Con su habitual perspicacia, Sara Rolla nos ofrece en esta reseña sobre Formas de volver a casa, la última novela publicada por Alejandro Zambra, un recuento de las obsesiones del escritor chileno así como los recursos que emplea para dar forma a su relato: la trama combina con sutileza diferentes planos de ficción, lo autobiográfico se amalgama hábilmente con lo ficticio, en el marco de un sutil juego de espejos que nos obliga a releer y comparar.
Alejandro Zambra (Santiago de Chile, 1975) es
un poeta, narrador y ensayista chileno que, junto a otros escritores de su
generación (como el colombiano Juan Gabriel Vásquez y el guatemalteco Eduardo Halfon), muestra, en su última novela
(Formas de volver a casa, Anagrama,
2011), una gran calidad expresiva en un contexto histórico similar (una
Latinoamérica que no se libra, aún, de los traumas generados, en lo social y
político, en las últimas décadas del siglo XX).
La trama combina con sutileza diferentes planos
de ficción. Lo autobiográfico se amalgama hábilmente con lo ficticio. El
protagonista, evidente “alter ego” del autor, está inmerso en un excelente
juego de espejos que nos obliga a releer y comparar. Hay agudas
metarreflexiones, como las siguientes: “O es que me gusta estar en el libro. Es
que prefiero escribir a haber escrito.” (p. 55); “pienso (…) en este oficio
extraño, humilde y altivo, necesario e insuficiente: pasarse la vida mirando,
escribiendo.”(p. 164).
El estilo, ágil y epigramático, nace, sin duda,
del oficio poético del autor. Véase este pasaje que evidencia la calidad de la
prosa (fluida, armoniosa y exquisitamente nihilista):
“Los padres abandonan a los hijos. Los hijos
abandonan a los padres. Los padres protegen o desprotegen pero siempre
desprotegen. Los hijos se quedan o se van pero siempre se van. (…) Queremos ser
actores que esperan con paciencia el momento de salir al escenario. Y el
público hace rato que se fue.” (p. 73)
No faltan las referencias al cine y la música y
la inclusión de personajes “reales”, como escritores amigos del autor (al modo
de Vila-Matas). Desde luego, la literatura misma se constituye en tema, como en
las referencias a la lectura “obligatoria” de Madame Bovary en la adolescencia del protagonista. Y hay
reflexiones tan bellas e ingeniosas como ésta: “Leer es cubrirse la cara,
pensé. Leer es cubrirse la cara. Y escribir es mostrarla”. (p. 66)
El contexto histórico evocado (la dictadura de
Pinochet) se presenta de un modo sesgado, muy inteligentemente: “Mientras el
país se caía a pedazos nosotros aprendíamos a hablar, a caminar, a doblar las
servilletas en forma de barcos, de aviones.” (p. 56)
Sutilmente,
esta novela parece querer demostrar una verdad que está siempre en el
fondo de la buena literatura: que el oficio de escribir (el registro del
desajuste, a la vez doloroso y fecundo, del autor con su ambiente) da sentido a
la existencia.