jueves, febrero 12, 2009

Lodo de Guillermo Fadanelli



De Guillermo Juárez Fadanelli (Ciudad de México, 1963, aunque otras fuentes ubican su año de nacimiento en 1960) se dicen muchas cosas, pero sobre todo se le señala como uno de los puntales del underground literario azteca, condición que se ha visto reforzada por los elementos pintorescos de su biografía no autorizada, que destaca su condición de desertor universitario y boxeador fallido, para después pasar revista a sus empleos: vendedor de bienes raíces, de árboles navideños y de pasteles.

Pero su aparición en la vida pública literaria puede situarse en 1989, cuando publica junto a Naief Yehya el manifiesto de la literatura basura en la revista La Pus Moderna. Después viaja a España, donde funda, junto a otros artistas locales, el Movimiento Cerebrista (¡?). Fadanelli también es fundador de Moho, la revista que luego se convirtió en editorial, donde publicó algunos de sus primero libros de relatos bajo el seudónimo Peggy López.

A Fadanelli lo enlistan bajo la etiqueta del realismo sucio mexicano, elaborado bajo las influencias de John Fante y Charles Bukowski, pero después de leer Lodo podemos afirmar que posee un estilo original, que pasa por la reinvención de su particular “país en ruinas”, metáfora que le sirve para diseccionar, con un lenguaje directo y lleno de aforismos, la pesadilla cotidiana denominada realidad, tal y como la vivimos en el tercer mundo latinoamericano.

Sin embargo, esta visión particular de Fadanelli y de otros autores, también ha recibido críticas, entre las que destaca la de Diana Palaversich, en su artículo “Las trampas del sexo. Dos caras del realismo sucio”, y si quiere profundizar en el tema del realismo sucio también recomiendo la lectura del énsayo de Anke Birkenmaier: “El realismo sucio en América Latina. Reflexiones a partir de Pedro Juan Gutiérrez”.

Sobre Lodo -con la que su autor obtuvo en el 2002 el Premio Nacional de Narrativa, y en el 2003 fue finalista del Premio Rómulo Gallegos- debe señalarse, quizás como inevitable punto de partida, las coincidencias con la Lolita de Nabokov. En el caso de Fadanelli, la nínfula mexicana responde al nombre poco poético de Flor Eduarda (alias Magdalena Gutiérrez), mientras que su Humbert Humbert es un anodino y cincuentón profesor por hora de filosofía, a quien su madre bautizó como Benito Torrentera.

Torrentera, un adicto a las putas y a la música de Silvestre Revueltas, es quien conduce el hilo narrativo a través de la escritura de sus memorias, que redacta desde la cárcel, a la que ha sido condenado por el asesinato de un narcotraficante de tercera categoría que le achaca la policía de Michoacán, en un caso que pone en evidencia los entretelones más oscuros de la corrupción mexicana. La acción novelesca, que gira en torno a la relación Benito-Flor Eduarda, se ve enriquecida por el formato road novel que utiliza Fadanelli, aderezada por la interacción con la singular pareja formada por el filósofo Artemio Bolaños, amigo de Torrentera, y su novia y prima, Copelia.

También recomiendo leer la reseña de Mauricio Montiel Figueiras titulada “Eduarda en las ciudades”, pero lo mejor es que lean la novela, ya sea en la edición de Debate o la que acaba de publicar Anagrama.

Obras de Guillermo Fadanelli

Relatos
Cuentos mejicanos (1991).
El día que la vea la voy a matar (1992).
Terlenka (doce relatos para después del Apocalipsis) (1995).
Barracuda (1997).
Regimiento Lolita (1998).
Más alemán que Hitler (2001).
Compraré un rifle (2003).

Novela
No te enojes, Pamela (1995).
La otra cara de Rock Hudson (1997).
Para ella todo suena a Franck Pourcel (1999).
Te veré en el desayuno (1999).
Clarisa ya tiene un muerto (2000).
Lodo (2002).
Educar a los topos (2006).
Malacara (2007)

Ensayo
Plegarias de un inquilino (2005).
En busca de un lugar habitable (2006).
La polémica de los pájaros (2007).
Elogio de la vagancia (2008).

domingo, febrero 01, 2009

La novela luminosa


Escritor de culto, cliché con que se designa a los autores inclasificables (los que nunca, hasta que mueren, “se ponen de moda”), Mario Levrero ha irrumpido en los grandes mercados editoriales tras la aparición de La novela luminosa, obra póstuma que le confirma como uno de los mejores narradores de su generación, miembro del “grupo” que Ángel Rama llama los "raros" antirrealistas de los años setenta. Y Nora Catelli advierte en esta reseña que la “rareza” uruguaya no se limita sólo a una generación sino que constituye un linaje al cual pertenecen Felisberto Hernández, Armonía Sommers, Marosa di Giorgio y hasta Juan Carlos Onetti.

Prodigio Levrero
Nora Catelli
Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004) fue autor abundante y excéntrico, aunque no desconocido. Muchas cosas sobre él están hoy en la Red; entre ellas un magnífico perfil, a cargo de uno de sus más viejos amigos y colegas, el novelista y crítico Elvio Gandolfo, argentino trasplantado a Uruguay. Publicó en su ciudad, en Buenos Aires y ahora en España novelas, cuentos y textos de carácter indefinible; entre ellos, Gelatina (1968), La máquina de pensar en Gladys (1970), La ciudad (1970) o París (1980), además de recopilaciones de columnas periodísticas, seudofolletines y seudorelatos de ciencia-ficción. El gran crítico Ángel Rama lo situó en la generación de los "raros" antirrealistas de los años setenta. La rareza uruguaya no pertenece sólo a una generación sino que constituye un linaje: cabe recordar a Felisberto Hernández, a Armonía Sommers, a Marosa di Giorgio, incluso muy lejanamente a Onetti.

Más allá de su reconocible linaje nacional, de los autores con los que él mismo se vinculó, Kafka, o con los que se lo relaciona muy atinadamente, Beckett y Vian, Levrero puede situarse en la hermandad de los inconclusivos. Son los que convierten el acto de la escritura en una espiral neurótica y, a la vez, espesamente concreta, donde se acalla la pasión y el sufrimiento se transforma en enfermedad: en este aspecto, Italo Svevo tal vez sea un modelo. Y, como ya se ha advertido en blogs de penetrantes lectores, es posible descubrir en el Levrero de El discurso vacío (1996) una curiosa afinidad con El libro vacío (1958) de la mexicana Josefina Vicens (1911-1988). Se trata de un asfixiante relato de 230 páginas en el que un oficinista quiere convertirse en escritor: "Tengo que encontrar esa primera frase, tengo que encontrarla".

Manías, hipocondrías, obsesivos recorridos sobre la escritura y sus espacios físicos, desazones eróticas detalladas, cómicas, sórdidas, feroces y muy rioplatenses forman los dos bloques de su obra póstuma, La novela luminosa, construida como un diario. La primera sección contiene el fabuloso despliegue de las reacciones del personaje -en la computadora, en los sistemas de escritura, en los programas de Word, en la búsqueda de cuadernos, lápices y bolígrafos- a la concesión de una beca Guggenheim. Este tramo es un prodigio, una auténtica disección de la identidad institucional del escritor y una deslumbrante exhibición del arte de la digresión. El segundo y también impresionante tramo -poco más de cien páginas- oscila entre la novela "oscura" -que existe y que de tanto en tanto el narrador quema- y la "novela luminosa" que es inalcanzable.

En esta aspiración a lo imposible está la poética de Levrero: no puede "transmutar" los hechos reales porque entonces haría "literatura", ni tampoco logra liberar esos hechos reales de "una serie de pensamientos", lo cual necesariamente tendería al "ensayo". Entonces recurre, hasta el vértigo, a la acumulación fragmentaria de experiencias densamente materiales y precisas -vivencias, recuerdos o la pura fisiología- que poseen la inmediatez de una revelación y su mismo carácter inaprehensible. En lugar de descubrir un sentido, lúcidamente lo escamotea: "Estoy a solas con mi deber y mi deseo. Simultáneamente, necesito dentadura postiza, dos nuevos pares de lentes (para cerca y lejos) y operarme de la vesícula". En esa simultaneidad ahonda el final sin fin de La novela luminosa. Es un final de exaltada afirmación: del deber, del deseo, del cuerpo. No es casual que el personaje, lector de Teresa de Ávila, recuerde su pasado católico y comulgue; no es casual que su última y gozosa frase se inicie medievalmente burlesca y se cierre, después, joyceanamente festiva: "La calavera de la paloma parece seguir en su sitio: los huesitos del cuerpo no los veo, pero quizá estén, sí, todavía, allí".