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domingo, septiembre 16, 2012

Sobre “Formas de volver a casa”. Sara Rolla




Con su habitual perspicacia, Sara Rolla nos ofrece en esta reseña sobre Formas de volver a casa, la última novela publicada por Alejandro Zambra, un recuento de las obsesiones del escritor chileno así como los recursos que emplea para dar forma a su relato: la trama combina con sutileza diferentes planos de ficción, lo autobiográfico se amalgama hábilmente con lo ficticio, en el marco de un sutil juego de espejos que nos obliga a releer y comparar. 

Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) es un poeta, narrador y ensayista chileno que, junto a otros escritores de su generación (como el colombiano Juan Gabriel Vásquez y el guatemalteco  Eduardo Halfon), muestra, en su última novela (Formas de volver a casa, Anagrama, 2011), una gran calidad expresiva en un contexto histórico similar (una Latinoamérica que no se libra, aún, de los traumas generados, en lo social y político, en las últimas décadas del siglo XX).

La trama combina con sutileza diferentes planos de ficción. Lo autobiográfico se amalgama hábilmente con lo ficticio. El protagonista, evidente “alter ego” del autor, está inmerso en un excelente juego de espejos que nos obliga a releer y comparar. Hay agudas metarreflexiones, como las siguientes: “O es que me gusta estar en el libro. Es que prefiero escribir a haber escrito.” (p. 55); “pienso (…) en este oficio extraño, humilde y altivo, necesario e insuficiente: pasarse la vida mirando, escribiendo.”(p. 164).

El estilo, ágil y epigramático, nace, sin duda, del oficio poético del autor. Véase este pasaje que evidencia la calidad de la prosa (fluida, armoniosa y exquisitamente nihilista):
“Los padres abandonan a los hijos. Los hijos abandonan a los padres. Los padres protegen o desprotegen pero siempre desprotegen. Los hijos se quedan o se van pero siempre se van. (…) Queremos ser actores que esperan con paciencia el momento de salir al escenario. Y el público hace rato que se fue.” (p. 73)

No faltan las referencias al cine y la música y la inclusión de personajes “reales”, como escritores amigos del autor (al modo de Vila-Matas). Desde luego, la literatura misma se constituye en tema, como en las referencias a la lectura “obligatoria” de Madame Bovary en la adolescencia del protagonista. Y hay reflexiones tan bellas e ingeniosas como ésta: “Leer es cubrirse la cara, pensé. Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla”. (p. 66)

El contexto histórico evocado (la dictadura de Pinochet) se presenta de un modo sesgado, muy inteligentemente: “Mientras el país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las servilletas en forma de barcos, de aviones.” (p. 56)

Sutilmente,  esta novela parece querer demostrar una verdad que está siempre en el fondo de la buena literatura: que el oficio de escribir (el registro del desajuste, a la vez doloroso y fecundo, del autor con su ambiente) da sentido a la existencia.

miércoles, septiembre 14, 2011

Carlos Fuentes o el canon de un envidioso senil


En 1994 Harold Bloom encendió la polémica con la publicación de su célebre The Western Canon: The Books and School of the Ages (El canon occidental: La escuela y los libros de todas las épocas). El canon reivindicado por el renombrado profesor de Yale fue tildado, entre otras cosas, de «masculino» y «blanco», y suscitó reacciones en contra, tanto de derechas como de izquierdas, tendencias a las que Bloom señaló como responsables de politizar los estudios y la crítica literaria, dejando a un lado la lectura cuidadosa y el análisis centrado en los valores tradicionales de la literatura.
A partir de esa fecha, se han sucedido las propuestas de autores, estudiosos y críticos, todos planteando su proyecto de canon. Y, como era de esperar, cada nueva propuesta tenía seguidores y detractores. Pero en todas resultaba evidente la intención de consignar a los imprescindibles, el afán totalizador y la voluntad por integrar el inventario definitivo de las letras universales. Y la cosa marchaba y los lectores apenas nos atrevíamos a sugerir uno o varios títulos, para ampliar el registro.
Sin embargo, el 27 de agosto de 2011, en la edición de Babelia, el mexicano Carlos Fuentes se aventuró a pergeñar un canon tan endeble como polémico en el artículo “Estirpe de novelistas”, destinado a presentar/justificar su última elucubración titulada La gran novela latinoamericana, cuya lectura viene a confirmar su debacle intelectual, triste condición de la cual ya había ofrecido adelantos con la publicación de mamarrachos tales como Instinto de Inez, La silla del águila, Todas las familias felices o Adán en Edén –adefesios situados a años luz de La región más transparente, de La muerte de Artemio Cruz o de la magistral Terra nostra– así como en sus lamentables opiniones sobre el golpe de estado en Honduras, avalando las elecciones de noviembre de 2009.
La “lista” que se atrevió a ventilar en Babelia como apéndice del texto arriba mencionado, revela a un Fuente senil y atrabiliario, corroído por la envidia malsana, colocando a brillantes medianías –Missana, Fontaine, Franz o Padilla– que se han granjeado su apego a través de una devoción casi lacayuna, por encima de talentos incuestionables como Ricardo Piglia, Sergio Pitol, David Toscana, Rodrigo Rey Rosa, César Aira, Eduardo Halfon, Alan Pauls, Edmundo Paz Soldán o Alberto Fuguet…pero la omisión más lamentable es la de Roberto Bolaño, a quien no incluyó en su texto alegando que: “es mi libro y mi selección. Es como una novela y en ellas están mis preferencias y rechazos, y a Bolaño no lo he leído y no lo puedo incluir”.
Para leer el artículo completo de Fuentes hacer click aquí, y además recomendamos echar una ojeada al comentario light del narrador peruano Iván Thays.