martes, abril 22, 2008

Mayo del 68 y el cine


Cuando el director hongkonés Kuang-chi Tu rodaba una escena de lucha en su epopeya de artes marciales Tang shou tai quan dao -rebautizada Crush para su distribución internacional- jamás se planteó la posibilidad de que el actor abriese la boca y dijese: "Tómatelo con calma. No soy trotskista". Ni que la actriz contrincante replicase: "Te creo. Te he visto matar a más de un cura, pero no puedes vencer a la alienación con medios alienados". A los diálogos originales, hablados en mandarín, les había alcanzado la fuerza de una ventisca pos-68: el cineasta -y situacionista- René Vienet se apropió de esa pieza de género para someterla a su particular detournément ideológico (y humorístico). El resultado fue la película La dialectique peut-elle casser des briques? (1973), donde un doblaje creativo como el que había patentado Woody Allen siete años antes en What's Up, Tiger Lily (1966) -estrenada en España como Woody Allen, el número uno (Lily la Tigresa)- transformaba la lucha entre luchadores de taekwondo coreanos y opresores japoneses en feroz (aunque zumbona) dialéctica entre revolucionarios y burócratas.
Entre el divertimento de Woody Allen y el detournément de Vienet había sucedido algo: el Mayo del 68, la primera revolución que pudo ser registrada en tiempo real a pie de barricada. Una revolución que, en cierto sentido, tuvo su propio tráiler cinematográfico -La chinoise (1967), de Jean-Luc Godard-, su subtrama cinéfila -el caso Langlois- y sus daños colaterales en La Croisette. La película de Vienet sugería, a toro pasado, que entre las posibilidades de la utopía estaba el sueño de subvertir todos los discursos institucionales del cine. Quizás por eso resulta paradójico que, para muchos espectadores -especialmente los más jóvenes-, la esencia del 68 esté contenida en una película como Soñadores (2003), que no es sino su falsificación. O su reconversión en fantasía erótica.
Si contempláramos las filmografías de los cineastas de la nouvelle vague como si fuesen sismogramas, sólo la de Godard aportaría una justa medida de las turbulencias ideológicas surgidas en torno al 68. Con La chinoise anunció la tormenta inminente. Su siguiente trabajo, Weekend (1967), se cerró con un rótulo que decretaba el "fin del cine" para dar paso a una etapa de radical autocuestionamiento y feroz indagación de las formas que podían incrementar la funcionalidad política del medio.
La chinoise podría haber sido una película coyuntural, pero no fue así: en ella no sólo estaba contenido el preludio de la revolución, sino, también, la premonición de su fracaso. Contemplarla desde nuestro presente puede sumarle claves de interpretación que quizás Godard, en ese estado de urgencia que le llevaba del desencanto soviético al flechazo maoísta, no tenía en sus planes. Por un lado, está la localización central de la película: ese apartamento bitonal donde el Libro Rojo de Mao funciona como recurrente pieza de atrezzo y clave cromática, toda una abstracta casa de juegos que parece delatar el estado de inmadurez de los protagonistas y su aislamiento en el líquido amniótico de los discursos incendiarios. Por otro, la escena clave de la película: la larga discusión sobre la licitud de la acción directa entre la actriz Anne Wiazemsky y el filósofo Francis Jeanson, procesado en 1960 por su apoyo a los terroristas argelinos. Godard se guarda las espaldas con astucia de estratega: sus inflamadas opiniones de la época aparecen en boca del personaje interpretado por la Wiazemsky, pero siempre cuentan con el contrapunto de Jeanson, que ya se hallaba en el viaje de vuelta de su radicalismo.
Entre los pistoletazos de salida de Mayo del 68 estuvo, como se encargó de subrayar el Bertolucci de Soñadores, la airada reacción de la comunidad cinematográfica (no sólo francesa) ante la destitución de Henri Langlois como responsable de la Cinemateca Francesa por parte del entonces ministro de Cultura, André Malraux. Cineastas como Truffaut, Godard y Resnais desarrollaron un papel activo en las protestas, que contaron con el apoyo foráneo de Chaplin, Jerry Lewis, Kurosawa, Fellini y Erich von Stroheim, entre muchos otros, y con la intervención directa de un compañero de viaje que no tardaría en convertirse en motor del activismo estudiantil, Daniel Cohn-Bendit. Este primer capítulo de la revuelta tuvo, a su modo, final feliz: Langlois volvió a la Cinemateca, aunque el affaire -unido al apoyo de los cineastas a los estudiantes y obreros ya sublevados- mandó al limbo la correspondiente edición del Festival de Cannes.
Con Mayo del 68 no sólo emergió una nueva conciencia política, sino también cinematográfica: Chris Marker, Jean-Luc Godard y Alain Resnais decidieron olvidarse de su identidad autoral para formar un colectivo anónimo, salir a la calle y utilizar cámaras de 16 milímetros para componer y distribuir los llamados cinétracts, boletines informativos en blanco y negro de dos minutos y cincuenta segundos, orientados a registrar los acontecimientos del momento y a establecer vías de comunicación entre estudiantes y huelguistas. La programación del festival Documenta Madrid (del 2 al 11 de mayo) ha integrado estos trabajos dentro de un ciclo sobre Mayo del 68, en el que también se proyectará el fundamental filme-ensayo Le fond de l'air est rouge. Révision (1977), de Chris Marker.
El compromiso de Godard no terminó con el regreso de los huelguistas a sus puestos de trabajo y de los estudiantes a las aulas: el cineasta fundó, junto a algunos camaradas maoístas, el Grupo Dziga Vertov, cuyas actividades se prolongaron hasta 1974.
Es significativo que Mayo del 68 sea ruido de fondo en Milou en mayo (1989), de Louis Malle, textura cool en CQ (2001), de Roman Coppola, y sueño húmedo en Soñadores (2003), de Bertolucci. Pero no hay mal que por bien no venga: esta última película -posiblemente la gran traición sobre la memoria de la revuelta- pulsó el resorte para que Philippe Garrel reaccionase con Los amantes habituales (2004), que bien podría ser, de momento, la gran (o la más verdadera) película sobre el 68 y sobre la instantánea percepción de la imposibilidad de una utopía que, como todo mito romántico, nació condenada.
(Tomado de Babelia, abril 20 de 2008)