sábado, abril 21, 2007

Mario Santiago Papasquiaro



Acá les va un nota breve de Juan Villoro acerca del buenazo de Mario Santiago Papasquiaro, el alma pura del infrarealismo. También les confieso que me conformo con que lo lean, así que no se sientan obligados a dejar comentarios, ni fotos, ni otras cursilerías...Vale


Mario Santiago por Juan Villoro



Hace unos días murió Mario Santiago Papasquiaro. Nos conocimos en 1973, en el legendario taller de cuento Miguel Donoso Pareja. Mario se llamaba entonces José Alfredo Zendejas y era el más brillante alumno del taller de poesía de Juan Bañuelos. Cada dos o tres miércoles visitaba a los narradores en calidad de temible turista. Criticaba con poca piedad y mucho humor. Cuando un autor que había escuchado demasiadas canciones de Mercedes Sosa trató de retratar la pobreza extrema haciendo que todos sus personajes comieran tortas de fideo, Mario le dijo: Lo que te interesa no es contar algo sino demostrarnos que tus personajes tienen muy mala dieta. Pero el fideo es bastante sabroso. Las tortas más pobres están rellenas de migajón. Discípulo de Breton y de su pez soluble, Mario citaba objetos imposibles para apoyar sus argumentos.

A los 18 años había leído todos los libros, visto todas las películas, escuchado todos los discos. Con Héctor Apolinar, Roberto Bolaño y otros iconoclastas fundó la vanguardia infrarrealista. Inspirados en el beat, el surrealismo, la patafísica y, sobre todo, en rebeldías poéticas latinoamericanas como el nadaísmo y el grupo del Techo de la Ballena, los infrarrealistas tomaron por asalto las lecturas y los cocteles de nuestra serenísima república de las letras, rompieron vasos jaiboleros, hicieron happenings de box y corrieron el albur de quemarse en un ambiente donde el escritor, y sobre todo el poeta, debe posar como un gentleman enciclopédico. A propósito de Mario Santiago, el escritor colombiano Eduardo García Aguilar escribió en La Jornada Semanal un texto en el que reflexiona sobre la fobia que nos inspiran los locos literarios. En otros países de América latina, los arrebatos de Mario hubiesen sido normales; en México, su provocación y sus descaradas actitudes de clown lo llevaron al ostracismo. Aunque escribía con furor grafómano, publicó su primer libro en 1995, el delgado volumen Beso eterno en ediciones Al Este del Paraíso. En el colofón puso la fecha de su nacimiento: 24 de diciembre de 1953. El libro era una epifanía y, en cierta forma, el inicio de su despedida.

Mario adoptó como segundo apellido Papasquiaro, en homenaje al pueblo de Durango donde nació su admirado José Revueltas. El alcohol y el riesgo formaron parte inseparable de su experiencia estética. Sus amigos de los años setenta compartimos su pasión por las drogas, pero no nos atrevimos a seguirlo en sus órbitas de cosmonauta psicodélico. Cuando sus poemas me parecían una mafufada, me decía: Eres un pendejo; cuando me gustaban, me los arrebataba furioso: Eres todavía más pendejo. Obviamente, el afecto no impedía que por momentos fuera una lata. Para trabar relaciones con desconocidos recurría al elemental expediente de la injuria; sin embargo, después de un par de mentadas protocolarias se transformaba en un conversador cálido y memorioso. Sus recuerdos eran una inequívoca prueba de lealtad. Con fechas de escabrosa precisión, atesoraba todo lo que habíamos conversado y le gustaba repetir anécdotas con devoción ritual. Durante los trepidantes cierres de edición de La Jornada Semanal, se presentaba a contar el viaje que hizo a Israel en busca de una mujer amada; su voz se alzaba con teatralidad, como si acabara de descubrir la historia que habíamos repasado infinidad de veces. También era un obsesivo recitador de sus poemas. Ante mi incapacidad de escucharlo a las cuatro de la mañana, decidió grabar sus versos en la máquina contestadora hasta agotar el caset.

El autor de Beso eterno solía presumir un recorte del periódico El Financiero en el que se hablaba de él, no tanto como un alarde de vanidad, algo que siempre repudió, sino como un insólito documento de su existencia.

Mario murió atropellado a los 44 años. Su familia encontró un poema escrito unos días antes, que lleva por título sus iniciales y equivale a un testamento poético.

Hace algunos años, nos encontramos en Ciudad Nezahualcóyotl. Los dos teníamos que ir de ahí a la UNAM y compartimos la larga travesía por la ciudad. De nuevo, Mario mostró su parcialidad por el pasado. Me contó de la primera vez que bebió whisky, en casa de la familia Larrosa. Hay cosas que te pasan sólo porque eres joven -me dijo-. Yo no tenía nada que dar a cambio de lo que me ofrecían en esa casa. Mi único mérito era ser joven.

En efecto, ciertos dones llegan sin otra exigencia que la juventud. Uno de ellos fue conocer a Mario.

domingo, abril 01, 2007

Bolaño y los mercachifles


En la vida siempre hay decepciones, pero algunas duelen más que otras. Por ejemplo, apenas acabo de leer que la editorial Anagrama publicará “los relatos póstumos del escritor chileno Roberto Bolaño” y ya me duele el corazón. Y el dolor se agudiza luego de "revisar" la explicación que acompaña a la noticia, donde se afirma que:
“Tras la muerte de Roberto Bolaño, su amigo y albacea Ignacio Echevarría encontró en su ordenador “un puñado de cuentos y de esbozos narrativos entre los numerosos archivos de texto”. Entre ellos destacaban los de un archivo, BAIRES, en el que Bolaño “debió de trabajar durante los meses anteriores a su muerte” y que son parte de los que están a punto de ver la luz en El secreto del mal (Anagrama). El volumen toma su título de uno de los relatos, que se abre con una declaración de principios: “Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un final”. “La obra entera de Bolaño”, insiste Echevarría, “permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse. Es toda su narrativa, y no sólo El secreto del mal, la que parece regida por una poética de la inconclusión”.
Pero una cosa es lo que diga Echevarría y otra cosa es lo que pensará el lector cómplice de Bolaño, sobre todo después de leer tres de los textos que publica el suplemento El Cultural, como un adelanto a la publicación del libro y luego de afirmar que son “puro Bolaño”. Y claro que son "puro Bolaño", porque es indudable que él los escribió, pero se nota a leguas que son apuntes para sus obras mayores, Los detectives salvajes y 2666, y que, de ninguna manera, podrían ser considerados como creaciones autónomas, redondas, por más que don Ignacio –en un obvio y deleznable afán propagandístico por encargo de la editorial Anagrama- insista con retórico afán en su maltrecha propuesta denominada “poética de la inconclusión”.
Pero no quiero insistir con el tema, así que mejor les dejo con tres de esos supuestos “cuentos” que para Echevarría y Anagrama son “puro Bolaño”, pero para este humilde hondureño son “puro joder mercachiflístico”.



La colonia Lindavista


Cuando llegamos a México, en 1968, pasamos los primeros días en casa de un amigo de mi madre y luego alquilamos un departamento en la colonia Lindavista. He olvidado el nombre de la calle, aunque a veces creo que se llamaba Aurora, pero puede que me confunda. En Blanes viví durante unos años en un piso de la calle Aurora, por lo que me parece poco probable que también en México hubiera vivido en otra calle Aurora, si bien es cierto que este nombre es bastante usual y que muchas calles de muchas ciudades lo llevan. La calle Aurora de Blanes, en cualquier caso, no tenía más de veinte metros y se podría decir que más que calle era un callejón. La Aurora de la colonia Lindavista, si realmente se llamó así, era una calle estrecha pero grande, al menos de cuatro cuadras, y allí vivimos durante el primer año de nuestra larga estancia en México.

La mujer que nos alquiló la casa se llamaba Eulalia Martínez. Era viuda y tenía tres hijas y un hijo, ha bitaba en la planta baja del edificio, un edificio que entonces me parecía normal, pero que ahora, en el recuerdo, se me aparece como un conjunto de anomalías y de torpezas, pues la segunda planta, a la que se llegaba subiendo una escalera al aire libre, y la tercera, a la que se accedía mediante una escalerilla de metal, habían sido levantadas mucho después y posiblemente sin permiso de obras. Las diferencias eran notorias: la casa de la primera planta tenía el techo alto, un cierto empaque, era fea pero había sido construida siguiendo los planos de un arquitecto; la segunda y la tercera planta eran improvisaciones del gusto estético de doña Eulalia y de la maña de un albañil de confianza. Detrás de esa adiposidad arquitectónica se hallaba una razón no meramente mercantil. La dueña de nuestro departamento tenía cuatro hijos y los cuatro departamentos de las dos plantas adicionales fueron construidos para ellos, para que siguieran cerca de su madre cuando se casaran.

Cuando nosotros llegamos allí, sin embargo, sólo estaba ocupado el departamento que quedaba justo arriba del nuestro. Las tres hijas mayores de doña Eulalia estaban solteras y vivían con su madre en la casa de abajo. El hijo menor, Pepe, era el único que se había casado y vivía encima de nosotros junto a su mujer, Lupita. Ellos fueron nuestros vecinos más cercanos durante aquel tiempo.

De doña Eulalia poco más es lo que puedo decir. Era una mujer voluntariosa y había tenido suerte en la vida y posiblemente era más mala que buena. A sus hijas apenas las conocí. Eran lo que en aquellos lejanos años se conocía como solteronas y arrastraban ese destino tan bien como podían, es decir mal, o en el mejor de los casos de una forma resignada y oscura que iba dejando huellas imperceptibles en las cosas o en los recuerdos de las cosas que uno tiene después, cuando todo se ha desvanecido. Se las veía poco o yo las veía poco, consumían telenovelas y hablaban mal de las otras mujeres del barrio, con quienes se cruzaban en el almacén o en el oscuro zaguán donde una india esquelética vendía tortillas de nixtamal.

Pepe y su mujer, Lupita, eran diferentes.

Mi madre y mi padre, que por entonces eran tres o cuatro años menores de lo que yo soy ahora, se hicieron amigos de ellos casi de inmediato. A mí me interesó Pepe. En el barrio todos los muchachos de mi edad lo llamaban el Piloto porque era piloto de la Fuerza Aérea Mexicana. Su mujer se dedicaba a las la-bores de la casa. Antes de casarse con Pepe había trabajado de secretaria o de administrativa en una oficina pública. Los dos eran o trataban de ser simpáticos y hospitalarios. A veces mis padres subían a su casa y se estaban un rato allí, escuchando discos y bebiendo. Mis padres eran mayores que Pepe y Lupita, pero eran chilenos y los chilenos en aquella época se veían a sí mismos como el súmmum de la modernidad, al menos en Latinoamérica, y la diferencia de edad quedaba borrada por el talante francamente juvenil que exhibían mis dos progenitores.

En alguna ocasión yo también subí a casa de ellos. Pepe tenía una sala o un living, como le llamábamos nosotros, bastante moderno, y un tocadiscos que parecía recién comprado, y en las paredes y sobre los aparadores del comedor había fotos de él y de Lupita y fotos de los aviones que él pilotaba, aunque de eso, que era lo que a mí más me interesaba, prefería no hablar, como si estuviera permanentemente constreñido por algún secreto militar. Información clasificada, lo llamaban los norteamericanos en sus teleseries. Secretos militares de la Fuerza Aérea Mexicana que en el fondo no le quitaban el sueño a nadie, salvo a Pepe, que tenía un sentido del deber y de la responsabilidad bastante extraño.

Poco a poco, por conversaciones oídas a la hora de la cena o mientras yo estudiaba, me fui haciendo una idea de la situación real de nuestros vecinos. Llevaban cinco años casados y aún no habían tenido hijos. Las visitas al ginecólogo no escaseaban. Según los médicos Lupita era perfectamente capaz de tener hijos. Los exámenes hechos a Pepe revelaban lo mismo. El problema era mental, habían dicho los médicos. La madre de Pepe, a medida que pasaban los años y no la hacían abuela, le fue cogiendo ojeriza a Lupita. Ésta una vez le confesó a mi madre que el problema residía en la casa y en la cercanía de su suegra. Si se fueran a otra parte, le dijo, probablemente no tardaría en quedar embarazada.

Creo que Lupita tenía razón.

Un apunte más: Pepe y Lupita eran bajos de estatura. Yo, que en aquella época tenía dieciséis años, era más alto que Pepe. Así que supongo que Pepe no medía más de un metro sesentaicinco y Lupita con suerte andaría por el metro cincuentayocho. Pepe era moreno, con el pelo muy negro y una expresión reflexiva en el rostro, como si constantemente anduviera preocupado por algo. Todas las mañanas salía a trabajar vestido con el uniforme de oficial de la Fuerza Aérea. Su afeitado era perfecto, salvo los fines de semana, en que se ponía una sudadera y unos pantalones vaqueros y no se afeitaba. Lupita tenía la piel blanca, el pelo teñido de rubio, casi siempre con permanente, que se hacía en la peluquería o ella sola, con una maletita en donde había todo lo necesario para el pelo de una mujer y que Pepe le trajo desde Estados Unidos, y solía sonreír cuando saludaba. A veces, desde mi cuarto, los escuchaba hacer el amor. En aquella época empecé a escribir con cierta asiduidad y me quedaba despierto hasta muy tarde. Mi vida no me parecía nada excepcional. De hecho, estaba insatisfecho con todo. Y escribía hasta las dos o las tres de la mañana y era a esa hora cuando de improviso empezaban los gemidos en el departamento de arriba.

Al principio todo me parecía normal. Si Pepe y Lupita querían tener un hijo tenían que coger. Pero luego empecé a hacerme algunas preguntas: ¿por qué empezaban tan tarde?, ¿por qué no oía voces antes de que empezaran los gemidos? De más está decir que todo lo que sabía de sexo en aquella época lo había aprendido en el cine o leyendo revistas pornográficas. Es decir, sabía muy poco. Pero lo suficiente como para presentir que en el departamento de arriba ocurría algo raro. La relación sexual de Pepe y Lupita se me aparecía de improviso ornada de gestos ininteligibles, como si en el departamento de arriba se llevaran a cabo escenas de sadomasoquismo, un sadomasoquismo que no conseguía visualizar del todo y que estaba regido, más que por acciones que provocaran dolor y placer, por movimientos teatralizados que Pepe y Lupita interpretaban contra sí mismos y que paulatinamente los estaban trastornando.

Exteriormente esto apenas era perceptible. De hecho no tardé en llegar a la fatua conclusión de que sólo yo lo sabía. Mi madre, que de alguna manera era amiga de Lupita y receptora de sus confidencias, creía que con mudarse de casa se solucionarían todos los problemas de la pareja. Mi padre no tenía opinión. En realidad, recién llegados a México bastante teníamos con lo que a diario nos deslumbraba como para preocuparnos de los misterios de nuestros vecinos. Cuando recuerdo esa época veo a mis padres y a mi hermana y luego me veo a mí, y el conjunto que aparece ante mis ojos es de una desolación abrumadora.

A seis cuadras de nuestra casa se levantaba un supermercado Gigante adonde mi familia iba los sábados a hacer la compra de toda la semana. Eso lo recuerdo con profusión de detalles. Y también que por aquella época empecé a estudiar en una preparatoria del Opus Dei, aunque en descargo de mis padres debo decir que éstos en su vida habían oído hablar de esta institución. Yo mismo tardé más de un año en enterarme de en qué lugar endemoniado estaba estudiando. Mi maestro de Ética era un nazi confeso, pero lo curioso es que se trataba de un chiapaneco pequeñajo y aindiado que había estudiado becado en Italia, en el fondo un tipo simpático y estúpido al que los nazis de verdad no hubieran dudado en exterminar, y mi maestro de Lógica creía en la voluntad heroica de José Antonio (muchos años después, en España, alcancé a vivir en una avenida José Antonio), pero lo cierto es que yo, como mis padres, no me enteraba de nada.

Los únicos interesantes eran Pepe y Lupita. Y un amigo de Pepe, de hecho el único amigo de Pepe, un tipo rubio, el mejor piloto de su promoción, un tipo alto y delgado que había sufrido un accidente mientras pilotaba su caza y ya no podía volar nunca más. Casi todos los fines de semana aparecía por la casa y después de saludar a la madre y a las hermanas de Pepe, que lo adoraban, subía a la casa de su amigo y se dedicaban a beber y a ver la tele, mientras Lupita preparaba la comida. Otras veces aparecía entre semana y entonces llegaba vestido con el uniforme, un uniforme que me cuesta visualizar, yo diría que era azul, pero es probable que me equivoque, si cierro los ojos y trato de evocar a Pepe y a su amigo rubio, los veo con uniformes verdes, un verde claro, un uniforme bonito para dos pilotos, junto a Lupita que va vestida con una falda azul (ella sí de azul) y una blusa blanca.

A veces el rubio se quedaba a comer. Mis padres se acostaban y arriba seguía la música. En mi casa yo era el único que permanecía despierto porque a esa hora comenzaba a escribir. Y de alguna manera el ruido que venía del piso de arriba me hacía compañía. A eso de las dos de la mañana las voces y la música ce-saban y se hacía un silencio extraño en todo el edificio, no sólo en el departamento de Pepe sino también en el nuestro y en la casa de la madre de Pepe que sostenía las ampliaciones y que a esa hora parecía chirriar, como si los pisos que habían crecido encima le pesaran demasiado. Y entonces yo sólo oía el viento, el viento nocturno del DF y las pisadas del rubio que se aproximaban a la puerta, seguido de las pisadas de Pepe que lo acompañaba, y después alguien bajaba las escaleras, las mismas pisadas, pero en nuestro rellano, y luego bajaban las escaleras hasta la primera planta, y alguien abría el portón de hierro y luego las pisadas se perdían en la calle Aurora. Entonces yo dejaba de escribir (no recuerdo qué escribía, algo malo, sin duda, pero algo largo y que me mantenía en vilo) y aguardaba a los ruidos que no se producían en el piso de Pepe, como si tras marcharse el rubio todo allí, incluido Pepe y Lupita, se hubiera de improviso congelado.



El secreto del mal



Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un final. Es de noche en París y un periodista norteamericano está durmiendo. De pronto suena el teléfono y alguien, en un inglés sin acento de ninguna parte, le pregunta por Joe A. Kelso. El periodista responde que es él y luego mira el reloj. Son las cuatro de la mañana y no ha dormido más de tres horas y está cansado. La voz al otro lado del teléfono le dice que tiene que verlo para transmitirle una información. El periodista pregunta de qué se trata. Como suele suceder con este tipo de llamadas, la voz no suelta prenda. El periodista le pide, al menos, una pista. La voz, en un inglés correctísimo, mucho mejor que el de Kelso, le dice que prefiere verlo personalmente. De inmediato, añade, no hay tiempo que perder. ¿En dónde?, inquiere Kelso. La voz menciona un puente de París. Y añade: En veinte minutos puede llegar caminando. El periodista,que ha tenido cientos de citas semejantes, contesta que en media hora estará allí. Mientras se viste piensa que es una manera bastante torpe de arruinarse la noche, pero al mismo tiempo se da cuenta, con un ligero asombro, de que ya no tiene sueño, que la llamada, pese a su previsibilidad, lo ha desvelado. Cuando llega al puente, cinco minutos más tarde de lo convenido, sólo ve coches. Durante un rato permanece quieto en un extremo, esperando. Luego cruza el puente, que sigue solitario, y tras aguardar unos minutos en el otro extremo finalmente vuelve a cruzarlo y decide dar por concluida la noche y volver a casa y dormir. Mientras camina de regreso a casa piensa en la voz: no era un norteamericano, de eso está seguro, tampoco era un inglés, aunque eso ya no podría asegurarlo. Tal vez un surafricano o un australiano, piensa, o puede que un holandés, o alguien del norte de Europa que aprendió inglés en la escuela y que luego lo ha ido perfeccionando en distintos países angloparlantes. Cuando cruza una calle oye que alguien lo llama. Señor Kelso. De inmediato se da cuenta de que quien lo ha llamado es la persona que lo ha citado en el puente. La voz sale de un zaguán oscuro. Kelso hace el ademán de detenerse, pero la voz lo conmina a seguir caminando.

Cuando llega a la siguiente esquina el periodista se da vuelta y ve que nadie lo sigue. Está tentado a volver sobre sus pasos, pero tras vacilar un instante decide que lo mejor es continuar su camino. De pronto un tipo surge de una bocacalle y lo saluda. Kelso devuelve el saludo. El tipo le tiende una mano. Sacha Pinsky, dice. Kelso estrecha su mano y dice, a su vez, su nombre. El tal Pinsky le palmea la espalda. Le pregunta si le apetece tomar un whisky. En realidad dice: un whiskycito. Le pregunta si tiene hambre. Asegura conocer un bar abierto a esa hora que vende croissants calientes, acabados de hacer. Kelso lo mira a la cara. Pinsky lleva sombrero pero aun así se puede apreciar una jeta blanca, pálida, como si hubiera estado muchos años recluido. ¿Pero en dónde?, piensa Kelso. En una cárcel o en una institución para enfermos mentales. De todas maneras, ya es tarde para echarse atrás y los croissants calientes seducen a Kelso. El local se llama Chez Pain y pese a estar en su barrio, si bien en una calle pequeña y poco frecuentada, es la primera vez que entra y posiblemente la primera vez que lo ve. Los establecimientos a los que suele acudir el periodista están, en su mayoría, en Montparnasse y son lugares aureolados con una cierta ambigua leyenda: el bar donde comió alguna vez Scott Fitzgerald, el bar donde Joyce y Beckett bebieron whisky irlandés, el bar de Hemingway y el bar de John Dos Passos y el bar de Truman Capote y Tennessee Williams. En Chez Pain los croissants son, efectivamente, buenos y están recién hechos y el café no está nada mal. Lo que lleva a Kelso a pensar que el tal Pinsky probablemente sea, posibilidad horrenda, un vecino del barrio. Mientras sopesa esta posibilidad, Kelso se estremece. Un pesado, un paranoico, un loco que observa sin ser, a su vez, observado, alguien a quien le costará sacarse de encima. Bien, dice finalmente, usted dirá. El tipo pálido, que no come y bebe a sorbitos una taza de café, lo mira y sonríe. Su sonrisa es, de alguna manera, una sonrisa en extremo triste, y también cansada, como si sólo con ella se permitiera exteriorizar el cansancio, el agotamiento y la falta de sueño. Cuando deja de sonreír, sin embargo, sus facciones recobran instantáneamente la gelidez.



El viejo de la montaña



Siempre hay casualidades. Un día Belano conoce a Lima y se hacen amigos. Ambos viven en México DF y su amistad se cimenta, como suele ocurrir entre los jóvenes poetas, en el rechazo a ciertas normas, en la afinidad con ciertas lecturas. He dicho que son jóvenes. En realidad, son muy jóvenes, y también son, a su manera, vigorosos y creen en el poder lenitivo de la literatura. Recitan a Homero y Frank O’Hara, a Arquíloco y John Giorno, y sus vidas discurren, aunque ellos no lo saben, en el borde del abismo. Un día, esto ocurre en 1975, Belano dice que William Burroughs ha muerto y Lima, al escucharlo, palidece intensamente y dice que no puede ser, que Burroughs está vivo. Belano no insiste; dice que él cree que Burroughs está muerto pero que probablemente se equivoque. ¿Cuándo murió?, dice Lima. Hace poco, creo, dice Belano cada vez menos convencido, lo leí en alguna parte. En este punto de la historia se produce algo que podemos llamar silencio. O vacío. Un vacío, en cualquier caso, muy breve, pero que en la percepción de Belano se prolonga misteriosamente hasta las postrimerías del siglo.

Al cabo de dos días Lima aparece con la noticia, esta vez irrefutable, de que Burroughs está vivo.

Pasan los años. A veces, muy de tanto en tanto y sin saber por qué, Belano recuerda el día en que anunció arbitrariamente la muerte de Burroughs. Era un día claro, Lima y él caminaban por Sullivan, salían de la casa de un amigo, tenían el resto del día a su disposición. Posiblemente hablaban de los beatniks. Entonces él dijo que Burroughs había muerto y Lima palideció y dijo no puede ser. En ocasiones, Belano cree recordar que Lima gritó. No puede ser. Es imposible. Injusto. Algo así. Y también recuerda la pesadumbre de Lima, como si le estuvieran anunciando la muerte de un familiar muy querido, pesadumbre (aunque la palabra, Belano lo sabe, no es pesadumbre) que sólo se evaporó dos días después, cuando Lima sabía, fehacientemente, que la información era errónea. Algo de aquel día, sin embargo, algo impreciso, deja en Belano un rastro de inquietud. De inquietud y de alegría. La inquietud, en realidad, es un disfraz del miedo. ¿Y la alegría? Generalmente, para su propia comodidad, Belano suele pensar que tras la alegría se esconde la nostalgia por su propia juventud, pero en realidad tras la alegría se esconde la ferocidad: un espacio reducido y oscuro en donde se mueven, pegadas e incluso sobreimpuestas, unas figuras borrosas y en permanente acción. Unas figuras que se alimentan de violencia, unas figuras que apenas gobiernan (o que gobiernan con una economía curiosísima) la violencia. La inquietud que el recuerdo de aquel día le provoca es, contra lo que dicta el sentido común, aérea. Y la alegría es subterránea, como un buque de perfecta geometría rectangular navegando por un surco.

A veces, Belano contempla el surco. Se arquea, se agacha, su columna vertebral se cimbra como el tronco de un árbol en medio de una tormenta y contempla el surco: una huella profunda, limpia, que hiende una piel extraña cuya pura con-templación le produce náuseas. Pasan los años. Retroceden los años. En 1975 Belano y Lima son amigos y caminan cada día, inconscientes, por el borde del abismo. Hasta que un día abandonan México. Lima parte hacia Francia y Belano hacia España. A partir de allí sus vidas, hasta entonces unidas, discurren por derroteros diferentes. Lima recorre Europa y el Medio Oriente. Belano recorre Europa y África. Ambos se enamoran, ambos intentan, vanamente, encontrar la felicidad o hacerse matar. Belano, al cabo de los años, se establece en un pueblo a orillas del Mediterráneo. Lima regresa a México. Regresa al DF.

Pero antes han ocurrido otras cosas. En 1975 el DF es una ciudad resplandeciente. Belano y Lima publican sus poemas en revistas, casi siempre juntos, y dan recitales de poesía en la Casa del Lago. En 1976 ambos son conocidos y sobre todo temidos por un establish-ment literario que no los soporta. Dos hormigas salvajes y suicidas. Belano y Lima capitanean un grupo de poetas adolescentes que no respeta a nadie. Absolutamente a nadie. El poder establecido de la literatura no lo perdona y Belano y Lima quedan vetados para siempre. Esto ocurre en 1976. A finales de año Lima, que es mexicano, abandona el país. Poco después, en enero de 1977, Belano, que es chileno, lo sigue.

Esto es lo que hay. 1975. 1976. Dos jóvenes condenados a cadena perpetua. Europa. Un nuevo ciclo que comienza y que al comenzar los aleja del borde del abismo. Y la separación, pues si bien es cierto que Belano y Lima se encuentran en París y luego en Barcelona y luego en una estación ferroviaria del Rosellón, finalmente sus destinos divergen y sus cuerpos se alejan, como dos flechas que de improviso y fatalmente adquirieran trayectorias divergentes.

Y esto es lo que hay. 1977. 1978. 1979. Y después 1980, y la década que le sigue, nefasta para Latinoamérica.
En cualquier caso Belano y Lima de vez en cuando tienen noticias el uno del otro. Sobre todo Belano tiene noticias de Lima. Así, en una ocasión, sabe que un autobús ha atropellado a su amigo, quien salva la vida de milagro. Lima sale del accidente con una cojera que arrastrará el resto de su vida. Sale, también, convertido en leyenda. O al menos eso es lo que piensa Belano, lejos del DF. De vez en cuando un amigo de Belano que vive en Barcelona recibe visitantes de México que traen noticias de Lima y que el amigo de Belano le hace llegar a éste.