domingo, febrero 18, 2007

Las mujeres de Adriano ó la moral de la infidelidad


Por Mario Gallardo

“La moral de la infidelidad es la discreción”, esta frase resume y presagia la caída del imperio apasionado e íntimo de un historiador cuyas batallas más importantes las libró en el lecho. Es el universo de Justo Adriano Alemán, historiador y abogado, amante de cinco mujeres esplendorosas, intemporales en su belleza, que él descubre y preserva en su memoria y en su cama sin que el paso del tiempo ose marchitarlas.
Desde la experimentada cincuentona Carlota Besares a la fogosa veinteañera Cecilia Miramón, desfilan ante nuestros ojos la siempre adolescente Regina Grediaga, junto a Ana Segovia, la beldad calipígica, y ese “monumento secreto” llamado María Angélica Navarro.
Ellas –y no el viejo historiador ni su discípulo y cronista de tan peculiar saga amatoria- son la sal y la pimienta de esta novela magistral que se titula Las mujeres de Adriano, editada por Alfaguara en octubre de 2001.
Porque es en la gloriosa materialidad de esos cuerpos, así como en la magnífica complejidad de sus mentes, donde se juega y refunde todo el contenido ético, moral y hasta lingüístico de esta narración, insólita en la medida que no rehuye el reto de contar sin ambages una historia que sorprende por su erótico desparpajo en éstos tiempos de aséptica posmodernidad, donde reina ese adefesio estúpido y anglosajón de lo políticamente correcto.
Este Adriano se parece mucho a su homónimo, el de la Yourcenar: ambos comparten su gusto por la reflexión sistemática en torno a sus hechos y acciones, ambos asisten a una época de cambios, pero la contemplan desde lejos, refugiados en la serenidad que sólo dan los años bien vividos y los estudios bien aprovechados; pero me gusta más el Adriano mexicano, con su delectación ante la rotundidad absoluta de las nalgas de Ana Segovia, mientras que me inspiran tristeza los suspiros del romano al contemplar el perfil griego de su Antínoo.
Comparto además su denostación del periodismo: “una forma frenética de saber lo que pasa sin entender lo que sucede”, pero, por sobre todas sus virtudes y defectos, admiro en Adriano el sentido axiomático de sus frases de y acerca el amor y la vida, verdadero “Arte de amar” contemporáneo, donde la práctica ha gestado su propia teoría más allá de los convencionalismos del sexo y la fidelidad.
Y cómo no sentirme identificado con frases como: “Nadie te acosa sino tus errores pasados, te toca a ti porque les toca a todos: nadie está a salvo de la adversidad y todos somos víctimas de nosotros mismos”. O la igualmente sentenciosa “nadie vive para otro, nadie redime a otro, nadie le debe a otro la vida ni la infelicidad. Y nadie tiene derecho de exigir a otro un pago por los esfuerzos que hizo en su favor”.
Y es que pese a los sufrimientos y ahogos que también le prodigaron sus mujeres, Adriano entiende, y conoce, la verdadera faz de tan azaroso sentimiento: “El amor es un asunto optimista, le gusta reír, cree en la abundancia de la vida… la enfermedad es una forma del desamor, sólo la salud puede amar”.
Tampoco cae, incurre o transige con el banal agotamiento que encierran los compromisos, por eso afirma con singular énfasis que “algo vital en nosotros rechaza la paz, quiere la anormalidad, la trasgresión, el riesgo. Quien mata ese espacio salvaje en su vida se mata un poco. La bestia cobra su revancha, mata lo sano para abrirse paso”.
Más adelante, sus energías se orientan a aclararnos otro presunto malentendido que más de algún (a) moralista se empecina en vestirlo con el ropaje de la dicotomía: “Vestimos el deseo de nombres propios y lo llamamos amor. Pero el deseo tiene su propia lista de convocados, no repara en los nombres sino en los cuerpos, y cuando es genuino los atrae, los busca, los encuentra, los persuade con la fuerza misma de su impulso. No quiere fundirse con alguien en especial, quiere sólo fundirse”.
Pero en medio de este tráfago amatorio, en este torbellino que te arrastra y te alienta a no traicionar nunca –so pena de ser condenado a sufrir la llama eterna de un infierno sin mujeres- el sentido de la máxima con que se iniciara este breve ejercicio del criterio, me inclino por concluir con la frase inquietante que Adriano dejara caer sobre la mesa en uno de sus primeros encuentros con su discípulo: “Me gusta ver por los ventanales a los niños jugando. Los niños que fuimos y que no podremos ser. ¿Sospecharán en su dicha sin sombra las sombras de su dicha?”.

Borges revisitado


Hace unos años, con motivo del centésimo aniversario de su nacimiento, nos reunimos -en una sala del Museo de Antroplogía e Historia de San Pedro Sula- junto a los "umbrales" Sara Rolla, Raúl Arechavala y Rodolfo Pastor para rendir un pequeño homenaje a Jorge Luis Borges. Luego de buscar entre mis papeles, finalmente encontré el texto que leí en esa ocasión y que ahora comparto con ustedes.


Un Borges humano, demasiado humano

Mario Gallardo

Montale dijo en alguna ocasión que Jorge Luis Borges será recordado por ser el hombre que fue capaz “de meter el universo en una cajita de fósforos”; no menos cierto es que debería ser recordado como el escritor que –prácticamente sin proponérselo- construyó las bases de la “moderna” narrativa latinoamericana: la “constitución” borgiana, como la denomina Fuentes en Valiente mundo nuevo.

Pero en estas líneas deseo recordar no al celebrado creador de Ficciones y El Aleph sino “al otro”, al Borges punzante e irónico, al crítico demoledor que intentaba atemperar un tanto la ponzoña de sus dardos literarios disfrazándose de humorista, pero también al hombre que se dejaba vivir “para que Borges pueda tramar su literatura”.

Sobre este Borges de la prosa irónica se ha dicho poco, la mayoría de los devotos confesos hemos preferido regodearnos en el diáfano entramado de sus espejos y laberintos, relegando a un segundo plano sus ejercicios críticos.

Además, ya Eliot Weinberger ha advertido que conocemos apenas un tercio de los textos “en prosa” que Borges escribió a lo largo de su vida, entre los que destacan sus ensayos y reseñas de libros y de cine.

Sin embargo, la reedición de algunos de sus primeros textos nos ha permitido conocer frases tan demoledoras como las que le dedica a Lugones en El tamaño de mi esperanza (1926): “con el sistema de Lugones son fatales los ripios. Si un poeta rima en ía o en aba, hay centenares de palabras que se le ofrecen para rematar una estrofa y el ripio es ripio vergonzante. En cambio, si rima en ul como Lugones, tiene que azular algo en seguida para disponer de un azul o armar un viaje para que le dejen llevar baúl u otras indignidades”.

La riña de Borges con el modernismo, más bien con lo cursi del modernismo, tampoco dejó por fuera al gran visir de la banda del cisne de engañoso plumaje: “Darío, no sé por qué, me incita a ser insolente con él. Me parece una exageración indecorosa vincular a Rubén Darío con el simbolismo, aproximarlo a Mallarmé. Darío fue un precursor en relajaciones: del francés sólo importó comodidades métricas y se valió del Petit Larousse para decorar sus versos. Bueno, pero no desearía hablar mal de Darío”.

En otras ocasiones su ironía trasciende la obra para detenerse en el creador, como ocurrió con García Lorca: “Yo charlé una hora con él en Buenos Aires. Me pareció un hombre que estaba actuando, representando un papel. Me refiero a que era un andaluz profesional”.

Más de alguno ha querido ver en estas frases su desprecio por lo español, incluso David Huerta habla de una “querella hispánica de Borges”, aunque en realidad estos juicios deberían ser vistos como la expresión más pura de su lucidez intelectual, que llegó al extremo de afirmar: “Los españoles hablan muy mal el español, no saben pronunciarlo. Quizás es por eso que lo aman tanto: para ellos es una lengua extranjera”.

Sin embargo, en su descargo habría que matizar que idéntica ironía mostraba al definir a los franceses, de quienes dijo en cierta ocasión que “son muy inteligentes, muy lúcidos; les gustan mucho los cuadros sinópticos”. Sobre los yanquis fue más allá al expresar que “entre ellos existe una tendencia generalizada a apoyar la pobreza, la barbarie y la ignorancia”.

Tampoco se le escapó su propia tierra: “Este país no existe. Es pura jactancia. Los argentinos, en especial los porteños, son superficiales, frívolos, snobs. Políticamente, Argentina no cuenta. ¿Económicamente? Los militares la robaron, la arruinaron. Argentina es un país donde la gente ya no quiere ser pagada con su propia moneda.”

En Borges se encontraba muy desarrollado uno de los atributos que mejor distinguen al crítico: la irritabilidad, y a esta condición emocional habría que añadirle su sentido del humor, elementos que conforman y definen su estilo numismático, preciso, sardónico.

Sin embargo, hay otro Borges, menos duro, más entrañable. El que privilegiaba la amistad, señalando las ventajas que tiene sobre el amor, que exige continuos milagros, reciprocidad. Porque “si uno deja de ver a una persona por unos días se puede sentir muy desdichado. En cambio, la amistad puede prescindir de la frecuentación”.

El amor. El elemento que todos sus biógrafos coinciden en señalar como una suerte de “bestia negra” para el buen Borges, quien se defendía diciendo: “No se por qué dicen que carezco de sentimientos. O que a mi vida le fueron negadas ciertas experiencias fundamentales. Supongo que se refieren al amor. Se equivocan. Puedo afirmar que he vivido enamorado”.

La verdad es que sí vivió enamorado, lo que para él era casi “una costumbre de familia”, pero no siempre fue correspondido o fue incapaz de corresponder. Tal vez su timidez excesiva con el sexo opuesto -condición que fue exacerbada en Suiza por su propio padre, al fraguar una fallida cita erótica en la plaza Dufour para curar la condición de “invicto sexual” de Borges- se confabuló con su dependencia materna hasta el grado de inhibirle sexualmente.

Su novia de los años 40, la emancipada Estela Canto, quien no lo ama, pero está satisfecha de ser amada por el mejor escritor de su país (ya había publicado Ficciones), asegura haberlo incitado a una relación sexual que Borges no se atrevió a consumar. Para esas fechas “Georgie” ya tiene 45 años, pero todavía es para su madre “El Niño”.

Esa condición le lleva a idealizar el amor en menoscabo de sus aspectos físicos, pero incluso en los últimos años experimenta temor ante su súbita aparición: “Es el amor. Tendré que ocultarme o huir. Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes; el ejercicio de las letras, la vaga erudición? (…) Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oir tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles”.

La idealización a ultranza se revela también en una declaración de amor a su compañera de los últimos años, María Kodama, a quien define etérea, sin peso, prácticamente sin cuerpo: “Es la síntesis de la cortesía oriental. Estoy enamorado de ella y pienso seguirla hasta el fin del mundo. Sus cualidades son la inteligencia, la intuición, el don de la literatura”.

Para concluir, quisiera destacar una última faceta de este otro Borges, la del profesor de literatura a quien sus alumnos recuerdan como un hombre gentil y considerado: “He sido profesor durante veinte años y he aplazado a tres estudiantes. Poco ¿no? Nunca olvido un examen que tomaba un profesor sobre literatura española. El tema era la comedia Los intereses creados, de Benavente, y el profesor preguntaba: ¿Qué sucede en la segunda escena del tercer acto? El mismo Benavente no hubiera sabido qué contestar. Eso es terrorismo. Como eso de preguntar el año de la muerte de un escritor que ni el mismo escritor conoce. Shakespeare no pudo saber que se murió en 1616”.

Y con este guiño de “Georgie” a los “terroristas” de la cátedra concluyo este breve ejercicio de Borges por sí mismo, que apuntaba a mostrar al crítico detrás del narrador, al hombre detrás de la palabra, en suma, a un Borges humano, quizás demasiado humano.

martes, febrero 06, 2007

La melancolía de Bolaño


La melancolía en la obra de Roberto Bolaño es analizada con singular presteza por Carlos Franz en este artículo, "Una tristeza insoportable", que apareció el mes pasado en la edición española de la revista Letras Libres. Franz apunta, con certero acopio de citas, que esa "rabia triste" es un elemento clave para definir a los personajes y narradores del recordado narrador chileno, quien se ha convertido en "nombre obligado", referencia ineludible en los estudios sobre la narrativa latinoamericana de esta última década.

Dos textos de Ricardo Piglia


En su edición correspondiente al mes de mayo de 2003, la revista Letras Libres publicó una interesante entrevista con el narrador argentino Ricardo Piglia titulada Por una lectura infinita, donde el autor de Respiración artificial, La ciudad ausente y Plata quemada, revela, entre otras cosas, su preferencia "por un modelo de relato visto como investigación", además de desvelar algunas afinidades: Joyce, Macedonio, Kafka, Sebald, Calvino, Cortázar, Magris. Además, queremos propiciar un primer contacto con el estilo de Piglia, a través de la lectura del texto narrativo que ofrecemos a continuación.
Pequeño proyecto de una ciudad futura

Varias veces me hablaron del hombre que en una casa del barrio de Flores esconde la réplica de una ciudad en la que trabaja desde hace años. La ha construido con madera y yeso y en una escala tan reducida que podemos verla de una sola vez, próxima y múltiple y como distante en la silenciosa claridad. Siempre está lejos la ciudady esa sensación de lejanía desde tan cerca es inolvidable. Se ven los edificios y las plazas y las avenidas y el suburbio que declina hacia el oeste hasta perderse en el campo. No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica; toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia. La ciudad es Buenos Aires pero modificada y alterada por la locura y la visión microscópica del constructor. El hombre dice llamarse Russell y es fotógrafo, o se gana la vida como fotógrafo, y tiene su laboratorio en la calle Bacacay y pasa meses sin salir de su casa reconstruyendo periódicamente los barrios del sur que la crecida del río arrasa y hunde cada vez que llega el otoño. El hombre cree que la ciudad real depende de su réplica y por eso está loco. Mejor, por eso no es un simple fotógrafo. Ha alterado las relaciones de causa y efecto y cree que la ciudad real es la que esconde en su casa y cree que la otra es sólo un espejismo o un recuerdo. La planta sigue el trazado de la ciudad geométrica imaginada por Juan de Garay con las ampliaciones y las modificaciones que la historia le ha impuesto a la remota estructura rectangular. Entre las barrancas que se ven desde el río y los altos edificios que forman una muralla en la frontera norte persisten los rastros del viejo Buenos Aires con sus barrios arbolados y sus tapias bajas y sus potreros de pasto seco. El hombre ha imaginado una ciudad perdida en la memoria y la ha repetido tal como la recuerda. Lo real no es el objeto de la representación sino el espacio donde un mundo fantástico tiene lugar. Se ven las calles y las casas y las casas y las calles son las de su infancia. La construcción sólo puede ser visitada por un espectador a la vez. Esa actitud incomprensible para todos es, sin embargo, clara para mí: el fotógrafo reproduce en la contemplación de la ciudad el acto de leer. El que la contempla es un lector y por lo tanto debe estar solo. Esa aspiración a la intimidad y al aislamiento explica el secreto que ha rodeado su proyecto hasta hoy. Siempre pensé que el plan oculto del fotógrafo de Flores era el diagrama de una ciudad futura. Es fácil imaginar al fotógrafo iluminado por la luz roja de su laboratorio que en la noche vacía piensa que su máquina sinóptica es una cifra secreta del destino y que lo que él altera en su ciudad se reproduce luego en los barrios y en las calles de Buenos Aires pero amplificado y siniestro. Las modificaciones y los desgastes que sufre la réplica —los pequeños derrumbes y las lluvias que anegan los barrios bajos— se hacen reales en Buenos Aires bajo la forma de breves catástrofes y de accidentes inexplicables. El arte no copia la realidad, la anticipa y la altera y hace entrar en el mundo lo que no estaba. El fotógrafo actúa como un arqueólogo que desentierra restos de una civilización olvidada. No descubre o fija lo real sino cuando es un conjunto de ruinas (y en este sentido, por supuesto, ha hecho, de un modo elusivo y sutil, arte político). Está emparentado con esos inventores obstinados que mantienen con vida lo que ha dejado de existir. Sabemos que la denominación egipcia del escultor era precisamente "El-que-mantiene-vivo". La ciudad trata entonces sobre réplicas y representaciones, sobre la percepción solitaria, sobre la presencia de lo que se ha perdido. En definitiva trata sobre el modo de hacer visible lo invisible y fijar las imágenes nítidas que ya no vemos pero que insisten todavía como fantasmas y viven entre nosotros. Esta obra privada y clandestina, construida pacientemente en el altillo de una casa en Buenos Aires, se liga en secreto con ciertas tradiciones del arte en el Río de la Plata: para el fotógrafo de Flores, como para Xul Solar o para Torres García, la tensión entre objeto real y objeto imaginario no existe: todo es real, todo está ahí y uno se mueve entre los parques y las calles, deslumbrado por una presencia siempre distante. El fotógrafo aspira a construir un mundo donde las imágenes persistan al mismo tiempo que la realidad. No se trata de representar sino de reproducir: el artista es un inventor que fabrica réplicas imaginarias y sobre esas réplicas se modela luego la vida. La diminuta ciudad es como una moneda griega hundida en el lecho de un río que brilla bajo la última luz de la tarde. No representa nada, salvo lo que se ha perdido. Está ahí, fechada pero fuera del tiempo y posee la condición del arte, se desgasta, no envejece, ha sido hecha como un objeto inútil que existe para sí mismo. He recordado en estos días las páginas que Claude Leví-Strauss escribió en La pensée sauvage sobre la obra de arte como modelo reducido. La realidad trabaja a escala real, "tandis que l'art travaille a l'echelle réduit". El arte es un forma sintética del universo, un microcosmos que reproduce la especificidad del universo sin pasar por la mimesis ni por la representación. La moneda griega es un modelo en escala de toda una economía y de toda una civilización y a la vez es sólo un objeto perdido que brilla al atardecer en la transparencia del agua. Hace unos días me decidí por fin a visitar el estudio del fotógrafo de Flores. Era una tarde clara de primavera y las magnolias empezaban a florecer. Me detuve frente a la alta puerta cancel y toqué el timbre que sonó a lo lejos, en el fondo del pasillo que se adivinaba del otro lado. Al rato un hombre enjuto y tranquilo, de ojos grises y barba gris, vestido con un delantal de cuero, abrió la puerta. Con extrema amabilidad y en voz baja, casi en un susurro donde se percibía el tono áspero de una lengua extranjera, me saludó y me hizo entrar. La casa tenía un zaguán que daba a un patio y al final del patio estaba el estudio. Era un amplio galpón con un techo a dos aguas y en su interior se amontonaban mesas, mapas, máquinas y extrañas herramientas de metal y de vidrio. Fotografías de la ciudad y dibujos de formas inciertas abundaban en las paredes. Russell encendió las luces y me invitó a sentar. En sus ojos de cejas tupidas ardía un destello malicioso. Sonrió y yo le di la vieja moneda que había traído para él. La miró de cerca con atención y la alejó de su vista y movió la mano para sentir el peso leve del metal. —Un dracma —dijo—. Para los griegos era un objeto a la vez trivial y mágico... La ousia, el término que designaba el ser, la sustancia, significaba igualmente la riqueza, el dinero. Una moneda era un mínimo oráculo privado, impersonal y en las encrucijadas de la vida se la arrojaba al aire para saber qué decidir —la lanzó al aire y la atrapó y la cubrió con la palma de la mano. —Cara —dijo—. Todo irá bien —la agitó en el puño cerrado como si fuera un dado y luego se detuvo—. Ver el destino en la esfinge de una moneda. Este es un mapa —dijo ahora—. El plano de una ciudad se destacaba entre los dibujos y las máquinas. Es un espejo de la realidad que nos guía en la confusión de la vida. Hay que saberlo leer entre líneas para encontrar el camino. Fíjese. Si uno estudia el mapa del lugar donde vive, primero tiene que encontrar el sitio donde está al mirar el mapa. Lo mira desde afuera y sin embargo está en medio del laberinto, imaginariamente. Aquí, por ejemplo, dijo, está mi casa —señaló el mapa—. Esta es Pedro Goyena, esta es la avenida Rivadavia. Usted ahora está aquí —hizo una cruz—. Este es usted —sonrió—. Hay representaciones que se unen con las cosas de las que son signos por una relación visible. Pero en esa visibilidad hacen desvanecer al original, lo ocultan. Cuando no se mira a un objeto sino como representando a otro —aunque ese objeto sea único— se produce lo que yo he decidido llamar la sustitución sinóptica. Y esa es la realidad. Vivimos en un mundo de mapas y de réplicas. Esa era, dijo, la idea que animaba a los asesinos seriales, matar réplicas, series de réplicas que se repiten y a las que era preciso eliminar, una después de otra, porque vuelven a aparecer inesperadas, perfectas, en una calle oscura, en el centro de una plaza abandonada, como espejismos nocturnos. Por ejemplo, Jack the Ripper buscaba descubrir en el interior de las víctimas el elemento mecánico de la construcción. Esas muchachas inglesas, bellas y frágiles, eran muñecas mecánicas, sustitutos. Dijo que él en cambio —a diferencia de Jack the Ripper— había querido dejar de lado a los seres humanos y sólo construir reproducciones del espacio donde habitan las réplicas. Por eso su ciudad estaba vacía... Agitó nervioso sus manos frente a mi cara y estuvo a punto de tocarme, apenas, con la punta de los dedos, pero se detuvo y sonrió con un gesto amable. —He buscado primero —dijo— construir el lugar del crimen, y luego, ya veré... Pensé: quizá ha cerrado la puerta cancel y no puedo escapar. Estoy en manos de un loco. —La idea de una cosa que deviene otra cosa que es ella misma y se sustituye en su doble nos atrae —estaba diciendo Russell—, y por eso producimos imágenes. Pero mientras que el desdoblamiento representativo remite al despliegue de una relación articulada sobre un relevo, la sustitución sinóptica —lo que yo llamo la sustitución sinóptica— significa la supresión del relevo intermediario. La réplica es el objeto convertido en la idea pura del objeto ausente. Hablaba cada vez más rápido, en voz baja, para sí mismo, y yo sólo podía captar el murmullo de sus palabras, que resonaban como alucinaciones quietas. Después me confesó que su nombre verdadero era un secreto sobre el que se sostenía la ciudad. Su nombre era el centro íntimo de la construcción. —La cruz del sur... —agregó, enigmático, y luego sonrió. Hubo un silencio. Por la ventana llegó hasta nosotros el grito inútil de un pájaro. Entonces Russell pareció despertar y recordó que yo le había traído la moneda griega y la sostuvo otra vez en la palma de la mano abierta. —¿La hizo usted? —me miró con un gesto de complicidad—. Si es falsa, entonces es perfecta —dijo y luego con la lupa estudió las líneas sutiles y las nervaduras del metal. —No es falsa, ¿ve? —se veían leves marcas hechas con un cuchillo o con una piedra. Una mujer tal vez, por el perfil del trazo—. Y ve —me dijo—, alguien aquí ha mordido la moneda para probar que era legítima. Un campesino, quizá, o un esclavo. Puso la moneda sobre una placa de vidrio y la observó bajo la luz cruda de una lámpara azul y después instaló una cámara Kodak sobre un trípode y empezó a fotografiarla. Cambió varias veces la lente y el tiempo de exposición para reproducir con mayor nitidez las imágenes grabadas en la moneda. Mientras trabajaba se olvidó de mí. Anduve por la sala observando los dibujos y las máquinas y las galerías que se abrían en un costado hasta que en el fondo vi la escalera que daba al altillo. Era circular y era de fierro y ascendía hasta perderse en lo alto. Subí tanteando en la penumbra, sin mirar abajo. Me sostuve de la oscura baranda y sentí que los escalones eran irregulares e inciertos. Cuando llegué arriba me cegó la luz. El altillo era circular y el techo era de vidrio. Una claridad nítida inundaba el lugar. Vi una puerta y un catre y vi un Cristo en la pared del fondo y en el centro del cuarto, distante y cercana, vi la ciudad y lo que vi era más real que la realidad, más indefinido y más puro. La ciudad estaba ahí, como fuera del tiempo. Tenía un centro pero no tenía fin. En ciertas zonas de las afueras, casi en el borde, empezaban las ruinas. En los confines, del otro lado, fluía el río que llevaba al delta y a las islas. En una de esas islas, una tarde, alguien había imaginado un islote infectado de ciénagas donde las mareas ponían periódicamente en marcha el mecanismo del recuerdo. Al este, cerca de las avenidas centrales, se alzaba el hospital, con las paredes de azulejos blancos, en el que una mujer iba a morir. En el oeste, cerca del Parque Rivadavia, se extendía, calmo, el barrio de Flores, con sus jardines y sus paredes encristaladas y al fondo de una calle empedrada, nítida en la quietud del suburbio, se veía la casa de la calle Bacacay y en lo alto, visible apenas en la visibilidad extrema del mundo, la luz roja del laboratorio del fotógrafo titilando en la noche. Estuve ahí durante un tiempo que no puedo recordar. Observé, como alucinado o dormido, el movimiento imperceptible que latía en la diminuta ciudad. Al fin, la miré por última vez. Era una construcción remota y bellísima que reproducía la forma incierta de una obsesión y la cifra de un nombre. Recuerdo que bajé tanteando por la escalera circular hacia la oscuridad de la sala. Russell desde la mesa donde manipulaba sus instrumentos me vio entrar como si no me esperara, y luego de una leve vacilación se acercó y me puso una mano en el hombro. —¿Ha visto? —me dijo. Asentí, sin hablar. En silencio Russell me acompañó hasta el zaguán que daba a la calle. Cuando abrió la puerta, el aire suave de la primavera llegó desde los cercos quietos y los jazmines de las casas vecinas. —Tome —dijo y me dio la moneda griega—. Ya no la necesito. Eso fue todo. Caminé por las veredas arboladas hasta llegar a la avenida Rivadavia y después entré en el subterráneo y viajé atontado por el rumor sordo del tren mirando la indecisa imagen de mi cara reflejada en el cristal de la ventana. De a poco, la ciudad circular se perfiló en la penumbra con la fijeza y la intensidad de un recuerdo olvidado. Entonces comprendí lo que ya sabía: lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño Adrogué, 2 de septiembre de 2001 Posdata del 24 de noviembre de 2011. Reproduzco el testimonio anterior tal como apareció, en noviembre de 2001, en el catálogo de la exposición El fin del milenio sin otros cambios que la elisión de algunas metáforas y de una hipótesis final que ahora resulta innecesaria. Entre los comienzos de la construcción de la ciudad (que se remonta según podemos sospechar a 1970) y su destrucción hace tres meses, el prestigio y el conocimiento de la réplica creció y se expandió. En todos lados alguien sabía que en un lugar de Buenos Aires se levantaba una obra única cuya definición era imposible pero cuya plenitud resumía una de las tentativas más radicales del mundo contemporáneo. Las actitudes extrañas de su constructor se agravaron: se negó siempre a que su obra fuera divulgada y esa decisión convirtió a su trabajo en la manía de un inventor extravagante. Y algo de eso había en él. Pero yo sé (y otros saben) que ese trabajo maniático, y microscópico, llevado adelante durante décadas es un ejemplo de la revolución que sostiene al arte desde su origen. Russell forma parte de ese linaje de inventores obstinados, soñadores de mundos imposibles, filósofos secretos y conspiradores que se han mantenido alejados del dinero y del lenguaje común y que terminaron por inventar su propia economía y su propia realidad. "Normalmente (escribió Ossip Mandelstam) cuando un hombre tiene algo que decir va hacia la gente, busca quien lo atienda. Pero con el artista sucede lo contrario. Él escapa, se esconde, huye hacia el borde del mar donde la tierra termina o va hacia el vasto rumor de los espacios vacíos donde sólo la tierra resquebrajada del desierto le permite esconderse. ¿Su andar no es acaso evidentemente anormal? La sospecha de demencia siempre recae sobre el artista". El fotógrafo resistió durante toda su vida. Hasta el final mantuvo vivo ese espíritu de inventor de barrio y de amateur: pasaba los días en su laboratorio del barrio de Flores experimentando con el porvenir y con el rumor quieto de la ciudad. Su obra parecía el mensaje de un viajero que ha llegado a una ciudad perdida: que esa ciudad sea la ciudad donde todos vivimos y que esa sensación de extrañeza haya sido lograda con la mayor simplicidad es otro ejemplo de la originalidad y del lirismo que caracterizaron su trabajo. El proyecto fue visitado en el taller del artista durante veinte años individualmente por ochenta y siete personas, en su mayoría mujeres. Algunos han dejado testimonios grabados de su visión y desde hace un tiempo pueden consultarse esos relatos y esas descripciones en el libro La ciudad clara editado por Margo Ligetti en marzo del 2008 con una serie de doce fotografías originales del artista. Muchas obras argentinas son secretos homenajes a la ciudad secreta y reproducen su espíritu sin nombrarla nunca porque respetan los deseos de anonimato y de sencillez del hombre que dedicó su vida a esa infinita construcción imposible. El arte vive de la memoria y del porvenir. Pero también de la destrucción y del olvido. La ciudad —como sabemos— se incendió en marzo de este año y adquirió inmediata notoriedad porque sólo las catástrofes y los escándalos interesan a los dueños de la información. El fotógrafo había muerto cinco años antes en la oscuridad y en la pobreza. De la ciudad ahora sólo sobreviven sus restos calcinados, el esqueleto de algunos edificios y varias casas del barrio sur que han resistido en medio de la destrucción. La cineasta Luisa Marker filmó las ruinas y los últimos incendios y las imágenes que vemos hacen pensar en un documental que registra y recorre una ciudad que arde en medio de un eclipse nuclear. En la penumbra rojiza persiste la construcción en ruinas, espectral, anegada por el agua y semihundida en el barro. Ciertos indicios de vida han empezado a insinuarse entre los restos calcinados (casas donde las luces aún brillan, sombras vivas entre los escombros, música en los bares automáticos, la sirena de una fábrica abandonada que suena en el amanecer). Parecen las imágenes nerviosas de un noticiario sobre Buenos Aires en el remoto porvenir y lo que vemos es el destello de la catástrofe que todos esperamos y que seguro se avecina. Hace unos días volví a ver el documental y entonces descubrí algo que no había notado antes. Vi la Plaza de Mayo. Y en la Plaza de Mayo vi el cemento resquebrajado y abierto y en un costado —cobijado por la sombra de un banco de madera— vi el dracma griego: lo vi, calcinado y casi clavado en la tierra, ennegrecido, nítido. A veces en las noches de insomnio me levanto y observo desde la ventana las luces interminables de la ciudad que se pierden en el río. Entonces abro el cajón de mi escritorio y levanto la moneda griega y su peso leve es como el peso leve del recuerdo. Pienso que quizá un día, una tarde tal vez, me decida y baje a la ciudad ruidosa y febril y camine por las calles atestadas y, luego de bordear la avenida Rivadavia, cruce la Plaza de Mayo y la deje en el mismo sitio donde Russell la dejó, a salvo y medio escondida, en un costado, sobre la vereda de cemento, disimulada bajo el banco de madera. En el futuro entonces, cuando el inevitable desastre suceda y Buenos Aires sea sólo un montón de ruinas, todo estará en su lugar y la ciudad será como él la había previsto. Pero las noches pasan y no me decido. Ya lo haré, pienso. Cuando llegue el otoño y comiencen las primeras lluvias. -

domingo, febrero 04, 2007

Un relato de Bret Easton Ellis



En Pregúntale al polvo, John Fante escribe: "Una noche estaba sentado en la cama de la habitación de mi pensión de Bunker Hill, justo en el centro de Los Ángeles. Era una noche importante de mi vida porque tenía que tomar una decisión con respecto a la pensión. O pagaba o me tenía que ir: era lo que decía la nota, que la casera había deslizado por debajo de la puerta. Un problema tremendo, que merecía toda mi atención. Lo resolví apagando la luz y metiéndome en la cama."

Y estas líneas son el epígrafe escogido por Bret Easton Ellis -de quien mimalapalabra ha comentado su úiltima novela Lunar Park- para su colección de relatos Los confidentes, de donde extraemos el siguiente texto.


La escalera mecánica


Estoy de pie en la terraza del apartamento de Martin, en Westwood, con una copa en una mano y un pitillo en la otra, y Martin se acerca, se abalanza sobre mí y me empuja con ambas manos fuera de la terraza. El apartamento de Martin en Westwood sólo tiene dos pisos de altura y por eso la caída no dura mucho. Mientras voy cayendo espero que me despertaré antes de llegar al suelo. Me golpeo contra el asfalto, con fuerza, y me quedo allí, boca abajo, con el cuello completamente retorcido, alzo la vista y distingo la hermosa cara de Martin mirándome con una sonrisa benigna. Es la serenidad de esa sonrisa —no la caída, ni la imagen imaginaria de mi cuerpo destrozado y sangrando— lo que me despierta.
Miro el techo, luego el despertador digital de la mesilla, junto a la cama, que me dice que es casi mediodía, y espero inútilmente haber visto mal la hora, cerrando los ojos con fuerza, aunque cuando los vuelvo a abrir el reloj todavía sigue diciendo que son casi las doce. Levanto un poco la cabeza y miro los pequeños números rojos que parpadean en el Betamax y que me dicen lo mismo que las manecillas color melón del despertador: casi las doce de la mañana. Intento volver a dormirme pero el Librium que tomé al amanecer ya no me hace efecto y noto la boca reseca y espesa y tengo sed. Me levanto, despacio, y me dirijo al cuarto de baño y cuando abro el grifo miro al espejo durante largo rato hasta que no me queda más remedio que fijarme en las arrugas que se me empiezan a formar alrededor de los ojos. Desvío la mirada y me concentro en el agua fría que sale del grifo y que llena la especie de taza que formo con las manos.
Abro el armarito de las medicinas tirando del espejo y saco un frasco. Lo vacío y cuento los Librium que quedan: sólo cuatro. Vierto una cápsula verde y negra en la mano, la miro fijamente, luego la pongo con esmero junto al lavabo y cierro el frasco y lo vuelvo a guardar en el armarito de las medicinas y saco otro frasco de él y coloco dos Valium en la repisa, junto a la cápsula verde y negra. Guardo el frasco y saco otro. Lo abro, mirándolo con precaución. Me fijo en que no quedan demasiadas Thorazine y tomo nota mentalmente de que debo conseguir recetas de Librium y Valium y tomo un Librium y uno de los dos Valium y abro la ducha.
Entro en la ducha de grandes azulejos negros y blancos y me quedo allí. El agua, fría al principio, luego más caliente, me golpea en la cara con fuerza y me siento débil y poco a poco me pongo de rodillas, con la cápsula negra y verde todavía en el fondo de la garganta, e imagino, durante un instante, que el agua es de un fresco e intenso color verde mar, y separo los labios, echando la cabeza hacia atrás para que me entre un poco de agua que me ayude a tragar la pastilla.
Cuando abro los ojos empiezo a gemir al ver que el agua que cae sobre mí no es azul sino transparente y cálida y hace que la piel de mis pechos y estómago enrojezca.
Después de vestirme bajo las escaleras y me acongoja pensar en lo mucho que me lleva prepararme para enfrentarme al día. En los muchos minutos que pasan mientras recorro apáticamente el vestidor, en lo mucho que parece que me lleva elegir los zapatos que quiero, en el esfuerzo que debo de hacer para salir de la ducha. Es posible olvidarse de todo esto si se bajan las escaleras con cuidado, metódicamente, concentrándose en cada peldaño. Llego abajo y distingo unas voces que vienen de la cocina y me dirijo allí. Desde donde estoy distingo a mi hijo y a otro chico que están en la cocina buscando algo que comer, y a la muchacha sentada ante la enorme mesa de madera mirando las fotografías del Herald Examiner de ayer; se ha quitado las sandalias y lleva las uñas de los dedos de los pies pintadas con esmalte azul. El estéreo del estudio está encendido y alguien, una mujer, canta Encontré una foto tuya. Entro en la cocina. Graham levanta la vista de la nevera y dice, sin sonreír:
—Te levantas temprano.
—¿Por qué no has ido a clase? —pregunto, procurando que parezca que de veras me importa, mientras busco un Tab en la nevera.
—Los de segundo salimos pronto los lunes.
—Oh. —Le creo, pero no sé por qué. Abro el Tab y doy un trago. Tengo la sensación de que la pastilla que tomé antes se me ha quedado atascada en la garganta y se deshace. Tomo otro trago de Tab.
Graham pasa junto a mí y saca una naranja de la nevera. El otro chico, alto y rubio como Graham, está parado junto al fregadero y mira por la ventana en dirección a la piscina. Graham y el otro chico llevan sus uniformes del colegio y se parecen mucho: Graham pela la naranja, el otro chico mira fijamente el agua. Me cuesta mucho no encontrar desconcertante nada de lo que hace ninguno de los dos, de modo que me doy la vuelta, pero la visión de la muchacha, sentada a la mesa, con las sandalias junto a los pies y con el inconfundible olor de marihuana que procede de su bolso y su jersey, por algún motivo me parece muy desagradable y tomo otro trago de Tab y luego vacío lo que queda en el fregadero. Me dispongo a salir de la cocina.
Graham se vuelve hacia el otro chico.
—¿Quieres que veamos la MTV?
—Me parece que... bueno, no —dice el chico, con la vista clavada en la piscina.
Cojo mi bolso, que está en un hueco junto a la nevera, y me aseguro de que tengo dentro la cartera, porque la última vez que estuve en Robinson's no estaba. Me dispongo a salir por la puerta. La muchacha dobla el periódico. Graham se quita su jersey color borgoña. El otro chico quiere saber si Graham tiene la casete de Alien, el octavo pasajero. En el estudio la mujer está cantando Circunstancias fuera de control. Me encuentro mirando fijamente a mi hijo, rubio y alto y bronceado, con unos ojos verdes inexpresivos, que abre la nevera y saca otra naranja. La examina atentamente, luego alza la cabeza cuando se da cuenta de que estoy parada junto a la puerta.
—¿Vas a algún sitio? —pregunta.
—Sí.
Espera un momento y como yo no digo más, se encoge de hombros y se da la vuelta y empieza a pelar la naranja y en algún punto, durante el trayecto hacia Le Dome para reunirme con Martin para almorzar, caigo en la cuenta de que Graham sólo es un año menor que Martin y tengo que detener el Jaguar junto a un bordillo de Sunset y bajo el volumen de la radio y abro la ventanilla, luego el techo y dejo que el calor del sol de hoy caliente el interior del coche mientras me concentro en un rastrojo rodante que el viento empuja lentamente por un bulevar desierto.
Martin está sentado a la barra redonda de Le Dôme. Lleva traje y corbata y sigue impaciente con los pies el ritmo de la música que suena por la megafonía del restaurante. Me contempla mientras avanzo hacia él.
—Llegas tarde —dice, mostrándome la hora en un Rolex de ora.
—Sí, llego tarde —digo yo, y luego—: Vamos a sentarnos.
Martin mira su reloj y luego su vaso vacío y luego me mira de nuevo a mí y yo aprieto con fuerza mi bolso contra el costado. Martin suspira, luego asiente con la cabeza. El maître nos señala la mesa y nos sentamos y Martin se pone a hablar de sus clases en la UCLA y luego de que sus padres le fastidian, de que aparecen en su apartamento de Westwood sin avisar, de que su padrastro quería que asistiera a una cena que celebraba en Chasen's, de que no quiso ir a la cena que celebraba su padrastro en Chasen's y del hastío con que estuvieron discutiendo.
Yo miro por la ventana, a un criado hispano que está parado delante de un Rolls-Royce, contemplándolo fijamente mientras murmura algo. Cuando Martin empieza a quejarse de su BMW y de lo mucho que cuesta el seguro, le interrumpo.
—¿Por qué llamaste a casa?
—Quería hablar contigo —dice él—. Cancelar la cita.
—No llames a casa.
—¿Por qué? —pregunta—. ¿Te preocupa que se entere alguien?
Enciendo un cigarrillo.
Martin deja su tenedor junto al plato y luego aparta la vista.
—Estamos comiendo en Le Dôme —dice—. Me refiero a que... Dios santo.
—¿Todo bien? —pregunto.
—Sí. Todo bien.
Pido la cuenta y la pago y sigo a Martin hasta su apartamento de Westwood donde nos acostamos y le hago a Martin una felación y me lo trago todo de regalo.
Estoy tendida en una tumbona junto a la piscina. Hay ejemplares de Vogue y Los Angeles Magazine y la sección de espectáculos del Times amontonados junto a donde estoy tumbada pero no los puedo leer porque el color de la piscina atrae mi vista y miro fijamente y con ansia el agua color azul. Me apetece darme un baño pero el calor del sol ha recalentado demasiado el agua y el doctor Nova me ha advertido de los peligros que tiene tomar Librium si te pones a nadar.
Un empleado está limpiando la piscina. Es un chico muy joven y está muy bronceado y tiene el pelo rubio y no lleva camisa y lleva unos pantalones vaqueros blancos muy ajustados y cuando se agacha para comprobar la temperatura del agua, los músculos de la espalda se le marcan por debajo de su suave piel morena. El chico ha traído un casete portátil que está en el borde del Jacuzzi y alguien canta Nuestro amor está en peligro y yo espero que el sonido de la fronda de las palmeras a las que mueve el cálido viento llevará la música hasta el jardín de los Sutton. Me intriga lo intensa que parece ser la concentración del chico que se ocupa de la piscina, lo suavemente que se mueve el agua cuando pasa la red por ella, el modo en que vacía la red con que ha atrapado hojas y libélulas multicolores que parecen ensuciar la resplandeciente superficie del agua. El chico abre un desagüe y los músculos de su brazo se flexionan, levemente, sólo durante un momento. Y yo sigo mirando, paralizada, mientras él rebusca dentro del agujero redondo y empieza a sacar algo del agujero, con los músculos de los brazos momentáneamente flexionados de nuevo, y tiene el pelo rubio y alborotado por el viento, con vetas más claras debido al sol, y cambio de postura en la tumbona, sin apartar la vista.
El chico empieza a levantar el brazo del desagüe y saca dos grandes trapos grises que deja, goteando, en el cemento, y los mira fijamente. Mira fijamente los trapos durante mucho rato. Y luego se dirige hacia mí. Durante un momento siento pánico, me ajusto las gafas de sol, busco el aceite bronceador. El chico avanza lentamente hacia mí y el sol cae con fuerza y yo separo las piernas y me froto con aceite el interior de los muslos y luego las piernas, rodillas, tobillos. El chico está parado junto a mí. El Valium que tomé antes lo distorsiona todo, hace que los fondos se muevan de un modo ondulante. Una sombra me tapa la cara y eso me permite alzar la vista hacia el chico y en el estéreo portátil oigo Nuestro amor está en peligro y el chico abre la boca, los labios gruesos, los dientes blancos y limpios, y noto la abrumadora necesidad de que me pida que vaya a la furgoneta blanca aparcada al fondo del camino de entrada y que me ordene que me pierda en el desierto con él. Sus manos, que huelen a cloro, me extenderían el aceite por la espalda, el estómago, el cuello, y mientras me mira desde arriba con la música de rock procedente del casete y las palmeras agitadas por un ardiente viento del desierto y el resplandor del sol brillando en la superficie del agua azul de la piscina, me pongo tensa y espero que me diga algo, lo que sea, que suspire, que gima. Contengo la respiración, miro fijamente los ojos del chico, protegida por las gafas de sol, temblorosa.
—Tiene dos ratas muertas en el desagüe.
Yo no digo nada.
—Ratas. Dos ratas muertas. Quedaron atrapadas en el desagüe o a lo mejor cayeron, quién sabe. —Me mira sin expresión.
—¿Por qué... me cuentas... eso? —pregunto.
Se queda allí quieto, esperando que le diga algo más. Me quito las gafas de sol y miro hacia las cosas grises cerca del Jacuzzi.
—Llévatelas de aquí —consigo decir, bajando la vista.
—Sí, vale —dice el chico, con las manos en los bolsillos—. Es que no entiendo cómo quedaron atrapadas ahí.
La afirmación, de hecho una pregunta, la pronuncia de un modo tan lánguido que aunque no exige respuesta, le digo:
—Nunca lo sabremos... supongo.
Estoy mirando la portada de un ejemplar del Los Angeles Magazine. Un enorme arco de agua se alza hacia el cielo, un surtidor azul y verde y blanco.
—A las ratas les da miedo el agua —me está diciendo el chico.
—Sí —digo yo—. Eso he oído. Lo sé.
El chico regresa adonde están las ratas ahogadas y las agarra por unos rabos que deberían ser rosa pero que desde donde yo me encuentro veo que son azul claro y las mete en lo que creo que era su caja de herramientas y luego, para librarme de la idea del chico con las ratas, abro el Los Angeles Magazine y busco el artículo sobre el surtidor de la portada.
Estoy sentada en un restaurante de Melrose con Anne y Eve y Faith. Estoy tomando mi segundo bloody mary y Anne y Eve han tomado demasiados kirs y Faith pide lo que creo que es su cuarto gimlet de vodka. Enciendo un pitillo. Faith está contando que a su hijo, Dirk, le han quitado el permiso de conducir por ir a demasiada velocidad por la Pacific Coast Highway, borracho. Ahora Faith conduce el Porsche de él. Me pregunto si Faith sabe que Dirk les vende cocaína a los chicos del instituto de Beverly Hills. Graham me lo contó una tarde de la semana pasada en la cocina aunque yo no le había preguntado nada sobre Dirk. El Audi de Faith está en el taller por tercera vez en este año. Lo quiere vender pero no está segura de qué tipo de coche quiere comprar. Anne le dice que desde que le cambiaron el motor a su XJ6, el coche ha funcionado bien. Anne se vuelve hacia mí y me pregunta por mi coche, por el de William. A punto de sollozar, le digo que marcha estupendamente.
Eve no habla demasiado. Su hija está en un hospital psiquiátrico de Camarillo. La hija de Eve intentó suicidarse con una pistola disparándose en el estómago. No consigo entender por qué la hija de Eve no se pegó un tiro en la cabeza. No consigo entender por qué se tumbó en el suelo dentro del armario de su madre y se apuntó al estómago con la pistola de su padrastro. Trato de imaginar la secuencia de los acontecimientos que aquella tarde llevaron al disparo. Pero Faith se pone a hablar de los progresos de la terapia de su hija. Sheila es anoréxica. Mi propia hija conoce a Sheila y puede que también sea anoréxica.
Por fin, un incómodo silencio se impone en la mesa del restaurante de Melrose y yo miro a Anne que ha olvidado taparse las señales de las cicatrices de la operación para estirarle la piel de la cara que le hizo en Palm Springs hace tres meses el mismo cirujano que me hizo la mía y la de William. Pienso un momento en hablarles de las ratas del desagüe o del modo en que aparecía ante mis ojos el chico que limpiaba la piscina, pero en lugar de eso enciendo otro pitillo y el sonido de la voz de Anne rompe el silencio y me sobresalta y me quemo un dedo.
El miércoles por la mañana, después de levantarse de la cama, William me pregunta dónde está el Valium y después de lanzarme fuera de la cama para cogerlo de mi bolso y después de que él me recuerde que tenemos mesa reservada en Spago para toda la familia a las ocho y después de que yo oiga las ruedas del Mercedes en el camino de entrada y después de que Susan me diga que va a ir a Westwood con Alana y con Blair después de clase y que nos encontraremos en Spago y después de que me vuelva a dormir y de soñar con ratas que se ahogan en el Jacuzzi y con docenas de chicos que cuidan piscinas, desnudos, parados junto al Jacuzzi, riéndose, señalando las ratas ahogadas, con las cabezas moviéndose al unísono al ritmo de la música procedente de unos estéreos portátiles que llevan en sus dorados brazos, me despierto y bajo y saco un Tab de la nevera y encuentro veinte miligramos de Valium en un pastillero de otro bolso metido en el hueco junto a la nevera y tomo diez miligramos. Desde la cocina oigo a la muchacha pasando el aspirador en el cuarto de estar y eso me impulsa a vestirme y voy en coche a un drugstore Thrifty de Beverly Hills y me dirijo a la farmacia, con el frasco vacío que normalmente está lleno de cápsulas negras y verdes agarrado con fuerza en la mano. Pero el local tiene aire acondicionado y está fresco y la luz de los fluorescentes y la música ambiental que suena en lo alto como un ruido de fondo tienen un claro efecto relajante y aflojo la presión sobre el frasco de plástico marrón.
En el mostrador le tiendo el frasco vacío al farmacéutico. Este se pone las gafas y mira el recipiente de plástico.
Yo me examino atentamente las uñas de la mano y trato de recordar inútilmente el título de la canción que suena por el hilo musical.
—¿Señorita? —empieza el farmacéutico con timidez.
—¿Sí? —Me quito las gafas de sol.
—Aquí dice «para una sola vez».
—¿Qué? —pregunto, sobresaltada—. ¿Dónde?
El farmacéutico señala las palabras escritas a máquina de la parte de abajo de la etiqueta sujeta con cinta adhesiva al frasco junto al nombre de mi psiquiatra y junto a eso la fecha, 10/10/83.
—Creo que el doctor Nova ha cometido algún... bueno, algún error —digo yo muy despacio, insegura, echando una nueva ojeada al frasco.
—Bien —dice el farmacéutico, suspirando—. Pues yo no puedo hacer nada.
Me vuelvo a mirar las uñas y trato de pensar en algo que decir, que, finalmente, es:
—Pero... necesito más.
—Lo siento —dice el farmacéutico, claramente molesto, cambiando el peso de un pie al otro, nervioso. Me devuelve el frasco y cuando trato de volvérselo a dar, se encoge de hombros.
—Habrá razones por las que su médico no quiso que tomara más —explica amablemente, como si hablara con un niño.
Intento reír, me paso una mano por la cara y digo alegremente:
—Oh, él siempre me gasta esas bromas.
Pienso en el modo en que me miró el farmacéutico después de que yo dijera eso cuando vuelvo en coche a casa, y paso andando junto a la muchacha, y el olor a marihuana me alcanza durante un instante y me acompaña hasta el dormitorio. Cierro la puerta con pestillo y bajo las persianas y me quito la ropa y pongo una cinta en el Betamax y me meto bajo las frescas sábanas y lloro durante una hora y trato de ver la película y tomo algo de Valium y luego registro a fondo el cuarto de baño en busca de una antigua receta de Nembutal y luego ordeno los zapatos de mi armario y pongo otra película en el Betamax y luego abro las ventanas y el olor a buganvilla penetra por entre las persianas parcialmente bajadas y fumo un pitillo y me lavo la cara.
Llamo a Martin.
—¿Diga? —responde otro chico. —¿Martin? —pregunto de todos modos. —No, lo siento. Hago una pausa.
—¿No está Martin?
—Un momento, voy a ver.
Oigo que deja el teléfono y trato de reírme ante la idea de que alguien, un chico probablemente bronceado, rubio, como Martin, que está en el apartamento de Martin, deja el teléfono y va a buscarle por el pequeño estudio de tres habitaciones, pero al cabo de un rato no me parece nada gracioso.
El chico vuelve al aparato.
—Creo que está en la... bueno, en la playa.
El chico no parece demasiado seguro.
Yo no digo nada.
—¿Quieres dejarle algún recado? —pregunta él, con tono furtivo, al cabo de una pausa—. Espera un momento. ¿Eres Julia? ¿La chica que conocimos Mike y yo en el 385 North? ¿Con el Volkswagen?
Yo no digo nada.
—Tenías tres gramos encima y un Volkswagen blanco.
Yo no digo nada.
—¿Eres o no?
—No.
—¿No tienes un Volkswagen blanco?
—Volveré a llamar.
—Como quieras.
Cuelgo, preguntándome quién será el chico, si sabrá lo mío con Martin y preguntándome si Martin estará tumbado en la arena, tomando una cerveza, fumando un pitillo bajo una sombrilla a rayas en la playa con las gafas de sol Wayfarer puestas, el pelo peinado hacia atrás, mirando fijamente hacia donde termina la tierra y se une con el mar, o si en lugar de eso estará en la cama tumbado debajo de un poster de las Go-Go's, estudiando para un examen de química y al mismo tiempo mirando los anuncios de coches en busca de un BMW nuevo. Me quedo dormida hasta que termina la cinta del Betamax y se oye chisporrotear la electricidad estática.
Estoy sentada con mi hijo y mi hija a una mesa de un restaurante de Sunset. Susan lleva una minifalda que compró en una tienda que se llama Flip, en Melrose, una tienda que está situada no demasiado lejos de donde me quemé el dedo cuando almorzaba con Eve y Faith y Anne. Susan también lleva una camiseta blanca con las palabras LOS ÁNGELES escritas a mano con un rojo que parece sangre que no se ha secado del todo y gotea. Susan también lleva puesto un viejo chaleco Levi's con una chapa de los Stray Cats pinchada en una de las descoloridas solapas y gafas de sol Wayfarer. Agarra la rodaja de limón de su vaso de agua y la muerde. No consigo recordar si ya hemos pedido la comida o no. Me pregunto qué es un Stray Cat.
Graham está sentado junto a Susan y estoy casi segura de que está fumado. Mira por las ventanas y sigue los faros de los coches que pasan. William está llamando por teléfono a los estudios. Parece que va a cerrar un trato que no está nada mal. William no ha sido concreto con respecto a la película ni sobre quién va a participar en ella o quién la va a financiar. Sin embargo me han llegado rumores de que se trata de la continuación de una película de mucho éxito que estrenaron el año pasado, en el verano de 1982, sobre un marciano muy chistoso que tenía pinta de uva; una uva grande y triste. William ha ido al teléfono del fondo del restaurante cuatro veces desde que llegamos y tengo la sensación de que William se levanta de la mesa y se limita a quedarse al fondo del restaurante, porque en la mesa de al lado de la nuestra hay una actriz que está sentada con un surfista muy joven y la actriz mira sin parar a William siempre que éste se encuentra en la mesa y sé que la actriz se ha acostado con William y que la actriz sabe que yo lo sé y cuando se cruzan nuestras miradas durante un momento, un accidente, las dos apartamos la vista bruscamente.
Susan se pone a tararear una canción para sí misma mientras tamborilea con los dedos en la mesa. Graham enciende un pitillo, sin que le importe que digamos algo, y sus ojos, enrojecidos y medio cerrados, se le humedecen durante un momento.
—Mi coche hace algo así como un ruido raro —dice Susan—. Creo que será mejor que lo revise. —Pasa los dedos por la montura de sus gafas de sol.
—Desde luego, si hace un ruido raro, debes mirarlo —digo yo.
—Bueno, o sea, es que lo voy a necesitar. Voy a ver a los Psychedelic Furs, en el Civic, el viernes, y tengo que llevar mi coche como sea, oyes. —Susan mira a Graham—. Si es que Graham me ha conseguido las entradas.
—Sí, te he conseguido las entradas —dice Graham, con lo que suena como a gran esfuerzo—. Y ya te vale de decir «o sea».
—¿De dónde las has sacado? —pregunta Susan, tamborileando con los dedos.
—De Julian.
—No, de Julian no.
—¿Y por qué no? —Graham trata de sonar a fastidio, pero suena a cansado.
—Es un colgado, está pasado a todas horas. Probablemente habrá ligado unas entradas asquerosas. Está pasado a todas horas —repite Susan. Deja de tamborilear, mira directamente a Graham—. Igualito que tú.
Graham asiente lentamente con la cabeza y no dice nada. Antes de que pueda decirle que no discuta con su hermana, él dice:
—Sí, igualito que yo.
—Julian vende heroína —dice Susan, como quien no quiere la cosa.
Le echo una ojeada a la actriz cuya mano aprieta el muslo del surfista mientras éste come pizza.
—También es chapero —añade Susan.
Una larga pausa.
—Eso... ¿está dirigido a mí? —pregunto, suavemente.
—Eso es una tremenda mentira —consigue decir Graham—. ¿Quién te contó eso? ¿Esa puta de Valley? ¿Sharon Wheeler?
—Nada de eso. Sé que el dueño del Seven Seas se acuesta con él y que ahora Julian entra gratis y tiene toda la coca que quiere. —Susan suspira, sonríe cansinamente—. Además, resulta irónico que los dos tengan herpes.
Esto hace que Graham se ría por algún motivo y dé una calada a su pitillo y diga:
—Julian no tiene herpes y no se lo contagió el dueño del Seven Seas. —Pausa, expulsa el humo, luego—: Tiene una enfermedad venérea por culpa de Dominique Dentrel.
William se sienta.
—Dios santo, mis hijos están hablando de «éxtasis» y de maricas, vaya por Dios... quítate esas malditas gafas de sol, Susan. Estamos en Spago, no en el jodido club de la playa. —William termina la botella de un vino espumoso que por lo visto había perdido el gas unos veinte minutos antes. Nos lanza una ojeada a la actriz y a mí y dice—: Vamos a ir a la fiesta de los Schrawtz el viernes por la noche.
Estoy toqueteando mi servilleta y enciendo un pitillo.
—Yo no quiero ir a esa fiesta de los Schrawtz del viernes por la noche —digo sin alzar la voz, echando el humo.
William me mira y enciende un pitillo y dice, también sin alzar la voz, mirándome directamente:
—Entonces ¿qué es lo que quieres hacer en lugar de eso? ¿Dormir? ¿Quedarte tumbada junto a la piscina? ¿Contar tus zapatos?
Graham baja la vista, riéndose tontamente.
Susan da un sorbo a su agua, echa una ojeada al surfista.
Al cabo de un rato les pregunto a Susan y Graham cómo les va en la universidad.
Graham no responde.
Susan dice:
—Muy bien. Belinda Laurel tiene herpes.
Me pregunto si a Belinda Laurel se lo habrá contagiado Julian o el dueño del The Seven Seas. Tampoco estoy pasando un buen rato al aguantarme las ganas de preguntarle a Susan qué es un Stray Cat.
Graham habla desganadamente, dice:
—Se lo pegó Vince Parker, cuyos padres le compraron un 928 aunque saben que se mete cantidades de tranquilizantes para animales.
—Eso es... —Susan hace una pausa, busca la palabra adecuada.
Yo cierro los ojos y pienso en el chico que descolgó el teléfono en el apartamento de Martín.
—Asqueroso —termina Susan.
Graham dice:
—Sí, asqueroso de verdad.
William lanza una ojeada a la actriz que mete mano al surfista, y haciendo una mueca dice:
—Dios mío, chicos, sois unos morbosos. Voy a hacer otra llamada.
Graham, con pinta de cansado y resacoso, mira por la ventana hacia la Tower Records del otro lado de la calle con una nostalgia que me sorprende y luego cierro los ojos y pienso en el color del agua, en un limonero, una cicatriz.
El jueves por la mañana llama mi madre. La muchacha entra en mi habitación a las once y me despierta diciendo:
—Teléfono, su madre, su madre, señora[1].
—No estoy aquí, Rosa, no estoy aquí...'' —digo yo y me vuelvo a dormir.
Después de despertar a la una y dirigirme a la piscina fumando un pitillo y tomando una Perrier, el teléfono suena en la caseta del jardín y comprendo que tendré que hablar con mi madre con objeto de librarme de ella. Rosa descuelga de modo que el teléfono deja de sonar, y eso hace que vuelva a la casa principal.
—Sí, soy yo. —Mi madre parece estar sola y enfadada—. ¿Dónde estabas? Llamé antes.
—Sí. —Suspiro—. De compras.
—Ah. —Pausa—. ¿Y qué compraste?
—Bueno... cosas para los perros —digo yo, y luego—: Estuve comprando unas cosas —y luego—: Para los perros —y luego—: ¿Cómo estás?
—¿Tú cómo crees que estoy?
Suspiro, me tumbo en la cama.
—No lo sé. ¿Como siempre? —y luego, al cabo de un momento—: No llores —digo—. Por favor. No llores, por favor.
—Resulta todo tan sin sentido... Continúo viendo al doctor Scott todos los días y sigo esa terapia y él no deja de decir «Saldrá adelante, saldrá adelante» y yo siempre le pregunto «¿Qué es eso de que saldré adelante», «¿Qué es eso de que saldré adelante?». Y luego... —Mi madre se interrumpe, sin aliento.
—¿Todavía te receta Demerol?
—Sí —dice ella, suspirando—. Todavía sigo con el Demerol.
—Bien, eso está... bien.
La voz de mi madre se vuelve a quebrar.
—No sé si podré seguir tomándolo. Mi piel, está toda... mi piel...
—Por favor.
—... amarilla. Está toda amarilla.
Enciendo un pitillo.
—Por favor. —Cierro los ojos—. Todo irá perfectamente.
—¿Dónde están Graham y Susan?
—Están... en clase —digo yo, tratando de no parecer demasiado dubitativa.
—Me habría gustado hablar con ellos —dice—. A veces los echo de menos, ya sabes.
Apago el pitillo.
—Sí. Bien. También ellos... te echan de menos, ya sabes, sí... —Lo sé.
Tratando de entablar conversación, pregunto:
—Oye, ¿que has hecho últimamente?
—Acabo de volver de la clínica y me dedicaba a ordenar el desván y encontré aquellas fotos que sacamos aquellas Navidades en Nueva York. Las estaba buscando. Tú tenías doce años. Cuando nos alojamos en el Carlyle.
En los últimos quince días mi madre parece que siempre está ordenando el desván y encontrando las mismas fotografías de aquellas Navidades en Nueva York. Recuerdo vagamente las Navidades. Las horas que tardó en elegir un vestido para que me lo pusiese en Nochebuena, luego el modo en que me cepilló el pelo con toques que se prolongaban mucho. Un espectáculo de Navidad en Radio City Music Hall y el bastón de caramelo que comí durante el espectáculo, que parecía un Santa Claus delgado y asustado. Además, estaba la noche en que mi padre apareció borracho en el Plaza y la pelea entre mis padres en el taxi durante el camino de vuelta al Carlyle y cómo les oí discutir aquella misma noche, más tarde, y que se rompían copas o vasos en la habitación de al lado de la mía. Una cena de Navidad en La Grenouille, en la que mi padre intentó besar a mi madre y ella se apartó. Pero lo que recuerdo con más claridad y lo que más me asusta es que durante ese viaje no nos hicimos fotos.
—¿Cómo está William? —pregunta mi madre cuando no le comento nada de las fotos.
—¿Qué? —pregunto yo, sorprendida, retomando la conversación.
—William. Tu marido —y luego, con cierto retintín—: Mi yerno. William.
—Está bien. Bien. Está bien. —La actriz de la mesa vecina a la nuestra de ayer por la noche en Spago besó al surfista en la boca cuando él quitó con un cuchillo el caviar de la pizza, y cuando me levanté para irme, me sonrió. Mi madre, con la piel amarilla, su cuerpo delgado y frágil debido a la falta de alimento, se muere en una casa enorme y vacía que da a la bahía de San Francisco. El chico que se ocupa de la piscina ha puesto trampas con mantequilla de cacahuete en el borde de la piscina. Sin precisión, con desgana.
—Me alegro.
No decimos nada durante casi dos minutos. Yo llevo la cuenta y oigo el tictac del reloj y a la muchacha tarareando una canción mientras limpia las ventanas de la habitación de Susan, y enciendo otro pitillo y espero que mi madre cuelgue pronto. Por fin mi madre se aclara la voz y dice algo.
—Se me está cayendo el pelo.
Tengo que colgar.
El psiquiatra al que voy, el doctor Nova, es joven y está bronceado y tiene un Peugeot y lleva trajes de Giorgio Armani y posee una casa en Malibú y se queja con frecuencia del servicio de Trumps. Su consulta está en Wilshire y se encuentra en un gran complejo de estuco frente a un Neiman Marcus y los días en que le voy a ver habitualmente aparco el coche en el Neiman Marcus y recorro la tienda hasta que compro algo y luego cruzo la calle. Hoy, en su consulta del décimo piso, el doctor Nova me cuenta que ayer por la noche durante una fiesta en el Colony una persona «intentó ahogarse». Le pregunto si era uno de sus pacientes. El doctor Nova dice que era la mujer de una estrella de rock cuyo single había sido número dos en la lista del Billboard durante las últimas tres semanas. Empieza a contarme quién más estaba en la fiesta cuando le tengo que interrumpir.
—Necesito que me vuelvas a recetar Librium.
El enciende un delgado pitillo italiano y pregunta:
—¿Por qué?
—No me preguntes por qué. —Bostezo—. Limítate a recetármelo.
El doctor Nova expulsa el humo, luego pregunta:
—¿Y por qué no te lo puedo preguntar?
Yo estoy mirando por la ventana.
—Porque te pido que no me lo preguntes —digo, en voz bastante baja—. Y porque te pago ciento treinta y cinco dólares por hora.
El doctor Nova da una calada a su pitillo, luego mira por la ventana. Al cabo de un rato pregunta, cansinamente:
—¿En qué estás pensando?
Yo sigo mirando por la ventana, ida, observando las palmeras agitadas por un viento ardiente que se destacan ante un cielo naranja y, debajo de ellas, un cartel de Forest Lawn.
El doctor Nova se aclara la voz.
Ligeramente irritada, digo:
—Limítate a extenderme la receta y... —Suspiro—. ¿De acuerdo?
—Sólo me preocupaba por ti.
Sonrío agradecida, incrédula. Él mira mi sonrisa, extrañado, inseguro, sin entender a qué se debe.
Veo el pequeño y viejo Porsche de Graham en Wilshire Boulevard y le sigo, sorprendida de que conduzca con tanto cuidado, de que encienda los intermitentes cuando quiere cambiar de carril, de cómo reduce la marcha y empieza a frenar ante los semáforos en amarillo y luego se detiene del todo cuando se ponen rojos, del cuidado con que conduce el coche por la carretera. Supongo que Graham se dirige a casa, pero cuando pasa Robertson, le sigo.
Graham sigue por Wilshire hasta que gira a la derecha por una calle lateral, después de atravesar Santa Monica. Me detengo en una estación de servicio Mobil y le observo mientras se detiene en el camino de entrada de un enorme edificio de apartamentos blanco. Aparca el Porsche detrás de un Ferrari rojo y se apea, pasea la vista alrededor. Me pongo las gafas de sol, subo el cristal de la ventanilla. Graham llama con los nudillos en la puerta de uno de los apartamentos que dan a la calle y el chico que estaba a principios de semana en la cocina de casa, el que miraba la piscina, abre la puerta y Graham entra y se cierra la puerta. Graham sale de la casa veinte minutos después en compañía del chico que sólo lleva puestos unos shorts, y se estrechan la mano. Graham se tambalea camino de su coche, dejando caer las llaves. Se agacha para recogerlas y después de tres intentos por fin las agarra. Se sube al Porsche, cierra la puerta y se mira el regazo. Luego se lleva el dedo a la boca y se lo chupa, levemente. Satisfecho, vuelve a bajar la vista hacia el regazo, mete algo en la guantera y se aleja del Ferrari marcha atrás y luego continúa por Wilshire.
De repente dan unos golpecitos en la ventanilla del acompañante y yo levanto la vista, sobresaltada. Es un guapo empleado de la estación de servicio que me pide que mueva el coche, y cuando arranco, en mi línea de visión se interpone una imagen de cuya validez tengo alguna duda: Graham en la fiesta de su sexto cumpleaños, con unos pantalones cortos grises, una camisa cara, mocasines, apagando todas las velas de una tarta de cumpleaños de los Picapiedra y William sacando un triciclo Big Wheel del maletero de un Cadillac plateado y un fotógrafo haciéndole una foto a Graham montado en el Big Wheel en el camino de entrada a casa, en la pradera y finalmente junto a la piscina. Mientras conduzco por Wilshire intento recordar algo más, pero no puedo, y cuando llego a casa no está el coche de Graham.
Estoy tumbada en una cama del apartamento de Martin en Westwood. Martin ha puesto la MTV y sigue con los labios lo que canta Prince y tiene las gafas de sol puestas y está desnudo y hace como que toca la guitarra. El aire acondicionado está conectado y casi puedo oír su zumbido, y trato de localizar de dónde procede, y Martin se pone a bailar delante de la cama, con un pitillo sin encender colgándole de los labios. Me doy la vuelta en mi lado de la cama. Martin quita el sonido del televisor y pone un antiguo álbum de los Beach Boys. Enciende el pitillo. Me tapo con la ropa de cama. Martin salta a la cama, se tumba a mi lado, desnudo, subiendo y bajando las piernas. Noto que alza la piernas muy despacio, y que luego las baja, todavía más despacio. Deja de hacer esto y entonces me mira. Busca debajo de la ropa de cama y se ríe burlonamente.
—Tienes las piernas suaves de verdad.
—Me he hecho la cera,
—Tremendo.
—Tuve que tomar una botella pequeña de Absolut para soportarlo.
De repente Martin se levanta de un salto, se pone encima de mí, gruñendo, imitando a un león o a un tigre o de hecho a un felino muy grande. Los Beach Boys están cantando No sería agradable. Doy una calada a su pitillo y alzo la vista hacia Martín que está muy bronceado y es fuerte y joven y tiene unos ojos azules que son tan imprecisos e inexpresivos que es imposible que no encandilen. En la pantalla del televisor hay una mazorca de maíz en blanco y negro y debajo de la mazorca las palabras «Muy importante».
—¿Estuviste ayer en la playa? —pregunto.
—No. —Sonríe—. ¿Por qué? ¿Creíste verme allí?
—No. Sólo lo suponía.
—Soy el que está más moreno de mi familia.
Tiene como media erección y me coge la mano y la coloca en torno al glande, guiñándome el ojo sarcásticamente. Quito la mano y le paso los dedos por el estómago y el pecho y luego le toco los labios y él se echa hacia atrás.
—Me pregunto qué pensarían tus padres si supieran que una amiga suya se acuesta con su hijo —murmuro.
—Tú no eres amiga de mis padres —dice Martin, dejando de sonreír durante un instante.
—No, sólo juego al tenis con tu madre dos veces por semana.
—Ya me gustaría saber quién es la que gana esos partidos. —Pone los ojos en blanco—. No quiero hablar de mi madre. —Trata de besarme. Yo le aparto y él se queda tumbado allí y se pone a toquetearse y tararea la letra de otra canción de los Beach Boys.
—¿Sabías que tengo un peluquero que se llama Lance y que Lance es homosexual? Creo que tú dirías que es «un homosexual total». Se maquilla y se pone joyas y habla muy afectadamente y constantemente me habla de sus jóvenes novios y es afeminado en grado extremo. De todos modos, fui hoy a su peluquería porque esta noche tengo que asistir a la fiesta de los Schrawtz, de modo que entré en el local y le dije a Lillian, la mujer que concierta las citas, que tenía hora con Lance y Lillian dijo que Lance se había tomado la semana libre y yo me quedé muy decepcionada y dije: «Bueno, pues nadie me lo había dicho», y luego: «¿Dónde está Lance? ¿Haciendo un crucero o algo así?», y Lillian me miró y dijo: «No, no está haciendo un crucero ni nada de eso. Su hijo se mató en un accidente de coche cerca de Las Vegas ayer por la noche», y yo volví a concertar otra cita y salí de la peluquería. —Miro a Martin—. ¿No lo encuentras extraño?
Martin está mirando al techo y luego me mira a mí y dice:
—Sí, extraño de verdad. —Se levanta de la cama.
—¿Adonde vas? —pregunto.
Se pone los calzoncillos.
—Tengo clase a las cuatro.
—¿Y no puedes faltar?
Martin se sube la cremallera de sus vaqueros desgastados y se pone un polo y unas playeras y cuando yo me siento en el borde de la cama, cepillándome el pelo, él se sienta a mi lado y, con una sonrisa muy juvenil, pregunta:
—Pequeña, ¿me podrías prestar sesenta pavos? Tengo que pagarle a un tipo las entradas para Billy Idol y se me olvidó ir al cajero automático y me encuentro en un lío... —La voz se le apaga.
—Sí. —Busco en mi bolso y le doy a Martin cuatro billetes de veinte y él me besa en el cuello y dice, como por cumplir:
—Gracias, pequeña. Te lo devolveré.
—Sí, me lo devolverás. Y no me llames pequeña.
—Puedes irte cuando quieras —dice mientras abre la puerta.
El Jaguar se avería en Wilshire. Voy conduciéndolo y el techo está abierto y la radio puesta y de repente el coche da unos tirones y comienza a inclinarse a la derecha. Piso el acelerador y lo hundo hasta la tabla y el coche vuelve a dar unos tirones y a inclinarse a la derecha. Aparco el coche, atravesado, junto al bordillo, cerca del cruce de Wilshire y La Ciénega, y al cabo de un par de minutos de intentar arrancarlo de nuevo quito las llaves de contacto y me quedo sentada en el Jaguar averiado con el techo abierto y oyendo pasar el tráfico. Por fin me apeo del coche y encuentro una cabina telefónica en la gasolinera Mobil del cruce de La Ciénega y llamo a Martin, pero responde otra voz, esta vez la de una chica, y me dice que Martin está en la playa y yo cuelgo y llamo a los estudios pero un ayudante de William me dice que éste está en el Polo Lounge con el director de su próxima película y aunque sé el número del Polo Lounge no llamo. Pruebo en casa, pero no están ni Graham ni Susan y la muchacha ni siquiera parece reconocer mi voz cuando le pregunto dónde están y cuelgo el teléfono antes de que Rosa pueda decir nada más. Me quedo en la cabina telefónica cerca de veinte minutos y pienso en Martin empujándome fuera de la terraza de su apartamento de Westwood. Por fin salgo de la cabina telefónica y consigo que un empleado de la estación de servicio llame al Auto Club y vienen y se llevan el Jaguar con una grúa al concesionario Jaguar de Santa Mónica donde mantengo una humillante conversación con una persa que se llama Normandie y me llevan en coche a casa, donde me tumbo en la cama y trato de dormir pero llega William y me despierta y le cuento lo que ha pasado y él murmura «muy típico» y dice que tenemos que ir a una fiesta y que la cosa se pondrá fea si no empezamos a prepararnos enseguida.
Me estoy cepillando el pelo. William está de pie ante el lavabo, afeitándose. Sólo lleva puestos unos pantalones blancos, con la cremallera bajada. Yo llevo puesta una falda y un sostén y me pongo una blusa y entonces dejo de cepillarme el pelo. William se lava la cara, luego se la seca con una toalla.
—Ayer recibí una llamada en los estudios —dice—. Una llamada muy interesante. —Pausa—. Era de tu madre, lo cual es raro de verdad. Primero, porque tu madre nunca había llamado a los estudios, y después porque a tu madre nunca le he gustado demasiado.
—Eso no es cierto —digo yo, luego me echo a reír.
—¿Sabes qué me dijo?
Yo no digo nada.
—Vamos, vamos, a ver si lo adivinas —dice él, sonriendo—. ¿No vas a intentar adivinarlo?
Yo no digo nada.
—Me dijo que le colgaste el teléfono. —William hace una pausa—. ¿Es cierto eso?
—¿Y qué si lo fuera? —Dejo el cepillo del pelo y me vuelvo a pintar los labios pero me tiemblan las manos y dejo de hacerlo y luego agarro el cepillo y comienzo a cepillarme el pelo otra vez. Por fin, levanto la vista hacia William, que me está mirando fijamente por el espejo, y digo sencillamente—: Sí.
William se dirige al armario y coge una camisa.
—La verdad es que pensaba que no era cierto. Se me ocurrió que a lo mejor el Demerol la afectaba o algo —dice, secamente. Me pongo a cepillarme el pelo con toques rápidos y breves—. ¿Por qué? —pregunta, curioso.
—No lo sé —digo yo—. Creo que no era capaz de hablar con ella.
—¿Le colgaste el teléfono a tu propia madre? —Se ríe.
—Sí. —Dejo el cepillo del pelo—. ¿Por qué te interesa tanto? —pregunto, súbitamente deprimida por el hecho de que el Jaguar tenga que estar en el taller cerca de una semana. William se limita a estar allí parado.
—¿Es que no quieres a tu madre? —pregunta, subiéndose la cremallera de los pantalones, luego se abrocha un cinturón Gucci—. Por Dios bendito, ¿es que no te das cuenta de que se está muriendo de cáncer?
—Estoy cansada. Por favor, William —digo.
—¿Y me quieres a mí? —pregunta él.
Se vuelve a dirigir al armario y saca una chaqueta.
—No. Creo que no. —Pronuncio estas palabras con claridad y me encojo de hombros—. Ya no.
—¿Y a tus puñeteros hijos? —Suspira.
—Nuestros puñeteros hijos.
—Nuestros puñeteros hijos. No te pongas tan pesada.
—Creo que tampoco —digo—. No estoy... segura.
—¿Por qué no? —pregunta él, sentándose en la cama y poniéndose unos mocasines.
—Porque... —Miro a William—. No los conozco.
—Vamos a ver, pequeña, eso es una evasiva —dice él, en tono de burla—. Yo creía que eras de las que decían que es más fácil que a uno le gusten los desconocidos.
—No —digo yo—. Eras tú el que lo decías y con relación al follar.
—Bien, pues como no parece que tengas ningún apego a nadie con quien no follas, creo que estamos de acuerdo en eso. —Se hace el nudo de la corbata.
—Estoy temblando —digo yo, confundida por el último comentario de William, preguntándome si me habré perdido una parte de su frase.
—Por el amor de Dios, necesito un pico —dice él—. ¿Podrías prepararme tú la jeringuilla? La insulina está ahí —dice, haciendo un gesto. Se quita la chaqueta, se desabrocha la camisa.
Mientras lleno una jeringuilla de plástico con insulina, tengo que resistir el impulso de llenarla de aire y luego clavársela en una vena y ver cómo se le contrae la cara, cómo se derrumba el cuerpo al suelo. Lleno la jeringuilla de insulina. Él deja al aire el antebrazo. Cuando clavo la aguja, digo:
—Eres un cabrón.
William mira al suelo y dice:
—No tengo ganas de seguir hablando.
Terminamos de vestirnos, en silencio, y luego salimos en dirección a la fiesta.
Mientras vamos en coche por Sunset con William al volante, un vaso de vodka sujeto entre sus piernas y el techo abierto y un viento ardiente soplando y un sol naranja poniéndose a lo lejos, le toco la mano con la que sujeta el volante y él la aparta y se lleva el vaso de vodka a la boca y cuando tomamos una curva y pasamos por Westwood puedo distinguir el apartamento de Martin.
Después de atravesar las colinas y encontrar la casa y después de que William le deje el coche a un criado y antes de dirigirnos a la entrada principal, vemos a una muchedumbre de fotógrafos alineada detrás de un cordón, y William me dice que sonría.
—Sonríe —me susurra—. O por lo menos inténtalo. No quiero ver otra foto como la última del Hollywood Reporter donde tienes esa cara de subnormal.
—Estoy cansada, William. Estoy cansada de ti. Estoy cansada de estas fiestas. Estoy cansada.
—El tono de tu voz podría haberme encandilado —dice él, agarrándome bruscamente del brazo—. Limítate a sonreír, ¿vale? Sólo hasta que hayamos pasado por delante de los fotógrafos. Luego me la suda lo que hagas o dejes de hacer.
—Eres... espantoso —digo yo.
—Tú no eres mucho mejor —dice él, tirando de mí.
William habla con un actor del que estrenan una película la semana que viene y estamos junto a la piscina y junto al actor hay un chico muy joven y muy bronceado que no escucha la conversación. Mira fijamente la piscina, con las manos en los bolsillos. Un viento cálido desciende de los desfiladeros y el pelo rubio del chico se mantiene perfectamente peinado. Desde donde me encuentro distingo los carteles, unos rectángulos débilmente iluminados, de Sunset, con luces fluorescentes. Doy un trago a mi copa y vuelvo a mirar al chico que continúa con la vista clavada en el agua iluminada. Toca un grupo y la suave y cadenciosa música y la luz procedente de la piscina y el chico tan guapo y los toldos a rayas amarillas y blancas que se levantan en una pradera alargada, espaciosa, y el viento cálido y las palmeras, con la Luna destacando sus frondas, actúan como anestésicos. William y el actor hablan de la mujer de una estrella de rock que trató de ahogarse en Malibú y el chico rubio al que miro fijamente aparta la vista que tenía clavada en la piscina y por fin se pone a escuchar.

[1] Las palabras en cursiva y seguidas de un asterisco, en castellano en el original. (N. del T.)

Una entrevista de César Aira



En esta entrevista, el escritor argentino César Aira no sólo vapulea al autor de "Rayuela" al dar cuenta de sus preferencias en la literatura argentina. Le cae a Sábato, a Piglia, a Saer y a todo aquel que "pose de escritor serio". Cuenta que todos sus libros son experimentos, habla de su trabajo con la escritura y dice que su trío tutelar se integra con Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini.



César Aira: "El mejor Cortázar es un mal Borges"


Poseedor de una imaginación delirante, desestructurador de modelos y certezas narrativas, Aira se especializa en mezclar los más disímiles materiales estéticos, en entrecruzar los más inesperados planos de significación. Sus textos toman los atajos más disparatados, parecen derrumbarse en el momento en que reanudan más decididamente su marcha, pero siempre se intuyen conducidas por una especie de canon secreto. Aira es un escritor de prodigiosa fecundidad. La prolija destrucción de lo verosímil, por ejemplo del lenguaje, es uno de sus métodos para desintegrar toda sombra de realismo. Tomemos por caso su libro El bautismo: uno de los personajes, el vasco Mariezcurrena, a quien define como un chacarero bruto, dialoga con el cura acerca de la naturaleza del viento con la actitud intelectual y el vocabulario de un epistemólogo.

¿Reconoce esta manera de disolver la verosimilitud, en este caso a través de la incongruencia entre discurso y hablante, como uno de sus ingredientes humorísticos preferidos?
Nunca me gustó eso de hacer hablar como brutos a los brutos... He escrito novelas de ambiente de indios, por ejemplo, y algunos me reprochan: "Pero tus indios filosofan, parecen Bergson." Bien, no importa. En el fondo todo son convenciones literarias. Pero le haría una observación respecto de una palabra que usó: humor, o humorístico. El humor a mí me sale un poco involuntariamente, contra mis propósitos.
Pues le sale con frecuencia y muy eficazmente.
Sí, y lo he lamentado. No me gusta el humor en la literatura, me parece peligroso. Cuando tengo ocasión de darles algún consejo a los jóvenes escritores les digo que traten de evitar el humor. El humor es una de esas vetas del discurso que van a buscar un efecto. Y si no obtienen ese efecto se abre un vacío; un vacío patético, como cuando uno cuenta un chiste y nadie se ríe.
En sus textos se produce a menudo un deslizamiento paródico hacia un supuesto discurso científico. Da la impresión de que además de un recurso literario es de algún modo la expresión de un auténtico interés suyo por la ciencia. ¿Es así?
No del todo. Creo que mis intereses, los auténticos y los inauténticos están filtrados por la literatura. Porque el único y definitivo interés mío ha sido la literatura. Tuve una vocación muy definida desde muy chico y no me aparté nunca de ella. Lo que no excluye que haya tenido, como todo el mundo, modas personales, intereses pasajeros por la música, por el cine en mi juventud o por las artes plásticas. Y dentro del mundo de los libros, por la historia, por la divulgación científica también. Pero ahora, en mi madurez, siento que todo pasa y pasa sin pena: no lamento haber perdido el gusto por alguna cosa. Lo que queda es la literatura.
En su literatura se multiplican los posibles planos de significación. Su relato "Mil gotas", para tomar un ejemplo, parece ser a la vez un discurso aristotélico sobre forma y materia, una aproximación a la física cuántica, un delirio hilarante sobre la fuga de todas las gotas de óleo que constituyen la Gioconda de Leonardo y una reflexión sobre el verosímil literario y muchas otras cosas. ¿Qué puede comentar al respecto?
Para empezar, debo decir que todos mis libros son experimentos. Son pensados como tales, pero no se trata de experimentos hechos con la seriedad metódica de un científico sino con la seriedad ametódica de un sabio loco o de un niño que juega al químico y mezcla dos sustancias para ver qué pasa. Del mismo modo yo mezclo mis sustancias para ver qué pasa, y yo mismo no sé muy bien qué va a pasar. Con Mil gotas intenté narrar, dicho muy esquemáticamente, una huida de esas gotitas que van a todo el mundo pero atraviesan distintos niveles de significación, de lo literal a lo alegórico, a lo simbólico, o traspasan discursos y dan una idea de una dispersión verdaderamente multidimensional.
En cuanto a esa simultaneidad que menciona, yo la he notado, porque debe ser así como funciona mi imaginación. No he tratado deliberadamente que salga así: sencillamente sale así, y me parece que está bien. Yo trato de tener un estilo o una prosa lo más llano, simple, transparente posible. En general nunca he hecho juegos de lenguaje, nunca he cultivado esa sensualidad de la lengua que algunos críticos alaban tanto en otros escritores.
Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante...
Sí, claro, y Lezama Lima... En fin, los escritores cubanos son muy sensuales con la palabra. En mi caso no, siempre escribo una prosa simplemente informativa, porque sino se produciría de verdad un caos. Trato de mantener ese mínimo de cortesía con el lector. Pero mis delirios son un poco confusos, son confusos para mí mismo y los saco sin mucho orden, sin mucha disciplina para ver qué pasa, por lo menos trato de mantener esa superficie por la que la lectura pueda deslizarse tranquilamente.
Hablábamos antes de los sabios locos. Usted parece haber sido un lector de cómics y amante de las películas norteamericanas de ciencia ficción de clase B o C. ¿Le gusta jugar con ingredientes literarios de las fuentes más disímiles?
Todo el tiempo. Hay un componente infantil que trato de no perder. En realidad ese ha sido uno de los pocos aspectos de mi literatura que se me ha reprochado y criticado seriamente, y con cierta razón. Porque yo he tenido, en general, una crítica siempre buena, casi he extrañado algún misil, alguna cabeza nuclear bien dirigida al centro de mi obra. Pero no la han disparado, salvo las críticas a ese componente no serio. Es decir, se me reprocha que vivimos tiempos muy graves, muy difíciles, la Argentina pasa por catástrofes inauditas y yo sigo con mis juguetes, con la fantasía y el delirio.
¿La puesta en cuestión de lo verosímil es el núcleo de su literatura?
Sí. Diría que el verosímil es el centro de todas mis preocupaciones. Buscarlo, lograr un verosímil que sirva para lo que estoy haciendo. Eso viene con mi método de escritura: escribo mis novelas casi como diarios íntimos. Empiezo a partir de una historia, de algo que surge y me parece atractivo, sugerente, o por lo menos potable, y arranco a ciegas, no sé muy bien hacia dónde va a ir el texto, porque las ideas son siempre de una escena de comienzo, apenas de una posibilidad. Y después, voy escribiendo. Como soy muy metódico, escribo todos los días una paginita a media mañana en algún café de mi barrio. Me abro a lo que me ha pasado ese día, el día anterior, a cosas que veo por la televisión, a programas frívolos, a algunas de esas comedias costumbristas. Por supuesto, también están las lecturas, el cine, las charlas con la familia y con los amigos. Y el barrio, la gente, las calles. De modo que entran muchas cosas, y las más raras van directamente a mis novelas. Van, pero la realidad es imprevisible y lo que puede pasar no lo puedo calcular.
¿Es justo que lo consideren un escritor posmoderno?
Bueno, posmoderno es una palabra, y yo siempre digo que las palabras deben servirnos a nosotros y no nosotros a las palabras. Es decir que cada cual puede definirla como quiera y usarla conmigo o con quien quiera. Pero yo no me considero posmoderno en tanto creo haber seguido fiel a la preceptiva modernista en la que me formé. Mi lema sigue siendo el famoso verso de Baudelaire: "Ir hacia delante y siempre en busca de lo nuevo." Y sacrificarlo todo por lo nuevo, ¿no? Y esta actitud no es posmoderna. Creo que el posmodernismo deshace esa línea hacia delante para erigir una especie de estantería de supermercado donde está toda la cultura de antes, la de ahora, la de después, y entonces procede con ellas a formular combinaciones al azar. No es lo mío.
¿Cómo se siente ante la figura todopoderosa de Borges?
Evidentemente, Borges fue casi demasiado grande para la Argentina, y fue una especie de sombra paterna que ocupó la literatura de todo el siglo XX. De hecho, creo que mi primera lectura seria, a los 12 o 13 años, fue la de sus cuentos. Cuando oí hablar por primera vez de Borges, hacia 1961 o 1962, todavía él no había empezado su gran carrera de fama internacional, pero ya era un clásico argentino y salían sus libros en una serie que se llamaba Obras Completas, que publicaba Emecé. Como yo insistía en leerlos, mis padres me los compraron y los leí. No sé si yo era un chico inteligente o Borges tiene algo que también sabe atrapar a la juventud. Yo era jovencísimo, pero aun así sentí toda la grandeza, la elegancia, la exquisitez de sus textos, eso que es casi un veneno porque nos mal acostumbra y después todo lo demás en literatura parece no estar a su altura. Claro que, como todos los escritores en Argentina he tenido mis altibajos en relación con Borges. Tuve una etapa militantemente antiborgeana, en la que me pasé a la vereda de Rimbaud: la vida, la vida que entra y se funde con la literatura. Borges es otra cosa: es frío, es ese Everest de inteligencia, de lucidez; no se contamina con la realidad... Pero he hecho las paces con Borges y me siento contento de ello.
Algunos críticos lo sitúan a usted junto a Juan José Saer y Ricardo Piglia como referente de la literatura argentina del último cuarto de siglo. ¿Cuál es su opinión sobre los otros dos escritores? Si debiera proponer un terceto distinto, ¿a quiénes nombraría?
¡Uf qué pregunta difícil! En primer lugar debo aclarar que Saer y Piglia son diez años mayores que yo y pertenecen a otra generación, otra atmósfera, otro mundo. De hecho, yo los leía de jovencito (bueno, a Saer; a Piglia prácticamente no lo he leído). Piglia es un escritor serio, un intelectual muy apreciado como profesor... en fin. A Saer sí lo leí mucho y lo aprecié mucho; es casi un clásico moderno argentino. Después, me fui apartando de su poética, y sé que él no aprecia mucho la mía. Saer también es un escritor serio... pero yo he buscado otros modelos. Saer ya no me atrae; con el tiempo me he ido alejando de esa postura seria, responsable hacia la sociedad y hacia la historia.
¿Si tuviera que proponer otro trío de referentes?
No tienen por qué ser tres, no seamos tan hegelianos. Yo tuve el privilegio de estar cerca, o en algún caso de ser muy amigo, de tres escritores que existieron en la Argentina en estos 25 o 30 últimos largos años: Manuel Puig, Alejandra Pizarnik y Osvaldo Lamborghini. A los tres los encontré geniales y fueron modelos para mí, por motivos distintos, como modelos de vida, modelos de actitud... A veces uno toma un modelo y después hace todo lo contrario de él, pero el modelo sigue actuando, como contraste tal vez. Los tres han muerto jóvenes, los tres han dejado su mito, su leyenda, y los tres me acompañaron siempre. Si buscamos un trío, entonces, propongo ese. Es mi trío tutelar.
¿Le parece que existe una ruptura total entre la literatura argentina del siglo XIX y la del XX o reconoce zonas de enlace?
Hay que reconocer que la literatura argentina del siglo XIX es muy pobre. Lo mejor que tiene es el género gauchesco, que es nuestra gran invención, y dentro de la literatura gauchesca está el Martín Fierro, que es un libro del que ya no podemos opinar porque se ha puesto un poco más allá de las opiniones, como un libro-fetiche de la Argentina. Sin duda, posee grandes méritos literarios. En el siglo XX todos los buenos escritores argentinos, que los tuvimos, buscaron ese punto de conexión. Borges mismo lo buscó en la literatura gauchesca, en el Martín Fierro, en cambio, nunca le interesaron los románticos —José Mármol, Esteban Echeverría—. Otros sí exploraron en ellos. Pero en fin, no había mucho de dónde aferrarse. Después está la línea de los escritores políticos: ellos sí encuentran en historiadores y escritores del XIX, como Sarmiento o Mitre, puntos de engarce. Pero yo creo que la literatura literaria argentina nació con el siglo XX, exceptuando la gauchesca. Nació con las vanguardias, con la visita de Rubén Darío a Buenos Aires, con el modernismo, con algunos buenos poetas y otros a quienes no considero buenos poetas, como Leopoldo Lugones. Lugones me pareció siempre un farsante. Hay muchos chistes sobre él, como aquel comentario irónico de Macedonio Fernández: "Este muchacho Lugones, tan trabajador, ¿cuándo se decidirá a darnos un libro?" (y ya había publicado como un centenar). Recuerdo que Pizarnik me decía que había encontrado un verso bueno en Lugones, que hablaba de una niña que salía del mar desnuda y nombraba sus "senitos benjamines". Una vez, leyendo a Jules Laforgue, encontré en él los famosos senitos benjamines. Por algo dijo Oliverio Girondo: "El mejor Lugones es un mal Laforgue".
¿Podría describir las líneas esenciales de la literatura argentina de los últimos 50 años?
No creo que vaya a decir algo muy original. Está la línea de Borges-Bioy Casares-Silvina Ocampo, por un lado. Ellos promovieron esa literatura más intelectual (se la ha calificado como fantástica), de enigma policial, de tramas bien construidas, de huida de lo que llamaron "el fárrago psicológico" y metían en él, con increíble injusticia, nada menos que a Proust, aunque creo que después Bioy se retractó de eso. Eso marcó mucho, de allí salió toda una vertiente literaria, sin ir más lejos, Cortázar. Aquí podría yo parafrasear a Oliverio Girondo y decir que el mejor Cortázar es un mal Borges.
¡Qué duro!
No puedo evitarlo. Bueno, y está la famosa polémica de la década de 1920 entre los grupos de Boedo y Florida. Este último era el grupo de los escritores de la clase alta, afrancesados o anglófilos, y Boedo representaba la literatura de combate, que no dio buenos exponentes pero sí constituyó una línea que tuvo también su clara descendencia. Así, en la segunda mitad del siglo XX siguió existiendo la novela llamada realista, que toma los hechos de la historia. Finalmente, creo que se repiten los paradigmas: la derecha y la izquierda existen en todas partes.
Pero también hay líneas intermedias, como la que representa Roberto Arlt.
Arlt para mí es un grande. Bueno, habría que decir uno de los dos grandes: el otro, claro, es Borges. Tan distintos y tan parecidos, ¿no?
¿Con qué corriente cree que entronca su obra?
Mi literatura viene de esa línea intelectual, borgeana, pero con unos vigorosos afluentes arltianos. De Arlt he tomado el expresionismo, esa cosa que a Borges lo horrorizaría. Aunque a él le gustaban las viejas películas expresionistas alemanas, pero casi como una aberración intelectualmente interesante. Arlt es el escritor que sin saber nada del expresionismo es un expresionista nato, deformador a ultranza. La imaginación de Arlt funciona por contigüidades químicas que lo deforman todo, y su mundo está hecho de sombras que se desplazan y de seres que empiezan a fundirse ante nuestros ojos, de monstruos...
Apelo a su experiencia como responsable de su Diccionario de autores latinoamericanos para pedirle un juicio sucinto sobre estos escritores argentinos: José Bianco, Silvina Ocampo, Alejandra Pizarnik, Ernesto Sábato, Julio Cortázar.
A Bianco lo conocí ya viejo, bastante decadente, y presentó un libro mío, Canto castrato, del que estoy bastante avergonzado. Hizo una presentación muy amable. Bianco es el escritor que no escribe, una figura un poco triste. Pasó su juventud entre la influencia de Marcel Proust y la de Henry James, que cubre enteramente esos dos pequeños libros suyos, Las ratas y Sombras suele vestir.
¿Silvina Ocampo?
Creo que Silvina Ocampo es un genio, una de las grandes. Vivió un poco a la sombra de su hermana Victoria por un lado y de su marido, Bioy Casares, y Borges por el otro. Era una mujer extravagante, una poeta no muy lograda, pero cuando escribía sus cuentos, esos cuentitos pequeños y vitriólicos, era perfecta.
¿Alejandra Pizarnik?
Escribí un par de libros sobre ella. Uno es un estudio sobre su poesía, salido de cuatro charlas que di en la Universidad de Buenos Aires, y lo hice con intención un poco justiciera. Porque con Alejandra se ha creado ese mito de la angustiada, de la sonámbula, de la pequeña náufraga, etc., etc., y toda la crítica que se hace sobre ella cae en ese campo metafórico, entra en el juego de ella y no le hace justicia a su obra. Entonces, traté de tomar un poco de distancia, de escribir fríamente sobre el procedimiento del que salía su poesía. Creí descubrir esos deslizamientos de la subjetividad que hay en sus pequeños poemas, que son como mecanismos perfectos, muy trabajados, y sobre todo quise hacerle justicia al hecho de que ella era una intelectual, una gran lectora, que tenía, claro está, problemas psicológicos, pero de allí a hacer hincapié en ellos y presentarla como una especie de loca, al borde de una cornisa asomada al vacío, me parece totalmente erróneo e injusto.
¿Sábato y Cortázar?
Bueno, a Sábato no lo hemos tomado nunca muy en serio. Y sorprende un poco que alguien se lo pueda tomar en serio. Es un señor que tiene aristas muy risibles: esa vanidad, el malditismo... Malditismo que no condice con su personalidad. Es un señor perfectamente racional que juega al maldito. Así, se ve obligado a escribir constantemente en sus textos la palabra angustia, la palabra dolor... y claro, eso no funciona.
¿Y Cortázar?
Cortázar es un caso especial para los argentinos, y no sólo para los argentinos, también para los latinoamericanos y quizás para los españoles, porque es el escritor de la iniciación, el de los adolescentes que se inician en la literatura y encuentran en él —y yo también lo encontré en su momento— el placer de la invención. Pero con el tiempo se me fue cayendo. Hay algunos cuentos que están bien. El de los cuentos es el mejor Cortázar. O sea, un mal Borges, o mediano. A propósito de una de las cosas más feas que hizo Cortázar en su vida, el prólogo para la edición de la Biblioteca Ayacucho de los cuentos de Felisberto Hernández, un prólogo paternalista, condescendiente, en el que prácticamente viene a decir que el mayor mérito del escritor uruguayo fue anunciarlo a él, cuando en verdad Felisberto es un escritor genial al que Cortázar no podría aspirar siquiera a lustrarle los zapatos. Sus cuentos son buenas artesanías, algunas extraordinariamente logradas, como Casa tomada, pero son cuentos que persiguen siempre el efecto inmediato. Y luego, el resto de la carrera literaria de Cortázar es auténticamente deplorable.
¿Qué aporte de las vanguardias históricas a la literatura aprecia en particular?
Muchos. Para empezar, uno de los rasgos básicos de las vanguardias, que es la preeminencia del proceso de creación sobre el resultado: ese sigue siendo mi método de trabajo. Habría que analizar vanguardia por vanguardia. Por ejemplo, del dadaísmo no puedo sino admirar su actitud, su gesto de ruptura, su irreverencia, eso de largar la carcajada en medio de la Misa Solemne. Del surrealismo, mil cosas, como el dominio de la imagen. También me interesa mucho el constructivismo ruso, que he estudiado mucho, y Rodchenko en particular. He prestado mucha atención a esta corriente y la he seguido con mucha simpatía, porque pienso que con ella llegó a su culminación el predominio del proceso creativo: el arte es un proceso infinito. Ese momento utópico, a finales de la década de 1910, antes de que cayera el mazazo sobre ellos, me sigue estimulando, y lo sigo uniendo a la famosa frase de Lautréamont: "La poesía debe ser hecha por todos". Democratizarla en serio, sacarla de esa cápsula de calidad, de lo bueno, de lo bien hecho, de lo hecho solamente por el que haya nacido con el don para hacerlo. Por eso me gusta, por ejemplo, John Cage, un músico que no era músico, que tenía dos tapones de madera en los oídos, y sin embargo hacía música, inventaba el modo de hacerla..