Tras un par de meses de silencio blogosférico, me encontré con esta entrada de “Vano oficio”, en la que Iván Thays reflexiona sobre la tolerancia y la pluralidad,
sobre la pretendida unidad de los llamados “gremios literarios” y sobre la
peregrina estupidez implícita en tal entelequia. De inmediato vinieron a mi
mente las imágenes de tres o cuatro pendejos
nacionales que han enarbolado idéntica bandera, empecinados en conformar un
gremio homogéneo, donde sus miembros se reparten ayudas, elogios y abrazos, en
fin, parafraseando a Thays: una especie de cooperativa literaria empujando el
carro de la literatura hondureña. Aunque podríamos enumerar más semejanzas, lo
más recomendable es leer el post
completo y reflexionar sobre sus conclusiones, advertidos de que cualquier
parecido con autores y gremios nacionales no es pura coincidencia.
Contra
la tolerancia
Hay palabras que parecen correctas en ciertos
contextos pero que, cuando uno las analiza, se da cuenta de que resultan
equívocas. La palabra “tolerancia”, por ejemplo. “Tolerancia” significa aceptar
la diferencias, asumir que otras personas pueden pensar o actuar bajo reglas
distintas a las de uno, que suelen ser las reglas de la mayoría, y tolerar esa
opinión. Pero esa palabra oculta un concepto esencial: tarde o temprano todos
nos daremos cuenta de que nosotros somos, en realidad, ese “otro”. Es decir, no
es a mí a quien corresponde tolerar a los demás, dando por hecho que mi idea es
la correcta, sino asumir que mi opinión, mi estética o mi gusto es solo uno
dentro un abanico de posibilidades; uno más en medio del océano de distintas
opiniones y posturas de valor equivalente. No se trata, pues, de tolerancia,
sino de pluralidad.
Hace
unas semanas, un par de escritores peruanos pusieron sobre el tapete la idea de
que el gremio de los escritores (se referían al Perú, pero sin duda puede
extenderse a todo el mundo y a distintas épocas) está desunido, es mezquino y
gusta de meter cabe o ningunear al otro. El “gremio machetero”, lo calificó
uno, refiriéndose a los machetazos que reciben unos escritores de parte de los
otros. Ambos proponían que, por el bien de la literatura nacional, los
escritores deberían conformar un gremio mucho más homogéneo, que se auxiliase
entre ellos, que se repartieran elogios y abrazos, una especie de cooperativa
literaria empujando el carro de la literatura peruana hacia la misma dirección
(es decir, el éxito en el exterior), sin discordia, sin “machete”, sin
oposición.
¿Se
han preguntado qué ocurriría en ese escenario ideal? El gremio literario (que
implica no solo a los escritores sino también a los editores, la crítica, los
agentes y los libreros) se apoyaría mutuamente y se anularía la voz
discordante, por considerarla antigremial. Una vez fortalecidos como gremio y
enrumbados hacia una patriótica dirección única, por impulso natural terminaría
apareciendo un autor (el más emprendedor, el más carismático, el más vendedor o
quizá, con suerte, el que tuviese más talento) que se alzaría sobre los demás
como la voz canónica que representa al gremio. En ausencia de cualquier voz
crítica o disidente, ese autor pasaría a ser un “intocable” para beneficio
económico de sí mismo, de sus editores, del agente que lo representa y las
librerías que lo venden y, por supuesto, de los medios de comunicación que lo
solventan y se enriquecen poniéndolo en todas sus carátulas e imprimiendo todas
sus notas de prensa. El resto de autores y críticos ocuparían la posición de
agradecida comparsa, avanzando a pasos pequeños pero seguros bajo la sombra de
ese autor canónico o, quién sabe, esperando ocupar su lugar si es posible.
¿De qué estamos hablando? ¿De una pesadilla
de Orwell?
A
diferencia de esos autores, creo que un gremio literario que trata al compañero
con condescendencia, que se autocensura, que alaba o calla para no quedar mal o
para evitar ser acusado de aguafiestas o envidioso, está condenado a crear una
literatura mediocre y complaciente. Una literatura que celebra triunfos
inventados, que diseña cánones literarios dictatoriales y que tolera con
generosidad, aunque siempre con el rabillo del ojo, al autor “raro” que no está
en ese canon porque ha dejado de ser dañino. Es decir, el horror.
Si
hay algo que lamentar, en todo caso, en la literatura peruana actual no es la
ausencia de ese gremio unido, sino la falta de crítica literaria seria,
responsable, formada académicamente, que pueda interpretar, valorar y juzgar
las obras. Una crítica creativa, dinámica, capaz de entender la diversidad y
que sepa retratar el complejo tramado que implica una literatura diversa,
plural, anticanónica. Una crítica que puede ser inquietante o polémica, pero
siempre basada en argumentos y no en prejuicios, que se
gane el respeto de los lectores y haga entender a los autores que una opinión
negativa no es un insulto ni un intento de dividir al gremio, sino, al
contrario, una muestra de interés y respeto por la obra literaria.
¿Quiénes saldrían ganando si existiese un
gremio literario unido como un puño? En primer lugar, los escritores que lo
conforman y las instancias que los apoyan para beneficiarse económicamente.
¿Quiénes saldrían ganando, por otra parte, con la existencia de voces discordantes,
en discusión permanente? Los lectores y los futuros escritores, que habrán
nacido no bajo el signo único del Debe-Ser-De-Nuestra-Literatura sino en
el de la pluralidad que reemplaza, por obsoleta, a la tolerancia.
Partamos desde el comienzo: quizá el error no esté en considerar al
gremio literario como un grupo de barras bravas que andan con machetes en las
esquinas para coger a machetazos al contrario, ni como un grupo de gentiles y
amistosos compañeros dispuestos a cooperar por el bienestar general; el error
es, simplemente, considerar a los escritores como parte de un “gremio”.
Dejémonos de gremios. Se trata de individuos, escritores y críticos literarios,
que hacen lo suyo como quieren y pueden, como les sale de las entrañas, y desde
el momento que publican sus ficciones, o sus reseñas, son susceptibles a la
crítica e incluso al ataque abyecto (pero es de personas maduras saber poner
cada cosa en su lugar).
“Lo raro es ser un escritor raro” dice Mario
Bellatin. Una frase absolutamente cierta. Bajo las equívocas reglas de la
tolerancia, los cánones nacionales y los gremios literarios es que existen los
llamados escritores “raros”. En la pluralidad, en cambio, todos los escritores
son raros y, simultáneamente, protagonistas de su propio y luminoso canon
individual.