Verdad tropical, verdad kitsch en El génesis en Santa Cariba de Julio Escoto
Dr. Héctor M. Leyva
Universidad Nacional Autónoma de Honduras
hleyva90@hotmail.com
Si hubiera que calificar con una palabra la última novela de Julio Escoto, habría que decir que es espléndida. Espléndida en el sentido de extraordinaria y en el de brillante. Por una parte la novela recorre una estética posmoderna novedosa en Honduras, y por otra, se halla lograda con gran dominio del oficio, con el lenguaje maestro de las obras maestras. En cierto modo es el arribo a tierra firme de un narrador que ha navegado largo tiempo y que por fin conoce todos los secretos de la isla que buscaba. Aunque también es cierto que conviene al lector advertir los atractivos pasionales que tal esplendidez comprende porque, como no podía ser menos, la obra encierra un sortilegio.
La novela de Julio Escoto trata de un pecado y es el de la seducción por la sensualidad. Su obra es la del disfrute de ese lenguaje neobarroco, propio del realismo maravilloso, capaz de fagocitar inagotables mundos imaginarios, y es también la seducción por la rotunda pasión sexual, generalmente atribuida a los trópicos, que como sostiene la novela podría ser uno de los rasgos más profundos de la identidad y el supremo impulso vital. En este sentido, la novela es un pecado y una provocación. Un entender la literatura como disfrute, que confronta la seriedad del arte difícil y del torturado realismo, y un celebrar la pasión libidinal tropical como aquello que le falta al mundo.
Entre todas las regiones, el Caribe quizás sea la más irreal. Archipiélago de tumultuosa historia pero sobre todo arrecife de sueños. Escollos y cordilleras semisumergidas poblados por ubicuos habitantes que han alentado el vuelo de un imaginario desarrendado, especialmente en la literatura. Imaginario del desorden y la autodestrucción, pero también del amor. La novela de Julio Escoto es entrega feliz a una de sus islas, Santa Cariba. Una isla imposible, construida en el mismo acto de contarla y que viene a ser más bien la proyección de un portentoso deseo de fecundidad y alegría.
“La costa se encendía con brillos fatuos –nos dice la novela- cuando las mantarayas anidaban en la playa y el viento oreaba a los cocoteros espumando la savia de sus frutos, que colgaban de los penachos como gárgolas de amor… (p. 10).
Las metáforas convocan el paisaje en el disfrute sensorial que provoca su dinamismo y su sustancia interior. La isla es un juego de reflejos (“brillos fatuos”, “espejos rotos”), un concierto de ruidos (“bostezos de pelícanos”, “ronquidos de peces”) y especialmente es refluir de substancias (cocoteros que “espuman savia” en “gárgolas de amor”, luz de mediodía que es “esperma de mercurio”).
Todo en la isla está modelado por el sentimiento, “sus farallones” dice el enigmático narrador (a quien se atribuye el lenguaje de la novela) eran “redondos y con paisajes tan lúbricos que sólo provocaban echarse a la hamaca para hacer el amor o meditar”. La situación es tan idílica que algunos extranjeros que llegaban se echaban a dormir y se despertaban ancianos. Los propios caribanos vivían en tal armonía con su mundo que confundían lo que soñaban con lo que era real y solían soñar lo que iba a acontecer. Hambre no se padecía pues los frutos del mar y de la tierra se prodigaban en abundancia. Más que eso añade el narrador “los suelos eran tan fértiles que escupíamos y brotaban hongos contumaces” (p 40-42).
La sensación del lector ante las descripciones de la isla es comparable a la que suscita el famoso mural de una adolescente pintora en la novela, que recrea con tal verismo los frutos tropicales de la isla que a los espectadores se les hacía agua la boca de sólo verlos: “…aguadeaban las encías ante el dulzor de las piñas, anonas, guayabas, caimitos, naranjas y mangos de la cornucopia tropical retratada” (p 217).
La idea de una prosa narrativa que se entrega a la incorporación del imaginario caribe como disfrute de un banquete suculento, tal vez sea apropiada para describir la novela en su conjunto, aunque por la relevancia de los apetitos sexuales, quizá incluso pudiera entenderse como seducción por la orgía en sus dos sentidos de banquete y goce erótico. El narrador comulga con el pueblo caribano en la celebración de la eterna y sensual primavera que los alberga a todos:
“Cariba lucía entonces –dice el narrador- un prodigioso chal de aroma a guayaba y exhalaba un penetrante aliento a infusión de anona, cuyas mónadas ingresaban a la nariz y anidaban en la cabeza volviendo a hombres y mujeres gran árbol de ramas que se buscaban, perseguían y enlazaban como si sus raíces pulpares fueran una sola congestión vegetal. Pájaros de vuelos insospechados picoteaban los huertos y la imaginación haciendo del universo una maravilla inconclusa, gran tapiz, retablo feraz donde bastaba querer concebir para salir preñado” (p134).
Los aromas de las frutas son afrodisíacos por compartir la misma sustancia amorosa de la isla que contagia a los hombres y mujeres que se buscan entre sí como las ramas de un gran árbol.
La novela sorprende a los habitantes en un momento edénico, anterior al parto de la historia cuando eran una olvidada aldea de pescadores. En efecto ahí el tiempo no había sido descubierto y sin que se entendiera a cabalidad el por qué o el cómo, el hecho es que habían venido a juntarse hombres de distintas razas y de las más remotas procedencias. El pueblo había venido fraguándose por la mezcla fuerte de sus cuerpos:
“…fundíanse salivas, razas disímiles se hacían melaza de endulzar pan” (p 11).
En un momento, sin embargo, son visitados por los ingleses e ipso facto son sometidos por la fuerza de los cañones. La colonización los humilla y los presiona a dejar de ser lo que eran. Los ingleses arriban con costumbres antinaturales como las de controlar las emociones y también las de fingirlas; lo mismo que con ideas degradantes con respecto al sexo. Pronto desleales y rencorosos mestizos se suman como testaferros a las esferas del poder y aparecen prelados católicos y militares que llegan a conformar una oligarquía aún más tiránica para los caribanos. Bajo la influencia de los hombres de la iglesia se condena abiertamente toda forma de disfrute del placer y especialmente el sexual. El alma de los caribanos se ve así gravemente aherrojada.
Ahora eran “una perla en el majestuoso anillo verde británico” (p 40), habían perdido la libertad y la inocencia, pero casi al mismo tiempo también habían comenzado la lucha por recuperarlas y recuperarse a sí mismos. Al principio los caribanos yerran en sus esfuerzos libertadores y algunos líderes como Crista Meléndez (encarnación de Jesucristo en una mulata) caen muertos bajo la represión (Crista falla porque su prédica era quizás un punto pasada de moralizante y mística). No obstante, otro líder, Salvador Lejano, viene a dar con el secreto crucial del pueblo caribano y tal vez por ello consigue conducir al triunfo la revuelta antibritánica. Después de haber estudiado marxismo y otras ciencias materialistas, llegó a descubrir que “…el motor de la especie radicaba en su centro sexual” (p193).
“Se trabajaba para asegurar la manutención, cierto, [pensaba Salvador Lejano] pero se escribía, pintaba, tallaba y musicaba con apetito sensual. El varón [decía], era máquina de poblar… codiciaba muslos, brazos y nalgas no por estéticas sino por anunciar fuerza, y las mamas que ellas traían enclavijadas al costillar eran, en la más pura conciencia animal, bastimento para la tribu, seguridad alimentaria. No nos equivocáramos, al fondo de la reproducción no quedaba sitio para poesías, nos amasábamos de la más cruda exigencia…” (p193).
Descubierto el reclamo más íntimo de su ser por este lúcido líder, los caribanos obtendrán la independencia y lo entronizarán en el poder, aunque con él y con los infaltables enemigos surgirán nuevos peligros que deberán volver a ser enfrentados. Su verdad esencial, sin embargo, se les ha hecho perfectamente clara y esa será su principal esperanza.
La idea de que la sensualidad del trópico es cierta y de que podría abrazarse como una verdad (o de que debería alimentar como si lo fuera nuestros sueños), la comparte esta novela con otras corrientes del tropicalismo latinoamericano. Vasos comunicantes la unen con el realismo maravilloso de Carpentier, tanto como con los cálidos ritmos del calypso o de la bossa nova. Hay la misma invitación a encontrarse y autocomplacerse en este espejismo afectuoso de la propia identidad. Sergio Ramírez, compañero de generación y centroamericano como Julio Escoto, escribía no hace mucho que el neobarroco que puso en boga Carpentier vino a convertirse en “la voz encontrada del continente latinoamericano”, el lenguaje más apropiado –a su juicio- para esta tierra de la exageración, la voluptuosidad y la música. (Ramírez, S., 2004).
Caetano Veloso en un libro titulado Verdad Tropical (por analogía con
Puede reconocerse en efecto que el tropicalismo puede suponer una estructura sentimental contracultural con respecto a la deshumanización del orden mundial, pero no puede evitarse tampoco reconocer el exceso sentimental, el estereotipo y la idealización que también encierra esta corriente del arte.
Frente al Caribe real, contaminado por la industrialización, los vicios del turismo y la pobreza, la dulzura del arte tropicalista parece perder arrestos subversivos y más bien asimilarse al statu quo y al mercado.
Liv Sovik, dice por ejemplo del tropicalismo musical brasileño, que ha dejado de hallarse asociado a los movimientos de izquierda para convertirse en el discurso estable de la identidad brasileña y en una fórmula de éxito en el mercado global de la cultura (Sovik, L.: 1998). Ernest Papin, llega más lejos al decir que la literatura que mitifica al Caribe, al presentarlo con “aguas azules, arenas doradas, aves cantarinas, vegetación lujuriosa” y con “la gracia física” de las mujeres creoles”, restablece la “ilusión de un inocente paraíso” que anula toda posibilidad de referirse a la naturaleza o a la realidad (Papin, E., 2003: 2).
Tales críticas encierran sin duda verdades que no pueden dejar de tenerse en cuenta, pero la novela de Escoto parece aferrarse a la suya con deliberada conciencia del gesto. (*)
Podría ser que en la entrega a la idealización y a los juegos de degustación del lenguaje, haya una rendición de beligerancias y también un halago de lo placentero, que aproxima comprometedoramente la obra a los productos de las industrias culturales. Pero en esas críticas parecen advertirse también los resabios de un viejo moralismo, que ahora como antes reclama a la literatura extrema seriedad y lucidez, sangre, sudor y lágrimas; sufrimiento y dolor como pruebas de la verdad. A fin de cuentas podría ser el antiguo y recalcitrante reclamo del realismo, ahora entendido mejor como hiperrealismo. Tal vez se piensa que los escritores están en la obligación de presentarnos la misma realidad que la prensa gráfica y televisiva, o tal vez otras realidades incluso más duras gracias a un estilo y a unos sentimientos más desgarrados. La novela de Julio Escoto, sin embargo, parece menos interesada en esas realidades que en los sueños, y más quizás en las verdades del corazón que en las verdades verdaderas.
La novela de Escoto se desmarca de la estética que entiende la obra de arte como obra de conocimiento o de edificación moral. No quiere elevar a la mente una imagen de realidad que la agotara en todos sus sentidos (como quizás tampoco normas sobre lo bueno, o lo justo). En cambio se entrega y quiere invitar a entregarse a un lance pasional. Quiere unirse y que el lector se una a la sensualidad tropical como disfrute pleno de un algo que si no es verdad (si acaso lo inventa el escritor o lo ha inventado la gente) es algo que se desea y que bien pudiera ser. Es su verdad tropical.
El gesto cruel del escritor, como sacerdote de la erudición y del lenguaje, que sacrifica la realidad a los sueños, se justifica así en esta estética kitsch que da la espalda a los valores puritanos del humanismo para reivindicar los más terrenales y también humanos de la benevolencia y la amabilidad.
Las observaciones de Ludwig Giesz sobre la fenomenología del kitsch aportan elementos para comprender esta experiencia estética que propone la novela. “Lo importante en este arte –dice- es poder bañarse, desahogarse en una disposición de ánimo agradable, homogénea” (Giesz, L.: 52). Lo kitsch es lo cursi pero no porque sea necesariamente feo o pasado de moda, sino por su enganche sentimental, por la facilidad con que conmueve o con que instala al artista y al espectador en el disfrute. En el arte kitsch el sujeto se funde con el objeto, el artista o el espectador se unen con la emoción o el placer que suscita la obra; se relajan las serias actitudes y las severas distancias del arte clásico; el sujeto abandona su imparcialidad, el juicio se rinde al sentimiento; y el espíritu claudica su libertad: no quiere más conocer sino sentir. No se trata de una actividad del conocimiento o de una acción moral, sino del acto más crudamente material de satisfacer una necesidad emotiva, y en esto se haya más próximo al consumo de una mercancía que a la contemplación desinteresada de la belleza o de la verdad (Giesz, L.: 52-72).
El kitsch es pecaminoso, tanto por su invitación al placer como por su implícito nihilismo que condena al descrédito los antiguos caminos del arte, la ciencia y la filosofía, que se consideraba que debían ser tortuosos y ásperos para conducir a algo bueno. Más emotivo e inmediatista, el kitsch quiere para ahora y en la mayor cantidad posible aquello que pueda dar felicidad. Desconfía de lo puramente intelectual como de los reclamos moralistas y descree de toda forma de trascendencia (o se resigna a la idea de que no existe).
Efectivamente la novela de Julio Escoto sacrifica el Caribe real para lograr una obra de arte seductora y acariciadora. El dilema moral que convoca, sin embargo, no es ajeno a la experiencia estética universal que desde antiguo se ha dicho que encuentra valores de belleza en el sufrimiento humano. Numerosos pasajes de la novela podrían citarse para hacerla ver como una piedra de sacrificios en la que la sangre de los caribanos, derramada en sus luchas por la libertad, es convertida en gemas preciosas de expresión verbal.
…
“Sangre, había sangre por todas partes. Sangre pronta a cuajarse como lácteo vital. Sangre que empezaba a oxidarse con delgado esplendor mate y proseguía derramándose a impulsos, como descompensada de un hígado gigante, sangre de linfocitos aráctiles en camino a pudrirse y fraguar la plasta, torta o delirio de moscas y canes, sangre de presencia inesperada, estera de flogisto y estupefacción, sangre desconocida y anónima, curtida, vertida, incombustible sangre que cristalizaba al sol. Tanta era la sangre allí expuesta que debía provenir de un mártir ciclópeo o de una legión de soñadores (p 123-124).
Terribles son también los pasajes de tormentos que los poderosos inflingen a los rebeldes caribanos. A Crista Meléndez los británicos la cuelgan en un cadalso con trampa y su vida se escapa en un instante narrado con lujo de detalles (“un temblor agónico indicó haberse desalineado la traquea y los músculos deltoides se contrajeron dos veces en persecución de un oxígeno escaso” (p80)). A Chepito Martí (encarnación dudosa del independentista cubano) lo queman a “fuego rápido” sobre un tablado de ciprés y su cuerpo despide un “humo dulzón” comparable según el narrador al de la “grasa de pollo”, la “chicharra de lechón” o el “aire de pato quemado” (p 209). A Salvador Lejano, cautivo en el despuntar de la revuelta, sus torturadores lo sientan en una “silla de patas imperiales” y lo golpean de todas las formas imaginables pero las marcas de violencia en su cuerpo cobran las formas de una rara belleza: así “mostraba el ojo como carbunclo, de un rubí encendido por la serosidad nueva del tejido celular” (p 247).
Algunas de las torturas son psicológicas pero igualmente perversas y así convertidas en motivo de juego neobarroco en la novela, como las que aplican a un estilista homosexual, a quien en lugar de arrancarle las uñas se las pintan con simpáticos motivos (“corazoncitos salmonados, culebritas vibrátiles, arañitas coquetas”) y lo mismo hacen con su cuerpo que en lugar de golpearlo lo empolvan y perfuman, e incluso le pintan tatuajes (por ejemplo “claveles de témpera en la nalga y las mejillas”) -aunque al final todo esto termina con un balazo mortal (p 249-250).
Debe observarse que la transformación de la realidad en objeto estético está visiblemente tamizada en la novela por la ironía. Lo que con derroche de arte se dice, suscita en la conciencia del lector lo que a propósito no se dice: la conmoción moral. De este modo, en el entrelineado de la novela puede apreciarse la apelación a la estética convencional (justa y buena) que quizás con nostalgia se añora. Así, por ejemplo, cuando la novela narra el proceso de degradación moral a que arrastra la colonización británica, lo que resalta es la celebración de los pormenores de la corrupción y el vicio que se extienden entre los caribanos, aunque tras ello pueda presumirse un lamento.
Véase el caso de la descripción de la casa de placer reconocida por el nombre de Catedral Citroen:
“Catedral Citroen aún existe… de la primigenia galera techada con palma y horcones creció y amplió luego su variedad coreográfica: champanes al inicio, aguardiente, chichas y marihuana al final; cantoras alsacianas y castrati de Italia, o púberes de Viena que viajaban para deleitarnos, a sifilíticas y transitadas garotas y anoréxicas de París encampanadas con vistosos revuelos o peladitas como venidas al mundo. Exuberantes tetonas de Marsella, sudanesas de cuello jiráfico, nalgudas garífunas, carnosas balletistas zutuhíles, gitanas de Hamburgo, cómicos de la legua y los más bellos travesti de la humanidad desfilaron por un escenario que al comienzo era un tablado de pino embreado con cola de buey pero que después fue un inmenso auditorio sembrado con bambalinas, candilejas y fresneles, dotado con cámaras de nieve, humo y vapor, flanqueado por bares de licores exóticos, pianos, orquestas, salas, combos, tragamonedas y el cubículo estrecho del mortuario, donde los quebrados por la ruleta se aplicaban el pistolazo fatal. Los meseros recorrían en patines de madera el estruendo cacofónico de la multitud depositando las órdenes y recogiendo a puños la propina mientras en las terrazas el espectáculo de la bahía encendida con farolas de yates y cruceros del mundo daba la sensación de contemplar a la urbe de la prosperidad. Gentes con curiosos aspectos y acentos transitaban vestidos en bermudas o frac pasando la larga noche del trópico en una orgía sin tiempo” (p 56).
…
Todas estas notas sombrías de la novela, no consiguen, sin embargo, opacar el rutilante foco de atención puesto en el amor. Menos que una delectación solipsista, la novela parece más bien confesar un acto de fe. La escritura ama sus objetos como los personajes se aman entre sí, sabiéndose ficticios pero queriéndose verdaderos. Es el amor subido de tono de las representaciones que solemos llamar cursis, que son falsas y se quieren ciertas.
Como se destaca en la reseña de la contraportada, la novela está plagada de amores: la pintora adolescente Alfonsina Mucha desfallece de amor por el viril rebelde Salvador Lejano; dos apasionados homosexuales se aman bajo una montaña justo en el momento en que ésta se derrumba; un fervoroso sacerdote cae en el pecado de perder su virginidad en brazos de una hembra descomunal, para terminar horriblemente torturado por los remordimientos; etc.
El encuentro de Selva Madura, el personaje más plenamente sexual, con el cura Casto Medellín, podría pasar por un típico, acalorado y demorado capítulo de novela erótica. Siendo ambos vírgenes en ese momento, el roce de sus cuerpos desata energías insospechadas para ellos:
“Lo peor vendría luego, lo que ni sus fantasías más tiernas podían inventar y era el voltaico chispeado de los labios, roce de comisuras que para lo único que servía era para apetencia de más…” (p 24).
Enamorada inútilmente de Salvador Lejano, Alfonsina Mucha (encarnación adolescente de Alfonsina Storni) va a soñar y a delirar por su amado hasta terminar en el fondo del mar, muerta de amor. Loca por pintar, pintará también el rostro de Salvador Lejano en las paredes de Santa Cariba, pero sobre todo se entregará a ensueños del todo literarios en los que se verá a sí misma recibiendo a su combatiente como las damas de los castillos a sus señores en las novelas de caballería:
“Y entonces ella vendría y le tiraría del dormán mientras él roncaba agotado, y le extraería las botas de cuero con pezuña de peltre y espuela de plata, y los guanteletes con resina de caucho y arenilla de sudor, los cinturones triples con gotas de mercurio y amaranto y oro, los escapularios santos y el suspensor húmedo para dejarle al aire las bolas reproductivas donde se le recluía la síntesis última del valor, aquel espécimen heroico de la raza tendido allí sobre el jergón cual amapola desecada, girasol desorientado mientras ella le sobaba y repasaba grasa de danto y untos de cloroformo, restituía las partes y apujaba las hernias deformes, regaba el hervor de su saliva desesperada aquí y acullá y allá y de a poco el retoño despertaba” (p 241).
Selva Madura, la campeona sexual de la novela tiene tan cautivadores encantos que según el narrador “sólo requería levantar los brazos, bostezar, abrir las piernas, únicamente respirar para que el planeta extraviara el rumbo atento al desplazamiento de sus deliciosas moléculas” (p 120). Desgraciadamente el verdadero amor, aquel de un hombre dispuesto a compartir su vida con ella le será negado, hasta que ya sea muy tarde y ella se vuelva enormemente gorda. Uno de los momentos culminantes de la novela, sin embargo, será cuando ella se percate que tampoco Salvador Lejano, a quien acaba de tener entre sus brazos, querrá casarse con ella. La escena es aquí de un exotismo utópico y ucrónico:
“En el jardín un ebrio flautaba un turbio minueto y las notas espumaban y se perdían en la avenida líquida de la mar. El globo de la luna se alzaba al fondo de la retina rizando el agua, cercado por un abejeo de estrellas. Allí, recostada en el alféizar, engrudados sus muslos con la savia bendecida de Lejano, que daba a sus piernas un barniz de salmón, Selva Madura recapacitó sobre lo oblicuo de la felicidad” (p 334).
El amor que resplandece en la novela se haya exagerado o sobredorado por el lenguaje y los escenarios irreales. Como se decía al principio parece más la proyección de un portentoso deseo o de un sueño que una cosa cierta. Como en el arte kitsch es el esplendor de lo imposible, de lo que más se quiere aunque en el mundo no exista.
El amor es algo en lo que se quisiera creer, es algo que debería ser cierto aunque ya nada pueda darse por seguro con ingenuidad. La novela pareciera concederse una autoindulgencia, la de permitirse creer, si bien riéndose, que el amor es su verdad o al menos una verdad necesaria para los trópicos y para todos.
Bibliografía
Calinescu, Matei. 1987. Five faces of Modernity. Modernism, Avant-Garde, Decadence, Kitsch, Postmodernism.
Escoto, Julio. 2006. El génesis en Santa Cariba. Tegucigalpa. Centro editorial.
Giesz, Ludwig. 1973. Fenomenología del kitsch. Una aportación a la estética antropológica.
Pepin, Ernest. 2003. “The Place of Space in the Novels of Créolité Movement” en Ici-la: Place and Displacement in
Ramírez, Sergio. 2004. “Esplendor del Caribe. Homenaje a Alejo Carpentier”. Revista Carátula. http://www.caratula.net/
Sovik, Liv. 1998. “Tropical Truth: a reading of contemporary debate on Tropicália” Ensayo presentado en el Congreso Latin American Studies Association, Chicago, Illinois, September 1998.
Veloso, Caetano. 1997. Verdade Tropical. São Paulo, Companhia das Letras. Cit en Sovik, Liv. 1998. “Tropical Truth: a reading of contemporary debate on Tropicália” Ensayo presentado en el Congreso Latin American Studies Association,
(*) En la presentación de esta novela, el autor reaccionó ante estas críticas señalando la intención paródica de la idealización neobarroca del Caribe, lo que concuerda con la voluntad kitsch que en este trabajo quiere destacarse. La imitación de estilo de la parodia, supone un distanciamiento humorístico del modelo, pero tal humor puede encerrar una forma de ambigua empatía como aquí quiere hacerse ver.
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