miércoles, julio 23, 2008

Entre la imprenta y el 'zapping'

El libro persiste pero la catástrofe educativa amenaza a la novela. Y al no existir los llamados dramáticos en el camino a Damasco ("Saulo, Saulo, ¿por qué no me apagas de vez en cuando?"), se difuminan las posibilidades televisivas de constituir otra vanguardia del comportamiento, afirma Carlos Monsiváis en este artículo, para después advertir que “el neoliberalismo es el encumbramiento de una minoría depredadora, y por ello se privilegia a la educación privada al margen de los niveles de calidad, y allí, con énfasis, la aptitud tecnológica es la cima, lo que se traduce en el menosprecio por el humanismo, la adopción ornamental de la cultura, y la burocratización en materia educativa”. ¿Y usted qué opina? ¿Percibe alguna sutil identificación con las "visiones y misiones" de algunas instituciones educativas nacionales?

En la América Latina de hoy, ¿qué papel desempeñan la novela, el teatro, el ensayo, la poesía? Funciones muy diferentes a las ejercidas hace apenas una generación. Ante el Internet, el predominio de las imágenes, la proclamación (falsa) del fin de la Era de Gutenberg, y el vigor del analfabetismo funcional, el público se recompone, se amplía, se reduce. Y a los diagnósticos al respecto los acompañan el pesimismo y su complemento directo, el triunfalismo, confiados tan sólo en las fuerzas del mercado.
Lo más señalado de este momento es la globalización de la literatura y de las artes en general, pero este proceso, iniciado en el siglo XIX, lo obstaculizan las devastaciones sucesivas de los países. Cito algunas:
- La caída incesante de la economía en la que a las mayorías toca (un caso de "abismo revolvente").
- Las crisis políticas sobredeterminadas por el mundo financiero.
- El neoliberalismo que incorpora a las naciones a "la obsolescencia planeada".
- El imperio de los medios electrónicos.
- El fracaso reconocido en forma unánime del proceso educativo (público y privado), hecho a un lado por el culto a la tecnología y por la sobrevaloración del éxito económico, la única prueba aceptada de acceso a la educación...
- El tipo del tipo de best sellers que se definen como "los libros que le gustan a quienes no gustan de la lectura". (Por fortuna, lo light no es el único campo de los best sellers).
- La tendencia académica de las especializaciones absolutas que suele ignorar el placer de la escritura y la lectura.
- La gran importancia formativa del cine que lleva tiempo desplazando a la literatura como criterio de modernización.
- El abandono creciente de la fe en la imaginación individual, hecho a un lado por la manipulación tecnológica. ("En donde estuvo la conciencia, aparecen los efectos especiales").
- El peso de la demografía y el tamaño de las ciudades.
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En este panorama, muy poco del legado típico parece firme, la repetición de fórmulas hace las veces de ánimo crepuscular, y las demandas de la educación media representan a la tradición. Ahora, el mayor peligro para la novela no es el culto de las imágenes (que obliga en demasiados sitios a sólo considerar novela a la telenovela), ni el desdén tecnológico por la letra escrita, ni siquiera la incomunicación cultural entre los países latinoamericanos, sino la catástrofe educativa, robustecida por el desplome de las economías y el desprecio neoliberal por las humanidades. El neoliberalismo es, por definición rápido, el encumbramiento de una minoría depredadora, y por ello se privilegia a la educación privada al margen de los niveles de calidad, y allí, con énfasis, la aptitud tecnológica es la cima, lo que se traduce en el menosprecio por el humanismo, la adopción ornamental de la cultura, y la burocratización en materia educativa.
Persiste el impulso cultural de una minoría, se vigoriza el fin de las prácticas mnemotécnicas en la educación primaria (el gusto por la poesía se inicia en su memorización), sigue el deterioro de la profesión magisterial, desaparece la mayoría de los contextos culturales, que habían sido el idioma compartido de los países de habla hispana. Ahora, quien desee la difusión masiva deberá en cada libro incluir los niveles informativos prevalecientes. Si se acude a los conocimientos culturales "de antes", deben explicarse de inmediato porque los diccionarios son sitios del destierro. Los niños y los jóvenes no incluyen por lo común la lectura entre sus aficiones básicas, sin que esto consolide en lo mínimo a las profecías desoladoras sobre el exterminio de la lectura. El libro persiste pero ha pasado de necesidad pública a demanda de sector, salvo casos excepcionales, precisamente ahora en su expansión posible.
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En la educación sentimental y sexual, sin embargo, el rock, el sonido de la modernización, el hip hop, el rap y las infinitas variantes de la tecnología aplicada jamás desplazan del todo a la cumbia, la salsa, el vallenato, el tango, el bolero, la canción ranchera. Más allá de la calidad de parte del rock y de las promociones industriales permanece el canon de modelos de vida, de mitos que ajustan las sensaciones de éxito y de fracaso, de pautas de la conducta consideradas impensables unos años o unos minutos antes.
¿Qué reemplaza a las guías tradicionales de las metamorfosis individuales y colectivas, a la poesía, la novela, el teatro? Con lo anterior no insinúo siquiera que la poesía y la narrativa hayan perdido sus facultades liberadoras y creativas; por el contrario, de la literatura continúan desprendiéndose las grandes atmósferas formativas, lo que certifican por ejemplo la trilogía de los Anillos de Tolkien, la poesía de Sylvia Plath y Jaime Sabines, las novelas de Coetzee y García Márquez. Sin embargo, en lo que a las mayorías se refiere, el influjo mítico de los libros se ha evaporado en buena medida, concentrándose en los sectores minoritarios que no se expanden según los ritmos de la demografía, aunque sí determinan las adaptaciones de cine y televisión.
Al irrumpir las leyes del Mercado, los géneros fílmicos y televisivos se modifican con rapidez. El cine-cómic que inicia la serie de Star Wars seduce profusamente en el mundo entero, pero ya tienen nombre los atributos de su fascinación, los efectos especiales, anuncio de la jubilación inevitable de la magia que atrapa a cada generación infantil. En la mayoría de los filmes de éxito desbordado, el hechizo radica en la alta tecnología, y la belleza o la obviedad de las imágenes son la substancia de la dependencia de la pantalla.
En su turno, los efectos de la televisión, ante profundísimos a corto plazo y por acumulación, suelen carecer del brillo del prestigio íntimo, aunque esto ya se transforma gracias al muy buen nivel de las series sobre la vida cotidiana, abordada desde la franqueza o desde la derrota de la censura como se quiera (los primeros "clásicos": Sex and the City, The Sopranos, 24 horas, Queer as Folk, Oz, Six Feet Under). Y lleva tiempo que los productos latinoamericanos no permiten que las personas, aun las menos críticas, consideren a la televisión su cómplice ideal: "Si en el mismo espejo se contemplan todos mis vecinos y mis parientes, yo no puedo ser Narciso". Y al no existir como antídoto a la televisión los llamados dramáticos en el camino a Damasco ("Saulo, Saulo, ¿por qué no me apagas de vez en cuando?"), se difuminan las posibilidades televisivas de constituir otra vanguardia del comportamiento.
Todavía se cumple el apotegma de Marshall McLuhan: "El medio es el mensaje", pero casi siempre el medio es también la moraleja. -

lunes, julio 14, 2008

La lucidez de Renard


En este artículo publicado en El País, Vila-Matas refrenda sus dotes inveteradas de explorador del abismo, esa sima donde la ignorancia sepulta a autores no mediáticos, poco mediáticos o decididamente antimediáticos, en suma, todos aquellos situados en las antípodas de Coelho y sus secuaces. En esta ocasión redescubre a Jules Renard y su Diario, donde el escritor francés, autor de Pelo de zanahoria, acoge sus contradicciones y muestra una voluntad de ir a la caza de la verdad, aunque no ignoraba que ésta no era siempre arte.

Escribir es una forma de hablar sin que te interrumpan pero es, además, una actividad más complicada incluso de lo que parece porque, como decía Jules Renard (1864-1910), uno tiene que estar todo el rato demostrando su talento a gente que carece de él. La verdad es que, para las citas literarias, Renard siempre ha sido una verdadera mina. Véase ésta elegida al azar: "El hombre verdaderamente libre es el que sabe rechazar una invitación a cenar sin dar excusas". Cuando Dorothy Parker dijo aquello de que cada vez que se le ocurría una frase magnífica sospechaba que Oscar Wilde ya la habría escrito, cometió la ligereza de olvidarse de Jules Renard.
"Aunque no habla, se sabe que piensa tonterías". Esta cita de Renard nos puede servir siempre para desenmascarar a toda esa multitud de ágrafos y otros mudos interesantes que corren por el mundo. "Los editores son muy amables cuando uno no publica en su editorial". Los estallidos de lucidez que Renard desperdigó a lo largo de su Diario -donde exhibe maestría en el apunte rápido, siempre buscando "la frase que vibra, corta como un alambre demasiado tenso"- fueron a parar grotescamente, a mediados del siglo pasado, a los almanaques y los calendarios de cocina de media Europa. Era un destino más bien lamentable para la prosa de este admirable diarista, escritor sobrado de talento ("cuando me dicen que tengo talento, no hace falta que lo repitan: lo entiendo a la primera") que no esquivaba la mirada crítica sobre sí mismo. Podía ser despiadado con los demás porque él lo era consigo mismo.
Recuerdo haber crecido con frases de Renard opacadas por el humo de la cocina familiar, pero por suerte el equívoco de los almanaques -"mis frases harán fortuna; yo, no"- se ha ido corrigiendo con el tiempo y con los oportunos volúmenes de la Pléiade, y Jules Renard hoy en día no sólo es el creador de un puñado de ingeniosas citas y de la famosa novela Pelo de zanahoria (1894), sino el autor de ese gran clásico, Diario (1887-1910), que ahora se reedita en bolsillo, en edición de Josep Massot e Ignacio Vidal-Folch.
Pelo de zanahoria -edición y traducción de Ana María Moix, también en bolsillo- habla de un niño de la Francia profunda, al que llaman así por el color de su cabello, y es una historia que se inspira en la propia y dura experiencia del autor. Es un niño obligado a convivir con una madre que no le ama -lo mismo le sucedió a él en la vida real-, un padre que le ignora y unos amigos que hacen de él constante objeto de burla. En este clásico de la novela infantil para personas maduras, se derrocha el famoso talento de Renard, pero eso puede llevar a confusión y oscurecer las virtudes de Renard como diarista, muy superiores a las del narrador. Porque como escritor tenía más agudeza que imaginación y más talento que dotes narrativas. En el diarista había una voluntad moral de ir a la caza de la verdad, aunque no ignoraba que ésta no era siempre arte: "Pero la verdad y el arte tienen puntos en contacto: yo los busco". No cesó de buscarlos. Pero también hay quien cree que inventó la literatura del silencio. Multitud de frases al final de la vida de Renard, escritas en su Diario, parecen abonar esa teoría: "Nieve sobre el agua: silencio sobre silencio".
Sartre ironizó acerca de la suerte que corrió esa estética que posiblemente, sin saberlo, fundó Renard dando el disparo de salida del teatro del silencio, y también de esos "enormes consumidores de palabras que fueron los poemas surrealistas (...) Hoy, Blanchot se esfuerza por construir singulares máquinas de precisión -que se podrían llamar silenciosas, como esas pistolas que desembuchan balas sin hacer ruido- en las que las palabras son cuidadosamente elegidas para anularse entre ellas...". Sartre consideraba que Renard no pretendía conquistar un silencio desconocido más allá de la palabra, ni su meta fue nunca inventar el silencio: "El silencio, él se imagina poseerlo desde antes. Está en él, es él. Es una cosa. Sólo hay que fijarla en el papel, copiarla con palabras. Es un realismo del silencio".
¿Practicó un realismo del silencio? ¿Qué diría Renard a esto? Dejó un apunte que parece preguntarlo: "¿Hay que hablar con cuentagotas?". Y algo parece cierto: fue un escritor realista sin precisamente ambicionarlo. Si es verdad que el camino misterioso siempre va hacia el interior, el Diario de Renard ilustra muy bien esa creencia, presenta las oscuras oscilaciones de un camino intelectual, y acoge todas sus contradicciones: "He leído demasiado los periódicos para ver si me citaban. Enviado y dedicado demasiados libros, perdonando a los críticos, con brusca ternura, el bien que me habían hecho al no hablar ni bien ni mal de mí". Acoge todas las contradicciones y también los temores, sueños, confesiones, envidias, grandes ironías, profundas admiraciones ("¡qué rabia no ser Victor Hugo!"), frases sobre los amigos ("George Sand, esa vaca bretona de la literatura") y sobre los enemigos, cierta "nostalgia de la jungla", la certeza de que su inteligencia es una vela expuesta al viento. El 12 de diciembre de 1894 anota en su Diario: "Yo nací para el éxito en el periodismo, la gloria cotidiana, la literatura abundante: leer a los grandes escritores lo cambió todo. De ahí la desgracia de mi vida".
De esa vida y de la inteligencia, lucidez y desgracia que la acompañaron se ocupa su Diario, páginas que pueden leerse perfectamente como una novela, donde Renard pone en pie una literatura que él mismo define como "cartas a mí mismo que os permito leer". Los comentarios constantes a desgracias como la de haber leído a los grandes le permiten precisamente, apoyándose en su nada común inteligencia, convertirse en un grande.
Fue el primer escritor que descubrió que para triunfar de verdad, primero tienes que triunfar, y luego que los demás fracasen. De vez en cuando él trataba de contribuir al fracaso de los otros: "Estoy dispuesto a firmar la petición por Oscar Wilde, a condición de que se comprometa firmemente a no volver a... escribir". Es terrible con Marcel Schwob cuando le cuentan que ha sido visto en un café miserable, hundido, dando sorbitos a un vaso de licor negro. Y a Mallarmé le considera intraducible, incluso en francés. Pero tampoco tiene compasión de él mismo: "Clavar al suelo, de un tiro de escopeta, la cabeza de tu sombra".
Dice saber nadar lo justo para abstenerse de salvar a otros. Y vive en la certeza de que nunca llegará a nada, jamás será nada. De esa certeza, como dice Josep Massot en su certero prólogo, autores como Pessoa o Kafka -escritores que a Renard le habrían disgustado, pues la originalidad le horrorizaba- levantaron una poética completa. Él, en cambio, sólo trató de embridar su propio desorden interior por medio de la distancia irónica: "Leo páginas de este Diario: a fin de cuentas es lo mejor y más útil que he hecho en la vida". Su vida, novela contada en forma de diario, nos parece hoy una tempestad que revuelve el alma. No es preciso dejarse seducir siempre por su lúcida inteligencia: "¿Para qué estos cuadernos? Nadie dice la verdad, ni siquiera el que los escribe". Pero haremos bien de vez en cuando en escucharle: "¡Qué tranquilidad! Oigo todos mis pensamientos". Dijo que pensaba escribir su obra maestra en un rincón. Y es posible que el rincón, al igual que el silencio, fuera con él a todas partes y no hubiera que inventar nada. Ya enfermo grave, la última anotación del Diario lleva fecha de 6 de abril de 1910 y parece fundar una nueva vertiente del realismo del silencio: "Esta noche quiero levantarme. Pesadez. Una pierna cuelga fuera. Luego, un hilillo húmedo fluye a lo largo de la pierna. Tiene que llegar al talón para que me decida. Se secará en las sábanas, como cuando yo era Pelo de zanahoria".