Si uno quiere
ser conocido dedicándose a la escritura, como los libros en sí mismos suelen
tener una vida efímera, debe o bien cortejar a los medios y dejar que la publicidad
actúe como su chulo, como hacía Truman Capote, o bien aferrarse como la hiedra
a los muros de la academia, yendo de campus en campus como un canapé en una
fiesta.
Así, de un modo
o de otro, uno puede aparecer en público con frecuencia y cosechar el aplauso
de aquellos a quienes aplaudir no les cuesta nada porque no tienen otra cosa
que hacer. Uno debe también leer su libro histriónicamente, o dar muestras de su
trabajado ingenio y de su creciente comodidad, en programas de entrevistas
televisivas. Y hacer reseñas. Sí, exacto, descender hasta las profundidades de
los rivales, donde uno será considerado un tiburón más. Y participar en
simposios, y dar entrevistas.
Todo eso se va
sumando a los textos escritos por uno y sobre uno que cualquier estudiante,
crítico o estudioso debe consultar. Porque uno vale en función del número de
entradas en que aparece su nombre en el catálogo de la biblioteca. Mientras
tanto, también hay que enseñarles a los principiantes cómo ser un genio, apoyar
profesionalmente a los alumnos más destacados e ir creando en torno a uno
mismo, a lo largo de los años, un círculo de personas agradecidas cada vez
mayor. De este modo, el prestigio de uno va creciendo con tanta firmeza como el
tronco de un frondoso árbol.
William Gaddis,
también conocido como Gibson, también conocido como Green, también conocido
como Gass, no hizo ninguna de estas cosas que suelen hacerse para potenciar la propia
carrera literaria, quedando, como dicen convenientemente los políticos cuando
no quieren que algo los salpique, «al margen». Fuera de foco. A un lado.
Tampoco se dedicó a escribir un nuevo libro cada quince días sólo para
demostrar lo fácil que es, ya que todos sabemos lo fácil que es, y lo deseable,
puesto que de ese modo uno puede darle a sus nuevos amigos lo que están
acostumbrados a recibir e ir a las fiestas, e incluso a las juergas, que
organizan los editores, pues ¿acaso no somos todos viejos amigos?, y sus libros
reciben cada vez más y mejores críticas. No hay que olvidar que los mismos
chapuceros que condenan también están dispuestos a elogiar, por un precio.
William H. Gass.
Prólogo a Los reconocimientos, de
William Gaddis. 2014