domingo, mayo 25, 2008

La nueva narrativa latinoamericana


Ya dejó de ser la voz del muchacho alertando a los aldeanos que viene el lobo, ahora es una certeza incuestionable: la narrativa que se escribe actualmente en América Latina ya no se rige por las recetas del boom y, como bien señala Santiago Gamboa (foto), se ha marcado una diferencia precisa entre "quienes se disfrazan de latinoamericanos y escriben novelas para turistas extranjeros, satisfaciendo los estereotipos, y los que no, los que escriben para los suyos o para sí mismos, o para nadie, con sus experiencias y obsesiones, con su visión hipertrofiada o pesimista de ese reino que es la literatura". Y la Feria del Libro de Madrid ha sido el ámbito natural para que esta nueva propuesta asuma carta de ciudadanía, como ha dejado constancia el suplemento Babelia, de donde hemos extraído estas tres visiones sobre el tema.

América Latina pasa página
Winston Manrique Sabogal

Hacia dónde va la literatura latinoamericana? Y el escritor extendió el brazo derecho señalando hacia un lado mientras exclamaba: "¡Hacia allá!". Todos giraron la cabeza y trataron de descubrir con la mirada el lugar al que apuntaba el índice del autor uruguayo Pablo Casacuberta. Tantos años cercados por esa pregunta. Miles de reflexiones. Tantos años esperando la respuesta y ahora, por fin, estaba ahí, a la vista de todos, reducida a un punto en el horizonte. Hacia dónde va el propio Casacuberta junto a un número sin precedentes de nuevos escritores de América Latina, comprometidos con búsquedas estéticas innovadoras.
Avanza sin miedo. Sin prejuicios. Sin presiones. Explorando. Libres. Inaugurando un nuevo tiempo. Son de linaje absolutamente contemporáneo. Hijos del mestizaje genético, cultural y literario. Viajeros, cosmopolitas que viven en diferentes ciudades del mundo, herederos de toda la literatura universal, de vocación global en sus temáticas, sin mundos totalizadores, con más mujeres que en otras épocas y unidos por la diversidad y la pluralidad de estilos. Estirpe de estos tiempos para quienes hablar hoy de si existe o no una literatura latinoamericana es una entelequia. Comparten pasado e idioma, pero su creación no es homogénea, surge y avanza por una frondosa geografía literaria sin fronteras que atraviesan sus autores en busca del lugar señalado: "Hacia allá".
Ése es el presente. Así lo ve ese grupo de latinoamericanos que en esta década ha debutado o publicado algunas de sus primeras obras de narrativa en las que se aprecian talento y semillas de prestigio. Forman una gran polifonía de voces procedentes de 19 países, varias de las cuales sonarán más allá de este comienzo del siglo XXI, y cuyo paisaje literario describen hoy aquí Ena Lucía Portela, Juan Gabriel Vásquez, Lina Meruane, Claudia Amengual, Edmundo Paz Soldán, Andrés Neuman, Oliverio Coelho, Guillermo Martínez, Wendy Guerra, Leonardo Valencia, Pablo de Santis, Antonio Úngar, Diego Tréllez, Pablo Casacuberta y Santiago Roncagliolo.
Saben que muchos miran hacia América Latina. Editores y lectores de medio mundo aguardan. Las expectativas son enormes tras el mítico éxito literario de los años sesenta y setenta conocido como el Boom. Demasiado etiquetado. Eclipsante para los lectores. Pero eso ya es una página pasada que los nuevos narradores han incorporado con naturalidad a la tradición literaria universal. No hay tendencias parricidas, y lo que mejor ha asimilado de aquel festín creativo esta generación es la libertad de rupturas temáticas y estéticas. Crean el paraíso del riesgo donde todo es posible.
"Quizá la literatura latinoamericana se sintió obligada a retratarse a sí misma. Como si se mirase a través de lo que otras culturas esperaban de ella. Pero desde hace varios años aspira a simbolizar cualquier espacio, a ser una metonimia del mundo. La sensación es de desprejuicio territorial", asegura el argentino Andrés Neuman (autor de títulos como Una vez Argentina). Si hay una tendencia clara tiene que ver "con el desembarazamiento de las características más notorias que identificaron para el lector europeo lo que significaba Latinoamérica: tropicalismos, barbarie, realismo mágico, representación de la gran escena del poder y la sociedad a través de dictadores y patriarcas", explica el argentino Guillermo Martínez (Los crímenes de Oxford).
Adiós al tópico tropical y exuberante que insiste en ver el mundo y ensombrece el resto del panorama creativo. Lejos ya de fulgores y liberados de prejuicios y presiones, se trata de una literatura más emigrante y nómada que nunca. Todos avanzan, exploran, pero de manera individual y con micromundos que albergan el universo. Se sabe de sesenta, setenta..., un incontable número de escritores recientes que no paran de adentrarse en un territorio que tiene el aire fresco dejado tras una gloriosa tempestad. "Ya nadie tiene que justificarse, como les tocó a Borges o a Cortázar, por contar historias europeas o indias o norteamericanas con personajes norteamericanos o indios o europeos. Nuestra tradición es toda la literatura", sentencia el colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de Historia secreta de Costaguana, al reflexionar sobre el derecho a trabajar con toda la literatura universal como pedía Jorge Luis Borges. Este grupo de escritores invoca las palabras libertad y ruptura, porque "un narrador latinoamericano de ahora mismo no tiene que circunscribir sus relatos a la contemporaneidad, o a la historia, o a su país. Tampoco es obligatorio escribir sobre política. No hay 'compromiso social' que valga; sólo el compromiso consigo mismo", afirma la cubana Ena Lucía Portela (Cien botellas en una pared).
Más que manifiestos, lo que ha cambiado es la percepción. Con esas coordenadas ha echado a andar este grupo de escritores. Buscan ese lugar señalado aquella noche de agosto pasado en Bogotá 39 -el encuentro que reunió a algunos de los mejores autores latinoamericanos menores de 39 años, convocados por el Hay Festival y la Unesco dentro de los actos de Bogotá Capital Mundial del Libro-. Y cuentan que tan pronto como Pablo Casacuberta reveló que "hacia allá" era el lugar de destino de las letras latinoamericanas, empezó a correrse la voz, y que cuando llegó a oídos del argentino Pedro Mairal, éste sólo atino a advertir: "Y apúrense porque va corriendo".
La travesía no es fácil. Para entenderla mejor, J. Ernesto Ayala-Dip, uno de los críticos de Babelia, se remonta al penúltimo capítulo de esta historia: "Después del sarampión del posboom (años ochenta), y sus enormes secuelas, en cuyo vértice funcionaría como paradigma una novela como La casa de los espíritus, de Isabel Allende, un sarampión que duró mucho y que supuso un grave malentendido en torno a los acuerdos entre imaginación, escritura y realidad social (tanto que se tuvo que volver sobre la importancia de una novela capital como Cien años de soledad, escrita por Gabriel García Márquez en 1967, uno de los orígenes involuntarios de ese malentendido), después de ello, en los últimos años, tal vez décadas, parece que se transita por soluciones de transversalidad en las tendencias narrativas. Hay un proyecto festivo de la invención, otro de experimentación e intertextualismo, de reflexión crítica de las últimas dictaduras latinoamericanas. Novelas realistas (con el criterio también huidizo e inaprehendible con que César Aira tonifica el concepto de realidad) que compiten con las que Roberto Bolaño llamaba novelas mutantes (mezcla, como las suyas, de novela y cuento). El compromiso político, en esta época de inhibición ideológica, rivaliza con el más exigente compromiso estético. Y con una gran presencia del cuento, que allí siempre ha tenido acogida por escritores y lectores".
Senderos que exploran autores como Guadalupe Nettel, Iván Thays, Antonio José Ponte, Juan Carlos Botero, Ronaldo Menéndez, Martín Solares, Inés Bortagaray, Jorge Eduardo Benavides, Florencia Abbate, Fabrizio Mejía, Pilar Quintana, John Jairo Junieles, José Pérez Reyes, Claudia Hernández...
Vocación universal. Expedicionarios que crean un gran puzle con tonos transgresores o de renovada tradición. Julio Ortega, del Departamento de Estudios Hispanoamericanos de la Universidad de Brown, completa este presente aclarando que en la última narrativa latinoamericana "no hay parricidios, hay relevos, turnos y diversificación. Y también renovación: los jóvenes del crack cumplieron 40 años y escriben todavía mejor. Y hay narradores de veintipocos años que merecen atención. Se debe a las demandas de esa extrema libertad recibida. No sorprende que sean parte de una conversación más amplia, donde se descubren como interlocutores de una charla que incluye a otros". Y cierra su retrato con un juego literario, como en un jardín de senderos que se bifurcan: "El jardín es una cita literaria, y los senderos se abren incesantes a nuevas lecturas. La última narrativa es una narrativa de narrativas".
Casi todos han renunciado al afán totalizador de construir novelas o proyectos literarios que explicaban una época y que ha caracterizado a la literatura latinoamericana, asegura el escritor peruano Diego Tréllez (El círculo de los escritores asesinos), que publicará en verano una antología con autores de la última generación. Los nuevos narradores describen mundos más cercanos, íntimos. Hacen de lo particular y singular lo universal. El amor, la soledad, el desconcierto, la muerte, la inmigración, el éxito, la envidia, las repercusiones del 11-S, los nuevos miedos, el desamparo, las ilusiones, las dudas o las diferentes formas de violencia que van moldeando el mundo.
Su legado literario procede de todas partes y lo buscan en todos lados, recuerda el boliviano Edmundo Paz Soldán (Río fugitivo). "Mientras los escritores europeos o norteamericanos suelen leer sólo literatura de sus propios países, en América Latina se puede encontrar a mexicanos que leen a Kawabata, argentinos que apuestan por Janet Malcolm, colombianos que siguen a Conrad, peruanos aficionados a Modiano, puertorriqueños fanáticos de Ngugi Wa Thiongo, guatemaltecos fervorosos de Vila-Matas, chilenos obsesionados con Clarice Lispector". Lecturas universales combinadas con las de sus paisanos clásicos, como José Eustasio Rivera, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Rómulo Gallegos, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos o Gabriel García Márquez.
Es una generación que vive y siente con naturalidad las tradiciones culturales y literarias de sus países de origen, su continente y el resto del mundo. Avanzan como alegres guaqueros. "Somos saqueadores de las tradiciones de todos lados", reconoce el mexicano Antonio Ortuño (Recursos humanos). Por eso no es fácil hablar de literatura latinoamericana. Son 19 países y cada uno de ellos es un mundo. No son un grupo uniforme, ni existe un español latinoamericano, sino muchos, aclara Ena Lucía Portela. "Pero de ningún modo debe hablarse de literatura latinoamericana vinculada a una ideología determinada y a motivos considerados exóticos según una visión eurocéntrica", hace énfasis la uruguaya Claudia Amengual (Desde las cenizas).
Tampoco se consideran una hermandad de literatos intentando preservar y legalizar para el mundo una herencia cultural milenaria e inmaculada, afirma Diego Tréllez. "El chovinismo en la literatura es un cáncer extirpable. Lo nacional tiende a ser un concepto desfasado para analizar nuestras correspondencias". Y si algo queda de esto, es por poco tiempo, vaticina el peruano Santiago Roncagliolo (Abril rojo). Recuerda que en países como el Reino Unidos y Estados Unidos la literatura ha incorporado miradas mestizas y el índice de la última antología de jóvenes narradores de la revista Granta "parece un listado de la oficina de migraciones. En España, la inmigración es reciente, pero ya hay autoras como Najat el Hachmi que escribe en catalán. Pronto empezarán a hacerlo también los hijos de los latinoamericanos y la pregunta por su identidad carece de sentido".
Se sienten orgullosos de tener deudores tan diferentes. No quieren que les sorprenda el olvido.
"Heredamos la literatura de los años sesenta de nuestros padres. Reconstruimos con nuestra 'filosofía barata y zapatos de goma' a los pensadores alemanes, a sabios del Oriente, a los clásicos, los grafitos de los metros, la mítica popular. Cada quien se arma un puzle con sus referentes y necesidades", resume la cubana Wendy Guerra (Todos se van). Es una literatura en continuo devenir, que en cualquier momento puede engendrar algo que nunca fue leído antes, está convencido el argentino Oliverio Coelho (Promesas naturales).
Sobre estos predios vecinos exploran autores como William Ospina, Álvaro Enrigue, Rodrigo Hasbún, Ana Gabriela Alemán, Marcelo Birmajer, Eduardo Halfon, Jorge Franco, Marbel Sandoval, Mariana Enríquez, Ricardo Silva, Armando Luigi Castañeda, Rodrigo Blanco, Héctor Abad, Damián Tabarovsky...
Refundar con palabras. Ahora se vuelven a visitar territorios conocidos. Autores que escriben sobre la historia de sus países o regiones, una especie de revisión de la historia para tratar de descifrar o interpretar el presente. Andrés Neuman cree que se trata de un doble desplazamiento: "Muchos escritores latinoamericanos (por ejemplo, los del crack) se han propuesto emigrar literariamente a escenarios que trasciendan sus fronteras nacionales, y otros (en general, influidos por una experiencia emigratoria) hemos revisitado la historia de nuestros países desde perspectivas oblicuas, conscientemente extranjeras (pienso en Juan Gabriel Vásquez, Fernando Iwasaki, Álvaro Enrigue, Guadalupe Nettel o Juan Carlos Méndez Guédez)". Un vistazo atrás muestra que el Boom, en palabras de Juan Gabriel Vásquez, se dedicó obsesivamente a dar su versión de la historia latinoamericana, a construir una nueva historia en la literatura. "Luego hubo una especie de reacción hacia otras maneras de contar la experiencia, menos públicas, más intimistas. Ahora algunos novelistas se dan cuenta de que el Boom está lejos de haber agotado los lugares oscuros de nuestra historia, y se han concentrado en iluminarlos".
Son las luciérnagas perpetuas en la historia de la literatura. Lo que cambia son las miradas, insiste Santiago Roncagliolo. "Siempre tratamos de darnos sentido a nosotros mismos hurgando en nuestro pasado". Y añade que de la misma manera que se han vuelto a escribir novelas sobre historia, también lo hacen sobre guerrilleros, sólo que su figura ya no es épica ni ideal. "En Latinoamérica, nuestras heridas no han cicatrizado", afirmó el poeta argentino Juan Gelman el 23 de abril durante su discurso por el Premio Cervantes, en Madrid. Una aseveración que Wendy Guerra complementa diciendo que en el caso de su generación las heridas no han sido nombradas. "Mi diferencia con los colegas latinoamericanos es que estamos en un punto donde nombrar las heridas ya es ganancia, nos reconcilia con la conciencia de los personajes que narramos, nos vuelve persona y personaje en el propio acto de la narración transitoria y la vida dilatada por el texto. La revisión histórica se inicia, en mi caso, en el minuto en que decido decir la parte de la historia que he vivido y necesita ser nombrada, aunque duela en mi entorno".
Pero la brújula no siempre funciona bien por este trayecto. "Se corre el riesgo de la tipificación editorial. Se empiezan a ver repeticiones de lo mismo con novelas domésticas", advierte el ecuatoriano Leonardo Valencia (El libro flotante de Caytran Dölphin). "Ocurre ahora con la novela histórica o política del país de origen del autor, con temas interesantes pero que no aportan ni avanzan en la forma novelística ni en el lenguaje, y con guiños evidentes para reforzar el tópico o el trópico. Son correctas, pero siguen sin superar a las grandes novelas históricas y políticas de los setenta y ochenta. Esa revisión del pasado puede ser provechosa, si es una relectura formalmente arriesgada, pero me temo que no es así".
Todos tratan de volver a fundar con palabras América Latina. De desandar con las palabras ese atlas de sus vidas hechas de historias oídas, leídas, vistas, imaginadas, intuidas, vividas. Vívidas.
Los desencantos han dado paso a la ilusión por contarlo. Quizás lo que ha cambiado, reflexiona Andrés Neuman, es el abandono del propósito de encarnar determinados esencialismos nacionales y políticos, que no se han perdido, sino reformulado. De opinión parecida es Claudia Amengual. Recuerda que sus predecesores tenían un compromiso ideológico fuerte que se correspondía con la efervescencia de la década de los sesenta y la resistencia a las dictaduras que oprimieron la sociedad latinoamericana en los años siguientes. "Nuestra generación -me refiero a la de los escritores que estamos entre los treinta y cuarenta años- ha sufrido no sólo esas dictaduras sino también los efectos posteriores. Es una generación quizá algo desilusionada con el nuevo orden mundial, con menos utopías, pero no con menor compromiso. Nuestra literatura no siente que deba cumplir, necesariamente, con una función social, sino que tiene un valor intrínseco en tanto arte. Sin embargo, si bien la obra vale por sí, siento que sí existe un compromiso ético del autor con la coyuntura que le ha tocado vivir".
Sin miedo. Con descaro y más conciencia del oficio de escribir. Una metamorfosis literaria que Tréllez reconoce a través de "la alegoría, de la parodia, de la digresión, del secreto, y de todo lo que tenga relación con el juego y con el contrabando literario (el plagio, la cita apócrifa, el guiño, la deformada noción de autoría)". Un legado, agrega, que proviene de autores como Borges, Monterroso, Piglia, Bolaño, Pauls, Bellatin o Aira. En el mundo de los nuevos narradores no se teme a los dioses. "Es un placer escribir porque se hace sin la sombra de escritores paradigmáticos", confiesa el colombiano Antonio Úngar (Las orejas del lobo). Sobre todo en su país, porque si en América Latina la sombra de Gabriel García Márquez es fuerte, en Colombia lo es mucho más. "La generación anterior a la mía sufrió el paradigma: se podía escribir con o contra García Márquez, no había muchas más opciones. En mi generación, el vacío de referentes inmediatos es absoluto, lo que da mucho vértigo pero también una gran sensación de libertad".
Como se percibe en las páginas de Vivian Abenshuhan, Martín Kohan, Karla Suárez, Giovanna Rivero, Carlos Labbé, Susana Haug, Sergio Vilela, Juan Pablo Meneses, Efraín Medina, Gonzalo Garcés, María Fasce, Ariel Magnus, Luigi Amara, Alonso Sánchez Baute, Antonio García, Álvaro Bisama, Andrea Jeftanovic, Mario Mendoza, Jaime Alejandro Rodríguez, Wynter Melo, Yolanda Arroyo...
"Hacia allá". Es la era de los nichos, como la define el chileno Alberto Fuguet. La de aventuras individuales. Tras el hallazgo de Pablo Casacuberta (La parte de debajo de las cosas y Una línea más o menos recta), muchos son los que también señalan que el destino está en "hacia allá". Él lo mencionó cuando en Bogotá emboscaron a los escritores invitados con la pregunta: ¿hacia dónde va la literatura latinoamericana? "Fueron tantas veces, con tal esperanza acerca de nuestras habilidades para conocer el presente y predecir el futuro, que merecía ser contestada con el mismo entusiasmo visionario. Ese "hacia allá" no señalaba estrictamente hacia adelante, sino hacia adelante y a un costado. Se me ocurrió que tratar ese destino como si fuera un punto preciso en el espacio era la mejor manera de manifestar nuestra incapacidad para abordar la pregunta. Después, en la foto, todos señalamos el mismo punto, como si fuéramos un excitado corrillo de científicos apuntando hacia un meteorito".
Y los escritores se dirigen hacia ese destino desde múltiples y variadas rutas. A la chilena Lina Meruane (Fruta podrida y Cercada) lo que le resulta llamativo es "la aparente renuncia a construir una literatura que exprese la complejidad del mundo contemporáneo desde la ficción (la llamada no-ficción está en auge)". Destaca que se ha producido una esqueletización del entorno y del relato: de su imaginario, de su estructura, de su lenguaje. "Algo muy visible en la microficción, en el acortamiento del cuento y en la creciente brevedad de la novela. Esta literatura 'anoréxica' (así describía Alan Pauls la obra reciente de Mario Bellatin) insiste en sembrar agujeros en la trama: la idea de que el texto sólo muestre la punta del iceberg se ha transformado en la noción del relato-gruyère".
Otras bifurcaciones relevantes son las novelas de género, la hibridación de éstos a veces desencadena en la llamada no ficción citada por Meruane, al tiempo que coge fuerza el periodismo literario. Al argentino Pablo de Santis (El enigma de París) siempre le ha interesado la cuestión de los géneros: "Creo que nos conectan con lo más puro que hay en el hecho de narrar y por eso el encanto del policial, la ciencia-ficción y lo fantástico. Muchos autores se han inclinado por tomar a los géneros como inspiración; Guillermo Martínez, Edmundo Paz Soldán, Jorge Franco y Mario Mendoza, con el policial; Marcelo Birmajer, con el humor y la sátira, y Leopoldo Brizuela, con la novela de aventuras".
Una de las rutas más arriesgadas la ha encontrado Diego Tréllez en el mestizaje de géneros, con autores como Alejandro Zambra, Oliverio Coelho, Tryno Maldonado, Guadalupe Nettel o Inés Bortagaray. Sus obras, cuenta, "pueden ubicarse en esa zona indeterminada donde, de manera oscilante y a menudo indiscernible, se cruzan el ensayo y la novela, la verdad y la ficción, el crítico y el escritor".
La tercera gran ruta no es nueva, pero se refuerza. Se mueve en las fronteras entre periodismo y literatura, coinciden Santiago Roncagliolo y Edmundo Paz Soldán. "Hemos tenido una tradición interesante de cronistas desde la segunda mitad del siglo XIX, pero nunca, como ahora, tantos y de tanta calidad". El retrato de esta página literaria la completa Roncagliolo al decir que "el narrador se ha bajado del pedestal del sabio para sentarse en el banquillo de los testigos, y el periodista ha abandonado su complejo de inferioridad".
Y a este rumor alegre de la renovación literaria han contribuido más que nunca las mujeres. Algo muy significativo en un continente con poca tradición narrativa femenina. A diferencia de la poesía donde hay referencias que van desde sor Juana Inés de la Cruz pasando por Gabriela Mistral y Alejandra Pizarnik hasta Olga Orozco y Blanca Varela. Entre las debutantes de esta última década, cuenta Ena Lucía Portela, hay alrededor de una decena de narradoras que han alcanzado cierta visibilidad más allá de las fronteras de sus respectivos países.
Mujeres y hombres que Piedad Bonnett, poeta y narradora colombiana, ha leído en su mayoría porque fue una de las responsables de seleccionar a los escritores convocados en Bogotá 39. Para ella, "el panorama de la joven narrativa latinoamericana está lleno de sorpresas y diversidad de nombres ya bien conocidos y de otros que aún circulan poco y que el continente tiene que descubrir. Abarca desde obras como las de Jorge Volpi o Juan Gabriel Vázquez, que fabulan la historia universal o local en novelas de largo aliento, hasta las nouvelles de Alejandro Zambra, construidas sobre poderosos silencios y con personajes y argumentos que se niegan a consolidarse, y que implican una propuesta muy novedosa sobre el género. Por el camino encontramos obras interesantísimas, como la de Junot Díaz o Daniel Alarcón -el uno dominicano, el otro peruano- que escriben en inglés pero desde su condición de latinoamericanos, y con gran conciencia de la dureza de la vida en sus países pero también -sobre todo Junot- de la discriminación que padecen en el extranjero, de su condena a ser ciudadanos de segunda. Son inquietantes también las obras del prolífico y versátil Andrés Neuman, o la de mujeres con voces muy sugerentes y poderosas, como las de Guadalupe Nettel y Enna Lucía Portela. Pero no todo queda enmarcado en Bogotá 39. Escritores como Paz Soldán, Alan Pauls y otros que superan los cuarenta años se están ocupando de una renovación de la novela y el cuento que nos permite hablar de una muy dinámica búsqueda de nuevos lenguajes".
A ellos se han unido César Gutiérrez, Rafael Baena, Alejandro Parisi, Andrea Maturana, Maximiliano Barrientos, Tryno Maldonado, Mauricio Bernal, Javier Ponce, Margarita Borrero, Fernando Quiroz, Washington Cucurto, Sergio Bizzio, Slavko Zupcic, Romina Paula...
Sobre el futuro de todos ellos, uno de los más citados por los propios entrevistados, aunque empezó su andadura en los años noventa, es el peruano-mexicano Mario Bellatin, quien expresa su fe "en que autores que han nacido, viven, provienen por lazos de familia, o sienten que poseen alguna afinidad con la parte de América que utiliza alguna lengua latina -o una mezcla que incluya a una de ellas- como herramienta de trabajo no caigan en la soberbia de sentirse parte de un todo narrativo. Curiosamente, las veces que esto ha ocurrido marcó el declive en la obra de autores que hubieran podido ser clave, quizá, en la literatura universal".
Es el alba de una diáspora de creadores y creaciones de gran diversidad y vigor que han empezado a ser traducidos a varios idiomas. Algunos más conocidos fuera que en su propio continente. Transgresores autores del siglo XXI, que avanzan bajo la invocación de Sherezade hacia ese lugar señalado. "No me extrañaría que, dado ese inesperado consenso, la literatura latinoamericana termine yendo 'hacia allá' un día", reconoce Pablo Casacuberta. Y da más detalles de su ubicación para los que requieran coordenadas específicas: "El punto puede hallarse estirando el brazo en forma exactamente perpendicular a la línea trazada entre los hombros. Una vez allí, se desplaza el brazo una vez y media el ancho de la mano extendida hacia la derecha. Y luego se estira el índice y se señala levemente hacia abajo, como si una línea casi paralela al piso fuera a encontrarse con el horizonte. El lugar es exactamente ahí".

El exilio y el reino
Santiago Gamboa

"Las raíces de los hombres son los pies", escribió Juan Goytisolo, "y los pies se mueven", y por eso echar raíces en el mundo es también moverse por él, establecerse aquí y allá, rodar, abrir casas y volver a cerrarlas, cruzar océanos con cajas llenas de libros, adaptarse a lugares fríos, ver caer la tarde sobre el Hudson o el Bósforo, desde la ventana de la cocina, mientras se prepara un café y piensa en lo que va a escribir, o en lo que hubiera querido que fuera su libro, o en algo que lo atormenta y que no logrará hacer nunca, por más que llegue al otro extremo del último océano.
Hay un tipo de escritor que suele irse. ¿Por qué lo hace? Habría que mirar caso por caso. Wilde y Joyce se fueron de Irlanda y nunca regresaron, pues en la católica isla nadie entendía sus vidas y mucho menos sus escritos. Henry Miller también optó por alejarse de su ciudad, creyendo que así se acercaba a su obra, que por cierto aún no había escrito. Sin embargo, Borges, uno de los autores más cosmopolitas de la literatura, vivió casi toda su vida en Buenos Aires, mientras que otros, como el guatemalteco Miguel Ángel Asturias o el venezolano Arturo Uslar Pietri, descubrieron en París (en La Sorbona) su pasión indigenista, y entonces su obra, a partir de ahí, se centró en temas locales.
La literatura latinoamericana ha tenido varios hogares fuera de América Latina. Uno de ellos fue la Barcelona de principios de los setenta, por allí pasaron Mario Vargas Llosa, García Márquez, José Donoso, Jorge Edwards y otros más. Pero sobre todo París, con Julio Cortázar como figura tutelar, acompañado en diferentes épocas por Carlos Fuentes, Alfredo Bryce Echenique, Octavio Paz, Pablo Neruda, Alejo Carpentier y un largo etcétera. Cuando yo vine a París a principios de los noventa, atraído por ese mito, ya todos se habían ido. O casi todos, pues quedaba aún el gran Julio Ramón Ribeyro, en su apartamento del Parc Monceau, y Severo Sarduy, a quien jamás conocí, pues ya había iniciado el proceso de su enfermedad y se dejaba ver poco.
Estos escritores se movían por el mundo, pero en sus libros hablaban sobre todo de sus propios países o comarcas, o de París, que era territorio conquistado y que con Cortázar ya era indefectiblemente "nuestro". En alguna ocasión hubo polémicas sobre si se debía vivir "afuera" o "adentro", y algunas de ellas fueron encarnizadas. Recuerdo una entre José María Arguedas, Vargas Llosa y Cortázar. "No se puede escribir Latinoamérica desde París", decía Arguedas. Pero Cortázar y Vargas Llosa sí pudieron, con grandiosos resultados, pues al fin y al cabo escribir, lo que se dice escribir, se hace por lo general en un cuarto con una ventana, pero pocas veces se hace mirando por esa ventana, y entonces la ciudad o el mundo donde esté el cuarto puede ser, en muchos casos, irrelevante. Si Cabrera Infante hubiera mirado por la ventana nos habría narrado el smog de Londres no la vida y los anhelos del malecón habanero.
México ha sido otro de los grandes hogares. Los tres colombianos más célebres viven aún hoy allá; García Márquez, Mutis y Vallejo. También fue casa del guatemalteco Augusto Monterroso y hogar adoptivo de Roberto Bolaño, siendo además su gran tema literario, aun a la distancia.
Hoy, con la velocidad a la que todo nos llega, impregna e influencia, es aún menos relevante dónde vive el escritor latinoamericano, si vive exiliado en su país o está en Singapur. Lo importante es para quién escribe. Si lo hace para sus lectores naturales, es decir, la comunidad que habla su lengua y de la cual emergió, la hispano-americana, empezando por su propio país (aunque algunos editores dicen que América Latina ya no interesa en España, o algo mucho peor: "Que ya no vende"), o si escribe para cosechar éxito en mundos más ricos y opulentos, porque esto sí que lo cambia todo, ya que para medrar en esos lugares lo más a mano es repetir fórmulas y satisfacer los estereotipos de nuestro continente al interior del imaginario europeo. ¿Cuáles son los estereotipos de América Latina? Esto daría para otro artículo, pero se pueden resumir inicialmente en tres palabras: exotismo, evasión y revolución. Quien salga al ruedo con estos atributos y tenga cierta corrección en su prosa ganará espacio en el corazón de la clase media europea, que es la que alimenta los grandes éxitos de ventas.
Por eso, más que escritores de "adentro" o de "afuera", la verdadera diferencia, hoy, está entre quienes se disfrazan de latinoamericanos y escriben novelas para turistas extranjeros, satisfaciendo los estereotipos, y los que no, los que escriben para los suyos o para sí mismos, o para nadie, con sus experiencias y obsesiones, con su visión hipertrofiada o pesimista de ese reino que es la literatura y que cada vez parece tener menos lugar, por desgracia, en este mundo.

Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es autor, entre otros libros, de Perder es cuestión de método (Mondadori) y El síndrome de Ulises (Seix Barral)

La generación que se alejó del centro
Reina María Rodríguez

Thomas Bernhard ha sido un modelo para escritores que han perdido un Imperio. Autores que no pretendieron retomar el centro transitado por epígonos del Boom, sino que se hallaron, ante un vaciado de utopías y realismo mágico, succionando como eucaliptos el fondo áspero de cuanto rastrojo quedara por los alrededores. Estos autores, que se consagraron en los años 90, disfrutaron por la falta de un centro, hallaron diferentes niveles de ficción y realidad, creando novelas cortas y fragmentadas, con lo pasajero, la hibridez de géneros (lo variopinto), la contaminación; lo enrarecido, hacia una búsqueda experimental. Alta tensión entre una llamada "estética del cinismo", la violencia y el deseo de trastocar juicios sobre aspectos políticos y culturales manoseados por la costumbre y la Historia, desmitificándolos de golpe y porrazo.
Ellos toman por caminos que se extravían hasta llegar a "una historia de terror... que no lo parecerá", dijo Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Barcelona, 2003): Los detectives salvajes, La literatura nazi en América, Amuleto, Nocturno de Chile, Amberes y su gran obra póstuma, 2666. Peregrinaje de esos buscadores de vida y de matices, tratando de remendar "algo parecido a la vida" hasta lograr un libro a modo de diccionario literario, como si la literatura fuera el único centro posible. Con El cuchillo del mendigo, Lo que soñó Sebastián, Ningún lugar sagrado, Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) entra en "la burbuja artificial del momento presente": del secuestro, aquellos sótanos, el dinero y el precario equilibrio actual, para dejar abierta la pregunta: "¿Estaba vivo o no?".
Jorge Volpi (México, 1968) sabe que, "el fracaso es evidente desde el principio", haciendo nudos con lo real y el sentimiento, se dirige a los lectores y les pide que compartan su mundo en A pesar del oscuro silencio, La paz de los sepulcros, para "disecar los abismos de nuestro tiempo". Mientras Santiago Gamboa (Colombia, 1965) escribe como si filmara estampas. Sordidez, hipocresía y polaridad de las convenciones. Entre estos narradores de los noventa, Fernando Iwasaki (Perú, 1961) trae divertimentos ante la depresión, humor y erotismo: Helarte de amar, Ajuar funerario, La caja de pan duro.
Ella se regodea en los gestos, perfilando cada detalle como aceptación social, creando un espejo. Es Cristina Rivera-Garza (México, 1964), La muerte me da, Nadie me verá llorar, donde un personaje ve "muchachas con el vello púbico afeitado": la vida como un ensayo sin terminar. Entre borrachos, perros callejeros, hijos que no deben nacer, flota lo ilusorio, la desilusión, el escepticismo.
Artesanía en la escritura de Mario Bellatin, nacido en Perú y radicado en México (1963), autor de Damas chinas, El gran vidrio, El jardín de la señora Murakami que, cansado del realismo mágico y de los compromisos sociales, coquetea con mundos exóticos, travestismo, "chinerías"; inyectando historias difíciles de comprender, provocando esa curiosidad que proporcionan los misterios y la crueldad. Artista conceptual, estructura un libro infinito, como si sacara pedazos a flote reciclados para otra puesta en escena, donde la palabra y el cuerpo se manifiestan. Escritura a tajazos, parapléjica, que no pretende moralidad alguna, sino contar posibles fugas, usando esa sustancia "inadaptada" que es "lo literario" y donde el Hecho se vuelve voz.
Con fragmentos de una conversación se estructuran tres relatos de El asco, de Horacio Castellanos Moya (Honduras, 1957), entre palimpsestos de testimonios ataca los poderes, o en Derrumbamiento, las fobias de un niño, que durante un bombardeo siente más que miedo, odio por los nacionalismos. Contrabando de sombras, de Antonio José Ponte (Cuba, 1964), transcurre en un cementerio donde habitan personajes excluidos: fantasmas. Ya en su cuento Corazón de Skitalietsz, Veranda y Escorpión prefieren vagar antes de ser parte de un censo y un asilo, reflejando la libertad como metáfora. La violencia está en cómo corren riesgos para sobrevivir sin ser cuantificados. La fiesta vigilada, novela entre el ensayo y la ficción, hace un recorrido por la ciudad, a la novela de espionaje que le sirve de puente y, a la historia oficial de la cultura cubana, subvirtiendo espacios arquitectónicos por espacios de pensamiento donde el tiempo es protagonista y juez.
Estos autores tan diversos han desertado buscando un sitio laberíntico, sinuoso. Heredan de Bernhard su reacción contra la sacralización literaria y buscando alternativas al trauma de la creencia y a los centros desperdigados de la familia y del poder.

Reina María Rodríguez (La Habana, 1952) es poeta. En España está publicada su obra Al menos, así lo veía a contraluz (Archione Editorial).


domingo, mayo 04, 2008

La pinza del bogavante


A John Banville lo describen como un hombre formal y de sonrisa circunspecta en esta entrevista que le hizo Enric González y que apareció en Babelia el pasado 3 de mayo bajo el título “Dublín negro”, donde apunta frases puntuales para intentar definir a uno de los narradores contemporáneos fundamentales en lengua inglesa. "Los irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera", advierte Banville, para después agregar: "Soy como un bogavante. Yo tengo la pinza: es esta mano. Está increíblemente desarrollada para escribir historias".

A continuación la entrevista completa con el dueño de la pinza del bogavante.


Dublín negro
Sobre la pinza del bogavante, la esencia de esta historia, se hablará luego. También se hablará luego del inquietante Benjamin Black. Hay que empezar por el principio y John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) lleva ya 10 minutos esperando al periodista. Ocupa el peor asiento en la mejor mesa del restaurante y tiene ante sí una copa de vino blanco. Es un hombre formal que viste formalmente y luce una sonrisa circunspecta. No habría en él nada de amenazante, si nos olvidáramos de la pinza. Dicen de Banville que es el mejor escritor en lengua inglesa. Quien redacta estas líneas carece de autoridad para proclamar algo tan grave, pero lo piensa. La pinza está ahí, y su presencia no afecta solamente al entrevistador. Banville es también consciente de ella. Para disimularla, añade a su humor oscuro, muy irlandés, abundantes dosis de autoironía.

El gran escritor es vegetariano, pero recomienda encarecidamente las chuletas de cordero. No fuma, pero no le parece mal que otros fumen. En su caso, esa tolerancia desasosiega. El fenómeno es parecido al de Funes el memorioso, aquel personaje de Borges incapaz de olvidar nada, cuyos interlocutores quedaban paralizados: sabían que cualquiera de sus palabras, titubeos y errores se grababan para siempre en la mente de Funes. En el caso de John Banville, uno teme por su alma. Más tarde, el escritor lo reconocerá: si no se interesa por alguien, ve sólo una máscara; si se interesa, hurga en esa persona y la reconstruye en palabras para hacerla “verdadera”, como uno de sus personajes. “Están los hechos y está la verdad”, dice, “y no coinciden necesariamente”. Lleva casi medio siglo desbrozando realidad para encontrar verdades.

Se hace pasar por un autor casi marginal, escudado tras sus ventas. Algunas de sus novelas, es cierto, han tenido tiradas iniciales de 5.000 ejemplares. También es cierto, sin embargo, que fue editor literario del Irish Times y que sus críticas, ocasionalmente feroces, se publican desde hace años en The New York Review of Books, donde se dio el gustazo de destrozar una novela, Sábado, de un colega tan insigne como Ian McEwan. Es amigo de Claudio Magris y cuenta divertidísimas anécdotas de otros escritores, con la condición de que no se publiquen. El almuerzo transcurre ameno: luce el sol sobre Dublín, desde la ventana se ven las aguas plateadas del Liffey, Banville pide más vino y los comensales ríen.

John Banville nació en Wexford, una ciudad provinciana en un país que entonces, a mediados de los cuarenta, era el colmo del provincianismo: pobreza, hipocresía, sotanas y censura. La prensa inglesa llegaba recortada, porque un irlandés no podía ver un anuncio de preservativos. Su padre trabajaba en un garaje y su madre se cuidaba de la casa. No fue a la universidad. En cuanto pudo se largó de casa y encontró empleo como oficinista en Aer Lingus, las líneas aéreas irlandesas. Fue un don nadie durante décadas, y lo sabía. Un don nadie con la pinza. Ese antiguo martirio del ego asoma puntualmente. Al hablar de su Arte, habla con mayúsculas. Nada de falsas modestias. En 2006, cuando recibió el prestigioso Booker Prize, el máximo premio literario británico, por su novela El mar, Banville felicitó al jurado por conceder el reconocimiento a “un libro de verdad”.

Bajo el restaurante se encuentra la librería The Winding Stair. Insiste en entrar y ruega que se cite el nombre, porque es amigo de los propietarios. Para sellar el pacto con el entrevistador, comete un soborno escasamente delictivo y le regala Cartas de Ted Hughes, una recopilación de la correspondencia privada del poeta inglés. Son 37 euros y 756 páginas. “Ya verá, es muy ingenioso”, explica. En ese momento, el receptor del pesado soborno sospecha que el libro sobre Hughes, quizá como las chuletas, forma parte de una broma críptica. Y no: las cartas del poeta son, en efecto, casi divertidas. A Banville, con su pasión por escudriñar el alma humana, deben apasionarle.

Hablando de alma humana, quien no ha leído aún nada de John Banville podría comenzar por El intocable (1997). Se trata de su novela más convencional. Es casi una biografía de Anthony Blunt, el asesor de arte de la reina Isabel II que espió para los soviéticos. Victor Maskell, el intocable, es un Blunt pasado por la pinza, es decir, más verdadero que el propio Blunt. Banville recuerda con halago que Stella Rimington, jefa del MI5, el servicio de espionaje británico, se declaró entusiasta de El intocable. A partir de ahí se puede seguir con El libro de las pruebas, o El mar, o cualquier otra entre una quincena de obras magníficas.

A Banville le incomoda su reputación de escritor para élites, de “escritor para escritores”. “Esa fama es un desastre”, bromea, “porque los escritores no compran libros, y si lo hacen es para apuñalarte por la espalda”. Admite, en cualquier caso, que su prosa “puede ser difícil, aunque a mí no me lo parezca”. “Es cierto, mis textos no toleran al lector que se duerme entre una línea y otra. Exigen atención. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría escribir?”. Esta parte de la conversación transcurre en el estudio de Banville, donde no queda ya margen para disimulos. Es el momento de hablar de su talento. Y de la pinza. Y de su otro yo.

Empieza con el viejo y solvente argumento de la condición irlandesa. “Yo soy irlandés, y los escritores irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera. Cuando leo a Nabokov [de origen ruso] le entiendo perfectamente, porque también escribe inglés desde fuera. Un autor inglés intenta que su prosa sea fácil y transparente, siguiendo el consejo de George Orwell: el texto debe ser como una hoja de cristal. Para mí, para los irlandeses, no debe ser un cristal, sino una lente capaz de aproximar, alejar o distorsionar. Mire, venimos del gaélico, una lengua extraordinariamente evasiva en la que no es posible decir cosas directas. No se puede decir, por ejemplo, “soy un hombre”. Habría que decir algo así como “estoy en mi hombría”. El gaélico es oblicuo y se aleja continuamente de lo esencial, mientras el inglés es lo contrario, va directo al grano. “Esa tensión, nacida a mediados del siglo XIX, cuando dejamos de hablar gaélico y adoptamos el inglés del imperio, generó un lenguaje nuevo y potente. El lenguaje de Wilde, Keats, Shaw, Joyce, Beckett, distinto del inglés de Inglaterra, Estados Unidos o Australia”.

“Irlanda es un país de contadores de historias”, prosigue. “Imagine que uno de nuestros políticos o uno de nuestros obispos comete algo terrible. Bien. A usted le interesaría saber exactamente cómo han sucedido las cosas. Para nosotros, eso es secundario. Lo que nos importa es cómo van a explicarse. Si el político o el obispo son capaces de justificarse con gracia, es decir, con un relato humano y apasionante, pueden salir del apuro sin grandes problemas”.

Tras el circunloquio irlandés, el trabajo de Banville, que fabrica su prosa “con los horarios de un oficinista: de nueve y media a seis, con una pausa para el almuerzo”. “Al principio escribía y reescribía, y mi primera novela tuvo nueve versiones. Ahora no. Ahora voy frase a frase, y no paso a la siguiente hasta conseguir exactamente lo que quiero. También me interesa el ritmo, dentro de la frase y en el conjunto. Es muy importante conseguirlo”.

“Creemos hablar una lengua”, prosigue, “pero es la lengua quien nos habla a nosotros. Cada palabra ha sido utilizada ya un billón de veces y carga con el eco de todo ese uso; también carga, además, con el peso de todas las cosas que no dice. Shakespeare y Cervantes vivieron cuando el hombre moderno descubrió el yo, fueron los primeros en decir realmente ‘soy yo’, y escribieron en un molde relativamente nuevo. El inglés y el castellano eran idiomas jóvenes. Ahora son idiomas gastados, cansados, y a la vez más ricos. En realidad, las palabras siguen sorprendiéndome, sigo descubriendo en el diccionario acepciones que desconozco”. A Banville le encantan las anécdotas literarias. “¿Sabe lo de Thomas Hardy? Una vez topó en un libro con una palabra que ignoraba. Buscó en el diccionario y resultó que la única fuente para esa palabra era una frase escrita por el propio Hardy”.

La de Banville no fue una vocación tardía. “Hacia los 12 años fui consciente de que lo mío era el lenguaje. Es el momento en que percibimos cómo nos enfrentaremos al mundo. Luego, durante un tiempo, quise ser pintor, pero me faltaba talento. Ahora, a mi edad, no sabría vivir sin palabras. Es un poco triste: nada es real para mí si no está expresado con palabras. Lo mismo debe pasarle a usted, que trabaja como periodista: está continuamente traduciendo la realidad en palabras”.

El periodista, interpelado, se defiende como puede.

—Yo no soy un creador, me limito a trabajar en esto.

—Ya —ríe Banville—. Ésa es la ilusión con la que se protege.

—Usted ha sido periodista y sabe que tengo razón.

—Yo no he sido periodista como usted. Yo he hecho periodismo cultural, críticas de libros. Eso es trabajar con artefactos hechos de palabras. Usted, en cambio, puede ir a un incendio en el que mueren 40 personas y contarlo después en 400 palabras. ¿Se da cuenta? Traduce un suceso tremendo en una pieza breve y comprensible. No hace ficción, pero necesita un esfuerzo de imaginación. Yo tendría dificultades para hacer eso. Vería el cadáver de una anciana y pensaría en que, seguramente, tenía un gato. ¿Habría muerto el gato? ¿Habría escapado? Quedaría atrapado en los detalles.

A estas alturas, John Banville muestra el más claro rastro de la pinza. Abre un cuaderno que es un libro. Sus libros nacen así, con una pluma estilográfica que traza signos asombrosamente pulcros, regulares y legibles sobre un cuaderno de hojas blancas. Ninguna tachadura. Todo exacto, impoluto y definitivo. Frase a frase. Es el momento de preguntarle cómo sobrelleva su condición de maestro supremo de la lengua inglesa.

“No, no, no”, dice. Se trata, pese a su reiteración, de un “no” relativo. “Tengo muy desarrollado el sentido del absurdo y no creo en la noción del gran hombre, el maestro. Muchos de los males del siglo XX surgieron de ahí, de la devoción por el presunto gran hombre. Yo llevo casi 50 años en esto y, sí, creo que a estas alturas he aprendido a manejar mi idioma. Soy capaz de escribirlo todo exactamente como quiero. Pero no soy un maestro, no tengo autoridad. Sigo peleándome con las sombras, aún me pregunto con qué palabra empezar y aún tengo miedo a hacerlo mal. Soy como un bogavante. ¿Se imagina un bogavante? ¿Recuerda esas pinzas enormes? Yo tengo la pinza: es esta mano. Está increíblemente desarrollada para escribir historias. Sé que dispongo de ese talento. El resto de mí, como le ocurre al bogavante, es coraza y fragilidad”.

¿Y Benjamin Black? ¿Se parece a John Banville? “No, Black no tiene problemas. Black, por ejemplo, escribe con el ordenador. La pantalla es demasiado rápida para Banville; en cambio, tiene la velocidad adecuada para un tipo como Benjamin Black”. El tal Black nació de las novelas de Simenon, “las buenas, las que no son de Maigret”, y de un guión televisivo que no llegó a producirse. Banville tenía una historia en las manos y decidió convertirse en Black para escribirla en tercera persona (los libros de Banville siempre se relatan en primera persona) y con la displicencia que exige el género negro. La historia se convirtió en El secreto de Christine, una novela de crímenes e hipocresía ambientada en Dublín y Boston a mediados de los cincuenta. “Aquél fue un tiempo oscuro, un tiempo de culpa, cigarrillos y secretos profundos, ideal para la intriga”, comenta. No se documentó sobre la época. “Los novelistas no deben investigar, sino crear. Nuestro trabajo consiste en inventar. Los hechos y la verdad no son lo mismo, ¿recuerda?”.

El secreto de Christine (2006) resultó una novela tersa, amarga, con un protagonista fascinante: el médico forense Quirke, grande, alcohólico y desencantado. “Creo que Black tiene talento para la ficción barata”, se burla Banville. Al año siguiente apareció una nueva obra de Black: The silver swan, que ahora se publica en España como El otro nombre de Laura (Alfaguara). De nuevo el protagonista es Quirke y los personajes principales son los mismos. Esta segunda novela es aún mejor que la primera. En verano, Black serializó para The New York Times una tercera entrega, The lemur. Banville contempla con escepticismo la intensa actividad de su otro yo: “¿Usted cree que Benjamin Black llegará a ganar dinero?”.