jueves, abril 30, 2009

The Meatrix


En medio del temor generalizado (la pandemia de nuestra época) y a la espera de que algún neogarciamarquiano se atreva a escribir El amor en los tiempos de la influenza porcina (ojo, que la advertencia no caiga en saco roto, no olvodemos que en la H, y bajo el auspicio de un narrador connotado actuando mediante influencias sinceramente financieras, ya hemos sufrido estupideces semejantes) veo que en el blog Apostillas literarias, Magda Díaz, con muy buen tino por cierto, ha desempolvado The Meatrix, mientras que en Apuntes autistas, Fuguet ha optado por recordar su cinta epidémica favorita: Outbreak. Pero si quieren ver más, les recomiendo The Meatrix II1/2, y no se pierdan el trailer de The Meatrix: Revolting.

Leer a Bellatin


Leer a Bellatin debiera ser obligatorio para aprender, como si asistiéramos a su Escuela Dinámica, que a veces menos es más, que una narrativa que ha sido calificada como “anoréxica” puede ser sorprendentemente compleja, casi indescifrable. Como señala Diana Palaversich en su libro De Macondo a McOndo: estamos ante una escritura que está “mucho menos interesada en relatar acontecimientos que en explorar la naturaleza de lo ficticio y el proceso de su producción…donde la narración misma se vuelve el sujeto principal del discurso literario”.

En la red podemos encontrar algunos datos sobre Mario Bellatin, pero lo esencial es leer sus textos, enfrentarse a la incertidumbre que plantean sus relatos. Yo propongo que echen un vistazo a Biografía fantasma, a Madre e hijo, así como a Bestiario fantástico y a Cortos chilangos, y luego me cuentan.

lunes, abril 27, 2009

Letras del Japón


En su edición del pasado 26 de abril, Babelia trae un artículo titulado Más allá de Murakami, en el que se pasa revista a la más reciente producción literaria del Japón y destacan los nombres de Banana Yoshimoto, Hitonari Tsuji, Shotaro Yasuoka, Natsume Soseki y del genial Junichiro Tanizaki, cuyas obras La madre del capitán Shigemoto y El cortador de cañas, acaba de publicar Siruela.
Y para sus muchos devotos, sugiero echen una ojeada al primer capítulo de El color prohibido, de Yukio Mishima.

sábado, abril 25, 2009

Quijote enamorado


La devoción por el Quijote aflora con especial intensidad en abril, y Rodolfo Pastor -miembro de UMBRALES, al igual que Sara Rolla y el editor de este blog- decidió explorar otra veta en la inagotable fuente cervantina: el enamoramiento y sus consecuencias, tema que en la obra se revela como "prístina manifestación de humanismo".

El Quijote enamorado
Rodolfo Pastor

Los caballeros andantes, explica Don Quijote a Sancho escriben “porque los tengan por enamorados y por hombres que tengan el valor para serlo”.
El Quijote, I, capt 25.

El enamoramiento no ha sido -acaso por la solemnidad que adjudicamos de ordinario a los clásicos y la ligereza que le imputamos al sentimiento- un tema esencial en el análisis de El Quijote. Vacilo, por lo mismo, cuando aseguro que es un libro escrito sobre el amor (y no olvido las críticas contra la mala literatura y el abuso de la lengua contra la Iglesia y contra las costumbres hipócritas, contra las injusticias y el mal gobierno), pero quizás no tanto sobre el amor, como sobre el enamoramiento, esa cúspide del encantamiento, ese delirio, esa locura feroz de la que casi todos o al menos los más honestos anhelamos ser víctimas y que a todos hace caballeros, “andantes y por andar” o damas soñadas o soñadoras. Y un libro escrito por un caballero enamorado, por cierto ya en la madurez de su vida, a los 55 años de edad, igual que su héroe. Con profundo sentido del humor por cierto, pero perdidamente enamorado.

El misticismo medieval había renunciado al sentido clásico del amor humano, el de Safo y Virgilio. Dante ya se conmueve y desmaya con el castigo de Francesca y Paolo. Y entre la canción de gesta y la lírica provenzal se construyó poco después un concepto nuevo del amor cortesano que quien sabe porqué sigue teniendo ese tinte de adúltero del Tristán e Isolda. A lo largo y ancho de El Quijote hay mil referencias al tema, tal y como se representaba en los libros de caballerías y como se manifiesta, a cada paso, en las aventuras de nuestro caballero. Pero El Quijote cifra claramente una crítica tanto del paradigma del amor como del honor caballeresco. Entre burlas, hace un planteamiento renacentista y humanista sobre el amor que trasciende de aquel. Nos recuerda que, pese a que fueran princesas, lo que amamos en nuestras Dulcineas es su humanidad.

Don Quijote distingue entre los sufrimientos de amor de los particulares caballeros andantes; de todos se conmueve, pero escoge según la analogía de sus circunstancias y modela sus propias acciones sobre las de esos escogidos. Sufre con profunda empatía las desventuras amorosas con que se encuentra, así en la lectura como en la experiencia, y construye su propia desventura de amor con valentía, sabiendo lo que hace, perfectamente lúcido en su locura, si cabe esa paradoja. Porque el mayor enamorado de todos es el propio Caballero de la Triste Figura y la razón de ser de sus aventuras es su sinrazón de enamorado. Si no hubiera Dulcinea, no habría tenido sentido buscar la honra y la fama en el combate contra gigantes y magos encantadores, volar al cielo ni descender a la Cueva de Montesinos. Y una gran parte del Libro está dedicada, precisamente, a representar al Quijote en su locura de amor y a sus reflexiones sobre las locuras de los enamorados: Cardenio y Crisóstomo, Basilio y El Cautivo, y a defender sus derechos. Junto con los de quien no se enamora, aunque con ello se lleva a si mismo de encuentro. Y en estas breves páginas quiero enfocar sólo un par de escenas que servirán para ilustrar estas reflexiones.

Los capítulos 12 y 13 de la Primera Parte cuentan la tragedia de Crisóstomo y Marcela. El Pastor Crisóstomo ha hecho el mayor sacrificio posible de amor: se ha suicidado (no hay aquí ni siquiera la insinuación de una condena) por despecho, porque Marcela se ha rehusado a amarlo porque quiere mantener su libertad (y Marcela defiende su libertad de mujer, diferente a la que asumen las feministas de hoy, sin acudir a un argumento de género). Crisóstomo conmueve. A sus amigos que quieren linchar a la que suponen culpable: “basilisco”. Conmueve a la misma Marcela y, por supuesto, conmueve a nuestro Señor don Quijote, que tiene que verlo como una advertencia sobre el límite de la locura amorosa, como un argumento contra el desenfreno. El Quijote finaliza la disputa defendiendo a Marcela.

Después de ese episodio, concretamente después de liberar a los reos de una caravana destinada a los galeotes, a quienes pretende después mandar al Toboso con agradecimientos para su dama y quienes, por supuesto, lo mandan al carajo, Don Quijote decide entregarse sin medida ni prudencia a su propia locura de amor. Se retira a la Sierra Morena para renunciar al mundo y a la misma aventura (aunque, de paso, se está refugiando de La Santa Hermandad), entregado a la abstinencia y la penitencia. Ayuna, se desnuda y se lastima como un anacoreta del amor, no para alcanzar santidad (esa se da por descontada) como hacían los frailes y las monjas en los conventos, ni para mayor gloria de la divinidad, sino para su enamorada, para conmover a su endiosada Dulcinea. “Oh bella ingrata amada enemiga mía”, le escribe, aunque no le ha hecho más agravio que desconocer una pasión que -antes de entonces- su enamorado sólo ha manifestado en las furtivas miradas durante un puñado de encuentros con la fornida labradora, a la que defiende don Quijote del intento de Sancho de desestimarla por no ser “princesa”.

Don Quijote le entrega Rocinante a Sancho (que ha perdido su asno en la refriega) para que lleve una carta de amor a Dulcinea y le cuente a esa dama las penitencias de amor que realiza en lo más profundo del monte. Varios capítulos cuentan esas deleitosas locuras, punteadas con versos atorrantes, característicos de la condición del enamorado delirante. En la segunda parte del Libro, Don Quijote vuelve a la aventura, después de una “recuperación” temporal, pero su destino es el mismo, es Dulcinea, a la que Sancho se ve obligado a encantar y luego desencantar. Y se vuelve a celebrar el tema en “Las aventuras del Pastor enamorado” y en “Las bodas de Camacho”, cuyo defecto es que no son de amor.

Dulcinea es, en efecto, el Santo Grial, el “vaso místico” o, al menos, lo desplaza. El tema del enamoramiento en Don Quijote es prístina manifestación de humanismo. Tenía Cervantes razón de combatir al clero (y no la fe) con cautela y quizás le habría combatido más el clero a él si hubiera entendido que El Quijote también en esto es manifestación y heraldo de modernidad, en la medida que coloca a la persona amada (de carne y hueso) en el lugar central que la Iglesia reclamaba sólo para la divinidad y, por eso, se burla del cura amigo y de las procesiones y de la Inquisición. En ese amor humano y falible, entregado -incluso malentendido- del enamorado, en amar como Crisóstomo hasta la muerte equívoca, radica la esencia del humanismo.

Es en el enamoramiento cuando nos disponemos al servicio del otro(a) y trascendemos de la bestia y la brama, del celo, del ligero bonheur y del cansancio del sexo sin pasión, del que se burla El Quijote cuando, en lastimera condición, Rocinante acomete a las yeguas en un paraje idílico. La pasión enamorada ordena al sentimiento y el instinto, los concentra y los orienta a su objetivo legítimo, que es el bien del amado. Aunque quizás este paradigma moderno haya sido vencido y yo ya no alcance a entender otro.

viernes, abril 24, 2009

El Quijote y la lectura


Lectora inveterada del Quijote, Sara Rolla nos regala este ensayo acerca de la autorreflexión sobre la obra y la reivindicación de la lectura como "un factor vital en el proceso de creación generado por el texto". La académica, en un lúcido ejercicio de literatura comparada, enlaza al Quijote con Piglia, Borges y Vila-Matas, advirtiendo la manera en que la literatura se nutre de sí misma, "en brillante autofagia", que reivindica como "manifestación central de la genialidad de Cervantes". Estaba previsto que este texto fuera leído por su autora en el acto central de la celebración de la Semana de la Carrera de Letras de la UNAH-VS, pero la toma de las instalaciones universitarias impidió que se realizara este evento.

La lectura como tema central del Quijote
Sara Rolla

El Quijote anticipa genialmente un tema literario de gran actualidad: la autorreflexión sobre la obra. Es decir, el hecho de instalar, en el ámbito de la ficción, a la literatura misma. En ese marco, reivindica el papel de la lectura como un factor vital en el proceso de creación generado por el texto. Recordemos que, precisamente, la lectura es la causa de la locura de Don Quijote. Pero ya desde antes de dar inicio a la trama, en el prólogo a la primera parte, Cervantes se ocupa del lector. La invocación con que empieza, “Desocupado lector”, muestra dos características nucleares de la obra: el papel central que en la misma tiene el hecho de leer y el tono desmitificador y humorístico que marcará fuertemente el texto. Inclusive, Cervantes hace en este prólogo una clasificación de los tipos de lector y de las correspondientes reacciones que espera de cada uno. Debemos enfatizar que, en realidad, se trata de un anti-prólogo, o, más bien, de un metaprólogo, donde fustiga con habilidoso sarcasmo la petulancia y el burdo alarde de erudición de los preámbulos que abundaban en su ambiente. Para eso, imagina estar él, como autor, dudoso sobre cómo encarar el prólogo y crea un personaje amigo suyo que le da consejos para resolver esa situación.

Y ese amigo le dice, entre otras cosas:

Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. (M. de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Edit. Alfaguara, 2004, p.14).


El lector como figura determinante ya desde el prólogo. Luego, en el relato propiamente dicho, nos enteramos de que la lectura es el origen de la locura del protagonista. Y en todo el desarrollo de la obra, seguirá teniendo un papel central. Recordemos, al respecto, el escrutinio de los libros de Don Quijote por parte del cura y el barbero: un ejercicio de crítica literaria cuando aún no existía el género. Y pensemos en los numerosos pasajes de la obra en que se habla de libros. Inclusive en las ventas se lee: en una de ellas, se da lectura a la novela del Curioso Impertinente. Y se menciona que también la gente iletrada se reúne en las ventas para escuchar la lectura de novelas caballerescas. Son innumerables los pasajes del texto que nos remiten a las lecturas de Cervantes, entre las que se incluye el propio falso continuador de la novela, Alonso Fernández de Avellaneda.


El Quijote es una ficción que se alimenta de la ficción misma: ese es el maravilloso juego de espejos en que se basa el texto. En la segunda parte, los personajes hablan del propio libro en que están inmersos: aparece un lector calificado, Sansón Carrasco, que ha leído la primera parte y les cuenta a Don Quijote y Sancho las repercusiones que la obra ha tenido en el público lector. Los personajes se ven a sí mismos como tales. Algo totalmente novedoso y genial para aquella época.


Grandes escritores contemporáneos han reflexionado sobre este papel central de la lectura en el Quijote. Carlos Fuentes, en su exquisito ensayo Cervantes o la crítica de la lectura (México, Joaquín Mortiz, 1983), señala que éste es “el primer novelista que radica la crítica de la creación dentro de las páginas de su propia creación, Don Quijote. Y esta crítica de la creación es una crítica del acto mismo de la lectura.” (p. 33).


Por su parte, Ricardo Piglia, en El último lector, coloca a Cervantes en el centro de sus especulaciones sobre el tema de la lectura como una actividad que le da sentido a la existencia misma, configurándola de algún modo.


La lectura privilegiada que Piglia hace del Quijote -profunda, sutil, inteligente- tiene momentos como éste: recuerda la parte en que Cervantes aparece como personaje de la novela, en el capítulo 9 de la primera parte, buscando el texto que le permita continuar la historia del hidalgo enajenado. Y destaca la frase que acentúa el carácter de lector compulsivo que tenía Cervantes: “…y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles….”


Al respecto, señala el autor argentino:


"Podríamos ver allí la condición material del lector moderno: vive en un mundo de signos; está rodeado de palabras impresas (que, en el caso de Cervantes, la imprenta ha empezado a difundir poco tiempo antes)…." (Ricardo Piglia, El último lector. Barcelona, Anagrama, 2005, p. 20).


Y agrega esta reflexión general:


"El lector adicto, el que no puede dejar de leer, y el lector insomne, el que está siempre despierto, son representaciones extremas de lo que significa leer un texto, personificaciones narrativas de la compleja presencia del lector en la literatura. Los llamaría lectores puros; para ellos la lectura no es sólo una práctica, sino una forma de vida. (…)".


"Se trata siempre del relato de una excepción, de un caso límite. En la literatura el que lee está lejos de ser una figura normalizada y pacífica (de lo contrario no se narraría); aparece más bien como un lector extremo, siempre apasionado y compulsivo". (Ibid., p. 21).


Al final del libro, Piglia esclarece plenamente la relación de su título con Cervantes:


"En toda la novela nunca vemos a don Quijote leer libros de caballería (salvo en la breve y maravillosa escena en la que hojea el falso Quijote de Avellaneda donde se cuentan las aventuras que él nunca ha vivido. II, 59). Ya ha leído todo y vive lo que ha leído y en un punto se ha convertido en el último lector del género. Hay un anacronismo esencial en don Quijote que define su modo de leer. Y a la vez su vida surge de la distorsión de esa lectura. Es el que llega tarde, el último caballero andante". (Ibid., p. 189).


La literatura nutriéndose de sí misma, en brillante autofagia: es una manifestación central de la genialidad de Cervantes (como sucede, obsesivamente, en Borges y Vila-Matas, dos ejemplos contemporáneos que muestran la misma tendencia dentro de las letras hispánicas).


No es una acción meramente convencional y reiterativa la de rendir, en estas fechas, homenaje a Cervantes (desde luego, habiéndolo leído bien). Es un acto de devoción muy merecida, de entera justicia.


San Pedro Sula, 22 de abril de 2009

jueves, abril 16, 2009

Marcola, Wells, Welles y Fabricio Estrada


Soy una señal de estos tiempos

Siempre acucioso, el poeta Fabricio Estrada "posteó" hace unas horas en su blog Bitácora del Párvulo una apocalíptica entrevista -publicada hace un año por el diario O Globo- al líder del PCC, Marcos Willians Herbas Camacho (a) “Marcola”, bajo el título “Soy una señal de estos tiempos”. La lectura de la entrevista puede resultar, en el mejor de los casos, escalofriante; sin embargo, al ahondar un poco más en el tema se descubren algunos detalles interesantes:

De hecho, estamos ante una “elaboración" similar a la ocurrida hace casi 70 años cuando, en vísperas de Halloween, el genial Orson Welles alertó a los estadunidenses sobre la llegada de extraterrestres “grandes como osos, cuyos babeantes tentáculos no dejaban de moverse. Habían llegado en un enorme objeto flamígero, que quedó estacionado en Grover´s Mill, New Jersey. Desde allí, los conquistadores emprendieron un ataque fatal: a su paso, fueron destruyendo puentes, volando ferrocarriles y esparciendo gases venenosos”.

En aquella ocasión, fueron pocos los oyentes que pudieron entrever que se trataba de una adaptación de la novela de H. G. Wells: La Guerra de los Mundos, cuyo texto Welles había convertido en flashes informativos que interrumpían la programación normal de la CBS, comprobando que para los medios de comunicación resultaba muy fácil borrar los límites entre ficción y realidad.

Ahora, en plena posmodernidad, el cineasta y periodista brasileño Arnaldo Jabor acaba de hacer su personal adaptación a la manera de Welles, pero donde la radio es sustituida por Internet. Autor de libros como Sandwiches de Realidade o Invasão das Salchichas Gigantes, Jabor hizo una entrevista apócrifa pero verosímil a Marcola, donde aprovecha el mito según el cual el líder del PCC lleva leídos 3.000 libros, para fabricarle un discurso erudito a través del cual denuncia que los poderes públicos, en manos de una dirigencia incompetente o corrupta, han destruido (tanto en Brasil como en otras partes) las bases de la convivencia social y, en consecuencia cuestionar la capacidad de los poderes públicos para suprimir las causas del delito y la violencia.

En la falsa entrevista, Marcola incluso evoca a Dante al recordar la frase inscripta en el portal del Infierno: "Lasciate ogne speranza, voi ch'intrate", al advertir a los dueños del poder político: “Pierdan todas las esperanzas. Estamos todos en el infierno". Después, la entrevista fue “subida” y comentada en varios blogs, causando la alarma de muchos que se sintieron amenazados por esa “cultura asesina” contra la cual ya nada puede hacerse.

Pese a su carácter apócrifo, y a las críticas recibidas por Jabor, lo cierto es que la amenaza planteada en la "entrevista" es real, y tampoco está demás recordar que la literatura –cuyos recursos han enriquecido estas elaboraciones- tradicionalmente ha hecho gala de un incuestionable carácter premonitorio.

Nota: La foto que acompaña a esta entrada corresponde a una vista de la Baixada do Glicério, donde nació Marcola.

miércoles, abril 15, 2009

El mundo narco según Juan Villoro


De vuelta a temas menos literarios, aunque en sus manos nada deja de serlo, en “La alfombra roja”, Juan Villoro recrea sin desperdicio y con sorprendente precisión el mundo narco en México, donde “la supremacía del presente se cumple a través de un ménage à trois del dinero rápido, la alta tecnología delictiva y el dominio del secreto. El pasado y el futuro, los valores de la tradición y las esperanzas planeadas carecen de sentido en ese territorio. Solo existe el aquí y el ahora: la ocasión propicia, el emporio del capricho donde puedes tener cinco esposas, comprar a un sicario por mil dólares y a un juez por el doble, vivir al margen del gusto y de la norma, entre el colorido horror de las camisas de Versace, jirafas de oro macizo, joyas que parecen insectos de la Amazonia, un reloj que da la hora por 300 mil dólares, botas de avestruz azul turquesa”.
Pero lo verdaderamente inquietante es que -como podrá comprobar cualquiera que "se de una vuelta” por el occidente de Honduras- en nuestro país el narco ha dejado de ser el “expediente equis” para convertirse en realidad cierta, en la subcultura de moda…en nuestra propia alfombra roja…

La alfombra roja
Juan Villoro

De acuerdo con el axioma de Andy Warhol, en el futuro todo mundo será célebre durante 15 minutos. Esta utopía de la dicha tiene sentido en una sociedad del espectácu­lo. La cultura política mexicana prestigia la felicidad del modo opuesto: lo importante no es lo que se ve, sino lo que se oculta. Un destino logrado no desemboca en la celebridad; se cumple en secreto. La utopía mexicana ha consistido en disponer de 15 minutos de impunidad.

Durante 71 años (1929-2000), el PRI gobernó sin perder ni ganar elecciones democráticas. Se perpetuó a través de una rotación de camarillas que confundían lo público y lo privado, y renovaban esperanzas similares a las de los concursos de feria: “si ahora no te fue bien, el próximo gobierno de la Revolución te hará justicia”.

Ajeno a la transparencia y la rendición de cuentas, el modo mexicano de gobernar transformó el lenguaje vernáculo con una gramática de sombra. La política se rebautizó como la “tenebra” y los arreglos importantes se hicieron en lo “oscurito”. La llegada de la luz resultaba peligrosa; el conspirador debía actuar al cobijo de la nocturnidad y adelantarse a su adversario para “madrugarlo”. En su novela La sombra del caudillo (impecable retrato de los generales revolucionarios que se convirtieron en políticos en los años veinte del siglo pasado), escribió Martín Luis Guzmán: “El que primero dispara, primero mata. Pues bien, la política de México, política de pistola, solo conjuga un verbo: madrugar”.

Oficio de tinieblas, el ejercicio del poder dependió durante casi un siglo del valor político de lo inescrutable.

Terminado el monopolio del PRI, los códigos de la impunidad se disolvieron sin ser sustituidos por otros. ¡Bienvenidos a la década del caos! A ocho años de la alternancia democrática, México es un país de sangre y plomo.

El predominio de la violencia ha disuelto formas de relación y protocolos asentados desde hacía mucho tiempo. Los medios de comunicación ampliaron su margen de libertad, pero trabajan en un entorno donde decir la verdad es progresivamente peligroso. De acuerdo con Reporteros sin Fronteras, México ha superado a Irak en número de secuestros y asesinatos de periodistas. En este nuevo escenario, los sucesos se confunden con simulacros. Un ambiente de naufragio donde la ausencia de principios se disfraza de pragmatismo o medida de emergencia. Los trueques son los de una mascarada: el clero apoya al PAN en Jalisco y recibe a cambio una limosna inmoderada; el sindicato de trabajadores de la educación (el más grande de América latina) ofrece más de un millón de votos a Felipe Calderón y obtiene puestos en áreas de gobierno tan decisivas como la seguridad nacional; los monopolios hacen una guerra sucia en los medios durante la campaña presidencial de 2006, presentando al candidato de la izquierda como “un peligro para México”, y reciben un trato que elimina la competencia. Al modo de los Cuatro Fantásticos, los Poderes Fácticos gobiernan en la sombra. La impunidad no desapareció cuando el PRI perdió la presidencia; se dispersó en medio del desconcierto. Esto ha traído una extraña nostalgia del autoritarismo del Partido Oficial, que “al menos sabía robar”.

En la hermética tradición de la política mexicana, los protagonistas salían de escena y morían sin hacer revelaciones ni dejar diarios comprometedores. Nada tenía mayor peso que el secreto ni mayor jerarquía que los gestos. La misión del periodista consistía en descifrar signos casi esotéricos. Cada ademán era estudiado al modo de un lance taurino o una pose de teatro kabuki: si el presidente estaba de buen humor, pedía huevos rancheros en su desayuno de los lunes; si en esa misma sesión llegaba a los frijoles refritos sin dirigirle la palabra a su secretario de Gobernación, el cambio de gabinete era inminente.

La gastronomía política sigue hoy un curso muy distinto. Estamos ante un bufet donde todos se arrebatan los platos, gritan al mismo tiempo y se llevan las sobras en un tupperware.

La crisis de gobernabilidad tiene como correlato una crisis de los mensajes. El ejecutivo es ya incapaz de determinar la agenda de la información. Si durante siete décadas declarar fue más importante que gobernar (el bienestar como promesa que no admitía refutación), ahora el presidente aparece en las noticias durante unos segundos entre dos asesinatos, un parpadeo oficial en medio de las metralla. En este contexto, el crimen organizado ofrece la nueva simbología dominante.

El narcotráfico suele golpear dos veces: en el mundo de los hechos y en las noticias, donde rara vez encuentra un discurso oponente. La televisión acrecienta el horror al difundir en close-up y cámara lenta crímenes con diseño “de autor”. Es posible distinguir las “firmas” de los carteles: unos decapitan, otros cortan la lengua, otros dejan a los muertos en el maletero del automóvil, otros los envuelven en mantas. En ciertos casos, los criminales graban sus ejecuciones y envían videos a los medios o los suben a YouTube después de someterlos a una cuidadosa posproducción. La mediósfera es el duty-free del narco, la zona donde el ultraje cometido en la realidad se convierte en un informertial del terror.

Los carteles aplican la legislación de la sangre descrita por Kafka en “La colonia penitenciaria”. La víctima ignora su sentencia: “Sería absurdo hacérsela saber puesto que va a aprenderla sobre su cuerpo”. El narco se apoya en el discurso de la crueldad (cruor: “sangre que corre”) donde las heridas trazan una condena para la víctima y una amenaza para los testigos. El jus sangui del narco depende de una inversión kafkiana de los episodios legales; la sentencia no es el fin sino el comienzo de un proceso; el anuncio de que otros podrán ser llamados a “juicio”. “Si no haces correr la sangre, la ley no es descifrable”, escribe Lyotard a propósito de “La colonia penitenciaria”. Tal es el lema implícito del crimen organizado. Su discurso es perfectamente descifrable. En cambio, la otra ley, la “nuestra”, se ha difuminado.

La narcocultura amplió su radio de influencia a través de los narcocorridos, muchas veces pagados por los propios protagonistas. En la confusión ambiente, los trovadores vinculados al crimen gozan del dudoso prestigio de lo ilegal que reclama un carisma a contrapelo y se somete a la “moral del pueblo”. Sus deprimentes acordeones acompañan una saga de la rapiña que, por más que lleve alumbrado y carreteras a las comunidades que cultivan la amapola, no resiste la comparación con Robin Hood. Aunque suene curioso o divertido o folclórico cantar las peripecias de quienes llevan “hierba mala” al otro lado, los narcocorridos pertenecen a un sector que mueve el 10% de la economía (lo mismo que el petróleo) y causa decenas de asesinatos al día. Tomados como documentos del hampa, son reveladores. Lo extraño es que han ganado espacio en las estaciones que transmiten música popular y aun en las antologías de literatura. En nombre de un incierto multiculturalismo, hace un par de años un grupo de escritores protestó porque dos narcocorridos fueron suprimidos de un libro de texto. En su queja pasaron por alto que esas letras no se estudiaban en una clase sobre problemas de México, sino sobre literatura, sustituyendo a Amado Nervo o Ramón López Velarde. El narco ha contado con la anuencia de las estaciones de radio a las que amenaza o subvenciona (los términos son rigurosamente intercambiables) y con la empatía antropológica de quienes sobreinterpretan el delito como una forma de la tradición.

Tecnología del instante: el terror paga en efectivo
De acuerdo con J. G. Ballard, “El ‘hecho’ capital del siglo XX es la aparición del concepto de posibilidad ilimitada. Este predicado de la ciencia y la tecnología implica la noción de una moratoria del pasado –el pasado ya no es pertinente, y tal vez esté muerto– y las ilimitadas posibilidades accesibles en el presente”. La técnica permite una gratificación instantánea de los deseos y altera las costumbres. Las redes de distribución del consumo y los inventos progresivamente baratos hicieron que el siglo XX desembocara en la impulsividad recreativa, donde la satisfacción es tan inmediata que resulta irónico que los Rolling Stones canten “(I can’t get no) Satisfaction”. En la época de los placeres programados, la insatisfacción es una queja malévola o el peculiar anhelo del dandy.

La descarada tendencia de la época a la satisfacción exprés se ha aliado en México con la impunidad. En el mundo narco, la supremacía del presente se cumple a través de un ménage à trois del dinero rápido, la alta tecnología delictiva y el dominio del secreto. El pasado y el futuro, los valores de la tradición y las esperanzas planeadas carecen de sentido en ese territorio. Solo existe el aquí y el ahora: la ocasión propicia, el emporio del capricho donde puedes tener cinco esposas, comprar a un sicario por mil dólares y a un juez por el doble, vivir al margen del gusto y de la norma, entre el colorido horror de las camisas de Versace, jirafas de oro macizo, joyas que parecen insectos de la Amazonia, un reloj que da la hora por 300 mil dólares, botas de avestruz azul turquesa.

La gratificación de lo ilimitado a la que aspiran los nuevos modos de comportamiento (de internet al iPod, pasando por la presencia instantánea del dinero en las computadoras, el tráfico de personas y las marcas globalizadas) adquiere en el relato del crimen el amparo de lo oscuro: 15 minutos de impunidad para cualquiera.

Como han documentado Luis Astorga y Renato González Valdés, el narcotráfico era hace cincuenta años un tema regional ubicable en el noroeste de México. Hoy en día involucra los flujos del dinero planetario.

La reacción psicológica ante una amenaza que crece y riega dinero ha sido darle la espalda, relegarla al espacio sin luz donde solo existe el presente, el hoyo negro que aumenta su diámetro a diario y repliega el “horizonte de los acontecimientos”, la extraña frontera donde existe el tiempo, donde el presente es consecuencia de lo que pasó y antesala de lo que vendrá.

El narcotráfico ha ganado batallas culturales e informativas en una sociedad que se ha protegido del problema con el recurso de la negación: “los sicarios se matan entre sí”. Más que una rutina aceptada o una indiferente banalización del mal, las noticias del hampa han producido un efecto de distanciamiento. Siempre se trata de desconocidos, gente lejana o rara, que sabrá por qué la degüellan.

Cada mañana los periódicos publican un rojo marcador: los 12 decapitados de ayer en Yucatán son relevados por los 24 ejecutados de hoy en el parque nacional de La Marquesa. Sin embargo, el instinto de supervivencia ha llevado a aislar mentalmente las zonas de violencia. Mientras los que se aniquilen sean “ellos”, estaremos a salvo.

El narco ha sido durante demasiado tiempo el “expediente equis”, la realidad paralela, la dimensión desconocida, el hoyo negro. Julio Scherer García, decano del periodismo independiente en México, acaba de publicar un libro revelador: La reina del Pacífico. Durante meses, Scherer visitó a Sandra Ávila en el penal donde se encuentra desde el 28 de septiembre de 2007. Presentada ante los medios como si fuese “La Reina del Sur”, el personaje de Arturo Pérez-Reverte, Ávila tiene todo lo necesario para cautivar al ojo público. Es una mujer hermosa, fuerte, desafiante, capturada por un mandatario débil, que se fracturó al caer de una bicicleta (un accidente de kindergarten), disminuido por los uniformes que le gusta lucir (en su cuerpo, todos parecen talla XL). La Reina llegó como una presa irresistible para un presidente de pie pequeño. Su exhibición forma parte de una estrategia de propaganda que no logra mitigar los duros impactos del narcotráfico.

De acuerdo con lo que le dice a Scherer, la participación de Ávila en el delito ha sido menos directa y en cierta forma más alarmante de lo que sugieren sus captores. A sus 44 años no ha conocido otra vida que el narcotráfico. Habla de ese medio como Sofía Coppola podría hablar del cine. Ha frecuentado a todos los capos de interés, fue secuestrada por un novio delincuente, contrajo dos matrimonios con narcos (uno de ellos era un comandante corrompido), padeció el secuestro de su hijo adolescente, ha visto morir gente a sus pies, ha tenido a su disposición todas las fiestas, todas las alhajas, todos los coches, todas las mansiones que solo se habitan por un par de semanas, todo exceso adquirible en riguroso efectivo. Aunque estudió un semestre de periodismo en la Universidad Autónoma de Guadalajara, no sabía quién era Julio Scherer, el periodista más conocido del país. Durante 44 años vivió en una región aparte, como los participantes del proyecto Biósfera 2000.

Javier Marías ha comentado que la serie Los Soprano depende de mostrar la vida privada de los gángsters y permitir un acceso insólito –un pase hacia dentro sin riesgo de muerte– a la zona donde los mafiosos son como nosotros y tienen problemas con la escuela de sus hijos. Desde su propia perspectiva, el narco depende de eliminar el afuera y asimilar todo a su vida privada: comprar el fraccionamiento entero, el country club, el estadio de fútbol, la delegación de policía, la burbuja que puede habitar Sandra Ávila. En este Second Life de la vida real no hay que fingir ni que ocultarse porque los espectadores ya han sido comprados.

La Reina del Pacífico no parece la estratega del mal que le urge al presidente, sino algo más común y terrible: la consorte del ultraje. Ha vivido una vida plena y completa sin pasar un momento por la legalidad. Lo más asombroso no es su jerarquía en el delito, sino que haya cumplido con “normalidad” todos los protocolos de la subcultura en que nació (su única queja es no haber sido hombre para tener mayor protagonismo). De niña a viuda, ha tenido una trayectoria que se lee como un camino de superación personal que hace años era exclusivo de Sinaloa, sede del cartel del Pacífico, y ahora pertenece al país entero; una lógica donde ningún derroche es desperdiciable. Si alguien considera que un artificio llamado Rolex Oyster Perpetual Date tiene suficientes nombres para satisfacer a la Reina, se equivoca. Sandra Ávila tenía 179 joyas de ese tipo. Estos excesos de caja fuerte se complementan con el dispendio de armamento. Después de un crimen, los sicarios abandonan 15 o 17 ametralladoras AK-47, muestra de que su arsenal no tiene fondo.

La puesta en escena de lo real
La teatralidad del narco depende de las balas y la tortura, pero también del desperdicio de armamento y del disfraz, que permite ser miembro transitorio de cualquier cuerpo policíaco. Los carteles se han infiltrado de tal modo en el poder judicial que no sorprende que cuenten con todo tipo de uniformes reglamentarios. Lo raro es que la policía, cómplice del delito, lleve uniforme.

Ajeno a la noción de frontera, el narcotráfico pasa con fluidez de la vida privada a las regiones, cada vez más remotas, de la vida civil que aún no ha comprado. En su inserción en el dominio público, el capo no requiere de más pasaporte que un apodo; puede asumir un sobrenombre de teodicea (el Señor de los Cielos), ranchería (Don Neto) o dibujos animados (el Azul). Los más temibles son los que insinúan una coquetería femenina que los hechos refutan con fiereza: la Barbie, el Ceja Güera.

Como los superhéroes, los narcos carecen de currículum; solo tienen leyenda. Desconocemos a sus pares en los Estados Unidos. En México son ubicuos e intangibles. Lo mismo da que se encuentren en un presidio de máxima seguridad o en una mansión con jacuzzi de concha nácar, pues no dejan de operar.

Curiosamente, la negación de la violencia ha dado paso a un temor muy informado. Para certificar que los capos son los “otros”, seres casi extraterrestres, memorizamos sus exóticos alias e inventariamos sus dietas de corazón de jaguar con pólvora o langostinos espolvoreados con tamarindo y cocaína.

Sin embargo, el rango de operación del narco creció en tal forma que cada vez cuesta más concebirlo como una remota extravagancia nacional. Los Soprano es ya el reality show que ofrecen los vecinos.

El paisaje ha cambiado con las inversiones del dinero ilícito. Cualquier ciudad mexicana dispone de suficientes locaciones para filmar la muerte de un capo o de un comandante. Ahí está el restaurante ideal, un château de plástico y neón donde meseras en minifalda sirven costillas de brontosaurio, junto a una concesionaria de Mercedes Benz y un hotel que semeja una mezquita con cúpulas de plexiglas. Ciudades como Torreón o Mérida, que hasta hace poco tenían fama de tranquilas porque se presumía que los narcos habían fincado ahí su residencia y no las usaban para “trabajar”, también han sido escenario de ajusticiamientos.

En la nueva atmósfera del miedo, diez mil empresas ofrecen servicios de seguridad y cerca de tres mil personas se han injertado un chip bajo la piel del tamaño de un grano de arroz para ser detectados por radar en caso de secuestro.

La estrategia defensiva de no mirar o de asumir que los atracos ocurren lejos, en un parque temático del ajuste de cuentas para el que por suerte no tenemos entradas, se ha venido abajo. El 15 de septiembre, día de la fiesta de Independencia, dos granadas fueron lanzadas contra una indefensa multitud en la plaza principal de Morelia. El atentado coincidió con otro, de orden virtual: los habitantes de Villahermosa recibieron correos electrónicos que los señalaban como candidatos al secuestro. El crimen ya no puede ser relegado a la región tranquilizadora de lo ajeno.

El presidente Calderón pasó por elecciones muy impugnadas que dividieron al país. Para realzar su fuerza, ordenó que el ejército patrullara el país. Este anuncio de que la confrontación era posible, provocó que los carteles combatieran entre sí y ejecutaran policías. Mientras los cadáveres aparecían en carreteras y cañadas, no se investigaron redes de financiamiento ni se detuvo a cómplices del crimen en el gobierno. El último alto funcionario arrestado por tratos con las mafias fue Mario Villanueva, gobernador de Quintana Roo, investigado en tiempos de Ernesto Zedillo, último presidente del PRI. Los dos gobiernos de la alternancia democrática han sido incapaces de investigarse a sí mismos y detectar los pactos que permiten que prospere el narcotráfico.

Hemos llegado a una nueva gramática del espanto: enfrentamos una guerra difusa, deslocalizada, sin nociones de “frente” y “retaguardia”, donde ni siquiera podemos definir los bandos. Resulta imposible determinar con un razonable grado de confianza quién pertenece a la policía y quién es un infiltrado.

El trato con el crimen ha derivado en un decisivo desplazamiento simbólico. Si durante décadas nos protegimos de la violencia pensándola como algo ajeno, ahora su influjo es cada vez más próximo.

Desde el arte, la instaladora Rosa María Robles anticipó esta resignificación del miedo. Su exposición Navajas, exhibida en Culiacán en 2007, incluyó la pieza “Alfombra roja”, que no se refería a la pasarela donde los ricos y famosos desfilan rumbo a la utopía de Andy Warhol, sino a las mantas de los “encobijados”, teñidas con sangre de las víctimas, la “colonia penitenciaria” que en 2008 cobró cerca de cinco mil víctimas. El momento irrepetible del crimen y las posibilidades ilimitadas del narcotráfico adquieren en esta pieza otro sentido. La sangre pasa al tiempo lineal, al suelo común donde la vida es tocada por el crimen.

Robles logró hacerse de ocho mantas en una bodega de la policía. Con ellas creó su “Alfombra roja”. Llevadas a una galería, se convirtieron en un dramático ready-made. Duchamp pactaba con James Ellroy: el “objeto hallado” como prueba del delito. Robles puso en escena la impunidad por partida doble: mostró un crimen no resuelto y comprobó lo fácil que es penetrar en el sistema judicial y apropiarse de objetos que deberían estar rigurosamente vigilados.

Navajas dio lugar a una polémica sobre la pertinencia de reciclar objetos periciales. Sin embargo, el verdadero impacto de la obra fue otro: en la galería, las mantas brindaban una prueba muy superior a la que brindaron en la morgue.

Después de algunas discusiones, “Alfombra roja” fue retirada. Entonces Rosa María Robles tiñó una cobija con su propia sangre (ver foto al inicio de esta entrada). El gesto define con acucioso dramatismo la hora mexicana. Todos tenemos méritos para pisar esa alfombra. De manera simultánea, el terror se ha vuelto más difuso y más próximo. Antes podíamos pensar que la sangre derramada era de “ellos”. Ahora es nuestra.

martes, abril 14, 2009

Bicentenario de E. A. Poe


Una de las efemérides más esperadas de este año es el bicentenario del nacimiento de Edgar Allan Poe, cuya obra singular ha marcado las vidas de millones de lectores que han disfrutado de sus múltiples facetas: autor de ficciones llenas de misterio, creador del relato policial y poeta sinuoso y enigmático. Y a la calidad incuestionable de su obra debemos sumar el atractivo morboso motivado por su etiqueta de “escritor maldito”, atrapado en una espiral de drogas y alcohol que le condujo a una muerte tan misteriosa como sus escritos: las hipótesis abarcan desde el alcohol hasta una enfermedad cardiaca, la rabia o la sífilis. Tampoco se descarta que muriera vapuleado por unos matones. Enigmas e interrogantes sin respuesta, al más puro estilo Poe, como concluye Fran Casillas en esta nota publicada por el diario El Mundo.


El afamado desconocido
Fran Casillas

Maestro del misterio y la fantasía, Edgar Allan Poe no se conformó con revestir de tinieblas sus sublimes poemas y relatos. El pasado 19 de enero se cumplieron 200 años de su nacimiento, y las sombras todavía pueblan su biografía, cargada de datos controvertidos y dosis generosas de leyenda negra. Poe manipuló minuciosamente su imagen pública para favorecer la venta de sus cuentos. Asentando verdades que no resisten la tentación de la sospecha, fue él mismo quien construyó el lecho de arenas movedizas que sostiene su distorsionada historia vital.

Las investigaciones más aplaudidas señalan que Poe nació en Boston el 19 de enero de 1809. Sus padres, actores de teatro itinerantes, morirían casi simultáneamente apenas dos años más tarde, a pesar de que llevaban meses separados. Al quedar huérfano, el pequeño Edgar fue acogido por un rico comerciante de tabaco de Richmond, Virginia. Su nombre era John Allan, quien cedió al escritor su primer apellido pero jamás llegó a adoptarlo legalmente.

Y es que Poe no era un joven dócil. En su estancia en la Universidad de Virginia mostró más amor por el alcohol y el juego que por los libros. John Allan se negó a hacerse cargo de sus crecientes deudas y la relación entre ambos se envenenó. Además, quedó al descubierto la escasa solvencia económica del escritor. Ese fue el argumento esgrimido por el padre de Sarah Elmira Royster, amor de juventud de Poe, para prohibirle a su hija contraer matrimonio con él. Rechazado y acuciado por las deudas, Poe abandonó los estudios y se enroló en el Ejército.

El fallecimiento de Frances, la esposa de John Allan, propiciaría un acercamiento con Poe. Pero la reconciliación fue efímera. Harto de la rutina militar, el autor se rebeló contra la disciplina de West Point, negándose a asistir a clase y a misa. Tras ser juzgado por un tribunal castrense, se le expulsó del Ejército. Fue la gota que colmó el vaso. John Allan nunca le perdonó semejante deshonra y lo excluyó de su jugoso testamento.

El revés fue mayúsculo para un Poe que padecía problemas crónicos de dinero. Al fin y al cabo, él fue el primer autor reconocido que trató de vivir exclusivamente de la literatura. Subsistió precariamente, enlazando trabajos como crítico literario y editor en distintos diarios de Baltimore, Philadelphia, Nueva York... Nuevamente en Richmond, Poe asumió el cargo de editor en 'Southern Literary Messenger', y en 1836 contrajo matrimonio con Virginia Clemm, su prima carnal. Ella contaba sólo 13 años; él, 27.

Quizá ese desafío a la moral de la época gafara la trayectoria posterior de Poe, aunque la raíz de sus problemas se halla más probablemente en el alcohol. El abuso de la bebida le costó su puesto de trabajo y afiló su mito de escritor atormentado, de literato que destila virtuosismo en el papel mientras el infierno se desata a su alrededor.

Y es que Virginia enfermó de tuberculosis. Se dice que estaba cantando al piano cuando empezó a sangrar por la boca. Era el escabroso prólogo a una larga y penosa enfermedad, cruelmente trufada de engañosas mejorías. Poe asistía desesperado al declive de su mujer, pero fue su propia indiscreción la que asestó la herida definitiva. Porque la adversidad estimula el genio, Poe había firmado en aquellos años algunas de sus obras más prestigiosas. 'El cuervo' le había colocado en la cima, y logró despertar el interés, intelectual y sensual, de la escritora Frances Sargent Osgood. Profundamente afectada por los rumores de infidelidad, Virginia exhaló su último aliento en 1847.

La muerte de su esposa sumió a Poe en una espiral autodestructiva, sumergido en alcohol y en brumas de insuperable literatura, tan terrorífica como sobrecogedora. Era el principio del fin para un Poe cuyo corazón albergaba aun así un resquicio para el amor. Se reencontró con su novia de la adolescencia, Elmira, y se presume que llegaron a prometerse. Pero la muerte segó cualquier plan de boda.

Poe falleció en Baltimore el 7 de octubre de 1849. Se desconoce la causa de su muerte, y las hipótesis abarcan desde el alcohol hasta una enfermedad cardiaca, la rabia o la sífilis. Tampoco se descarta que muriera vapuleado por unos matones. Enigmas e interrogantes sin respuesta, al más puro estilo Poe.

Y su propia tumba guarda todavía más intrigas y secretos. Cada 19 de enero, desde mediados del siglo pasado, el sepulcro del escritor amanece engalanado con tres rosas y una botella medio vacía de coñac, colocadas por un sujeto anónimo bautizado como 'Poe Toaster' (el que brinda por Poe). Admiradores, detractores y curiosos se preguntan quién es este misterioso personaje. En verdad, deberían cuestionarse quién diablos era realmente Edgar Allan Poe.

lunes, abril 13, 2009

Artaud, el torturado


Literatura, drogas y locura, una mezcla trágica que ha contribuido a la creación de no pocos mitos. Y en esta nota, Fietta Jarque apenas explora el complejo y atormentado universo de uno de los grandes mitos de la cultura moderna: Antonin Artaud: poeta, actor y dibujante, cuya obra singular se manifestó bajo el signo doloroso de la locura.

Artaud, el torturado
Fietta Jarque

Hay que darle a las palabras sólo la importancia que tienen en los sueños", escribe Antonin Artaud en El teatro y su doble. Cito de memoria y es posible que lo haga de forma inexacta, pero así ha persistido en mi mente como una extraña advertencia desde que la leí en la adolescencia y, si hacemos caso a su significado, así debe quedar. Escritor, poeta, actor, dibujante, pero sobre todo un hombre atormentado e iluminado por el dolor, las drogas y la locura, Antonin Artaud (Marsella, 1896-Ivry, 1948) es uno de los grandes malditos del arte. Su leyenda está formada a partir de una existencia tan alucinada como trágica, así como por unos pocos libros que siguen siendo lecturas de referencia.

En tratamiento psiquiátrico casi desde la niñez, fue medicado tempranamente con opio, láudano y otros estupefacientes que lo convirtieron en adicto de por vida. Al llegar a París no tardó en ser acogido en el círculo surrealista de André Breton, gracias a su poemario Tric Trac del cielo (1924), pero poco después rompía con ellos para emprender su camino como actor en el teatro y el cine (hizo papeles secundarios en Napoleón, de Abel Gance, o en La pasión de Juana de Arco, de Carl Theodor Dreyer, entre otras), aunque con moderada fortuna. En esa época era un joven inteligente y sociable, de enigmática belleza y mirada penetrante, con un trasfondo oscuro y un carácter apasionado y visionario, que no tardaba en aflorar.

Artaud fue un pensador radical, vanguardista, que propuso las ideas de lo que llamó el Teatro de la Crueldad, que impactara profundamente en el espectador hasta hacerlo salir de la complaciente pasividad ante el teatro de entretenimiento. Junto a ello ponía como ejemplo el teatro balinés -asistió fascinado a dos representaciones en 1922 y 1931-, basado exclusivamente en la fisicidad y el simbolismo, opuesto a los excesos del diálogo en el teatro burgués occidental. Los textos reunidos en El teatro y su doble (publicado en 1938) siguen siendo una lectura intensa y reveladora, no sólo para los amantes de este género.

Aparte de ese libro, muestra de su revulsiva lucidez, Artaud ha dejado otro, Los tarahumaras, que reforzó su leyenda. En 1936, harto de la incomprensión de sus conceptos teatrales, emprendió un viaje a México en busca de las culturas autóctonas que aún mantenían una identidad incorrupta frente a las imposiciones coloniales. Iba en busca de la magia, de cierta espiritualidad primitiva, otra de sus obsesiones. Era la primera vez que se encontraba solo, sin médicos, amigos o familiares que lo protegieran, y tuvo que superar serias dificultades, sobre todo económicas. Tras un penoso viaje llegó hasta los indios tarahumara, con los que tomó peyote (un cactus alucinógeno), experiencia mística que determinó su existencia y de la que partió para escribir, a lo largo de casi una década, distintas versiones del libro.

Salió de México conmocionado y llegó a París presa de una actividad frenética. En pocos meses tiene lista la primera versión de Un viaje al país de los tarahumara, aparte de otros escritos, pese a carecer de domicilio fijo, y refugiándose con frecuencia en edificios en ruinas. Para entonces ha adoptado un bastón de trece nudos como parte inseparable de su atuendo -con el que camina golpeando el suelo a su paso-, y un cuchillo toledano. Se siente acosado por hechiceros y espíritus, su mente sufre desvaríos y acusa los estragos de su larga toxicomanía. "Mi vida con la droga es una continua tormenta", escribe. Aficionado a videntes y tarotistas, se inventa una suerte de conjuros que consisten en dibujos a menudo quemados con cerillas y rotos por la presión desbocada de los lápices contra el papel. Los manda como cartas a sus amigos y enemigos.

En 1937 parte hacia Irlanda, por cinco -decisivas- semanas. Busca en el mundo gaélico los mitos del origen de todo. Causa diversos escándalos y es encarcelado y finalmente expulsado, con camisa de fuerza, a Francia. Al llegar es internado en un hospital psiquiátrico. Es el inicio de un infernal periplo que duraría nueve años, hasta 1946, por varios centros para enfermos mentales. Por un lado, tuvo la fortuna de caer en manos de algunos médicos cultos que apreciaban su talento y le proporcionaban lecturas. Por otro, fue sometido 58 veces a la dolorosa y devastadora terapia del electroshock. Pasa hambre. La Segunda Guerra Mundial pasa por fuera, por dentro Artaud sufre las consecuencias de un sistema casi medieval de reclusión entre los otros enajenados. La relación con su propio cuerpo es una tortura. Se ha convertido en un ser enjuto, torturado, y su voz es escalofriante, como se puede apreciar en emisiones radiofónicas posteriores. La desconfianza en el lenguaje lo lleva a utilizar glosolalias (en psiquiatría, lenguajes inventados por los enfermos), una especie de scat que usa en sus poesías, en las que el sonido prima sobre el sentido de las palabras.

A su salida del hospital de Rodez, se constituye un comité de amigos de Artaud, presidido por el escritor y editor Jean Paulhan, con el artista Jean Dubuffet como secretario, y entre cuyos miembros se encuentran Picasso, Balthus y André Gide, para garantizar su subsistencia. Algunos de los artistas donan obras para una subasta también a su favor. El 7 de junio se le hace un homenaje en París en el teatro Sarah Bernhardt, que abre André Breton. Artaud sigue escribiendo y dibujando -produce, entre otras cosas, su también célebre texto Van Gogh, un suicidado de la sociedad-, pero no puede abandonar las drogas, que le proporcionan algunos de sus amigos. No llega a alcanzar la ansiada tranquilidad y en febrero de 1948 se le detecta un cáncer inoperable. Pocas semanas después el jardinero de la residencia donde vive lo encuentra muerto, sentado en su cama, víctima de una sobredosis.

domingo, abril 05, 2009

El cielo llora por mí, de Sergio Ramírez


El término "novela policial" define a un derivado genérico, híbrido discursivo y relato autorreferencial que propone el humor negro y el nihilismo irónico como remedio para melancólicos. En El cielo llora por mí, la última novela publicada por Sergio Ramírez, el autor nicaragüense incursiona en la novela policial dos décadas después de la publicación de Castigo divino (1988). Y en su reseña sobre la novela, publicada hoy en Babelia, el crítico Julio Ortega explica que “no es extraño que Sergio Ramírez recoja en El cielo llora por mí la brillante tradición de estas exploraciones porque en sus novelas anteriores (verdaderos tratados de las posibilidades actuales de la narración) había demostrado destreza y gusto en la rara virtud de contar una historia no para hacernos creer en ella sino para compartir la fascinación de contarla. La extraordinaria ductilidad del género en sus manos va de la política como melodrama a la cultura popular como memoria civil, y traza la saga de una comarca prodigiosa del español coloquial”.
Ortega añade que "si el mal sueño de la crisis y el peor despertar de la política tienen en la literatura su tribunal, este género policial se hace cargo de las pesadillas de la nación y postula la libertad del lector para conjurarlas". Pero en todo caso, si desean formarse su propia opinión, pueden leer un adelanto de El cielo llora por mí, por cortesía de Editorial Alfaguara.