jueves, octubre 27, 2016

Caballito de mar. Hernán Antonio Bermúdez


Una tristeza antigua, petrificada y dulce/como un caballito de mar entre la arena”.                                                 (p. 17)
   
A manera de ápice de su poesía, Jose Luis Quesada acaba de   publicar en Costa Rica  Crónica del túnel y sus inmediaciones, que recoge su producción más reciente junto con un par de poemas que ya habían aparecido en su libro anterior El hombre que regresa (2015).
    Aquí cobra fuerza una escritura en la que el autor pule más y más las palabras que profiere, de modo tal que se afila y se afina a sí mismo. Así, centellean líneas como en el poema “El naufragio”: Temprano cae la neblina,/ se oscurecen los árboles/ y la ciudad se borra./ Los edificios en la bruma/ parecen transatlánticos hundidos,/ de los cuales sólo se ve la proa. (p. 33)
  Con ello se constata lo expresado por el polaco Zbigniew Herbert en el sentido de que “sólo la poesía  y las fábulas tienen el poder inmediato de crear las cosas”. Y en este caso, la poesía genera un espacio para reflexionar sobre el flujo de la vida.
  En efecto, el lector  está en presencia de una obra espléndida que posee  una armonía obvia y deslumbrante. Pues Crónica del túnel y sus inmediaciones  se adentra con deleite en los temas que han estado siempre presentes en el corpus poético de Jose Luis Quesada , y cuyo talento le permite no sólo trabajar el lenguaje sino también los intersticios entre las palabras.
  Mejor dicho, el equilibrio logrado en la construcción de sus poemas se basa en una mezcla minuciosa de cada elemento particular junto al conocimiento del peso y la resistencia del material verbal en juego. Véase si no: Igual que el  verde tallo de la flor/ así se elevará la dicha del futuro:/ con un sereno esfuerzo con un certero impulso/ igual que el verde tallo de la flor (p. 65).
  La armazón de este libro es notable, presidida por la “lucidez de un definitivo desengaño”  (László Krasznahorkai), junto a una insaciable pasión  que le permite acercarse –con un ahínco cada vez más reposado- a los objetos de su deseo.
  A ratos  despunta la amarga desaparición de la magia (las grandes heridas que dan los besos recordados –p. 53-), o la pesadumbre de lo simple o trivial : No hay nada imprescindible,/ nada que se pueda despreciar,/ nada que pueda disolverse/ o escapar como agua cernida en un tamiz. (p. 39)
  En todo caso, se está ante el desbocamiento de la vida, con sus luces y sus sombras. Eso sí, el peso de las palabras evita “el mecanismo infernal del azar” (Krasznahorkai) e irradia su fuerza merced a la imaginación y al esmero artesanal del autor, visibles en poemas como “Vértigo”, “Transparencia”, “Ahora”, “Victoria”, “Contra la gravedad”, “Lejos” o “El amor incurable”: “¿qué son los sueños sino verdades postergadas/ que iremos conociendo poco a poco?” (p. 65).
    En suma, Crónica del túnel y sus inmediaciones encaja poemas como pepitas de oro en la arena, sin necesidad de juegos malabares. El saldo final no es otro que el placer estético que emana de los elementos al alcance del ojo del lector, producto de una trama poética a la que José Luis Quesada sabe insuflar brío (y vuelo), a sabiendas de que el arte más difícil es el de tallar las palabras con pulcritud y calidez.
          Tegucigalpa,  24 de octubre del 2016

miércoles, julio 20, 2016

Expedicionarios, una poética de la aventura. M. Huezo Mixco



Miguel Huezo Mixco, expedicionario
Mario Gallardo

El libro apareció como por arte de magia en mi habitación del hotel Barceló Managua el martes 24 de mayo de 2016. De formato pequeño, casi una miniatura exquisita, con una sobria portada en la que destaca una máquina de escribir Favorit de la que surge el subtítulo apenas perceptible: ‘Una poética de la aventura’, seguido por el título del volumen: EXPE-DICIO-NARIOS (así, segmentado y en mayúscula), coronado por el nombre del autor: Miguel Huezo Mixco. Reviso los datos y veo que se trata de la primera edición que ha salido a la luz apenas en abril de este año, publicado por Laberinto Editorial en El Salvador. En ese momento me percato que al saltarme una página también me había perdido la dedicatoria: “Para Mario, con el abrazo de su amigo, Miguel, 2016”. Sonrío, agradecido, y comienzo a leer. Apenas reviso el índice, voy directo a la “Nota del autor” y a partir de ahí empieza una aventura a lo largo de siete ensayos.

Aventura, literatura, palabras que marchan de la mano. Pese a que el ejercicio literario puede ser considerado una actividad aburrida, desprovista de peligros, que condena al practicante a un ámbito restringido donde el único riesgo posible proviene de una metáfora fallida o de un lapsus narrativo, Huezo Mixco nos acerca en Expedicionarios a la obra de siete escritores (aunque a Salazar se le conoce mejor por su obra gráfica) que participaron “de distintas maneras en toda clase de conflagraciones”. Y por conflagraciones debemos entender que vivieron (o mejor dicho participaron, sufrieron o fueron víctimas de) guerras, persecuciones políticas, juicios sumarios, exilios y ejecuciones. Pero los ensayos que componen este prolijo ejercicio del criterio se encuentran, además, bajo el signo de una búsqueda personal, su autor está empeñado a través de la lectura, la reflexión y la escritura, “en conocer el rumbo que tomaron sus vidas cuando dejaron de rugir los cañones”. No obstante, otro apremio aparecerá en la línea siguiente: “Ahora puedo decirlo: era una desesperada búsqueda de nuevos referentes”. Búsqueda emprendida, podemos agregar, tras el fin del conflicto armado en El Salvador.

“Quien dice aventura dice acción”, enfatiza en un ensayo Heinz-Peter Endress, el hispanista alemán que asegura que “la aventura es la situación favorita de don Quijote, la situación que anhela, la situación ideal”. Al finalizar la lectura de Expedicionarios no estoy seguro de que la aventura haya sido la situación ideal que anhelaran estos escritores. Sobre todo para René Char, Italo Calvino y Ernest Jünger la conclusión más bien podría ser que fue la historia que les impuso, como una tirana veleidosa, que en determinada época de sus vidas se entregaran a la “acción concreta” como única forma de sobrevivir. Y creo que para el autor tampoco fue menos complicado revelar que su participación en la guerrilla salvadoreña pudo empezar a ser descrita, a partir de una tertulia que tuvo lugar en Yaddo el verano de 1993, como una “aventura”, visto el poco prestigio que el término tuvo (y tiene) entre las huestes revolucionarias, donde más bien alude “a romántica irresponsabilidad, a riesgoso individualismo que atenta contra la disciplina y la acción política”. Casi al final del libro, en el ensayo dedicado a la figura de Roque Dalton, probablemente el más intenso de los que aparecen en este libro, una frase “histórica” confirmará la magnitud del riesgo implícito en el adjetivo: “ningún pequeño burgués aventurero merece ser muerto sólo por el hecho de serlo”.

Aunque Huezo Mixco expresa al inicio del libro que en la citada tertulia de Yaddo intentó explicar que “el final de la guerra (civil salvadoreña) era también el final de la aventura más emocionante que había vivido”, esta apreciación personal no influye en la valoración objetiva que hace de cada uno de los autores que conforman su canon particular. En otras palabras, los ensayos incluidos en Expedicionarios no se abandonan a la emoción ni al lirismo fácil, mucho menos al determinismo falaz, siempre apelan al dato decisivo, a la referencia inobjetable que humaniza al escritor, que ilumina determinado aspecto de su vida, de su andadura creativa. Como la anécdota que muestra a Calvino decidido a dictar en inglés las Charles Eliot Norton Lectures en Harvard, lo que su amigo Gore Vidal considera un gesto de valentía, dado que su dominio de la lengua de Shakespeare apenas podía calificarse como “titubeante”.

Pese a la importancia que en cada uno de los ensayos posee tan particular ‘correlato objetivo’, es obligado señalar en Expedicionarios la completa ausencia de pedantería. Huezo Mixco transita en medio de un aluvión de referencias con una sencillez avasallante. Hurga, paciente, entre poemas, novelas, entrevistas, cartas y biografías hasta encontrar la idea que necesita para reforzar un argumento. Tampoco sería exagerado referirse a la economía casi borgiana de su prosa, sin renunciar, poeta al fin, a la frase refinada, a la imagen reveladora y al giro elegante. Después de un par de conversaciones que sostuvimos en el recién pasado “Centroamérica cuenta”, donde además le escuché en un par de coloquios, puedo afirmar sin remordimiento alguno que este libro se parece muchísimo a su autor.

Resulta evidente que estamos ante una relectura sin estridencias de los que han sido sus autores de cabecera; Huezo Mixco relee y reflexiona como parte de un acto de justicia que no admite condenas definitivas. Es así como sobresee a Jünger, tras la glorificación de la acción armada que califica como su “delirio belicista”, al ponderar una evolución ético-literaria que va de Tempestades de acero a Sobre los acantilados de mármol, apoyado sobre todo en el juicio de Steiner, quien considera a esta última novela como ‘el mayor acto de resistencia y de sabotaje interno que se produjo en la literatura alemana en los días de Hitler’. Ante la condena casi generalizada que pesa sobre Jünger, Huezo Mixco rescata anécdotas como el apodo que el autor alemán había acuñado para designar a Hitler, para después afirmar que París le cambió la vida. Aquí termina citando al propio Jünger, que en su diario dijo: “París sigue siendo, en un sentido casi más importante que antes, una capital, símbolo y baluarte de unas excelsas formas de vida”.

En el ensayo sobre Calvino, llama la atención que haya enfocado su análisis en la actividad como editor de Einaudi que el joven ex-partisano desplegara apenas terminada la guerra, y de la cual tenemos noticias a partir de la publicación de las cartas contenidas en Los libros de los otros (1994). Y apunto lo anterior porque esta escogencia revela también una voluntad de estilo, al privilegiar un epistolario antes que la obra de corte fantástico por la que Calvino ha alcanzado mayor popularidad. Por encima de la celebrada trilogía Nuestros antepasados y otros textos de similar factura, Huezo Mixco opta por ahondar en los severos criterios contenidos en las cartas recogidas en Los libros de los otros y en las citas de los diarios contenidas en Ermitaño en París, en busca de las claves que le permitan acercarse al pensamiento esencial del mayor narrador italiano de la posguerra, a quien el autor salvadoreño también distingue como “el último de la banda de los grandes americanisti”. Al final, el perfil que logra de Calvino nos revela las trazas de un pensador libertario, comprometido con su tiempo, que sufría “por lo que el mundo es y por lo que no es y podría ser, y sin embargo lo representa como un espectáculo multicolor y multiforme que ha de contemplar con irónica sabiduría”.

Mientras tanto, los textos sobre René Char y Joseph Brodsky revelan que estamos ante poetas que han sido fundamentales en la formación de Huezo Mixco, sobre todo en lo que se refiere a la construcción de un ideario ético-estético. En ambos ensayos el autor se muestra confesional: Char y su poemario Las hojas de Hipnos le proveyeron los argumentos que sustentaron su decisión de unirse a la guerrilla salvadoreña, mientras que la experiencia disidente de Brodsky y su visión de que la ética de un poeta es su estética, ‘trastornaron’ su manera de entender el compromiso del escritor con su sociedad y su tiempo. En este último caso, una frase lo resume todo: “La lectura de sus ensayos terminó de demoler mi propio muro de Berlín”. No obstante, en la relectura se amplía la mirada y el autor busca además contextualizar en Char su evolución hasta convertirse en referente moral “y en gruñón apocalíptico de la Europa de posguerra”, mientras indaga en Brodsky ideas demoledoras, como que el ‘origen del poder del poeta proviene de su superioridad lingüística’ o que ‘el talento no necesita de la historia’. Y para quienes gustan de las anécdotas ‘extraliterarias’, ahí están los juicios que Char y Brodsky emitieron con auténtico desparpajo sobre Borges y Nabokov…y otros más.

Más allá de la anécdota, estos ensayos sobre Char (1998) y Brodsky (2000) aparentemente prepararon al autor para emprender una tarea difícil y hasta peligrosa: perfilar la figura ‘aventurera’ de Roque Dalton ¾a quien califica como el poeta más prestigioso de su generación¾ así como las circunstancias que rodearon su distanciamiento de Cuba y su posterior asesinato en El Salvador. En “Roque Dalton, un corazón aventurero” (que apareció con el título “Cuando salí de La Habana…una historia prohibida de Roque Dalton”, en el No. 44 de la revista colombiana El Malpensante, en febrero de 2003) nos plantamos ante un ensayo arriesgado en busca de aclarar circunstancias, de hilvanar testimonios que arrojen luz sobre el mito Dalton y su “muerte horrenda”, como la llamó Julio Cortázar. No pretendo resumir ni adelantar en una reseña las posibles claves de este ejercicio de riesgo, pero sí puedo afirmar que es evidente que Huezo Mixco se ha dejado la piel en este texto de una tensión casi insoportable, donde cada palabra está en su casa, donde el autor ha intentado refrenar juicios en aras de la objetividad, pero termina cediendo al hecho fundamental de haber sido actor y testigo de primera fila del proceso revolucionario que duró diez años y tuvo como uno de sus episodios más dolorosos el llamado ‘juicio de Dalton’ y su posterior asesinato. Este episodio es narrado en el apartado titulado “El aventurero” con una concisión tal que no admite desperdicio, desde la ironía contenida en el seudónimo Dreyfus escogido por Dalton, hasta los detalles más dolorosos que precedieron a su horrenda muerte, pasando por cada una de las sinrazones contenidas en las acusaciones ‘construidas’ por sus camaradas para justificar la condena del poeta epónimo de la revolución salvadoreña.

Antes, en el apartado titulado “Historias prohibidas” se documentan los desencuentros de Dalton con figuras como Fernández Retamar y Mario Benedetti que finalmente lo llevaron al rompimiento definitivo con el engranaje cultural de Casa de las Américas y, tiempo después, provocaron que Genoveva Daniel, funcionaria de la institución, llegara a decir públicamente que ya “no se sabía si (Dalton) todavía era revolucionario o no”. De la renuncia ‘por motivos de fuerza mayor’ al ‘juicio revolucionario’ no habría de recorrerse mucho camino. Y aunque la historia de la ejecución del poeta Dalton es de conocimiento general, hay algo en este ensayo de Huezo Mixco que la vuelve aún más dolorosa, tal vez es la sucinta descripción de la paliza que le propina Rogel Umaña, o la frase infame: “tengo ganas de matar a pura verga a este intelectual de mierda”, o la descarnada mención a “un solo tiro entre la nuca y el occipital”.

En el párrafo final del texto sobre Dalton se hace gala de la ironía que también marca “En el jardín de la guerra florida”, el ensayo sobre Roberto Bolaño que cierra este volumen. Aquí el objetivo es preciso: desvirtuar dos ‘leyendas urbanas’ que afirman que a) Bolaño estuvo en El Salvador con Roque Dalton y b) que durante esa estancia había conocido a sus asesinos. Tras advertir que devora todo lo que encuentra sobre Bolaño, a continuación Huezo Mixco no requiere de mayores esfuerzos para desfacer ambos entuertos. Para la primera leyenda, explica y documenta detalles de la relación Jaime Quesada-Manuel Sorto-Roberto Bolaño, hasta concluir que fue materialmente imposible que el novelista chileno y el poeta salvadoreño se hayan conocido. Para desvirtuar la segunda ‘leyenda’, que fue difundida por el propio Bolaño, de nuevo recurre Huezo Mixco a la figura de Manuel Sorto, quien fuera el anfitrión y guía del novelista chileno durante su corta estadía en El Salvador. Además, cita una conversación sostenida con Eduardo Sancho (a) Fermán Cienfuegos, a quien Bolaño afirma haber conocido y al que también señala como “uno de los que dieron la orden de matar a Roque Dalton”. A la valoración final, implacable, de estas “leyendas bolañescas”, podrían ilustrarla dos frases: la primera alude a la participación del novelista chileno en la resistencia contra Pinochet “que lo hace aparecer como un chaval blandiendo una espada de madera”. La segunda es una cita de Juan Villoro que Huezo Mixco hace propia: “¿Hasta dónde hay que tomar al pie de la letra sus provocaciones, sus salidas de tono, sus bromas, sus afortunadas desmesuras?”.

En conclusión, Expedicionarios, este periplo a la vez personalísimo y erudito, podría ser descrito parafraseando el epígrafe de Rimbaud que abre este volumen y con el nombre de su autor como protagonista: “Miguel Huezo Mixco ha viajado, cazado en los desiertos, dormido en el empedrado de ciudades desconocidas, sin cuidados, sin penas”…y podríamos añadir que ha vuelto de esta saison en enfer como ‘el hombre’ de Coleridge: con una flor imposible en la mano.







lunes, marzo 09, 2015

Vuelva Rigoberto Paredes. Hernán Antonio Bermúdez


Las generaciones se suceden a un ritmo pasmoso en la alta mar de la vida, 
y aún a mayor velocidad en el pequeño y burbujeante remanso del cuadrángulo”.
                          Robert Louis Stevenson

Para Rigoberto Paredes los libros eran el remedio infalible contra todos los males, y tenían la capacidad de otorgar placer y de darle mayor significación a la vida.
Él sabía, como pocos, escoger el tono adecuado y el vocablo justo, y eso que legiones de palabras acudían a su conjuro, y decenas de giros idiomáticos se disputaban a la vez el chance (léase el privilegio) de ser seleccionados por el poeta. Por supuesto, sólo Rigoberto sabía preparar la cocción verbal susceptible de crear “el perfecto esplendor de la poesía”(1).
En ese menester recurría –como siempre- a su imaginación y a su memoria, que son dones que no se desgastan con el uso. Tras prestar sus servicios en tantos poemarios, las soleadas imágenes del pasado (remoto y reciente) brillan aún en la pupila de la mente, sin borraduras ni tintes descorridos.
Se ha ido del todo, pues, el poeta mordaz y socarrón que, además, gustaba del juego y del humor sedicioso. Su quehacer literario es modelo de rigor y perseverancia, de brillantez no exenta en ocasiones de una amarga melancolía.
Sin embargo, las chispas creativas con las que consiguió verbalizar su vida interior y sus entrevisiones (de la dura Honduras), y que tanto  alumbraron nuestra poesía, “llevan dentro de sí - al decir del poeta Mark Strand- el deseo de ser relevadas del peso de la brillantez”.
Rigoberto Paredes quizá se sienta ahora aliviado  de esa carga, pero sus amigos y lectores estamos de luto, “porque sin él la tierra es otra”(2).
Tegucigalpa, 9 de marzo del 2015

(1) Irreverencias y reverencias, p. 15
(2) Idem, p. 31

miércoles, marzo 04, 2015

Una carta desde Tegucigalpa. Hernán Antonio Bermúdez





“Ya no esperamos más de lo que nos ha sido dado”
Mark Strand


“Una carta desde Tegucigalpa” es el título de un poema incluido en el libro Casi Invisible del canadiense Mark Strand, fallecido en noviembre del 2014. Allí el poeta afirma que “En los viejos tiempos, mis pensamientos se encendían como pequeñas chispas en la casi oscuridad de la conciencia y yo los transcribía”.
Traigo esas líneas a colación después de haber leído Irreverencias y reverencias de Rigoberto Paredes, recientemente publicado bajo el sello editorial Paradiso. Se trata de un poemario de impecable factura, con la calidad poética a que nos tiene acostumbrados este autor.
Pues ciertamente allí pareciera que el poeta Paredes hubiese “transcrito” sus pensamientos que reverberan como chispas vivas capaces de enardecer el texto. De la oscuridad, de la inerte indiferencia, extrae panegíricos ardorosos a poetas, artistas y pensadores (a Darío, a Alfonso Guillén Zelaya, a Clementina Suárez, a Juan Ramón Molina, a Alejandra Pizarnik, a Drumond de Andrade, a Holderlin, a Van Gogh, a Cioran, entre otros). Pero si bien el poeta se deleita en la confección de esos laureles a los integrantes de su panteón, como buen maestro de la expresión poética, echa a rodar una brutal vivacidad de epítetos con un estilo infatigablemente animado.
Así, al aludir a las glorias literarias de Darío en el extranjero, deplora que “todo eso para venir a morir en un catre de León/entre sábanas puercas,/ Chayo y las moscas” (p. 14).
Y es que detrás del “memorial de agravios”, que es el reverso inevitable de la celebración del talento y la brillantez, Rigoberto Paredes consigue crear un mundo propio, un lenguaje tan identificable y peculiar que el lector no puede menos que rendirse ante la idiosincrasia de esa voz poética.
En Irreverencias y reverencias el lenguaje literario crea su propio diapasón, su cadencia irrepetible, con sus sonidos y timbres incanjeables. Sorna, sarcasmo e ironía son los “compañeros de viaje” consabidos, que el autor maneja con destreza de espadachín, tal y como lo ha sabido demostrar en libros anteriores.
Pues bien, “perdido/entre los callejones de Tegucigalpa” (p. 19), “…en estos despeñaderos” (p. 21), “…entre muros de hojalata” (p. 36), en medio de la infamia, y pese a todo, “Quién dijo que un paisaje estepario/es más inquietante que una mujer semidesnuda?” (p. 55).  Y, como siempre, “…ella ciertamente es caso aparte/con sus piernas cruzadas/y sus pechos a punto de soltar amarras./Aquí me quedaré, soñándola despierto,/ como un fauno en brama y de malsano juicio” (p. 55).
La carga erótica impregna el poema, y éste merced a su propio ímpetu, absorbe al lector y vivifica su experiencia. La sutileza de significados se condensa en el llamado irresistible del Garden Bar:
“Y cómo no amar lo que se tiene/por un rato/ en el suelo, en un catre, en caro lecho,/ cómo dejar de hacer, cómo dejarlas/solas, a merced del olvido./Vengan a mí las doncellas del Garden,/ aquel del farolillo anémico en la entrada.”(p. 49)
En definitiva, larga vida al “arcano deleite de dos cuerpos” (p. 59), que, en el caso de Irreverencias y reverencias se funda en el privilegio de escribir teniendo “sentada la belleza en las rodillas” (p. 11).

Tegucigalpa, 3 de marzo del 2015


jueves, febrero 05, 2015

Estrategias para convertirse en un escritor conocido, según W. H. Gass



Si uno quiere ser conocido dedicándose a la escritura, como los libros en sí mismos suelen tener una vida efímera, debe o bien cortejar a los medios y dejar que la publicidad actúe como su chulo, como hacía Truman Capote, o bien aferrarse como la hiedra a los muros de la academia, yendo de campus en campus como un canapé en una fiesta.
Así, de un modo o de otro, uno puede aparecer en público con frecuencia y cosechar el aplauso de aquellos a quienes aplaudir no les cuesta nada porque no tienen otra cosa que hacer. Uno debe también leer su libro histriónicamente, o dar muestras de su trabajado ingenio y de su creciente comodidad, en programas de entrevistas televisivas. Y hacer reseñas. Sí, exacto, descender hasta las profundidades de los rivales, donde uno será considerado un tiburón más. Y participar en simposios, y dar entrevistas.
Todo eso se va sumando a los textos escritos por uno y sobre uno que cualquier estudiante, crítico o estudioso debe consultar. Porque uno vale en función del número de entradas en que aparece su nombre en el catálogo de la biblioteca. Mientras tanto, también hay que enseñarles a los principiantes cómo ser un genio, apoyar profesionalmente a los alumnos más destacados e ir creando en torno a uno mismo, a lo largo de los años, un círculo de personas agradecidas cada vez mayor. De este modo, el prestigio de uno va creciendo con tanta firmeza como el tronco de un frondoso árbol.
William Gaddis, también conocido como Gibson, también conocido como Green, también conocido como Gass, no hizo ninguna de estas cosas que suelen hacerse para potenciar la propia carrera literaria, quedando, como dicen convenientemente los políticos cuando no quieren que algo los salpique, «al margen». Fuera de foco. A un lado. Tampoco se dedicó a escribir un nuevo libro cada quince días sólo para demostrar lo fácil que es, ya que todos sabemos lo fácil que es, y lo deseable, puesto que de ese modo uno puede darle a sus nuevos amigos lo que están acostumbrados a recibir e ir a las fiestas, e incluso a las juergas, que organizan los editores, pues ¿acaso no somos todos viejos amigos?, y sus libros reciben cada vez más y mejores críticas. No hay que olvidar que los mismos chapuceros que condenan también están dispuestos a elogiar, por un precio.


William H. Gass. Prólogo a Los reconocimientos, de William Gaddis. 2014

lunes, agosto 05, 2013

El Wild West según Kerouac



Luego de unos días locos en la casa de W. Burroughs, los felices viajeros del Hudson: Louanne, Neal y Jack, cruzan Texas y se imaginan como personajes del Viejo Oeste. La parodia es genial, y el ritmo de la narración se recupera -luego de las gachupinerías de Martín Lendínez- en la traducción de Jesús Zulaika para la versión de En la carretera. El rollo mecanografiado original (Anagrama, 2009).
Neal sería un forajido, "pero uno de esos forajidos chalados que galopan por las praderas y entran en los saloons pegando tiros." Louanne sería "la bella bailarina del salón de  baile local." "Bill Burroughs sería un coronel confederado retirado; viviría en las afueras del pueblo, en una gran mansión con todos los postigos cerrados, y sólo saldría una vez al año con la escopeta para encontrarse con su proveedor de droga en un callejón chino." Mientras que Jack sería el hijo del dueño del periódico local, que de vez en cuando saldría "a galopar con una panda de locos para pasarlo en grande". En tanto que Allen Ginsberg sería "el afilador de tijeras que bajaba de las montañas una vez al año en su carreta, y predeciría incendios, y los tipos que llegaran de la frontera le harían bailar con rápidos disparos dirigidos hacia el suelo."
El final de semejante ensoñación contempla a Allen Ginsberg bajando de la montaña con una poblada barba, "ya no volvería a afilar tijeras nunca más (sólo canciones de catástrofe)." Louanne "dispararía contra Neal cuando saliera borracho de su cabaña", después "heredaría el salón de baile y se convertiría en una madama, en una fuerza viva de la ciudad." Jack desaparecería en Montana y nunca volvería a saberse más de él. Mientras que Bill Burroughs "se volvería loco un día y empezaría a disparar contra todo el pueblo desde su ventana; los vecinos prendería fuego a su vieja mansión y todo ardería y Pecos City quedaría reducida a cenizas (y a partir de entonces sería un pueblo fantasma en medio de las rocas color naranja)."

NOTA: Todas las citas están tomadas de En la carretera. El rollo mecanografiado original (Anagrama, 2009).

domingo, septiembre 16, 2012

Sobre “Formas de volver a casa”. Sara Rolla




Con su habitual perspicacia, Sara Rolla nos ofrece en esta reseña sobre Formas de volver a casa, la última novela publicada por Alejandro Zambra, un recuento de las obsesiones del escritor chileno así como los recursos que emplea para dar forma a su relato: la trama combina con sutileza diferentes planos de ficción, lo autobiográfico se amalgama hábilmente con lo ficticio, en el marco de un sutil juego de espejos que nos obliga a releer y comparar. 

Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) es un poeta, narrador y ensayista chileno que, junto a otros escritores de su generación (como el colombiano Juan Gabriel Vásquez y el guatemalteco  Eduardo Halfon), muestra, en su última novela (Formas de volver a casa, Anagrama, 2011), una gran calidad expresiva en un contexto histórico similar (una Latinoamérica que no se libra, aún, de los traumas generados, en lo social y político, en las últimas décadas del siglo XX).

La trama combina con sutileza diferentes planos de ficción. Lo autobiográfico se amalgama hábilmente con lo ficticio. El protagonista, evidente “alter ego” del autor, está inmerso en un excelente juego de espejos que nos obliga a releer y comparar. Hay agudas metarreflexiones, como las siguientes: “O es que me gusta estar en el libro. Es que prefiero escribir a haber escrito.” (p. 55); “pienso (…) en este oficio extraño, humilde y altivo, necesario e insuficiente: pasarse la vida mirando, escribiendo.”(p. 164).

El estilo, ágil y epigramático, nace, sin duda, del oficio poético del autor. Véase este pasaje que evidencia la calidad de la prosa (fluida, armoniosa y exquisitamente nihilista):
“Los padres abandonan a los hijos. Los hijos abandonan a los padres. Los padres protegen o desprotegen pero siempre desprotegen. Los hijos se quedan o se van pero siempre se van. (…) Queremos ser actores que esperan con paciencia el momento de salir al escenario. Y el público hace rato que se fue.” (p. 73)

No faltan las referencias al cine y la música y la inclusión de personajes “reales”, como escritores amigos del autor (al modo de Vila-Matas). Desde luego, la literatura misma se constituye en tema, como en las referencias a la lectura “obligatoria” de Madame Bovary en la adolescencia del protagonista. Y hay reflexiones tan bellas e ingeniosas como ésta: “Leer es cubrirse la cara, pensé. Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla”. (p. 66)

El contexto histórico evocado (la dictadura de Pinochet) se presenta de un modo sesgado, muy inteligentemente: “Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones.” (p. 56)

Sutilmente,  esta novela parece querer demostrar una verdad que está siempre en el fondo de la buena literatura: que el oficio de escribir (el registro del desajuste, a la vez doloroso y fecundo, del autor con su ambiente) da sentido a la existencia.