sábado, abril 25, 2009

Quijote enamorado


La devoción por el Quijote aflora con especial intensidad en abril, y Rodolfo Pastor -miembro de UMBRALES, al igual que Sara Rolla y el editor de este blog- decidió explorar otra veta en la inagotable fuente cervantina: el enamoramiento y sus consecuencias, tema que en la obra se revela como "prístina manifestación de humanismo".

El Quijote enamorado
Rodolfo Pastor

Los caballeros andantes, explica Don Quijote a Sancho escriben “porque los tengan por enamorados y por hombres que tengan el valor para serlo”.
El Quijote, I, capt 25.

El enamoramiento no ha sido -acaso por la solemnidad que adjudicamos de ordinario a los clásicos y la ligereza que le imputamos al sentimiento- un tema esencial en el análisis de El Quijote. Vacilo, por lo mismo, cuando aseguro que es un libro escrito sobre el amor (y no olvido las críticas contra la mala literatura y el abuso de la lengua contra la Iglesia y contra las costumbres hipócritas, contra las injusticias y el mal gobierno), pero quizás no tanto sobre el amor, como sobre el enamoramiento, esa cúspide del encantamiento, ese delirio, esa locura feroz de la que casi todos o al menos los más honestos anhelamos ser víctimas y que a todos hace caballeros, “andantes y por andar” o damas soñadas o soñadoras. Y un libro escrito por un caballero enamorado, por cierto ya en la madurez de su vida, a los 55 años de edad, igual que su héroe. Con profundo sentido del humor por cierto, pero perdidamente enamorado.

El misticismo medieval había renunciado al sentido clásico del amor humano, el de Safo y Virgilio. Dante ya se conmueve y desmaya con el castigo de Francesca y Paolo. Y entre la canción de gesta y la lírica provenzal se construyó poco después un concepto nuevo del amor cortesano que quien sabe porqué sigue teniendo ese tinte de adúltero del Tristán e Isolda. A lo largo y ancho de El Quijote hay mil referencias al tema, tal y como se representaba en los libros de caballerías y como se manifiesta, a cada paso, en las aventuras de nuestro caballero. Pero El Quijote cifra claramente una crítica tanto del paradigma del amor como del honor caballeresco. Entre burlas, hace un planteamiento renacentista y humanista sobre el amor que trasciende de aquel. Nos recuerda que, pese a que fueran princesas, lo que amamos en nuestras Dulcineas es su humanidad.

Don Quijote distingue entre los sufrimientos de amor de los particulares caballeros andantes; de todos se conmueve, pero escoge según la analogía de sus circunstancias y modela sus propias acciones sobre las de esos escogidos. Sufre con profunda empatía las desventuras amorosas con que se encuentra, así en la lectura como en la experiencia, y construye su propia desventura de amor con valentía, sabiendo lo que hace, perfectamente lúcido en su locura, si cabe esa paradoja. Porque el mayor enamorado de todos es el propio Caballero de la Triste Figura y la razón de ser de sus aventuras es su sinrazón de enamorado. Si no hubiera Dulcinea, no habría tenido sentido buscar la honra y la fama en el combate contra gigantes y magos encantadores, volar al cielo ni descender a la Cueva de Montesinos. Y una gran parte del Libro está dedicada, precisamente, a representar al Quijote en su locura de amor y a sus reflexiones sobre las locuras de los enamorados: Cardenio y Crisóstomo, Basilio y El Cautivo, y a defender sus derechos. Junto con los de quien no se enamora, aunque con ello se lleva a si mismo de encuentro. Y en estas breves páginas quiero enfocar sólo un par de escenas que servirán para ilustrar estas reflexiones.

Los capítulos 12 y 13 de la Primera Parte cuentan la tragedia de Crisóstomo y Marcela. El Pastor Crisóstomo ha hecho el mayor sacrificio posible de amor: se ha suicidado (no hay aquí ni siquiera la insinuación de una condena) por despecho, porque Marcela se ha rehusado a amarlo porque quiere mantener su libertad (y Marcela defiende su libertad de mujer, diferente a la que asumen las feministas de hoy, sin acudir a un argumento de género). Crisóstomo conmueve. A sus amigos que quieren linchar a la que suponen culpable: “basilisco”. Conmueve a la misma Marcela y, por supuesto, conmueve a nuestro Señor don Quijote, que tiene que verlo como una advertencia sobre el límite de la locura amorosa, como un argumento contra el desenfreno. El Quijote finaliza la disputa defendiendo a Marcela.

Después de ese episodio, concretamente después de liberar a los reos de una caravana destinada a los galeotes, a quienes pretende después mandar al Toboso con agradecimientos para su dama y quienes, por supuesto, lo mandan al carajo, Don Quijote decide entregarse sin medida ni prudencia a su propia locura de amor. Se retira a la Sierra Morena para renunciar al mundo y a la misma aventura (aunque, de paso, se está refugiando de La Santa Hermandad), entregado a la abstinencia y la penitencia. Ayuna, se desnuda y se lastima como un anacoreta del amor, no para alcanzar santidad (esa se da por descontada) como hacían los frailes y las monjas en los conventos, ni para mayor gloria de la divinidad, sino para su enamorada, para conmover a su endiosada Dulcinea. “Oh bella ingrata amada enemiga mía”, le escribe, aunque no le ha hecho más agravio que desconocer una pasión que -antes de entonces- su enamorado sólo ha manifestado en las furtivas miradas durante un puñado de encuentros con la fornida labradora, a la que defiende don Quijote del intento de Sancho de desestimarla por no ser “princesa”.

Don Quijote le entrega Rocinante a Sancho (que ha perdido su asno en la refriega) para que lleve una carta de amor a Dulcinea y le cuente a esa dama las penitencias de amor que realiza en lo más profundo del monte. Varios capítulos cuentan esas deleitosas locuras, punteadas con versos atorrantes, característicos de la condición del enamorado delirante. En la segunda parte del Libro, Don Quijote vuelve a la aventura, después de una “recuperación” temporal, pero su destino es el mismo, es Dulcinea, a la que Sancho se ve obligado a encantar y luego desencantar. Y se vuelve a celebrar el tema en “Las aventuras del Pastor enamorado” y en “Las bodas de Camacho”, cuyo defecto es que no son de amor.

Dulcinea es, en efecto, el Santo Grial, el “vaso místico” o, al menos, lo desplaza. El tema del enamoramiento en Don Quijote es prístina manifestación de humanismo. Tenía Cervantes razón de combatir al clero (y no la fe) con cautela y quizás le habría combatido más el clero a él si hubiera entendido que El Quijote también en esto es manifestación y heraldo de modernidad, en la medida que coloca a la persona amada (de carne y hueso) en el lugar central que la Iglesia reclamaba sólo para la divinidad y, por eso, se burla del cura amigo y de las procesiones y de la Inquisición. En ese amor humano y falible, entregado -incluso malentendido- del enamorado, en amar como Crisóstomo hasta la muerte equívoca, radica la esencia del humanismo.

Es en el enamoramiento cuando nos disponemos al servicio del otro(a) y trascendemos de la bestia y la brama, del celo, del ligero bonheur y del cansancio del sexo sin pasión, del que se burla El Quijote cuando, en lastimera condición, Rocinante acomete a las yeguas en un paraje idílico. La pasión enamorada ordena al sentimiento y el instinto, los concentra y los orienta a su objetivo legítimo, que es el bien del amado. Aunque quizás este paradigma moderno haya sido vencido y yo ya no alcance a entender otro.

1 comentario:

Darío dijo...

Lectura amena. Le dejo enlace con otra página con una lectura muy distinta:

http://lahistoriadedonquijote.blogspot.com