lunes, febrero 28, 2011

La ciudad de Bolívar en la obra de Piglia. Sara Rolla


La literatura tiene, entre sus muchos encantos, el poder de transformar la realidad en un espacio mítico, lleno de resonancias psicológicas. Recordemos unos pocos ejemplos, un tanto clásicos en su mayoría: los molinos de la Mancha nos remiten a Cervantes; Dublín, a Joyce; New York, a Auster; el paisaje de Jalisco, a Rulfo; el Caribe colombiano, a García Márquez; el campo argentino, a la gauchesca. En Francia, Illiers (la Combray de Proust, donde el autor, de niño, mojaba la “magdalena” en el té que le daba su tía) se convirtió en un sitio de peregrinación turística (esa virtud de la gran literatura genera dividendos que muchos autores hubieran deseado, en algún momento, para sustentarse).

La obra de Ricardo Piglia -cuya importancia en el panorama de la narrativa contemporánea, en la Argentina y mucho más allá, es incuestionable- nos remite, muy frecuentemente, a un escenario particular, asociado a la biografía del autor: la provincia de Buenos Aires. La mención del campo bonaerense y sus ciudades es permanente en sus ficciones. Está claro, sin embargo, que no debemos buscar una correspondencia fiel, especular, entre los espacios ficticios y sus referentes reales, ya que se trata siempre de una reelaboración mítica. El mismo Piglia se encarga de explicarnos esa diferencia sustancial entre la realidad y el texto, en una entrevista incluida en su obra Crítica y ficción (Barcelona, Anagrama, 2006). Ante la pregunta “¿Hace falta conocer la Argentina para conocer a Piglia?”, responde:

No hace falta, creo. La literatura se construye sobre las ruinas de la realidad. Las ciudades de la literatura existen pero ya están destruidas. Todas son como la Ítaca de Odiseo, lugares reales que se han perdido (…). Todo es más nítido en la literatura, todo parece más amplio y más misterioso. (p. 126)

En los cuentos y novelas de este autor, como ya señalamos, se mencionan (y adquieren, a veces, protagonismo espacial) numerosas localidades reales de la provincia de Buenos Aires. En la ambientación y el sentido último de las acciones, se percibe cierto parentesco con Onetti y, en definitiva, con Faulkner, esa gran fuente de ambos narradores rioplatenses.

Entre las ciudades nombradas reiteradamente por Piglia en sus relatos, ocupa un lugar preponderante Bolívar. Veamos algunos ejemplos, que no agotan el repertorio pero demuestran esa recurrencia. En la novela Respiración artificial (Barcelona, Anagrama, 2001), encontramos las siguientes menciones:

…y sacó el revólver que le habían dado para disparar una salva en homenaje a la presencia del embajador inglés que había viajado expresamente a Bolívar invitado por el viejo, que era dueño de casi todo el partido, y le metió un tiro. (p. 21)

“En el año 1902 se había comprado medio partido de Bolívar a veinte pesos la hectárea en un remate judicial amañado por la gavilla de Ataliva Roca.” (p. 22)

Las citas anteriores nos remiten a la temática del caudillismo y el latifundio, dos constantes de la historia argentina que Piglia enfoca. Como él mismo ha dicho de su admirado Arlt, podríamos decir que sus novelas son, en gran medida, “el doble microscópico y delirante del Estado nacional.” (Crítica y ficción, p. 107).

Continuando con los ejemplos textuales del tema enfocado, leemos en el libro de cuentos La invasión (Barcelona, Anagrama, 2006):

Tener amigos porteños, ir con ellos a mi pueblo, a Bolívar, algún fin de semana y presentárselos a Nilda…. (“Una luz que se iba”, p. 104)

Como cuando te dije: “Yo soy de Bolívar y me vine a Buenos Aires porque quiero hacer algo y en Bolívar no hay ninguna posibilidad y si uno tiene las cosas claras no se puede baratear, por eso vine. Además si no estás en Buenos Aires no hay forma de hacer nada en este país.” Te lo dije despacito, para ver si entendías. Y lo único que se te ocurrió decir fue: “Así que sos del interior.” Y yo no soy del interior, nací en Bolívar, provincia de Buenos Aires, a 330 km.” (Ibid., p. 106)

Explicarle que a Bolívar no puedo volver (…) y entonces yo tengo que caminar (…) por esas calles angostas, parecidas a las de Bolívar…. (Ibid., p. 109)

….no quiero volver a Bolívar…. (Ibid., p. 111)

Empleando un enfoque sociológico, se observa, en el cuento citado, el “contraste entre el imaginario provinciano, para el cual todavía las megalópolis son horizontes de modernidad y progreso”, y la otra cara de esos espacios, signada por la “sobrepoblación, contaminación y violencia.” (Néstor García Canclini, La globalización imaginada, Bs. As., Paidós, 2001, p. 176)

En La ciudad ausente (Barcelona, Anagrama, 2008) -obra que combina admirablemente la metaficción, el relato fantástico y la alegoría política-, en medio de la atmósfera extraña y alucinante que se despliega, Bolívar ocupa un lugar importante. De Macedonio Fernández, personaje clave de la novela, se dice:

La desesperación le había hecho abandonar todo, incluso a sus hijitos queridos, y se vino al campo. Anduvo vagando con los linyeras en los cargueros que iban al sur. Vivió un tiempo en la estancia de los Carril, en 25 de Mayo, y por fin bajó a Bolívar y se vino con un auto de alquiler hasta la casa. La máquina se terminó de armar en ese lugar…. (p. 116)

La máquina a la que hace referencia este fragmento es el centro de la novela y está inspirada en una idea de Macedonio: la de inmortalizar a su amada en un artefacto parlante.

También en Blanco nocturno (Barcelona, Anagrama, 2010) asoma Bolívar, en una mención un tanto irónica. Hablando del formidable sentido de intuición que posee el comisario Croce, quien lleva a cabo la investigación en esta auténtica “novela negra”, el narrador aporta la siguiente anécdota:

… Otra vez descubrió a un cuatrero porque lo vio tomar el tren a la madrugada para ir a Bolívar. Y si va a Bolívar es porque quiere vender la hacienda robada, dijo. Dicho y hecho. (p. 27)

Es evidente, entonces, que Bolívar es un referente insoslayable en gran parte de la producción de Piglia. Podríamos, quizás, considerarlo –en el marco general de los ambientes en que se ubican sus relatos– como una especie de lugar alegórico, con sus componentes positivos de “espíritu provinciano”, tradición y belleza natural, pero no exento de las lacras que derivan de la injusta distribución de la riqueza.

Y hay, finalmente, un dato psicológico tal vez decisivo en esa predilección, que el propio autor señala en un reportaje (y que, si se nos permite personalizar, comparte esta humilde analista, alejada de su querida ciudad natal, por circunstancias “de la vida”, desde hace más de treinta años):

Mi experiencia en el campo refiere a la infancia, a los veranos que pasaba en Bolívar, donde vivía una hermana de mi padre. Era una experiencia maravillosa, y evidentemente me han quedado situaciones que luego, al tratar de reconstruirlas, me di cuenta de que estaban muy firmes y muy frescas…. (http://www.lanacion.com.ar/1311877-policial-a-lo-piglia)

San Pedro Sula, Honduras, 22 de febrero de 2011

domingo, febrero 13, 2011

El verano de J. M. Coetzee

Lo primero que leí de J. M. Coetzee fue Desgracia, y de inmediato me sedujo su prosa directa y sin concesiones, el vehículo ideal para recrear las desventuras del profesor David Lurie, víctima de la hipocresía de un sistema universitario basado en la premisa de lo políticamente correcto. A ese encuentro lo siguieron otros, todos igualmente gratificantes, aunque debo aceptar que Vida y época de Michael K y La edad de hierro me han impresionado hasta el grado de “obligarme” a releerlos. Después conocí su no menos importante obra crítica, y consulto con asiduidad Costas extrañas y Contra la censura. Diario de un mal año me pareció extraordinaria, sobre todo en la medida que resultaba evidente la forma en que el autor intentaba alejarse de un cierto estilema narrativo que ya se había convertido en un hábito para su legión de sus lectores

Después de un breve receso, Coetzee, una persona tímida y poco amiga de la fama y el protagonismo, se describe a sí mismo en Verano. Lo hace en tercera persona, como en su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel en 2003. Antes de que escribieran su biografía decidió coger el toro por los cuernos, jugar a estar muerto y contarnos su vida a través de personajes y situaciones en las que resulta imposible deslindar cuánto hay de realidad y cuánto de ficción.

Un resumen apresurado de Verano puede comenzar por decir que se trata de la vida del escritor contada por quienes le conocieron con relativa profundidad, partiendo de la idea de que Coetzee ha muerto. Elemento central de esta historia es el biógrafo Vincent, enfrascado en una investigación acerca de la vida de Coetzee. Para tal fin entrevista a cinco personas que tuvieron un papel importante en la vida del escritor. Una amante, un amor de infancia, una familiar con la que compartió algo más que juegos y un par de amigos de la universidad. ¿Suena a Coetzee, no creen?

Y para abrir un poco el apetito, no dejen de leer este fragmento.

sábado, febrero 05, 2011

Aira, golpes y otros juegos sangrientos


Leyendo a César Aira me encuentro con un párrafo que viene como anillo al dedo para referirse a la grotesca pantomima urdida por los reyes del oportunismo seudocultural: el turco maloliente con aspiraciones poéticas y el patepluma vividor y acomodado, quienes intentaron darle carta de legitimidad convenciendo al poeta paradisíaco y borrachín (por cierto, sus acólitos resistentes persisten en acomodado silencio sobre la participación “destacadísima” de su gurú en tan deplorable tinglado, salvo la honrosa excepción de los Poetas del Grado Cero) a “contribuir” en calidad de jurado con el lavado de imagen que el alcalde golpista por indecencia ha emprendido con miras a su futura candichatura presidencial. Para mayor información pueden hacer click aquí.

Pero, por favor, no dejen de leer este fragmento de la novela de Aira, que sirvió de punto de partida a este comentario:

“Así siguieron un rato. Era una reunión de escritores disidentes de un Estado totalitario, amargados y desalentados, pero con la llama de la creación todavía encendida. No querían rendirse, a pesar de todo. Se sucedieron los poemas, los cuentos, los capítulos de novela, que a pesar del fervor con que eran leídos y escuchados no podían disimular su precariedad y provincianismo. Eran grises, anticuados, muy de Juegos Florales y autoedición, como si el detestado Régimen los hubiera contaminado con su burocracia melancólica y su ideología pasada de moda.”

César Aira, El mago, p. 81.

viernes, febrero 04, 2011

Deleuze: La literatura, la vida


Este texto —cuya extensión quizás resulte excesiva para la brevedad que se supone debiera caracterizar a las entradas de un blog— no exige, de ninguna manera, ser precedido por unas palabras introductorias; sin embargo, no está demás expresar una súplica para no desanimarse ante el estilo "rizomático" de su autor y persistir en su lectura, empecinados en descubrir las claves que llevaron a Deleuze a afirmar que “para escribir, tal vez haga falta que la lengua materna sea odiosa, pero de tal modo que una creación sintáctica trace en ella una especie de lengua extranjera, y que el lenguaje en su totalidad revele su aspecto externo, más allá de la sintaxis”.

La literatura y la vida
Gilles Deleuze


Los libros hermosos están escritos en una especie de lengua extranjera.
—PROUST, Contre Sainte–Beuve


Escribir indudablemente no es imponer una forma (de expresión) a una materia vivida. La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado, como dijo e hizo Gombrowicz. Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso, es decir un paso de Vida que atraviesa lo vivible y lo vivido. La escritura es inseparable del devenir; escribiendo, se deviene–mujer, se deviene–animal o vegetal, se deviene–molécula hasta devenir–imperceptible. Estos devenires se eslabonan unos con otros de acuerdo con una sucesión particular, como en una novela de Le Clézio, o bien coexisten a todos los niveles, de acuerdo con unas puertas, unos umbrales y zonas que componen el universo entero, como en la obra magna de Lovecraft. El devenir no funciona en el otro sentido, y no se deviene Hombre, en tanto que el hombre se presenta como una forma de expresión dominante que pretende imponerse a cualquier materia, mientras que mujer, animal o molécula contienen siempre un componente de fuga que se sustrae a su propia formalización. La vergüenza de ser un hombre, ¿hay acaso alguna razón mejor para escribir? Incluso cuando es una mujer la que deviene, ésta posee un devenir–mujer, y este devenir nada tiene que ver con un estado que ella podría reivindicar. Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de una mujer, de un animal o de una molécula: no imprecisos ni generales, sino imprevistos, no preexistentes, tanto menos determinados en una forma cuanto que se singularizan en una población. Cabe instaurar una zona de vecindad con cualquier cosa a condición de crear los medios literarios para ello, como con el áster según André Dhôtel. Entre los sexos, los géneros o los reinos, algo pasa. El devenir siempre está «entre»: mujer entre las mujeres, o animal entre otros animales. Pero el artículo indefinido sólo surge si el término que hace devenir resulta en sí mismo privado de los caracteres formales que hacen decir el, la(«el animal aquí presente»...). Cuando Le Clézio deviene–indio, es siempre un indio inacabado, que no sabe «cultivar el maíz ni tallar una piragua»: más que adquirir unos caracteres formales, entra en una zona de vecindad.[1] De igual modo, según Kafka, el campeón de natación que no sabía nadar. Toda escritura comporta un atletismo. Pero, en vez de reconciliar la literatura con el deporte, o de convertir la literatura en un juego olímpico, este atletismo se ejerce en la huida y la defección orgánicas: un deportista en la cama, decía Michaux. Se deviene tanto más animal cuanto que el animal muere; y, contrariamente a un prejuicio espiritualista, el animal sabe morir y tiene el sentimiento o el presentimiento correspondiente. La literatura empieza con la muerte del puerco espín, según Lawrence, o la muerte del topo, según Kafka: «nuestras pobres patitas rojas extendidas en un gesto de tierna compasión». Se escribe para los terneros que mueren, decía Moritz. La lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las cosas ni en el lenguaje. La sintaxis es el conjunto de caminos indirectos creados en cada ocasión para poner de manifiesto la vida en las cosas.
Escribir no es contar los recuerdos, los viajes, los amores y los lutos, los sueños y las fantasías propios. Sucede lo mismo cuando se peca por exceso de realidad, o de imaginación: en ambos casos, el eterno papá y mamá, estructura edípica, se proyecta en lo real o se introyecta en lo imaginario. Es el padre lo que se va a buscar al final del viaje, como dentro del sueño, en una concepción infantil de la literatura. Se escribe para el propio padre–madre. Marthe Robert ha llevado hasta sus últimas consecuencias esta infantilización, esta psicoanalización de la literatura, al no dejar al novelista más alternativa que la de Bastardo o de Criatura abandonada. Ni el propio devenir–animal está a salvo de una reducción edípica, del tipo «mi gato, mi perro». Como dice Lawrence, «si soy una jirafa, y los ingleses corrientes que escriben sobre mí son perritos cariñosos y bien enseñados, a eso se reduce todo, los animales son diferentes... ustedes detestan instintivamente al animal que yo soy». Por regla general, las fantasías de la imaginación suelen tratar lo indefinido únicamente como el disfraz de un pronombre personal o de un posesivo: «están pegando a un niño» se transforma enseguida en «mi padre me ha pegado». Pero la literatura sigue el camino inverso, y se plantea únicamente descubriendo bajo las personas aparentes la potencia de un impersonal que en modo alguno es una generalidad, sino una singularidad en su expresión más elevada: un hombre, una mujer, un animal, un vientre, un niño... Las dos primeras personas no sirven de condición para la enunciación literaria; la literatura sólo empieza cuando nace en nuestro interior una tercera persona que nos desposee del poder de decir Yo (lo «neutro» de Blanchot).[2] Indudablemente, los personajes literarios están perfectamente individualizados, y no son imprecisos ni generales; pero todos sus rasgos individuales los elevan a una visión que los arrastran a un indefinido en tanto que devenir demasiado poderoso para ellos: Achab y la visión de Moby Dick. El Avaro no es en modo alguno un tipo, sino que, a la inversa, sus rasgos individuales (amar a una joven, etc.) le hacen acceder a una visión, ve el oro, de tal forma que empieza a huir por una línea mágica donde va adquiriendo la potencia de lo indefinido: un avaro..., algo de oro, más oro... No hay literatura sin tabulación, pero, como acertó a descubrir Bergson, la tabulación, la función fabuladora, no consiste en imaginar ni en proyectar un mí mismo. Más bien alcanza esas visiones, se eleva hasta estos devenires o potencias.
No se escribe con las propias neurosis. La neurosis, la psicosis no son fragmentos de vida, sino estados en los que se cae cuando el proceso está interrumpido, impedido, cerrado. La enfermedad no es proceso, sino detención del proceso, como en el «caso de Nietzsche». Igualmente, el escritor como tal no está enfermo, sino que más bien es médico, médico de sí mismo y del mundo. El mundo es el conjunto de síntomas con los que la enfermedad se confunde con el hombre. La literatura se presenta entonces como una iniciativa de salud: no forzosamente el escritor cuenta con una salud de hierro (se produciría en este caso la misma ambigüedad que con el atletismo), pero goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya sucesión le agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y dominante haría imposibles.[3] De lo que ha visto y oído, el escritor regresa con los ojos llorosos y los tímpanos perforados. ¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá donde esté encarcelada por y en el hombre, por y en los organismos y los géneros? Pues la salud pequeñita de Spinoza, hasta donde llegara, dando fe hasta el final de una nueva visión a la cual se va abriendo al pasar.
La salud como literatura, como escritura, consiste en inventar un pueblo que falta. Es propio de la función fabuladora inventar un pueblo. No escribimos con los recuerdos propios, salvo que pretendamos convertirlos en el origen o el destino colectivos de un pueblo venidero todavía sepultado bajo sus traiciones y renuncias. La literatura norteamericana tiene ese poder excepcional de producir escritores que pueden contar sus propios recuerdos, pero como los de un pueblo universal compuesto por los emigrantes de todos los países. Thomas Wolfe «plasma por escrito toda América en tanto en cuanto ésta pueda caber en la experiencia de un único hombre». Precisamente, no es un pueblo llamado a dominar el mundo, sino un pueblo menor, eternamente menor, presa de un devenir–revolucionario. Tal vez sólo exista en los átomos del escritor, pueblo bastardo, inferior, dominado, en perpetuo devenir, siempre inacabado. Un pueblo en el que bastardo ya no designa un estado familiar, sino el proceso o la deriva de las razas. Soy un animal, un negro de raza inferior desde siempre. Es el devenir del escritor. Kafka para Centroeuropa, Melville para América del Norte presentan la literatura como la enunciación colectiva de un pueblo menor, o de todos los pueblos menores, que sólo encuentran su expresión en y a través del escritor.[4] Pese a que siempre remite a agentes singulares, la literatura es disposición colectiva de enunciación. La literatura es delirio, pero el delirio no es asunto del padre–madre: no hay delirio que no pase por los pueblos, las razas y las tribus, y que no asedie a la historia universal. Todo delirio es histórico–mundial, «desplazamiento de razas y de continentes». La literatura es delirio, y en este sentido vive su destino entre dos polos del delirio. El delirio es una enfermedad, la enfermedad por antonomasia, cada vez que erige una raza supuestamente pura y dominante. Pero es el modelo de salud cuando invoca esa raza bastarda oprimida que se agita sin cesar bajo las dominaciones, que resiste a todo lo que la aplasta o la aprisiona, y se perfila en la literatura como proceso. Una vez más así, un estado enfermizo corre el peligro de interrumpir el proceso o devenir; y nos encontramos con la misma ambigüedad que en el caso de la salud y el atletismo, el peligro constante de que un delirio de dominación se mezcle con el delirio bastardo, y acabe arrastrando a la literatura hacia un fascismo larvado, la enfermedad contra la que está luchando, aun a costa de diagnosticarla dentro de sí misma y de luchar contra sí misma. Objetivo último de la literatura: poner de manifiesto en el delirio esta creación de una salud, o esta invención de un pueblo, es decir una posibilidad de vida. Escribir por ese pueblo que falta («por» significa menos «en lugar de» que «con la intención de»).
Lo que hace la literatura en la lengua es más manifiesto: como dice Proust, traza en ella precisamente una especie de lengua extranjera, que no es otra lengua, ni un habla regional recuperada, sino un devenir–otro de la lengua, una disminución de esa lengua mayor, un delirio que se impone, una línea mágica que escapa del sistema dominante. Kafka pone en boca del campeón de natación: hablo la misma lengua que usted, y no obstante no comprendo ni una palabra de lo que está usted diciendo. Creación sintáctica, estilo, así es ese devenir de la lengua: no hay creación de palabras, no hay neologismos que valgan al margen de los efectos de sintaxis dentro de los cuales se desarrollan. Así, la literatura presenta ya dos aspectos, en la medida en que lleva a cabo una descomposición o una destrucción de la lengua materna, pero también la invención de una nueva lengua dentro de la lengua mediante la creación de sintaxis. «La única manera de defender la lengua es atacarla... Cada escritor está obligado a hacerse su propia lengua...»10 Diríase que la lengua es presa de un delirio que la obliga precisamente a salir de sus propios surcos. En cuanto al tercer aspecto, deriva de que una lengua extranjera no puede labrarse en la lengua misma sin que todo el lenguaje a su vez bascule, se encuentre llevado al límite, a un afuera o a un envés consistente en Visiones y Audiciones que ya no pertenecen a ninguna lengua. Estas visiones no son fantasías, sino auténticas Ideas que el escritor ve y oye en los intersticios del lenguaje, en las desviaciones de lenguaje. No son interrupciones del proceso, sino su lado externo. El escritor como vidente y oyente, meta de la literatura: el paso de la vida al lenguaje es lo que constituye las Ideas.
Estos son los tres aspectos que perpetuamente están en movimiento en Artaud: la omisión de letras en la descomposición del lenguaje materno (R, T...); su recuperación en una sintaxis nueva o unos nombres nuevos con proyección sintáctica, creadores de una lengua («eTReTé»); las palabras–soplos por último, límite asintáctico hacia el que tiende todo el lenguaje. Y Céline, no podemos evitar decirlo, por muy sumario que nos parezca: el Viaje o la descomposición de la lengua materna; Muerte a crédito y la nueva sintaxis como lengua dentro de la lengua; Guignol's Bandy las exclamaciones suspendidas como límite del lenguaje, visiones y sonoridades explosivas. Para escribir, tal vez haga falta que la lengua materna sea odiosa, pero de tal modo que una creación sintáctica trace en ella una especie de lengua extranjera, y que el lenguaje en su totalidad revele su aspecto externo, más allá de la sintaxis. Sucede a veces que se felicita a un escritor, pero él sabe perfectamente que anda muy lejos de haber alcanzado el límite que se había propuesto y que incesantemente se zafa, lejos aún de haber concluido su devenir. Escribir también es devenir otra cosa que escritor. A aquellos que le preguntan en qué consiste la escritura, Virginia Woolf responde: ¿Quién habla de escribir? El escritor no, lo que le preocupa a él es otra cosa.
Si consideramos estos criterios, vemos que, entre aquellos que hacen libros con pretensiones literarias, incluso entre los locos, muy pocos pueden llamarse escritores.

NOTAS
[1] Le Clézio, Haï, Flammarion, pág. 5. En su primera novela, Le proces–verbal, Ed. Folio– Gallimard, Le Clézio presentaba de forma casi ejemplar un personaje en un devenir–mujer, luego en un devenir–rata, y luego en un devenir–imperceptible en el que acaba desvaneciéndose.
[2] Blanchot, La part du feu, Gallimard, págs. 29–30, y L'entretien infini, págs. 563–564: «Algo ocurre (a los personajes) que no pueden recuperarse más que privándose de su poder de decir Yo.» La literatura, en este caso, parece desmentir la concepción lingüística, que asienta en las partículas conectivas, y particularmente en las dos primeras personas, la condición misma de la enunciación.
[3] Sobre la literatura como problema de salud, pero para aquellos que carecen de ella o que sólo cuentan con una salud muy frágil, vid. Michaux, posfacio a «Mis propiedades», en La nuit remue, Gallimard. Y Le Clézio, Haï, pág. 7: «Algún día, tal vez se sepa que no había arte, sino sólo medicina.»
[4] Vid. las reflexiones de Kafka sobre las literaturas llamadas menores, Journal, Livre de poche, págs. 179–182 (Diarios. Lumen, 1991); y las de Melville sobre la literatura norteamericana, D'oü viens–tu, Hawthorne?, Gallimard, págs. 237–240.