayor, allá por el año 1987, cuando llegó a mis manos el libro Los Nuestros, de Luis Harss, y leí su ensayo biobibliográfico titulado “Cortázar o la cachetada metafísica”. [1] Lo cierto es que después de examinar el texto de Harss sentí, como una necesidad imperiosa, que “tenía” que leer Rayuela. Hasta entonces no sabía nada de Cortázar y tampoco tenía idea de que el contacto con su obra iba a influir en mi vida de un modo tan determinante.

Recuerdo también que fue un viernes por la tarde cuando entré a la biblioteca y, luego de una breve consulta en los ficheros, finalmente salí con la novela a salvo en mi mochila: era la vieja edición de Sudamericana, con la figura de una rayuela dibujada con trazos infantiles sobre la portada de color negro, sucia y maltratada.

Lo que vino después fue una verdadera maratón de lectura: no volví a cerrar la novela hasta que la terminé, ayudado por mi inefable condición de lector insomne, que afortunadamente mantengo hasta la fecha y me ha deparado algunas de las jornadas más agradables de mi vida. No voy a decir que acerté a cartografiar con claridad, en esa primera y atropellada lectura, el torbellino de ideas y de mundos posibles que propone Rayuela, pero sí puedo afirmar que en ese momento la literatura se reveló como algo absolutamente trascendente, vislumbré que ese era el mundo al cual quería pertenecer, que lo único que realmente importaba en la vida era la búsqueda de la “autenticidad” y, como parte de este ejercicio, negarse a aceptar a La Gran Costumbre como un destino cierto e ineluctable: en suma, más que una lección literaria, Cortázar me había dado una lección de vida.

Quizás este preludio me haya alejado un tanto del tema central de mi trabajo, pero también –por esas vías secretas y rocambolescas que tanto gustaban a Cortázar- me acerca a una concepción libertaria de la literatura y del oficio del escritor que marca toda la producción cortazariana, y que resulta evidente en los diferentes cambios de registro estilístico en sus novelas, como en la visión autárquica que exigía para sus cuentos y en el desconcierto que provocan sus inauditos textos ensayísticos y poéticos.

Algo de todo esto hay en sus “almanaques”, cuya etimología árabe -que alude a un alto de caravana, a los astros y a camellos en ruta- seguramente habría regocijado más al Cronopio que la tradicional definición de “catálogo que recoge datos, noticias o escritos de carácter diverso”, que consigna actualmente el “pterodáctilo ideológico” de la RAE.

Y es que acercarse a La vuelta al día en ochenta mundos (1967), y a los dos tomos de Ultimo round (1969), implica terminar siendo parte de una auténtica caravana de cronopios en marcha hacia regiones inexploradas de la literatura, la pintura o la música, guiados por un Cortázar geógrafo que nos conduce magistralmente por rutas insospechadas para revelarnos horizontes hasta entonces desconocidos.

En medio de tantos viajes posibles, hemos escogido la ruta a seguir esta noche: hacia el Julio íntimo de las tardes con libros y vino y Teodoro W. Adorno en Saignon, hacia el Cortázar que reflexiona sobre erotismo y teoría de la narrativa, y hacia el cronopio que, entre tímido y gozoso, nos desvela los lúdicos entretelones de su quehacer poético; sin embargo, en el camino resultará evidente que estas vías se encuentran ligadas de manera tal que no se logra establecer una frontera concluyente entre espacio vital y discurso literario.

Así, de la imagen de Teodoro W. Adorno empuñando una estilográfica con la zarpa izquierda parte toda una discusión en torno a una cierta indigencia erótica que Cortázar percibe en la literatura latinoamericana, especialmente en la narrativa. [2]

De hecho, Cortázar asevera que el erotismo exige imaginación al momento de trasvasarlo a la expresión literaria, hasta lograr un feliz desenlace en la ecuación “erotismo = sexo + inteligencia, ojos + inteligencia, lengua + inteligencia, dedos + inteligencia”.

Este es uno de los temas que toca con mayor intensidad en Ultimo round, tomando como punto de partida su reciente lectura (1969) de seis libros escritos por latinoamericanos donde abundan las escenas eróticas. La queja de Cortázar se centra en el pobre manejo de la expresión lingüística que torna al erotismo en pornografía o, dicho de otra manera, reconoce en los autores una pulsión que les lleva a mostrar antes que a trasponer, con una evidente falta de delicadeza, para después rematar que “en literatura esa delicadeza nace del ejercicio natural de una libertad y una soltura que responden culturalmente a la eliminación de todo tabú en el plano de la escritura”.[3]

El llamado es evidente: debemos liberarnos de todo tabú para poder acceder a ese terreno, ya explorado por Genet, donde la descripción de las situaciones sexuales sea siempre otra cosa, buscar el advenimiento en nuestra literatura de ese eros ludens que tanto echa en falta el trillado erotismo literario directo, que Julio define como “siempre tremendo, negro, frenético, hotelero, adúltero, incestuoso, gerontológico, impúber, connotaciones que poco tienen que ver con la alegría”, para después preguntarse: ¿para cuándo la ternura, la tristeza, la sencillez, la naturalidad, el amor?

En Ultimo round Cortázar trató de materializar este llamado -aunque no creía haber escrito nada más erótico que el cuento “La señorita Cora”, pese a que ningún crítico lo vio desde ese ángulo- con un texto deliciosamente erótico, “Ciclismo en Grignan”, que parte, nuevamente, de una experiencia vital: un viaje por algunos pueblos del mediodía francés que le ha llevado hasta la pequeña localidad de Grignan, donde se baja de su auto y se instala en una plazoleta frente a un vaso de vino, servido en una copa de vidrio espeso, y desde allí asiste a una escena singular: tres adolescentes, las bellas de Grignan, charlan y ríen, dos de ellas a pie, y la tercera, la más bella, en su bicicleta, sobre la cual realiza, casi sin querer, un acto que sólo Cortázar parece ver:

Ya no miré más que eso, la silla de la bicicleta, su forma vagamente acorazonada, el cuero negro terminando en una punta redondeada y gruesa, la falda de liviana tela amarilla moldeando la grupa pequeña y ceñida, los muslos calzados a ambos lados de la silla pero que continuamente la abandonaban cuando el cuerpo se echaba hacia delante y bajaba un poco.. a cada movimiento la extremidad de la silla se apoyaba un instante entre las nalgas, se retiraba, volvía a poyarse. Las nalgas se movían al ritmo de la charla y las risas, pero era como si al buscar nuevamente el contacto de la silla la estuvieran provocando, la hicieran avanzar a su vez, había un mecanismo de vaivén interminable y eso ocurría bajo el sol en plena plaza, con gente mirando sin ver, sin comprender. Entonces era así, entre la punta de la silla y la caliente intimidad de esas nalgas adolescentes no había más que la malla de un slip y la delgada tela amarilla de la falda. Bastaban esas dos nimias vallas para que Grignan no asistiera a algo que hubiese provocado la más violenta de las reacciones, la chica seguía apoyándose y alejándose rítmicamente de la silla, una y otra vez la gruesa punta negra se insertaba entre las dos mitades del joven durazno amarillo, lo hendía hasta donde la elasticidad de la tela la dejaba, volvía a salir, recomenzaba; la charla y las risas duraban como la cara que Madame de Sevigné seguía escribiendo en su estatua, la lenta cópula per angostam viam se cumplía cadenciosa, interminable, y a cada avance o retroceso el pelo en cola de caballo saltaba hacia un lado, azotando un hombro y la espalda, el goce estaba presente aunque no tuviera dueño, aunque la chica no se diera cuenta de ese goce que se volvía risa, frases sueltas, diálogo de amigas ”. [4]

Los ejemplos anteriores nos muestran cómo el espacio vital va siendo invadido por la reflexión teórica que pese a estar planteada -como en el ejemplo arriba citado- en un tono ciertamente lúdico, no por ello pierde fuerza argumentativa. Y recalco este hecho porque esta carga de ludismo-ironía-erotismo-humor en Cortázar ha llevado a muchos malos lectores a quedarse en la mera superficie de sus escritos, juzgando a priori que se trata de un mero jugueteo cómico, banal e intrascendente, cuando en realidad se traduce en un ataque demoledor contra la pedantería, la ignorancia, el engolamiento y la falta de imaginación.

De idéntica manera, en La vuelta al día en ochenta mundos se plantean aspectos fundamentales del arte poética cortazariana, entendida ésta última como un metatexto, en el sentido que le asigna Walter Mignolo:

Un receptor en el acto de lectura no sólo encuentra un texto, sino también el metatexto. El metatexto define la actividad realizada y también los rasgos o propiedades de ese texto en relación a su pertenencia a determinada clase. Es desde el metatexto que se puede comprender el ámbito de producción e interpretación de los textos, allí están incluidas las expectativas reales en que se inscribe una obra poética, es decir, el hecho de que el fenómeno literario depende de un mundo cultural”. [5]

Una propuesta para comprender el ámbito en que fueron gestados y la manera en que podrían ser interpretados, así como el perfil del mundo cultural de Cortázar encontramos en escritos como “Volviendo a Eugenia Grandet”, donde el autor cuestiona la manera en que algunos críticos han intentado distinguir entre la sólida coherencia de sus cuentos y la duda metódica que impone a sus novelas, tan llenas de lo que Julio denomina con ironía “paseítos hamletianos dentro de la estructura misma de lo narrado”.

Quienes mantienen este criterio –advierte Cortázar- no toman en cuenta que, en forma unánime, los estudiosos afirman que en sus cuentos lo fantástico se instala en lo real y que esa “irrupción de lo insólito” se ha constituido en el elemento más celebrado, en la muestra de su supuesta eficacia como narrador; entonces, cabría preguntarse por qué condenan la supuesta falta de unidad en sus novelas cuando es precisamente una disrupción en la aparente univocidad del proceso narrativo el factor que más seduce a lectores y críticos de su obra cuentística.

Cortázar va más allá al explicar que “Rayuela es de alguna manera la filosofía de mis cuentos, una indagación sobre lo que determinó a lo largo de muchos años su materia o su impulso. Poco o nada reflexiono al escribir un relato...tengo la impresión de que se hubieran escrito a sí mismos...Por el contrario, las novelas han sido empresas más sistemáticas, en las que la enajenación de raíz poética intervino intermitentemente para llevar adelante una acción demorada por la reflexión”. [6]

Por otra parte –y para redondear el horizonte de expectativas que su autor manifiesta en torno a la recepción de Rayuela- Cortázar reafirma el sentido de ruptura con el establishment de las letras que reivindica la novela, su negativa a que sea considerada como un eslabón más dentro de la tradición novelística, entendida ésta como “un terreno familiar y ortodoxo”.

Y unas páginas después -en un texto aparentemente dedicado a un tema musical, el take, cuyo significado es explicado con claridad en el mismo escrito: son las sucesivas grabaciones de un mismo tema en el curso de una sesión fonográfica, luego, en el disco definitivo sólo se incluye al mejor take de cada una de las canciones, mientras que el resto se archiva o se destruye- Cortázar integra este procedimiento a su arte poética, una especie particular de take, donde la calidad de la obra literaria se alcanza en la medida que el proceso creativo incluya su propia crítica:

Lo mejor de la literatura es siempre take, riesgo implícito en la ejecución, margen de peligro que hace el placer del volante, del amor, con lo que entraña de pérdida sensible pero a la vez con ese compromiso total que en otro plano da al teatro su inconquistable imperfección frente al perfecto cine”. [7]

“Yo no quisiera escribir más que takes”, concluye Cortázar, en una auténtica profesión de fe, para revelarnos que su visión de la literatura, o del lenguaje literario, pasa por la destrucción de todos los clichés, por evitar las “trampas verbales” que suenan bien pero son artificiales, por realizar un ajuste con la finalidad expresiva y, a través de ese proceso de desautomatización, liberarse de la tiranía de un lenguaje fosilizado.

Más íntimo, menos estructurado, pero siempre revelador, humorista e irónico, se mostrará el Cortázar poético, un Julio Denis [8] a la vez maduro y renovado, que se siente a gusto en ese terreno, al que traslada intactos sus demonios más ilustres, sus manías, sus filiaciones y sus fobias.

De la muestra poética que se incluye en estos almanaques quisiera destacar dos poemas inspirados por la figura de Jorge Luis Borges. En el primero, titulado “Los Cortázar”, el acento es evidentemente irónico: mientras Georgie puede ufanarse de una épica familiar en poemas como “Alusión a la muerte del coronel Francisco Borges (1833-74)” o “Página para recordar al coronel Suárez, vencedor en Junín”; Julio, cronopio inveterado, se ríe de su falta de abolengo en un estilo zumbón que a veces parodia al de Borges:

/Qué familia hermano./Ni un abuelo comodoro, ni una carga/deca/balle/ría,/nada, ni un cura ilustre, un chorro,/nadie en los nombres de las calles,/nadie en las estampillas,/minga de rango,/minga de abolengo,/nadie por quien ponerse melancólico/en las estancias de los otros,/nadie que esté parado en mi apellido/y exija de la estirpe/la pudorosa relación: “Aquel Cortázar,/amigo de Las Heras...”/Ma qué Las Heras,/no tuvimos a nadie, ni siquiera/en Las Heras (la Penitenciaría/que ya tampoco existe, me contaron)... [9]

Siempre cargado de ironía, ahora enfilada contra “borgeanos” insensatos, es el llamado “poema indio” que Cortázar escribió en la India en 1956 y que le sirve de pretexto para el texto en prosa “The smiler with the knife under the cloak”.

Un tono punzante priva en los textos, tanto en el “poema indio” como en la supuesta “relación” que le acompaña. En el caso del poema, lleva implícito un reconocimiento al legado borgeano de universalidad, que sirvió de ejemplo para que varios escritores entendieran la necesidad de trascender el limitado ámbito de su patio natal, pero Cortázar también advierte que fue malentendido por otros, quienes incurrieron en la pura mímesis, pensando que con hablar de vikings, runa y David Hume ya habían hecho la tarea.

Luego, siempre en el mismo tono, pero disfrazado bajo el manto de la evocación, Cortázar nos regala las siguientes “reflexiones”:

a) El poema surge luego de platicar con otros argentinos sobre Borges, para olvidar por un rato el bombardeo de Suez.
b) De pronto sintió que su afecto por él (por Georgie) era como un practical joke que Borges le hizo telepáticamente desde su casa de la calle Maipú para después poder decir: “Qué raro, ¿no?, que alguien me tenga cariño desde un sitio tan inverosímil como Nueva Delhi, ¿no?”.
c) También se acordó de una clase de literatura en la que Borges les había mostrado que el verso de Chaucer (The smiler with the knife under the cloak) era exactamente la metáfora criolla de “venirse con el cuchillo abajo’ el poncho”.
d) No le mandó el poema a Borges porque sólo lo había visto dos o tres veces en su vida y “porque para mandar poemas la vida me cortó el chorro allá por los años 38”.
e) Nunca quiso darlo a conocer, aunque estuvo cerca de cederlo a la revista L’Herne, pero sospechó que tan liviana síntesis no vendría bien a los borgianos profesionales.
f) Sin embargo, “casi fue una lástima porque cuando salió el número era tan enorme que parecía un elefante, con lo cual hubiera resultado el vehículo perfecto para mi poema indio”.
g) Finalmente, concluye con un guiño cariñoso para Georgie: “...y a lo mejor Borges, alguien se lo lee en Buenos Aires y usted se sonríe, lo guarda un segundo en su memoria que conoce mejores ocupaciones, y a mi eso me basta desde lejos y desde siempre”.

Aunque “The smiler with the knife under the cloak” [10] pueda parecer insustancial y caprichoso a algunos cortazarianos profesionales, lo cierto es que resume perfectamente el arte poética que Julio despliega en sus almanaques: el relato que se abre o se desplaza o se cierra demasiado como para cuajar en un cuento y, en esa zona incierta, logra la integración a una memoria íntima de varias ocurrencias: como los juicios críticos expresados en forma subliminal y el dato histórico-literario, que aquí oficia como operador realista, aportando la verosimilitud que requieren algunos lectores para tomarse en serio un trozo de escritura o, como señala con justeza su albacea literario Saúl Yurkievich: “Recurriendo a la travesura, a la humorada, al dislate, restablece el trato con lo absurdo, lo aleatorio, lo arbitrario...Caprichos, quimeras, viñetas, patrañas: ¿cómo calificar estas invenciones que escapan a toda taxonomía retórica?”. [11]

En suma, el encuentro con los almanaques cortazarianos representa un placer indescriptible para el paladar de un cronopio, acostumbrado a la apertura polifónica a un mundo collage, a la estética de lo fragmentario, al mosaico, al caleidoscopio, a la miscelánea. Textos no aptos para famas, Ultimo round y La vuelta al día en ochenta mundos reiteran en cada línea de sus páginas la genialidad de uno de los escritores más representativos de la literatura de todos los tiempos, quien siempre supo reivindicar con honestidad y talento su compromiso latinoamericano desde una perspectiva universal.

[1] Harss, Luis. “Cortázar o la cachetada metafísica”. Los Nuestros. pp. 252-300.
[2] Cortázar, Julio. “/que sepa abrir la puerta para ir a jugar”. Ultimo round, T. II. p. 58.
[3] Cortázar, Julio. Op.cit. p. 66.
[4] Cortázar, Julio. “Ciclismo en Grignan”. Ultimo round, T. II. pp. 24-25.
[5] Mignolo, Walter. Elementos para una teoría del texto literario. p. 361.
[6] Cortázar, Julio. “Volviendo a Eugenia Grandet”. La vuelta al día en ochenta mundos. p. 41.
[7] Cortázar, Julio. “Take it or leave it”. La vuelta al día en ochenta mundos. p. 309.
[8] Seudónimo que utilizó para firmar el libro de poemas Presencia, publicado en Bs. As. En 1938.
[9] Cortázar, Julio. “Los Cortázar”. Ultimo round, T. II. pp. 48-49.
[10] Cortázar, Julio. La vuelta al día en ochenta mundos. pp. 63-64.
[11] Yurkievich, Saúl. “Salir a lo abierto”. Julio Cortázar: mundos y modos. p. 18.

Sobre la última novela de Julio Escoto

Verdad tropical, verdad kitsch en El génesis en Santa Cariba de Julio Escoto

Dr. Héctor M. Leyva
Universidad Nacional Autónoma de Honduras
hleyva90@hotmail.com


Si hubiera que calificar con una palabra la última novela de Julio Escoto, habría que decir que es espléndida. Espléndida en el sentido de extraordinaria y en el de brillante. Por una parte la novela recorre una estética posmoderna novedosa en Honduras, y por otra, se halla lograda con gran dominio del oficio, con el lenguaje maestro de las obras maestras. En cierto modo es el arribo a tierra firme de un narrador que ha navegado largo tiempo y que por fin conoce todos los secretos de la isla que buscaba. Aunque también es cierto que conviene al lector advertir los atractivos pasionales que tal esplendidez comprende porque, como no podía ser menos, la obra encierra un sortilegio.

La novela de Julio Escoto trata de un pecado y es el de la seducción por la sensualidad. Su obra es la del disfrute de ese lenguaje neobarroco, propio del realismo maravilloso, capaz de fagocitar inagotables mundos imaginarios, y es también la seducción por la rotunda pasión sexual, generalmente atribuida a los trópicos, que como sostiene la novela podría ser uno de los rasgos más profundos de la identidad y el supremo impulso vital. En este sentido, la novela es un pecado y una provocación. Un entender la literatura como disfrute, que confronta la seriedad del arte difícil y del torturado realismo, y un celebrar la pasión libidinal tropical como aquello que le falta al mundo.

Entre todas las regiones, el Caribe quizás sea la más irreal. Archipiélago de tumultuosa historia pero sobre todo arrecife de sueños. Escollos y cordilleras semisumergidas poblados por ubicuos habitantes que han alentado el vuelo de un imaginario desarrendado, especialmente en la literatura. Imaginario del desorden y la autodestrucción, pero también del amor. La novela de Julio Escoto es entrega feliz a una de sus islas, Santa Cariba. Una isla imposible, construida en el mismo acto de contarla y que viene a ser más bien la proyección de un portentoso deseo de fecundidad y alegría.

La costa se encendía con brillos fatuos –nos dice la novela- cuando las mantarayas anidaban en la playa y el viento oreaba a los cocoteros espumando la savia de sus frutos, que colgaban de los penachos como gárgolas de amor… (p. 10).

Las metáforas convocan el paisaje en el disfrute sensorial que provoca su dinamismo y su sustancia interior. La isla es un juego de reflejos (“brillos fatuos”, “espejos rotos”), un concierto de ruidos (“bostezos de pelícanos”, “ronquidos de peces”) y especialmente es refluir de substancias (cocoteros que “espuman savia” en “gárgolas de amor”, luz de mediodía que es “esperma de mercurio”).

Todo en la isla está modelado por el sentimiento, “sus farallones” dice el enigmático narrador (a quien se atribuye el lenguaje de la novela) eran “redondos y con paisajes tan lúbricos que sólo provocaban echarse a la hamaca para hacer el amor o meditar”. La situación es tan idílica que algunos extranjeros que llegaban se echaban a dormir y se despertaban ancianos. Los propios caribanos vivían en tal armonía con su mundo que confundían lo que soñaban con lo que era real y solían soñar lo que iba a acontecer. Hambre no se padecía pues los frutos del mar y de la tierra se prodigaban en abundancia. Más que eso añade el narrador “los suelos eran tan fértiles que escupíamos y brotaban hongos contumaces” (p 40-42).

La sensación del lector ante las descripciones de la isla es comparable a la que suscita el famoso mural de una adolescente pintora en la novela, que recrea con tal verismo los frutos tropicales de la isla que a los espectadores se les hacía agua la boca de sólo verlos: “…aguadeaban las encías ante el dulzor de las piñas, anonas, guayabas, caimitos, naranjas y mangos de la cornucopia tropical retratada” (p 217).

La idea de una prosa narrativa que se entrega a la incorporación del imaginario caribe como disfrute de un banquete suculento, tal vez sea apropiada para describir la novela en su conjunto, aunque por la relevancia de los apetitos sexuales, quizá incluso pudiera entenderse como seducción por la orgía en sus dos sentidos de banquete y goce erótico. El narrador comulga con el pueblo caribano en la celebración de la eterna y sensual primavera que los alberga a todos:

Cariba lucía entonces –dice el narrador- un prodigioso chal de aroma a guayaba y exhalaba un penetrante aliento a infusión de anona, cuyas mónadas ingresaban a la nariz y anidaban en la cabeza volviendo a hombres y mujeres gran árbol de ramas que se buscaban, perseguían y enlazaban como si sus raíces pulpares fueran una sola congestión vegetal. Pájaros de vuelos insospechados picoteaban los huertos y la imaginación haciendo del universo una maravilla inconclusa, gran tapiz, retablo feraz donde bastaba querer concebir para salir preñado” (p134).

Los aromas de las frutas son afrodisíacos por compartir la misma sustancia amorosa de la isla que contagia a los hombres y mujeres que se buscan entre sí como las ramas de un gran árbol.

La novela sorprende a los habitantes en un momento edénico, anterior al parto de la historia cuando eran una olvidada aldea de pescadores. En efecto ahí el tiempo no había sido descubierto y sin que se entendiera a cabalidad el por qué o el cómo, el hecho es que habían venido a juntarse hombres de distintas razas y de las más remotas procedencias. El pueblo había venido fraguándose por la mezcla fuerte de sus cuerpos:

“…fundíanse salivas, razas disímiles se hacían melaza de endulzar pan” (p 11).

En un momento, sin embargo, son visitados por los ingleses e ipso facto son sometidos por la fuerza de los cañones. La colonización los humilla y los presiona a dejar de ser lo que eran. Los ingleses arriban con costumbres antinaturales como las de controlar las emociones y también las de fingirlas; lo mismo que con ideas degradantes con respecto al sexo. Pronto desleales y rencorosos mestizos se suman como testaferros a las esferas del poder y aparecen prelados católicos y militares que llegan a conformar una oligarquía aún más tiránica para los caribanos. Bajo la influencia de los hombres de la iglesia se condena abiertamente toda forma de disfrute del placer y especialmente el sexual. El alma de los caribanos se ve así gravemente aherrojada.

Ahora eran “una perla en el majestuoso anillo verde británico” (p 40), habían perdido la libertad y la inocencia, pero casi al mismo tiempo también habían comenzado la lucha por recuperarlas y recuperarse a sí mismos. Al principio los caribanos yerran en sus esfuerzos libertadores y algunos líderes como Crista Meléndez (encarnación de Jesucristo en una mulata) caen muertos bajo la represión (Crista falla porque su prédica era quizás un punto pasada de moralizante y mística). No obstante, otro líder, Salvador Lejano, viene a dar con el secreto crucial del pueblo caribano y tal vez por ello consigue conducir al triunfo la revuelta antibritánica. Después de haber estudiado marxismo y otras ciencias materialistas, llegó a descubrir que “…el motor de la especie radicaba en su centro sexual” (p193).

Se trabajaba para asegurar la manutención, cierto, [pensaba Salvador Lejano] pero se escribía, pintaba, tallaba y musicaba con apetito sensual. El varón [decía], era máquina de poblar… codiciaba muslos, brazos y nalgas no por estéticas sino por anunciar fuerza, y las mamas que ellas traían enclavijadas al costillar eran, en la más pura conciencia animal, bastimento para la tribu, seguridad alimentaria. No nos equivocáramos, al fondo de la reproducción no quedaba sitio para poesías, nos amasábamos de la más cruda exigencia…” (p193).

Descubierto el reclamo más íntimo de su ser por este lúcido líder, los caribanos obtendrán la independencia y lo entronizarán en el poder, aunque con él y con los infaltables enemigos surgirán nuevos peligros que deberán volver a ser enfrentados. Su verdad esencial, sin embargo, se les ha hecho perfectamente clara y esa será su principal esperanza.

La idea de que la sensualidad del trópico es cierta y de que podría abrazarse como una verdad (o de que debería alimentar como si lo fuera nuestros sueños), la comparte esta novela con otras corrientes del tropicalismo latinoamericano. Vasos comunicantes la unen con el realismo maravilloso de Carpentier, tanto como con los cálidos ritmos del calypso o de la bossa nova. Hay la misma invitación a encontrarse y autocomplacerse en este espejismo afectuoso de la propia identidad. Sergio Ramírez, compañero de generación y centroamericano como Julio Escoto, escribía no hace mucho que el neobarroco que puso en boga Carpentier vino a convertirse en “la voz encontrada del continente latinoamericano”, el lenguaje más apropiado –a su juicio- para esta tierra de la exageración, la voluptuosidad y la música. (Ramírez, S., 2004).

Caetano Veloso en un libro titulado Verdad Tropical (por analogía con la Vereda Tropical de la canción) viene a coincidir con estos planteamientos. El cantautor reflexionando sobre la música brasileña, concluye que ésta ha hecho una “sutil pero crucial” contribución (dos adjetivos que califican apropiadamente el delicado arreglo y la hondura sentimental de sus propias composiciones) al confuso mundo globalizado. Junto con otras manifestaciones artísticas, dice Veloso, ha participado “en un gran movimiento que ha llevado la llama civilizatoria de las áreas calientes a las regiones del frío hemisferio norte” (Veloso, C., 1997).

Puede reconocerse en efecto que el tropicalismo puede suponer una estructura sentimental contracultural con respecto a la deshumanización del orden mundial, pero no puede evitarse tampoco reconocer el exceso sentimental, el estereotipo y la idealización que también encierra esta corriente del arte.

Frente al Caribe real, contaminado por la industrialización, los vicios del turismo y la pobreza, la dulzura del arte tropicalista parece perder arrestos subversivos y más bien asimilarse al statu quo y al mercado.

Liv Sovik, dice por ejemplo del tropicalismo musical brasileño, que ha dejado de hallarse asociado a los movimientos de izquierda para convertirse en el discurso estable de la identidad brasileña y en una fórmula de éxito en el mercado global de la cultura (Sovik, L.: 1998). Ernest Papin, llega más lejos al decir que la literatura que mitifica al Caribe, al presentarlo con “aguas azules, arenas doradas, aves cantarinas, vegetación lujuriosa” y con “la gracia física” de las mujeres creoles”, restablece la “ilusión de un inocente paraíso” que anula toda posibilidad de referirse a la naturaleza o a la realidad (Papin, E., 2003: 2).

Tales críticas encierran sin duda verdades que no pueden dejar de tenerse en cuenta, pero la novela de Escoto parece aferrarse a la suya con deliberada conciencia del gesto. (*)

Podría ser que en la entrega a la idealización y a los juegos de degustación del lenguaje, haya una rendición de beligerancias y también un halago de lo placentero, que aproxima comprometedoramente la obra a los productos de las industrias culturales. Pero en esas críticas parecen advertirse también los resabios de un viejo moralismo, que ahora como antes reclama a la literatura extrema seriedad y lucidez, sangre, sudor y lágrimas; sufrimiento y dolor como pruebas de la verdad. A fin de cuentas podría ser el antiguo y recalcitrante reclamo del realismo, ahora entendido mejor como hiperrealismo. Tal vez se piensa que los escritores están en la obligación de presentarnos la misma realidad que la prensa gráfica y televisiva, o tal vez otras realidades incluso más duras gracias a un estilo y a unos sentimientos más desgarrados. La novela de Julio Escoto, sin embargo, parece menos interesada en esas realidades que en los sueños, y más quizás en las verdades del corazón que en las verdades verdaderas.

La novela de Escoto se desmarca de la estética que entiende la obra de arte como obra de conocimiento o de edificación moral. No quiere elevar a la mente una imagen de realidad que la agotara en todos sus sentidos (como quizás tampoco normas sobre lo bueno, o lo justo). En cambio se entrega y quiere invitar a entregarse a un lance pasional. Quiere unirse y que el lector se una a la sensualidad tropical como disfrute pleno de un algo que si no es verdad (si acaso lo inventa el escritor o lo ha inventado la gente) es algo que se desea y que bien pudiera ser. Es su verdad tropical.

El gesto cruel del escritor, como sacerdote de la erudición y del lenguaje, que sacrifica la realidad a los sueños, se justifica así en esta estética kitsch que da la espalda a los valores puritanos del humanismo para reivindicar los más terrenales y también humanos de la benevolencia y la amabilidad.

Las observaciones de Ludwig Giesz sobre la fenomenología del kitsch aportan elementos para comprender esta experiencia estética que propone la novela. “Lo importante en este arte –dice- es poder bañarse, desahogarse en una disposición de ánimo agradable, homogénea” (Giesz, L.: 52). Lo kitsch es lo cursi pero no porque sea necesariamente feo o pasado de moda, sino por su enganche sentimental, por la facilidad con que conmueve o con que instala al artista y al espectador en el disfrute. En el arte kitsch el sujeto se funde con el objeto, el artista o el espectador se unen con la emoción o el placer que suscita la obra; se relajan las serias actitudes y las severas distancias del arte clásico; el sujeto abandona su imparcialidad, el juicio se rinde al sentimiento; y el espíritu claudica su libertad: no quiere más conocer sino sentir. No se trata de una actividad del conocimiento o de una acción moral, sino del acto más crudamente material de satisfacer una necesidad emotiva, y en esto se haya más próximo al consumo de una mercancía que a la contemplación desinteresada de la belleza o de la verdad (Giesz, L.: 52-72).

El kitsch es pecaminoso, tanto por su invitación al placer como por su implícito nihilismo que condena al descrédito los antiguos caminos del arte, la ciencia y la filosofía, que se consideraba que debían ser tortuosos y ásperos para conducir a algo bueno. Más emotivo e inmediatista, el kitsch quiere para ahora y en la mayor cantidad posible aquello que pueda dar felicidad. Desconfía de lo puramente intelectual como de los reclamos moralistas y descree de toda forma de trascendencia (o se resigna a la idea de que no existe).

Efectivamente la novela de Julio Escoto sacrifica el Caribe real para lograr una obra de arte seductora y acariciadora. El dilema moral que convoca, sin embargo, no es ajeno a la experiencia estética universal que desde antiguo se ha dicho que encuentra valores de belleza en el sufrimiento humano. Numerosos pasajes de la novela podrían citarse para hacerla ver como una piedra de sacrificios en la que la sangre de los caribanos, derramada en sus luchas por la libertad, es convertida en gemas preciosas de expresión verbal.

Sangre, había sangre por todas partes. Sangre pronta a cuajarse como lácteo vital. Sangre que empezaba a oxidarse con delgado esplendor mate y proseguía derramándose a impulsos, como descompensada de un hígado gigante, sangre de linfocitos aráctiles en camino a pudrirse y fraguar la plasta, torta o delirio de moscas y canes, sangre de presencia inesperada, estera de flogisto y estupefacción, sangre desconocida y anónima, curtida, vertida, incombustible sangre que cristalizaba al sol. Tanta era la sangre allí expuesta que debía provenir de un mártir ciclópeo o de una legión de soñadores (p 123-124).

Terribles son también los pasajes de tormentos que los poderosos inflingen a los rebeldes caribanos. A Crista Meléndez los británicos la cuelgan en un cadalso con trampa y su vida se escapa en un instante narrado con lujo de detalles (“un temblor agónico indicó haberse desalineado la traquea y los músculos deltoides se contrajeron dos veces en persecución de un oxígeno escaso” (p80)). A Chepito Martí (encarnación dudosa del independentista cubano) lo queman a “fuego rápido” sobre un tablado de ciprés y su cuerpo despide un “humo dulzón” comparable según el narrador al de la “grasa de pollo”, la “chicharra de lechón” o el “aire de pato quemado” (p 209). A Salvador Lejano, cautivo en el despuntar de la revuelta, sus torturadores lo sientan en una “silla de patas imperiales” y lo golpean de todas las formas imaginables pero las marcas de violencia en su cuerpo cobran las formas de una rara belleza: así “mostraba el ojo como carbunclo, de un rubí encendido por la serosidad nueva del tejido celular” (p 247).

Algunas de las torturas son psicológicas pero igualmente perversas y así convertidas en motivo de juego neobarroco en la novela, como las que aplican a un estilista homosexual, a quien en lugar de arrancarle las uñas se las pintan con simpáticos motivos (“corazoncitos salmonados, culebritas vibrátiles, arañitas coquetas”) y lo mismo hacen con su cuerpo que en lugar de golpearlo lo empolvan y perfuman, e incluso le pintan tatuajes (por ejemplo “claveles de témpera en la nalga y las mejillas”) -aunque al final todo esto termina con un balazo mortal (p 249-250).

Debe observarse que la transformación de la realidad en objeto estético está visiblemente tamizada en la novela por la ironía. Lo que con derroche de arte se dice, suscita en la conciencia del lector lo que a propósito no se dice: la conmoción moral. De este modo, en el entrelineado de la novela puede apreciarse la apelación a la estética convencional (justa y buena) que quizás con nostalgia se añora. Así, por ejemplo, cuando la novela narra el proceso de degradación moral a que arrastra la colonización británica, lo que resalta es la celebración de los pormenores de la corrupción y el vicio que se extienden entre los caribanos, aunque tras ello pueda presumirse un lamento.

Véase el caso de la descripción de la casa de placer reconocida por el nombre de Catedral Citroen:

Catedral Citroen aún existe… de la primigenia galera techada con palma y horcones creció y amplió luego su variedad coreográfica: champanes al inicio, aguardiente, chichas y marihuana al final; cantoras alsacianas y castrati de Italia, o púberes de Viena que viajaban para deleitarnos, a sifilíticas y transitadas garotas y anoréxicas de París encampanadas con vistosos revuelos o peladitas como venidas al mundo. Exuberantes tetonas de Marsella, sudanesas de cuello jiráfico, nalgudas garífunas, carnosas balletistas zutuhíles, gitanas de Hamburgo, cómicos de la legua y los más bellos travesti de la humanidad desfilaron por un escenario que al comienzo era un tablado de pino embreado con cola de buey pero que después fue un inmenso auditorio sembrado con bambalinas, candilejas y fresneles, dotado con cámaras de nieve, humo y vapor, flanqueado por bares de licores exóticos, pianos, orquestas, salas, combos, tragamonedas y el cubículo estrecho del mortuario, donde los quebrados por la ruleta se aplicaban el pistolazo fatal. Los meseros recorrían en patines de madera el estruendo cacofónico de la multitud depositando las órdenes y recogiendo a puños la propina mientras en las terrazas el espectáculo de la bahía encendida con farolas de yates y cruceros del mundo daba la sensación de contemplar a la urbe de la prosperidad. Gentes con curiosos aspectos y acentos transitaban vestidos en bermudas o frac pasando la larga noche del trópico en una orgía sin tiempo” (p 56).

Todas estas notas sombrías de la novela, no consiguen, sin embargo, opacar el rutilante foco de atención puesto en el amor. Menos que una delectación solipsista, la novela parece más bien confesar un acto de fe. La escritura ama sus objetos como los personajes se aman entre sí, sabiéndose ficticios pero queriéndose verdaderos. Es el amor subido de tono de las representaciones que solemos llamar cursis, que son falsas y se quieren ciertas.

Como se destaca en la reseña de la contraportada, la novela está plagada de amores: la pintora adolescente Alfonsina Mucha desfallece de amor por el viril rebelde Salvador Lejano; dos apasionados homosexuales se aman bajo una montaña justo en el momento en que ésta se derrumba; un fervoroso sacerdote cae en el pecado de perder su virginidad en brazos de una hembra descomunal, para terminar horriblemente torturado por los remordimientos; etc.

El encuentro de Selva Madura, el personaje más plenamente sexual, con el cura Casto Medellín, podría pasar por un típico, acalorado y demorado capítulo de novela erótica. Siendo ambos vírgenes en ese momento, el roce de sus cuerpos desata energías insospechadas para ellos:

Lo peor vendría luego, lo que ni sus fantasías más tiernas podían inventar y era el voltaico chispeado de los labios, roce de comisuras que para lo único que servía era para apetencia de más…” (p 24).

Enamorada inútilmente de Salvador Lejano, Alfonsina Mucha (encarnación adolescente de Alfonsina Storni) va a soñar y a delirar por su amado hasta terminar en el fondo del mar, muerta de amor. Loca por pintar, pintará también el rostro de Salvador Lejano en las paredes de Santa Cariba, pero sobre todo se entregará a ensueños del todo literarios en los que se verá a sí misma recibiendo a su combatiente como las damas de los castillos a sus señores en las novelas de caballería:

Y entonces ella vendría y le tiraría del dormán mientras él roncaba agotado, y le extraería las botas de cuero con pezuña de peltre y espuela de plata, y los guanteletes con resina de caucho y arenilla de sudor, los cinturones triples con gotas de mercurio y amaranto y oro, los escapularios santos y el suspensor húmedo para dejarle al aire las bolas reproductivas donde se le recluía la síntesis última del valor, aquel espécimen heroico de la raza tendido allí sobre el jergón cual amapola desecada, girasol desorientado mientras ella le sobaba y repasaba grasa de danto y untos de cloroformo, restituía las partes y apujaba las hernias deformes, regaba el hervor de su saliva desesperada aquí y acullá y allá y de a poco el retoño despertaba” (p 241).

Selva Madura, la campeona sexual de la novela tiene tan cautivadores encantos que según el narrador “sólo requería levantar los brazos, bostezar, abrir las piernas, únicamente respirar para que el planeta extraviara el rumbo atento al desplazamiento de sus deliciosas moléculas” (p 120). Desgraciadamente el verdadero amor, aquel de un hombre dispuesto a compartir su vida con ella le será negado, hasta que ya sea muy tarde y ella se vuelva enormemente gorda. Uno de los momentos culminantes de la novela, sin embargo, será cuando ella se percate que tampoco Salvador Lejano, a quien acaba de tener entre sus brazos, querrá casarse con ella. La escena es aquí de un exotismo utópico y ucrónico:

En el jardín un ebrio flautaba un turbio minueto y las notas espumaban y se perdían en la avenida líquida de la mar. El globo de la luna se alzaba al fondo de la retina rizando el agua, cercado por un abejeo de estrellas. Allí, recostada en el alféizar, engrudados sus muslos con la savia bendecida de Lejano, que daba a sus piernas un barniz de salmón, Selva Madura recapacitó sobre lo oblicuo de la felicidad” (p 334).

El amor que resplandece en la novela se haya exagerado o sobredorado por el lenguaje y los escenarios irreales. Como se decía al principio parece más la proyección de un portentoso deseo o de un sueño que una cosa cierta. Como en el arte kitsch es el esplendor de lo imposible, de lo que más se quiere aunque en el mundo no exista.

El amor es algo en lo que se quisiera creer, es algo que debería ser cierto aunque ya nada pueda darse por seguro con ingenuidad. La novela pareciera concederse una autoindulgencia, la de permitirse creer, si bien riéndose, que el amor es su verdad o al menos una verdad necesaria para los trópicos y para todos.

Bibliografía

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Pepin, Ernest. 2003. “The Place of Space in the Novels of Créolité Movement” en Ici-la: Place and Displacement in Caribbean Writing in French editado por Mary Gallagher. Amsterdam/Michigan. Rodopi.

Ramírez, Sergio. 2004. “Esplendor del Caribe. Homenaje a Alejo Carpentier”. Revista Carátula. http://www.caratula.net/

Sovik, Liv. 1998. “Tropical Truth: a reading of contemporary debate on Tropicália” Ensayo presentado en el Congreso Latin American Studies Association, Chicago, Illinois, September 1998.

Veloso, Caetano. 1997. Verdade Tropical. São Paulo, Companhia das Letras. Cit en Sovik, Liv. 1998. “Tropical Truth: a reading of contemporary debate on Tropicália” Ensayo presentado en el Congreso Latin American Studies Association, Chicago, Illinois, September 1998.

(*) En la presentación de esta novela, el autor reaccionó ante estas críticas señalando la intención paródica de la idealización neobarroca del Caribe, lo que concuerda con la voluntad kitsch que en este trabajo quiere destacarse. La imitación de estilo de la parodia, supone un distanciamiento humorístico del modelo, pero tal humor puede encerrar una forma de ambigua empatía como aquí quiere hacerse ver.