domingo, noviembre 25, 2007

Escribir poesía en el pais de los imbéciles


por Mario Gallardo


“Bajo el puente, mientras llueve, una oportunidad de oro
Para verme a mí mismo:
Como una culebra en el Polo Norte, pero escribiendo.
Escribiendo poesía en el país de los imbéciles.
Escribiendo con mi hijo en las rodillas.
Escribiendo hasta que cae la noche
Con un estruendo de los mil demonios.
Los demonios que han de llevarme al infierno,
Pero escribiendo.”

Roberto Bolaño, fragmento del poema hasta entonces inédito titulado “Mi carrera literaria” y con fecha “octubre de 1990”.
La Universidad Desconocida, pp. 7-8.



Agosto 27 de 2007
Escribir poesía en el país de los imbéciles. Vaya título, aunque bien pensado es apenas un pretexto, nada más que una línea garrapateada para designar a un diario de navegación. Piensen en el logbook de Rayuela que Julio Cortázar le obsequió, quién sabe con qué avieso propósito, a Ana María Barrenechea. Días y fechas, anotaciones, fragmentos, recetas, lecturas, sobre todo lecturas. Anotaciones sobre los libros que lee. Cortazariano al fin, paciente tibetano, Bardo Thödol y mandala, recoge notas íntimas, tiernas conjeturas sobre una existencia marcada por la literatura. Patético como Ignatius Reilly, con la equívoca e inútil arrogancia de algunos personajes de Coetzee. La reacción opuesta al “preferiría no hacerlo”. Bartleby a la inversa: prefiero decirlo, prefiero escribirlo. Leer y escribir. La vida como una lectura infinita, sumergida entre negro sobre blanco, pero después de haber vivido, con el peso ineludible de seguir viviendo. Tomar notas diarias y ampliarlas durante el fin de semana, corregir y engrosar, los nuevos mandamientos: no eliminar nada, no dejar espacio sin ocupar, horror vacui, barroco posmoderno, el paisaje completo en un haba, la migración de los sentidos, adiós al significante tutor, el espacio estereográfico de Barthes…el placer del texto a ultranza.

Nota imprescindible: Evitar las alusiones, evitar a toda costa que los personajes se parezcan a cualquier insulso con ínfulas suficientes como para sentirse personaje de novela. Desaplicados, díscolos lectores, recuerden que todos los personajes aquí reunidos son absolutamente ficticios, y cualquier parecido con seres que medran en este mundo sublunar es pura coincidencia; además, es imprescindible enfatizar -como dice Fresán: "en una aclaración obvia, pero nunca del todo innecesaria"- que el hecho que algunos pasajes estén narrados en primera persona no implica que el autor comparta ideas, haya protagonizado o justifique las acciones de quienes aquí cuentan sus vidas y sus historias y sus muertes. Evitar la nota al pie de página, “recordar que una historia no es más que el fantasma de una vida”.

26 de agosto de 2007
Me veo al espejo y ¡zas!, ahí está de nuevo la incertidumbre terrible: ¿quién soy?, ¿a quién pertenecen esa nariz superlativa, ese elefante boca arriba, ese par de órbitas inquisidoras? Doppelgänger que te escruta con frialdad, no hay emoción en esa cara, es la de un extraño, un perfecto extraño, pero hay algo en su mirada que reconoces. Más que una información es un sentimiento, un indicio que te traslada, Wells mediante, al día en que platicaste con tus propias células (¡ah Timothy picarón, lástima que no te siguieron con la constancia y el entusiasmo necesarios! ¡cuántas guerras nos hubiésemos saltado!). La tarde feliz, a la orilla de la piscina, blue lagoon en medio de oasis bananero, el regusto amargamente delicioso de la cerveza que inicia su frío recorrido por tu garganta, y los cuentos de Bestiario en la otra mano: la pareja de hermanos, ese “simple y silencioso matrimonio de hermanos”; pero en esa época aun eras ingenuo y no atendiste a la insinuación (ahora, en este preciso instante, te imaginas a Julio, con un Gauloise entre los labios y el vaso de vino en la mano que, irónica sonrisa de por medio, te dice: “pero ché, debiste aplicarle la misma lectura que a “Ciclismo en Grignan”). Misión imposible para ese imberbe lectorcillo de fines de los setenta que aun no había leído la sórdida confesión del Cronopio: “Creo que no he escrito nada más erótico que “La señorita Cora”. Pero volvamos al doppelgänger que te mira. También hubo una noche doblemente fantástica, la noche entre los espejos del serrallo, la doble cara de la luna, arriba y abajo y a los lados, un entrevero de piernas y muslos, una cabellera negra, lujosa, que apenas deja ver un seno, una nariz perfecta, multiplicados hasta el hastío; y tu cara, de placer repetida hasta siempre, hasta nunca, perdida ya en la bruma alcohólica… Pero te gustaba también “Axolotl”. También allí veías al doble, la doble existencia: el hombre y el anfibio, porque el ajolote es un anfibio. No equivocarse, no es un pez, recuerda: siempre investigar a fondo, no existen ideas generales Gregorovius, debes permitir que la Maga te cuente con lujo de detalles cómo la violó el negro en el conventillo. La investigación a fondo: Reino: Animalia, Phylum: Chordata, Clase: Amphibia, Orden: Caudata, Famila: Ambystomatidae, Género: Ambystoma, Especie: A. mexicanum. Ahí está: mexicano tenía que ser el bendito axolotl, aunque a Cortázar nunca lo he sentido muy proclive a lo charro. Aparte de “La noche boca arriba” (y es que este día no salimos del tema del doble) no le recuerdo otro cuento, otro relato ambientado en la “región más transparente del aire”. Sí lo intentó con Nicaragua, enamoramiento tan violentamente inútil, salvo un texto rescatado al ritmo de una proyección fantástica de diapositivas. Pero volvamos a los temas lisérgicos. Fue antes o después; no, primero fue el THC, y la cerveza, y el THC de nuevo. Lasitud, paz consigo mismo y con el mundo. Peace and love. Todo tranquilo. Y la casa que empieza a ser invadida por esos odradeks rioplatenses, porque está claro que fueron odradeks, lo que pasa es que Julio se resistió a ser explícito: la ambigüedad, ante todo la ambigüedad ché. Y para esa fecha ya la influencia kafkiana andaba como demasiado vista, casi casi cliché de oprobio. Pero no hay duda, hay un momento en “Casa tomada” en que resulta insoportable la respiración del odradek que se cuela a través de las revelaciones de los hermanos. Parece demasiado arriesgado, un atrevimiento imperdonable, plantear a Julio como antecedente de Vila-Matas. Confieso que a mi me encanta la idea: Cortázar como miembro de número de la sociedad de los portátiles, Montano y Oliveira tomando una copa y fumando como desesperados en el Café de Flore. Además, ambos vivieron y leyeron y pensaron en París, con todas las posibles implicaciones que este hecho puede tener para un escritor, ya sea argentino o catalán o kurdo. Pero volvamos a los temas lisérgicos. Fue antes o después; no, primero fue el THC, y la cerveza, y el THC de nuevo. Lasitud, paz consigo mismo y con el mundo. Peace and love. Todo tranquilo. Después llegó M y su eterna propuesta de estados alterados. Y esa tarde de viernes en el menú iba incluida una diminuta pastilla, cuya sorprendente dureza resistía a la cuchilla Victorinox con la que intentamos dividirla. Finalmente logramos escindir el átomo y cada uno guardó su electrón, “para más tarde, para cuando estemos en la playa”. La playa, posibilidad remota a las cuatro de la tarde, después de media docena de cervezas y otra ración de THC disolviéndose a gran velocidad en el corriente sanguíneo, fue certeza incuestionable.

Escritores leyendo, escritores que conversan
Basta. A partir de hoy no más fechas. A cuenta de qué tanta precisión. Sustituirlas por el título alusivo, el epígrafe salvador, el guiño al lector cómplice (o la cáscara de banano, una de dos). Pero lo cierto es que acabo de leer a Piglia y descubro varias frases antológicas, incluso parece que fueron escritas para ser recreadas en estas líneas. Y cuando Piglia habla hay que escucharle con atención, entre otras cosas, porque es de los escritores que siempre tienen algo nuevo e inteligente por decir. Contrario a los del boom, que ya parecen disco rayado, cada uno palimpsesto de otro palimpsesto. Lo telúrico en distinto envase: coroneles, generales, madrastras y tías, gallos y bananeras, revoluciones y héroes degradados, ilusiones y desesperanza. América latina, marca registrada. Por eso mejor sigo con Piglia, quien me está contando sobre la conversación y su importancia en la literatura, la conversación como elemento central de la literatura, y lo mejor es que incluye en este contexto a las discusiones en los bares y -quizás por eso- termina afirmando que las amistades entre los escritores son complejas y luego, axiomático, señala que “uno sólo puede ser amigo de un escritor si le gusta lo que éste escribe”. Más de acuerdo no puedo estar, aunque no he sido amigo de ningún escritor, creo que tampoco he sido amigo de nadie, quizás fui amigo de Z, aunque me acosté con ella y compartimos algunas horas de vuelo rasante y dicen que entre los verdaderos amantes no puede existir amistad, pero creo que Z sí fue mi amiga, además nunca me importunó con celos ni aspiraciones de exclusividad o de ejercer soberanía sobre la ínsula barataria. Y conversábamos bastante, y bastante bien. Ella me escuchaba y yo la escuchaba, nos escuchábamos, y luego hacíamos el amor, pero ahora que lo pienso éramos como dos solistas, dos virtuosos que se juntan para tocar una pieza que tiene bien marcadas las distancias entre ambos, y para quien los escucha suena bien, suena muy bien, pero ellos nunca se encuentran, sinuosos jazzistas que se empecinan en sus takes particulares. Aunque quizás fui amigo de S, poeta excelso, gloria universal que fuera inmortalizado en la publicidad de un banco local, tras haber distribuido las 200 páginas de su opera omnia en cinco inmortales cuadernillos de 40 folios, en los cuales, según T, el crítico por excelencia: “el clasicismo rezumaba en unos versos insólitos para la literatura nacional”. Y T había publicado sus juicios en el periódico dirigido por U, quien a su vez era amigo de S. Y hay que decir además que, en forma periódica, S le reenviaba a U por correo electrónico los juicios que desde distintos confines del mundo le remitían sus admiradores, todos expertos en materia de las belles lettres, como el fiscal de Atacama o la periodista nacional que residía en Miami, quienes coincidían de manera absoluta en que sólo la abominable tozudez de los académicos suecos era la línea Maginot que separaba a S del Nobel. Pero lo cierto es que con S conversábamos con notable soltura y humor, quizás atizados por las rondas consecutivas de cerveza, y a mi me gustaban algunas de sus obras, no todas, pero algunas. Pero mejor volvamos a Piglia, quien está explicando a Villoro que por más que los teóricos de la posmodernidad afirmen que se acabaron los grandes relatos, que la verdad se ha retirado de escena, que la significación y el sentido no son la cuestión, hay un empecinamiento en la literatura, en los escritores, por persistir en la búsqueda de ese sentido, y los grandes momentos de la literatura tienen que ver con grandes personajes “que nunca abdican del intento de encontrar el sentido”. Y luego Piglia pasa a enumerar y los nombres de Ahab, Herzog y Don Quijote resuenan en mis oídos. Y pienso, mientras apuro otro trago de cerveza, que yo podría añadir que en el sinsentido también encuentro sentido a lo que dice Piglia, y, émulo indigno, paso a enumerar y los nombres de Bartleby, K, Wakefield y Godot resuenan en mis oídos. Otras voces, otros ámbitos. Pero volvamos a los escritores que conversan y entonces Piglia menciona a Bolaño y yo me remuevo, como preparándome para lo que viene, que no sé a ciencia cierta lo que será, pero intuyo que será inteligente, que será original y entonces Villoro, quien a su vez está conversando con Piglia, recuerda a los detectives salvajes y afirma que se dedican “a investigar poéticamente la realidad” y yo no puedo dejar de pensar en Mario Santiago y pienso que quizás esta frase le haría atragantarse de risa o, en el mejo de los casos, quizás hasta le daría un abrazo a Juan y recordarían el largo viaje que hicieron juntos, cuando cruzaron a bordo de un autobús casi todo el DF rumbo a la presentación de un libro en la UNAM, y al llegar aquí no puedo dejar de pensar que en algún rincón de este fragmento, tan enrevesado y caótico, se dijo que “uno sólo puede ser amigo de un escritor si le gusta lo que éste escribe”, y entonces aprovecho para señalar que coincido con esta frase, que incluso quisiera elevar a axioma, y así es como me siento amigo de Villoro, de Piglia y, cómo no, de Bolaño, y disfruto leyendo sus cosas y leyendo también conversamos y me presentan a sus amigo y así conocí a Vila-Matas y a Pauls y a César Aira y a Castellanos Moya, aunque a Lacho lo conocí antes…pero mejor paro de contar y me pongo a leer, que es lo mismo que escribir y escribir es conversar…

lunes, noviembre 12, 2007

Para llegar a Cardona Bulnes


El título de esta entrada parafrasea a otro del Cronopio Mayor, donde JC reitera su voluntad por acercar a los posibles lectores a la obra de su admirado Lezama Lima (*). Un empeño similar mueve al investigador hondureño Leonel Alvarado, quien se afana en la dura tarea de desvirtuar toda una serie de tonterías que se han urdido en torno a la obra y figura de quien posiblemente sea el último (¿o el único?) de los mitos de la poesía nacional: Edilberto Cardona Bulnes. Con la secreta esperanza de que los literatti vernáculos abandonen el lugar común y se dediquen al "estudio fecundo", me atrevo a revelar el enlace con la tesis de Alvarado, para que sea leída por todos: https://drum.umd.edu/dspace/bitstream/1903/233/1/umi-umd-1339
Y de una vez, aprovecho este espacio para hacer público el llamado que he hecho al ministro de Cultura, para que esta dependencia destruya el mito y publique el Jonás, acabando de una vez por todas con tanta chismografía seudoliteraria que se ha tejido en derredor a este libro. Se suman a esta petición los poetas Jorge Martínez y Gustavo Campos, quien ya ha empezado la cruzada al conseguir una fotocopia del texto (le fue cedida por Helen Umaña), pero le faltan las primeras 17 páginas, por lo que se hace un llamado a Julio Escoto y a José Gonzáles, quienes han aceptado, sotto voce, ser afortunados poseedores de sendas versiones completas, para que nos hagan llegar las hojas restantes y así se pueda emprender el trabajo de edición y difusión de esta obra fundacional.
(*) P. D. Sólo para el archivo:
Cortázar, Julio: "Para llegar a Lezama Lima", La vuelta al día en ochenta mundos, pp. 135-155, Siglo XXI, México, 1967.

sábado, abril 21, 2007

Mario Santiago Papasquiaro



Acá les va un nota breve de Juan Villoro acerca del buenazo de Mario Santiago Papasquiaro, el alma pura del infrarealismo. También les confieso que me conformo con que lo lean, así que no se sientan obligados a dejar comentarios, ni fotos, ni otras cursilerías...Vale


Mario Santiago por Juan Villoro



Hace unos días murió Mario Santiago Papasquiaro. Nos conocimos en 1973, en el legendario taller de cuento Miguel Donoso Pareja. Mario se llamaba entonces José Alfredo Zendejas y era el más brillante alumno del taller de poesía de Juan Bañuelos. Cada dos o tres miércoles visitaba a los narradores en calidad de temible turista. Criticaba con poca piedad y mucho humor. Cuando un autor que había escuchado demasiadas canciones de Mercedes Sosa trató de retratar la pobreza extrema haciendo que todos sus personajes comieran tortas de fideo, Mario le dijo: Lo que te interesa no es contar algo sino demostrarnos que tus personajes tienen muy mala dieta. Pero el fideo es bastante sabroso. Las tortas más pobres están rellenas de migajón. Discípulo de Breton y de su pez soluble, Mario citaba objetos imposibles para apoyar sus argumentos.

A los 18 años había leído todos los libros, visto todas las películas, escuchado todos los discos. Con Héctor Apolinar, Roberto Bolaño y otros iconoclastas fundó la vanguardia infrarrealista. Inspirados en el beat, el surrealismo, la patafísica y, sobre todo, en rebeldías poéticas latinoamericanas como el nadaísmo y el grupo del Techo de la Ballena, los infrarrealistas tomaron por asalto las lecturas y los cocteles de nuestra serenísima república de las letras, rompieron vasos jaiboleros, hicieron happenings de box y corrieron el albur de quemarse en un ambiente donde el escritor, y sobre todo el poeta, debe posar como un gentleman enciclopédico. A propósito de Mario Santiago, el escritor colombiano Eduardo García Aguilar escribió en La Jornada Semanal un texto en el que reflexiona sobre la fobia que nos inspiran los locos literarios. En otros países de América latina, los arrebatos de Mario hubiesen sido normales; en México, su provocación y sus descaradas actitudes de clown lo llevaron al ostracismo. Aunque escribía con furor grafómano, publicó su primer libro en 1995, el delgado volumen Beso eterno en ediciones Al Este del Paraíso. En el colofón puso la fecha de su nacimiento: 24 de diciembre de 1953. El libro era una epifanía y, en cierta forma, el inicio de su despedida.

Mario adoptó como segundo apellido Papasquiaro, en homenaje al pueblo de Durango donde nació su admirado José Revueltas. El alcohol y el riesgo formaron parte inseparable de su experiencia estética. Sus amigos de los años setenta compartimos su pasión por las drogas, pero no nos atrevimos a seguirlo en sus órbitas de cosmonauta psicodélico. Cuando sus poemas me parecían una mafufada, me decía: Eres un pendejo; cuando me gustaban, me los arrebataba furioso: Eres todavía más pendejo. Obviamente, el afecto no impedía que por momentos fuera una lata. Para trabar relaciones con desconocidos recurría al elemental expediente de la injuria; sin embargo, después de un par de mentadas protocolarias se transformaba en un conversador cálido y memorioso. Sus recuerdos eran una inequívoca prueba de lealtad. Con fechas de escabrosa precisión, atesoraba todo lo que habíamos conversado y le gustaba repetir anécdotas con devoción ritual. Durante los trepidantes cierres de edición de La Jornada Semanal, se presentaba a contar el viaje que hizo a Israel en busca de una mujer amada; su voz se alzaba con teatralidad, como si acabara de descubrir la historia que habíamos repasado infinidad de veces. También era un obsesivo recitador de sus poemas. Ante mi incapacidad de escucharlo a las cuatro de la mañana, decidió grabar sus versos en la máquina contestadora hasta agotar el caset.

El autor de Beso eterno solía presumir un recorte del periódico El Financiero en el que se hablaba de él, no tanto como un alarde de vanidad, algo que siempre repudió, sino como un insólito documento de su existencia.

Mario murió atropellado a los 44 años. Su familia encontró un poema escrito unos días antes, que lleva por título sus iniciales y equivale a un testamento poético.

Hace algunos años, nos encontramos en Ciudad Nezahualcóyotl. Los dos teníamos que ir de ahí a la UNAM y compartimos la larga travesía por la ciudad. De nuevo, Mario mostró su parcialidad por el pasado. Me contó de la primera vez que bebió whisky, en casa de la familia Larrosa. Hay cosas que te pasan sólo porque eres joven -me dijo-. Yo no tenía nada que dar a cambio de lo que me ofrecían en esa casa. Mi único mérito era ser joven.

En efecto, ciertos dones llegan sin otra exigencia que la juventud. Uno de ellos fue conocer a Mario.

domingo, abril 01, 2007

Bolaño y los mercachifles


En la vida siempre hay decepciones, pero algunas duelen más que otras. Por ejemplo, apenas acabo de leer que la editorial Anagrama publicará “los relatos póstumos del escritor chileno Roberto Bolaño” y ya me duele el corazón. Y el dolor se agudiza luego de "revisar" la explicación que acompaña a la noticia, donde se afirma que:
“Tras la muerte de Roberto Bolaño, su amigo y albacea Ignacio Echevarría encontró en su ordenador “un puñado de cuentos y de esbozos narrativos entre los numerosos archivos de texto”. Entre ellos destacaban los de un archivo, BAIRES, en el que Bolaño “debió de trabajar durante los meses anteriores a su muerte” y que son parte de los que están a punto de ver la luz en El secreto del mal (Anagrama). El volumen toma su título de uno de los relatos, que se abre con una declaración de principios: “Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un final”. “La obra entera de Bolaño”, insiste Echevarría, “permanece suspendida sobre los abismos a los que no teme asomarse. Es toda su narrativa, y no sólo El secreto del mal, la que parece regida por una poética de la inconclusión”.
Pero una cosa es lo que diga Echevarría y otra cosa es lo que pensará el lector cómplice de Bolaño, sobre todo después de leer tres de los textos que publica el suplemento El Cultural, como un adelanto a la publicación del libro y luego de afirmar que son “puro Bolaño”. Y claro que son "puro Bolaño", porque es indudable que él los escribió, pero se nota a leguas que son apuntes para sus obras mayores, Los detectives salvajes y 2666, y que, de ninguna manera, podrían ser considerados como creaciones autónomas, redondas, por más que don Ignacio –en un obvio y deleznable afán propagandístico por encargo de la editorial Anagrama- insista con retórico afán en su maltrecha propuesta denominada “poética de la inconclusión”.
Pero no quiero insistir con el tema, así que mejor les dejo con tres de esos supuestos “cuentos” que para Echevarría y Anagrama son “puro Bolaño”, pero para este humilde hondureño son “puro joder mercachiflístico”.



La colonia Lindavista


Cuando llegamos a México, en 1968, pasamos los primeros días en casa de un amigo de mi madre y luego alquilamos un departamento en la colonia Lindavista. He olvidado el nombre de la calle, aunque a veces creo que se llamaba Aurora, pero puede que me confunda. En Blanes viví durante unos años en un piso de la calle Aurora, por lo que me parece poco probable que también en México hubiera vivido en otra calle Aurora, si bien es cierto que este nombre es bastante usual y que muchas calles de muchas ciudades lo llevan. La calle Aurora de Blanes, en cualquier caso, no tenía más de veinte metros y se podría decir que más que calle era un callejón. La Aurora de la colonia Lindavista, si realmente se llamó así, era una calle estrecha pero grande, al menos de cuatro cuadras, y allí vivimos durante el primer año de nuestra larga estancia en México.

La mujer que nos alquiló la casa se llamaba Eulalia Martínez. Era viuda y tenía tres hijas y un hijo, ha bitaba en la planta baja del edificio, un edificio que entonces me parecía normal, pero que ahora, en el recuerdo, se me aparece como un conjunto de anomalías y de torpezas, pues la segunda planta, a la que se llegaba subiendo una escalera al aire libre, y la tercera, a la que se accedía mediante una escalerilla de metal, habían sido levantadas mucho después y posiblemente sin permiso de obras. Las diferencias eran notorias: la casa de la primera planta tenía el techo alto, un cierto empaque, era fea pero había sido construida siguiendo los planos de un arquitecto; la segunda y la tercera planta eran improvisaciones del gusto estético de doña Eulalia y de la maña de un albañil de confianza. Detrás de esa adiposidad arquitectónica se hallaba una razón no meramente mercantil. La dueña de nuestro departamento tenía cuatro hijos y los cuatro departamentos de las dos plantas adicionales fueron construidos para ellos, para que siguieran cerca de su madre cuando se casaran.

Cuando nosotros llegamos allí, sin embargo, sólo estaba ocupado el departamento que quedaba justo arriba del nuestro. Las tres hijas mayores de doña Eulalia estaban solteras y vivían con su madre en la casa de abajo. El hijo menor, Pepe, era el único que se había casado y vivía encima de nosotros junto a su mujer, Lupita. Ellos fueron nuestros vecinos más cercanos durante aquel tiempo.

De doña Eulalia poco más es lo que puedo decir. Era una mujer voluntariosa y había tenido suerte en la vida y posiblemente era más mala que buena. A sus hijas apenas las conocí. Eran lo que en aquellos lejanos años se conocía como solteronas y arrastraban ese destino tan bien como podían, es decir mal, o en el mejor de los casos de una forma resignada y oscura que iba dejando huellas imperceptibles en las cosas o en los recuerdos de las cosas que uno tiene después, cuando todo se ha desvanecido. Se las veía poco o yo las veía poco, consumían telenovelas y hablaban mal de las otras mujeres del barrio, con quienes se cruzaban en el almacén o en el oscuro zaguán donde una india esquelética vendía tortillas de nixtamal.

Pepe y su mujer, Lupita, eran diferentes.

Mi madre y mi padre, que por entonces eran tres o cuatro años menores de lo que yo soy ahora, se hicieron amigos de ellos casi de inmediato. A mí me interesó Pepe. En el barrio todos los muchachos de mi edad lo llamaban el Piloto porque era piloto de la Fuerza Aérea Mexicana. Su mujer se dedicaba a las la-bores de la casa. Antes de casarse con Pepe había trabajado de secretaria o de administrativa en una oficina pública. Los dos eran o trataban de ser simpáticos y hospitalarios. A veces mis padres subían a su casa y se estaban un rato allí, escuchando discos y bebiendo. Mis padres eran mayores que Pepe y Lupita, pero eran chilenos y los chilenos en aquella época se veían a sí mismos como el súmmum de la modernidad, al menos en Latinoamérica, y la diferencia de edad quedaba borrada por el talante francamente juvenil que exhibían mis dos progenitores.

En alguna ocasión yo también subí a casa de ellos. Pepe tenía una sala o un living, como le llamábamos nosotros, bastante moderno, y un tocadiscos que parecía recién comprado, y en las paredes y sobre los aparadores del comedor había fotos de él y de Lupita y fotos de los aviones que él pilotaba, aunque de eso, que era lo que a mí más me interesaba, prefería no hablar, como si estuviera permanentemente constreñido por algún secreto militar. Información clasificada, lo llamaban los norteamericanos en sus teleseries. Secretos militares de la Fuerza Aérea Mexicana que en el fondo no le quitaban el sueño a nadie, salvo a Pepe, que tenía un sentido del deber y de la responsabilidad bastante extraño.

Poco a poco, por conversaciones oídas a la hora de la cena o mientras yo estudiaba, me fui haciendo una idea de la situación real de nuestros vecinos. Llevaban cinco años casados y aún no habían tenido hijos. Las visitas al ginecólogo no escaseaban. Según los médicos Lupita era perfectamente capaz de tener hijos. Los exámenes hechos a Pepe revelaban lo mismo. El problema era mental, habían dicho los médicos. La madre de Pepe, a medida que pasaban los años y no la hacían abuela, le fue cogiendo ojeriza a Lupita. Ésta una vez le confesó a mi madre que el problema residía en la casa y en la cercanía de su suegra. Si se fueran a otra parte, le dijo, probablemente no tardaría en quedar embarazada.

Creo que Lupita tenía razón.

Un apunte más: Pepe y Lupita eran bajos de estatura. Yo, que en aquella época tenía dieciséis años, era más alto que Pepe. Así que supongo que Pepe no medía más de un metro sesentaicinco y Lupita con suerte andaría por el metro cincuentayocho. Pepe era moreno, con el pelo muy negro y una expresión reflexiva en el rostro, como si constantemente anduviera preocupado por algo. Todas las mañanas salía a trabajar vestido con el uniforme de oficial de la Fuerza Aérea. Su afeitado era perfecto, salvo los fines de semana, en que se ponía una sudadera y unos pantalones vaqueros y no se afeitaba. Lupita tenía la piel blanca, el pelo teñido de rubio, casi siempre con permanente, que se hacía en la peluquería o ella sola, con una maletita en donde había todo lo necesario para el pelo de una mujer y que Pepe le trajo desde Estados Unidos, y solía sonreír cuando saludaba. A veces, desde mi cuarto, los escuchaba hacer el amor. En aquella época empecé a escribir con cierta asiduidad y me quedaba despierto hasta muy tarde. Mi vida no me parecía nada excepcional. De hecho, estaba insatisfecho con todo. Y escribía hasta las dos o las tres de la mañana y era a esa hora cuando de improviso empezaban los gemidos en el departamento de arriba.

Al principio todo me parecía normal. Si Pepe y Lupita querían tener un hijo tenían que coger. Pero luego empecé a hacerme algunas preguntas: ¿por qué empezaban tan tarde?, ¿por qué no oía voces antes de que empezaran los gemidos? De más está decir que todo lo que sabía de sexo en aquella época lo había aprendido en el cine o leyendo revistas pornográficas. Es decir, sabía muy poco. Pero lo suficiente como para presentir que en el departamento de arriba ocurría algo raro. La relación sexual de Pepe y Lupita se me aparecía de improviso ornada de gestos ininteligibles, como si en el departamento de arriba se llevaran a cabo escenas de sadomasoquismo, un sadomasoquismo que no conseguía visualizar del todo y que estaba regido, más que por acciones que provocaran dolor y placer, por movimientos teatralizados que Pepe y Lupita interpretaban contra sí mismos y que paulatinamente los estaban trastornando.

Exteriormente esto apenas era perceptible. De hecho no tardé en llegar a la fatua conclusión de que sólo yo lo sabía. Mi madre, que de alguna manera era amiga de Lupita y receptora de sus confidencias, creía que con mudarse de casa se solucionarían todos los problemas de la pareja. Mi padre no tenía opinión. En realidad, recién llegados a México bastante teníamos con lo que a diario nos deslumbraba como para preocuparnos de los misterios de nuestros vecinos. Cuando recuerdo esa época veo a mis padres y a mi hermana y luego me veo a mí, y el conjunto que aparece ante mis ojos es de una desolación abrumadora.

A seis cuadras de nuestra casa se levantaba un supermercado Gigante adonde mi familia iba los sábados a hacer la compra de toda la semana. Eso lo recuerdo con profusión de detalles. Y también que por aquella época empecé a estudiar en una preparatoria del Opus Dei, aunque en descargo de mis padres debo decir que éstos en su vida habían oído hablar de esta institución. Yo mismo tardé más de un año en enterarme de en qué lugar endemoniado estaba estudiando. Mi maestro de Ética era un nazi confeso, pero lo curioso es que se trataba de un chiapaneco pequeñajo y aindiado que había estudiado becado en Italia, en el fondo un tipo simpático y estúpido al que los nazis de verdad no hubieran dudado en exterminar, y mi maestro de Lógica creía en la voluntad heroica de José Antonio (muchos años después, en España, alcancé a vivir en una avenida José Antonio), pero lo cierto es que yo, como mis padres, no me enteraba de nada.

Los únicos interesantes eran Pepe y Lupita. Y un amigo de Pepe, de hecho el único amigo de Pepe, un tipo rubio, el mejor piloto de su promoción, un tipo alto y delgado que había sufrido un accidente mientras pilotaba su caza y ya no podía volar nunca más. Casi todos los fines de semana aparecía por la casa y después de saludar a la madre y a las hermanas de Pepe, que lo adoraban, subía a la casa de su amigo y se dedicaban a beber y a ver la tele, mientras Lupita preparaba la comida. Otras veces aparecía entre semana y entonces llegaba vestido con el uniforme, un uniforme que me cuesta visualizar, yo diría que era azul, pero es probable que me equivoque, si cierro los ojos y trato de evocar a Pepe y a su amigo rubio, los veo con uniformes verdes, un verde claro, un uniforme bonito para dos pilotos, junto a Lupita que va vestida con una falda azul (ella sí de azul) y una blusa blanca.

A veces el rubio se quedaba a comer. Mis padres se acostaban y arriba seguía la música. En mi casa yo era el único que permanecía despierto porque a esa hora comenzaba a escribir. Y de alguna manera el ruido que venía del piso de arriba me hacía compañía. A eso de las dos de la mañana las voces y la música ce-saban y se hacía un silencio extraño en todo el edificio, no sólo en el departamento de Pepe sino también en el nuestro y en la casa de la madre de Pepe que sostenía las ampliaciones y que a esa hora parecía chirriar, como si los pisos que habían crecido encima le pesaran demasiado. Y entonces yo sólo oía el viento, el viento nocturno del DF y las pisadas del rubio que se aproximaban a la puerta, seguido de las pisadas de Pepe que lo acompañaba, y después alguien bajaba las escaleras, las mismas pisadas, pero en nuestro rellano, y luego bajaban las escaleras hasta la primera planta, y alguien abría el portón de hierro y luego las pisadas se perdían en la calle Aurora. Entonces yo dejaba de escribir (no recuerdo qué escribía, algo malo, sin duda, pero algo largo y que me mantenía en vilo) y aguardaba a los ruidos que no se producían en el piso de Pepe, como si tras marcharse el rubio todo allí, incluido Pepe y Lupita, se hubiera de improviso congelado.



El secreto del mal



Este cuento es muy simple aunque hubiera podido ser muy complicado. También: es un cuento inconcluso, porque este tipo de historias no tienen un final. Es de noche en París y un periodista norteamericano está durmiendo. De pronto suena el teléfono y alguien, en un inglés sin acento de ninguna parte, le pregunta por Joe A. Kelso. El periodista responde que es él y luego mira el reloj. Son las cuatro de la mañana y no ha dormido más de tres horas y está cansado. La voz al otro lado del teléfono le dice que tiene que verlo para transmitirle una información. El periodista pregunta de qué se trata. Como suele suceder con este tipo de llamadas, la voz no suelta prenda. El periodista le pide, al menos, una pista. La voz, en un inglés correctísimo, mucho mejor que el de Kelso, le dice que prefiere verlo personalmente. De inmediato, añade, no hay tiempo que perder. ¿En dónde?, inquiere Kelso. La voz menciona un puente de París. Y añade: En veinte minutos puede llegar caminando. El periodista,que ha tenido cientos de citas semejantes, contesta que en media hora estará allí. Mientras se viste piensa que es una manera bastante torpe de arruinarse la noche, pero al mismo tiempo se da cuenta, con un ligero asombro, de que ya no tiene sueño, que la llamada, pese a su previsibilidad, lo ha desvelado. Cuando llega al puente, cinco minutos más tarde de lo convenido, sólo ve coches. Durante un rato permanece quieto en un extremo, esperando. Luego cruza el puente, que sigue solitario, y tras aguardar unos minutos en el otro extremo finalmente vuelve a cruzarlo y decide dar por concluida la noche y volver a casa y dormir. Mientras camina de regreso a casa piensa en la voz: no era un norteamericano, de eso está seguro, tampoco era un inglés, aunque eso ya no podría asegurarlo. Tal vez un surafricano o un australiano, piensa, o puede que un holandés, o alguien del norte de Europa que aprendió inglés en la escuela y que luego lo ha ido perfeccionando en distintos países angloparlantes. Cuando cruza una calle oye que alguien lo llama. Señor Kelso. De inmediato se da cuenta de que quien lo ha llamado es la persona que lo ha citado en el puente. La voz sale de un zaguán oscuro. Kelso hace el ademán de detenerse, pero la voz lo conmina a seguir caminando.

Cuando llega a la siguiente esquina el periodista se da vuelta y ve que nadie lo sigue. Está tentado a volver sobre sus pasos, pero tras vacilar un instante decide que lo mejor es continuar su camino. De pronto un tipo surge de una bocacalle y lo saluda. Kelso devuelve el saludo. El tipo le tiende una mano. Sacha Pinsky, dice. Kelso estrecha su mano y dice, a su vez, su nombre. El tal Pinsky le palmea la espalda. Le pregunta si le apetece tomar un whisky. En realidad dice: un whiskycito. Le pregunta si tiene hambre. Asegura conocer un bar abierto a esa hora que vende croissants calientes, acabados de hacer. Kelso lo mira a la cara. Pinsky lleva sombrero pero aun así se puede apreciar una jeta blanca, pálida, como si hubiera estado muchos años recluido. ¿Pero en dónde?, piensa Kelso. En una cárcel o en una institución para enfermos mentales. De todas maneras, ya es tarde para echarse atrás y los croissants calientes seducen a Kelso. El local se llama Chez Pain y pese a estar en su barrio, si bien en una calle pequeña y poco frecuentada, es la primera vez que entra y posiblemente la primera vez que lo ve. Los establecimientos a los que suele acudir el periodista están, en su mayoría, en Montparnasse y son lugares aureolados con una cierta ambigua leyenda: el bar donde comió alguna vez Scott Fitzgerald, el bar donde Joyce y Beckett bebieron whisky irlandés, el bar de Hemingway y el bar de John Dos Passos y el bar de Truman Capote y Tennessee Williams. En Chez Pain los croissants son, efectivamente, buenos y están recién hechos y el café no está nada mal. Lo que lleva a Kelso a pensar que el tal Pinsky probablemente sea, posibilidad horrenda, un vecino del barrio. Mientras sopesa esta posibilidad, Kelso se estremece. Un pesado, un paranoico, un loco que observa sin ser, a su vez, observado, alguien a quien le costará sacarse de encima. Bien, dice finalmente, usted dirá. El tipo pálido, que no come y bebe a sorbitos una taza de café, lo mira y sonríe. Su sonrisa es, de alguna manera, una sonrisa en extremo triste, y también cansada, como si sólo con ella se permitiera exteriorizar el cansancio, el agotamiento y la falta de sueño. Cuando deja de sonreír, sin embargo, sus facciones recobran instantáneamente la gelidez.



El viejo de la montaña



Siempre hay casualidades. Un día Belano conoce a Lima y se hacen amigos. Ambos viven en México DF y su amistad se cimenta, como suele ocurrir entre los jóvenes poetas, en el rechazo a ciertas normas, en la afinidad con ciertas lecturas. He dicho que son jóvenes. En realidad, son muy jóvenes, y también son, a su manera, vigorosos y creen en el poder lenitivo de la literatura. Recitan a Homero y Frank O’Hara, a Arquíloco y John Giorno, y sus vidas discurren, aunque ellos no lo saben, en el borde del abismo. Un día, esto ocurre en 1975, Belano dice que William Burroughs ha muerto y Lima, al escucharlo, palidece intensamente y dice que no puede ser, que Burroughs está vivo. Belano no insiste; dice que él cree que Burroughs está muerto pero que probablemente se equivoque. ¿Cuándo murió?, dice Lima. Hace poco, creo, dice Belano cada vez menos convencido, lo leí en alguna parte. En este punto de la historia se produce algo que podemos llamar silencio. O vacío. Un vacío, en cualquier caso, muy breve, pero que en la percepción de Belano se prolonga misteriosamente hasta las postrimerías del siglo.

Al cabo de dos días Lima aparece con la noticia, esta vez irrefutable, de que Burroughs está vivo.

Pasan los años. A veces, muy de tanto en tanto y sin saber por qué, Belano recuerda el día en que anunció arbitrariamente la muerte de Burroughs. Era un día claro, Lima y él caminaban por Sullivan, salían de la casa de un amigo, tenían el resto del día a su disposición. Posiblemente hablaban de los beatniks. Entonces él dijo que Burroughs había muerto y Lima palideció y dijo no puede ser. En ocasiones, Belano cree recordar que Lima gritó. No puede ser. Es imposible. Injusto. Algo así. Y también recuerda la pesadumbre de Lima, como si le estuvieran anunciando la muerte de un familiar muy querido, pesadumbre (aunque la palabra, Belano lo sabe, no es pesadumbre) que sólo se evaporó dos días después, cuando Lima sabía, fehacientemente, que la información era errónea. Algo de aquel día, sin embargo, algo impreciso, deja en Belano un rastro de inquietud. De inquietud y de alegría. La inquietud, en realidad, es un disfraz del miedo. ¿Y la alegría? Generalmente, para su propia comodidad, Belano suele pensar que tras la alegría se esconde la nostalgia por su propia juventud, pero en realidad tras la alegría se esconde la ferocidad: un espacio reducido y oscuro en donde se mueven, pegadas e incluso sobreimpuestas, unas figuras borrosas y en permanente acción. Unas figuras que se alimentan de violencia, unas figuras que apenas gobiernan (o que gobiernan con una economía curiosísima) la violencia. La inquietud que el recuerdo de aquel día le provoca es, contra lo que dicta el sentido común, aérea. Y la alegría es subterránea, como un buque de perfecta geometría rectangular navegando por un surco.

A veces, Belano contempla el surco. Se arquea, se agacha, su columna vertebral se cimbra como el tronco de un árbol en medio de una tormenta y contempla el surco: una huella profunda, limpia, que hiende una piel extraña cuya pura con-templación le produce náuseas. Pasan los años. Retroceden los años. En 1975 Belano y Lima son amigos y caminan cada día, inconscientes, por el borde del abismo. Hasta que un día abandonan México. Lima parte hacia Francia y Belano hacia España. A partir de allí sus vidas, hasta entonces unidas, discurren por derroteros diferentes. Lima recorre Europa y el Medio Oriente. Belano recorre Europa y África. Ambos se enamoran, ambos intentan, vanamente, encontrar la felicidad o hacerse matar. Belano, al cabo de los años, se establece en un pueblo a orillas del Mediterráneo. Lima regresa a México. Regresa al DF.

Pero antes han ocurrido otras cosas. En 1975 el DF es una ciudad resplandeciente. Belano y Lima publican sus poemas en revistas, casi siempre juntos, y dan recitales de poesía en la Casa del Lago. En 1976 ambos son conocidos y sobre todo temidos por un establish-ment literario que no los soporta. Dos hormigas salvajes y suicidas. Belano y Lima capitanean un grupo de poetas adolescentes que no respeta a nadie. Absolutamente a nadie. El poder establecido de la literatura no lo perdona y Belano y Lima quedan vetados para siempre. Esto ocurre en 1976. A finales de año Lima, que es mexicano, abandona el país. Poco después, en enero de 1977, Belano, que es chileno, lo sigue.

Esto es lo que hay. 1975. 1976. Dos jóvenes condenados a cadena perpetua. Europa. Un nuevo ciclo que comienza y que al comenzar los aleja del borde del abismo. Y la separación, pues si bien es cierto que Belano y Lima se encuentran en París y luego en Barcelona y luego en una estación ferroviaria del Rosellón, finalmente sus destinos divergen y sus cuerpos se alejan, como dos flechas que de improviso y fatalmente adquirieran trayectorias divergentes.

Y esto es lo que hay. 1977. 1978. 1979. Y después 1980, y la década que le sigue, nefasta para Latinoamérica.
En cualquier caso Belano y Lima de vez en cuando tienen noticias el uno del otro. Sobre todo Belano tiene noticias de Lima. Así, en una ocasión, sabe que un autobús ha atropellado a su amigo, quien salva la vida de milagro. Lima sale del accidente con una cojera que arrastrará el resto de su vida. Sale, también, convertido en leyenda. O al menos eso es lo que piensa Belano, lejos del DF. De vez en cuando un amigo de Belano que vive en Barcelona recibe visitantes de México que traen noticias de Lima y que el amigo de Belano le hace llegar a éste.

sábado, marzo 03, 2007

Respuestas para Diálogo de sombras

Estas son las treinta y ocho respuestas al cuestionario enviado por el poeta Roberto Sosa para la nueva edición de su libro Diálogo de sombras:

1. Háblenos de su obra publicada e inédita.
R. Este año (2007) acaban de salir de imprenta dos textos de mi autoría: Las virtudes de Onán, una pequeña colección de relatos, y La danta que hizo dugú, donde se recogen los textos provenientes de la tradición oral garífuna que recopilé luego de varios años, desde 1991 para ser exactos, de investigación de campo en la costa atlántica de Honduras, acompañados de un breve estudio introductorio. Antes, en el 2002, aparece El relato fantástico en Honduras, una antología de textos precedida por un ensayo que intenta dar cuenta del particular desarrollo de este género en la narrativa nacional. Luego de una reimpresión en Honduras, la editorial Letra Negra de Guatemala publicó la segunda edición, revisada y ampliada, en el año 2004. Esta misma editorial me encargó elaborar una antología de cuentistas hondureños del siglo pasado (de los autores nacidos hasta 1960) que apareció en el 2005 bajo el título Honduras, Narradores Siglo XX. También he publicado artículos en suplementos culturales y revistas literarias que algún día espero recoger en un volumen para el cual he escogido el título de La obsesión del miope.

2. ¿Cuáles son los principales problemas para la publicación de libros en Honduras?
R. En esta época posmoderna, y limitándome a los términos “publicación” y “literatura”, creo que ninguno. Aunque algunas editoriales como Guaymuras y Guardabarranco se han decantado por los estudios de corte socio-histórico y de género (hecho que al principio preocupó a algunos literatos), actualmente veo que los jóvenes entusiastas de la poesía han logrado establecer mini-editoriales donde editan opúsculos a discreción favorecidos por generosas ayudas provenientes de filántropos del primer mundo y por originales iniciativas de mercadeo. De hecho, creo que nunca como en esta época ha habido tal proliferación editorial en nuestro país; ahora hablar de calidad ya es otro asunto más peliagudo…

3. ¿Existe un mercado de la obra literaria en este país y cuáles son los canales para su distribución?
R. Si partimos del hecho de la casi inexistencia de un público que posea un adecuado nivel de competencia lectora, podríamos inferir que tampoco hay un mercado posible. En cuanto a los “canales de distribución”, la mayor parte de las librerías rechazan los libros de autores nacionales y las que distribuyen literatura de calidad cada vez son más escasas, en la mayoría encontramos los estantes atiborrados de sandeces firmadas por Coelho o Allende, junto a libros de autoayuda, que tiene un mercado potencial casi ilimitado, integrado –como dice Hernán Migoya- por “estúpidas treintañeras de esas que aun están esperando a que aparezca su Príncipe Azul…y que confunden a la literatura con el teléfono de la esperanza”. Así que de no lograr un acuerdo de distribución y venta con un colegio o universidad, el autor nacional deberá echarse su morral al hombro y vender sus libros de puerta en puerta.

4. ¿Existe la crítica literaria en Honduras?
R. Más de algún despistado ha afirmado que no existe, pero esta aseveración temeraria apunta a desconocer la presencia de personas que, en mayor o menor medida, han cumplido con el necesario papel de mediador informado que corresponde a la figura que usualmente llamamos “crítico literario”. En resumen la respuesta es “sí”.

5. ¿Quiénes son esos críticos?
R. Actualmente he leído interesantes estudios culturales –con incuestionable enfoque literario- de autores como Héctor Miguel Leyva y Jorge Amaya. José Antonio Funes ha escrito Froylán Turcios y el Modernismo en Honduras, posiblemente el estudio más completo sobre un autor nacional, mientras que Leonel Alvarado ha profundizado con propiedad en la vida y obra de Edilberto Cardona Bulnes. Julio Escoto desde hace algún tiempo trabaja en los temas ligados a la narrativa nacional y su inserción en el marco de una cultura del Caribe. Helen Umaña nos ha legado textos canónicos de nuestra historia literaria, en la medida que son el incuestionable punto de partida para investigaciones más focalizadas. Sara Rolla, en su revelador libro sobre la poesía de Roberto Sosa, hace gala de una aguda percepción crítica. Salvador Madrid también ha expuesto ideas muy originales sobre la poesía de la generación a la cual pertenece. Y qué decir de Hernán Antonio Bermúdez, cuya obra crítica, breve pero puntual, nos ha enseñado las virtudes de la imparcialidad…

6. ¿Se conoce la obra literaria hondureña en el extranjero?
R. Sí, pese a los históricos problemas de distribución que ha sufrido, la obra literaria hondureña se conoce en el extranjero: en algunos casos merced a su calidad incuestionable, que incluso ha merecido reconocimientos para sus autores, y en otros ha sido gracias a la intensa y sistemática labor de auto-propaganda y cortejo de los medios de comunicación.

7. De los escritores y poetas hondureños de diferentes épocas ¿quiénes son a su juicio los más relevantes?
R. No quisiera elaborar listas, porque siempre se echa a alguien en falta y podemos ser víctimas del “síndrome Bloom”, pero lo cierto es que hay nombres y filiaciones intelectuales que no pueden evitarse: Froylán Turcios, Juan Ramón Molina, Arturo Martínez Galindo, Jorge Federico Travieso, Ramón Amaya Amador, Medardo Mejía, Clementina Suárez, Oscar Acosta, Pompeyo del Valle, Edilberto Cardona Bulnes, Antonio José Rivas, Nelson Merren, Roberto Sosa, Eduardo Bähr, Roberto Castillo, José Luis Quesada, Rigoberto Paredes…

8. ¿Quienes son los escritores extranjeros que más han influido en la formación de los escritores de Honduras?
R. Creo que de acuerdo a su época cada escritor elabora su repertorio de influencias. Pero quisiera destacar algunos momentos de contemporaneidad: como la generación de Turcios con los simbolistas y el decadentismo, el realismo socialista en Amaya Amador o los autores del boom en narradores como Escoto, Bähr y Castillo.

9. ¿De qué forma ha influido en la formación de los escritores hondureños la ausencia de una Facultad de Humanidades?
R. Creo que no ha tenido ninguna influencia porque las facultades de Letras –equivalentes a una Facultad de Humanidades- que funcionan desde hace varias décadas en la UNAH y en la UPN no están orientadas a formar escritores.

10. El alcoholismo y el suicidio han sido dos signos casi inseparables de los escritores hondureños. Escriba su opinión al respecto.
R. Suicidio y alcohol no sólo se identifican con los escritores hondureños, y son temas que a Vila-Matas, uno de mis autores contemporáneos preferidos, le han servido para escribir unas novelas memorables. Quizás habría que seguir su ejemplo…

11. ¿Cuál es la ideología política dominante en los escritores de los años 35, 50, 65, 87–2007?
R. Con el debido respeto, siempre me he orientado a leer las obras de los autores evitando cualquier relación con sus filiaciones políticas, postura que me ha ayudado a disfrutar con la lectura de Pound, Céline, Pasternak, Cabrera Infante, Paz y otros pobres condenados por tan despreciable causa…

12. ¿En qué trabaja usted?
R. Desde hace 19 años soy profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de Sula (nombre rimbombante con el que ahora se conoce al CURN), y a partir de marzo de 2006 soy director de la oficina regional de la Secretaría de Cultura, Artes y Deportes en San Pedro Sula.

13. ¿Cuántos escritores hondureños viven de su trabajo literario en este país?
R. Creo que aparte de Roberto Sosa, ninguno.

14. Varios escritores nacionales han desempeñado y desempeñan cargos diplomáticos ¿De qué modo cree que esto ha favorecido o limitado la conciencia ética y crítica de ellos?
R. Conozco los casos (que no son muchos) así como la obra de esos escritores, y no encuentro ninguna incidencia en lo que aquí se denomina como su “conciencia ética y crítica”.

15. El papel del Estado hondureño frente a los escritores se ha presentado en dos niveles unido a diversos matices:
a) Protección
b) Hostilidad
Escriba su opinión al respecto.

R. Quizás la historia no sea uno de mis puntos fuertes, pero por más que reviso no encuentro casos evidentes de protección u hostilidad. Porque en los años 80 la estupidez y la violencia represiva del aparato estatal respondían a aspectos ideológicos más que a inclinaciones literarias. Lo que sí encuentro en todas las épocas es una marcada indiferencia hacia todo lo que huela a arte y cultura.

16. ¿Existen novelistas en Honduras? ¿Quiénes son?
R. La novela es quizás nuestra asignatura pendiente, pero en estos últimos tiempos hay una tendencia al cultivo de este género, probablemente el que presenta mayores retos a un escritor. He leído con atención los trabajos de Julio Escoto, Roberto Castillo, Galel Cárdenas, Roberto Quesada, César Indiano y Ernesto Bondy…

17. Cuál es el período más importante en la historia literaria de Honduras? ¿Por qué?
R. Toda nuestra historia literaria es importante, en mayor o menor medida todos somos producto y nos debemos a esa tradición, que estamos obligados a asumir aunque luego reneguemos de ella.

18. ¿Son pagadas sus colaboraciones en periódicos y revistas del país?
R. No, el primer pago por un artículo lo recibí del Fondo de Cultura Económica de México.

19. ¿Existen derechos de autor en Honduras? ¿Qué piensa de la piratería de obras literarias distribuidas en un conocido centro universitario? Háblenos de casos que usted tenga conocimiento.
R. Veo que en los libros que he publicado está consignado el ISBN y creo que esto debería garantizar nuestros derechos de autor. En cuanto a la piratería de obras la he visto en distintos niveles y ámbitos, pero no he ahondado en el tema.

20. ¿Qué concepto le merecen las Editoriales Guaymuras, Ministerio de Cultura Artes y Deportes, UNAH y UPN?
R. De Guaymuras no tengo referencias de que haya publicado literatura en estos últimos años, algún amigo capitalino me dijo que su comité editorial no lo hacía “porque no era rentable”, imagino que por eso sólo reeditan a Teofilito. La de la Secretaría de Cultura está orientada en este nuevo periodo a editar los textos básicos de nuestra literatura, la de la UNAH es simplemente lamentable y la de la UPN demuestra buen gusto en su revista, pero no veo una propuesta sólida para estructurar su propia colección.

21. ¿Cuál es su opinión sobre las revistas hondureñas de literatura en diferentes épocas?
R. Las veo con genuina admiración y –pecadillos aparte- creo que han jugado un papel fundamental en el conocimiento y difusión de nuestras letras. Esfinge, Ariel, Presente, Sobrevuelo, Galatea, Astrolabio, Tragaluz, Imaginación, Estiquirín, Umbrales, han sido proyectos hermosos que recuerdo con enorme cariño.

22. La insularidad cultural de este país ¿lo mantiene en desventaja con el resto de Centro América?
R. Creo que en esta época del internet hay que poseer una atávica vocación de ermitaño o ser un lego absoluto en materia informática para persistir en una supuesta insularidad.

23. ¿Qué piensa del éxodo de escritores hondureños por motivos políticos, culturales y económicos?
R. No conozco tantos casos de escritores que han abandonado el país como para hablar de un éxodo. Y los que se han marchado lo hicieron por motivos económicos antes que culturales o políticos: “la existencia precede a la esencia”.

24. ¿Cuál es su opinión sobre el decomiso de libros llevado a cabo en el reciente pasado por autoridades policiales en las diferentes aduanas hondureñas?
R. Es una señal inequívoca de estupidez.

25. ¿De qué modo enfoca la correspondencia entre la conducta del escritor y su obra artística?
R. Desde hace mucho tiempo trato de deslindar la conducta del escritor de su obra, creo que la respuesta a la pregunta número 11 ilustra esta posición.

26. De esos estímulos literarios denominados premios ¿cuál es su concepto? ¿En Honduras se conceden tales estímulos con equidad y sentido de seriedad?
R. Los premios, en su sentido económico, son importantes para la supervivencia del escritor: para comprar comida, pagarse viajes y comprarse libros y una computadora, si ajusta para tanto. Pero ni en Honduras ni en ningún país del mundo se otorgan con equidad. Hay que ser un iluso para creer que eso ocurre.

27. Lo social–artístico ¿tiene para usted una particular significación?
R. El escritor es parte de una sociedad y eso influye en ciertos aspectos, pero no determina la calidad ni el sentido de su obra.

28. ¿Tiene vigencia en nuestro país esa concepción llamada “el arte por el arte”? ¿El arte elitista cae acaso dentro de esa delimitación?
R. No. Todo arte que se precie de serlo es elitista en la medida que su mensaje requiere de un intérprete con cierta competencia, y esta competencia implica educación, que no es precisamente un bien común.

29. ¿El arte literario tiene sexo?
R. No, sólo para las feministas que no han leído bien a Virginia Woolf.

30. ¿Ha existido conciencia generacional o de grupo entre los escritores hondureños?
R. Sí, nuestra historia registra algunos casos (Grupo Renovación, la Generación de la Dictadura, La voz convocada, etc.), pero luego cada escritor define su personalidad y marca las diferencias respecto de ese grupo.

31. ¿Cómo caracteriza usted la formación intelectual del escritor hondureño?
R. No se puede emitir un juicio que haga tabla rasa e intente estandarizar una condición que no está sujeta a parámetros tan estables. Lo cierto es que nuestras letras pueden presumir de talentos excepcionales, a quienes siempre habría que distinguir por encima de los diletantismos tan usuales en el medio.

32. ¿A qué se debe la obra reducida y fragmentaria de los escritores hondureños en su gran mayoría? Sabido es que muchos creadores (poetas y narradores) no tienen si no tan sólo un libro publicado y a veces ninguno.
R. En primer lugar a las particulares condiciones de la sociedad en cuyo seno les tocó en suerte nacer, por eso creo que el estribillo de “qué dicha tan grande nacer en Honduras, como lo desearan todas las criaturas” no aplica para sus escritores; pero en algunos casos habría que achacarlo a la falta de disciplina y a la manera en que se han decantado por la oralidad.

33. ¿Podría usted analizar someramente las principales características del público lector hondureño?
R. Parafraseando a Borges podría decir que no conozco a ese señor público lector, pero sí he conocido a unos cuantos lectores extraordinarios, quienes, lamentablemente, son una ínfima porción de esa masa de hondureños alfabetizados. Aquí también creo que es necesario remitir al posible lector de estas líneas a mi respuesta de la pregunta número 3.

34. ¿En qué grado de estimación tiene el público hondureño a sus poetas y escritores?
R. A quienes han leído imagino que les guardan algo de estima, y a algunos, como al poeta Sosa, los reconocen en el café o en el autobús, pero para la gran mayoría los escritores hondureños son unos ilustres desconocidos, y usted no le puede tener estima a un desconocido.

35. La Real Academia de la Lengua limpia, fija y da esplendor a la conservación y uso de la lengua Castellana en Ibero América. ¿De qué modo los escritores hondureños ubicados en el seno de la Academia Hondureña de la Lengua cumplen con el lema señalado, y en qué consiste la contribución real de sus integrantes al crecimiento intelectual de los creadores nacionales?
R. He leído la mayoría de los números de la revista de la Academia Hondureña de la Lengua y pienso que sus contenidos ayudan en la medida de lo posible al “crecimiento intelectual de los creadores nacionales”. Y como imagino que en las actividades de la academia participan todos sus miembros de número, quienes han sido escogidos para tal fin, pues están cumpliendo con su cometido.

36. Háblenos del periodismo y la literatura relacionados con la labor creativa y formas de vida del escritor.
R. El periodismo ha sido refugio tradicional para los escritores, quienes le han visto como fuente de ingresos económicos y medio para consolidar su labor creativa. Aunque esta relación se ve desdibujada cuando se quiere aprovechar al medio como instrumento de promoción casi irracional de las supuestas virtudes de tal o cual escritor, pero todo depende de la equidad y sentido común de la jefatura de redacción, que finalmente será responsable por avalar estos excesos.

37. Los suplementos literarios de los periódicos diarios tienden a desaparecer por cuanto la orientación de los propietarios es estrictamente comercial y no le conceden importancia alguna al trabajo artístico. Háganos una breve exposición de este fenómeno cultural.
R. La realidad es que después de contar con secciones culturales tan importantes como El ciempiés cojo, Cronopios, Solar, Magazine Literario, La Prensa Literaria, Arlequín, Heraldos, ahora sólo queda Orbis, acertadamente dirigido por Felipe Rivera. Esto nos da la idea de la orfandad de ideas que campea en los medios de comunicación de nuestro país, cuyos dueños y editores han sido víctimas de una alienación tal que les ha llevado a promocionar como muestra de cultura urbana (¿?) esa aberración seudo-musical para idiotas llamada “reggaetón”, a la cual dedican diariamente páginas enteras, lo peor es que luego les entra la canillera cuando la violencia toca a sus puertas y se curan en salud promocionando una supuesta educación en valores. ¡Vaya contradicción!

38. ¿El arte es susceptible de corrupción?
R. En la medida que los creadores son seres humanos esa posibilidad no puede descartarse.

domingo, febrero 18, 2007

Las mujeres de Adriano ó la moral de la infidelidad


Por Mario Gallardo

“La moral de la infidelidad es la discreción”, esta frase resume y presagia la caída del imperio apasionado e íntimo de un historiador cuyas batallas más importantes las libró en el lecho. Es el universo de Justo Adriano Alemán, historiador y abogado, amante de cinco mujeres esplendorosas, intemporales en su belleza, que él descubre y preserva en su memoria y en su cama sin que el paso del tiempo ose marchitarlas.
Desde la experimentada cincuentona Carlota Besares a la fogosa veinteañera Cecilia Miramón, desfilan ante nuestros ojos la siempre adolescente Regina Grediaga, junto a Ana Segovia, la beldad calipígica, y ese “monumento secreto” llamado María Angélica Navarro.
Ellas –y no el viejo historiador ni su discípulo y cronista de tan peculiar saga amatoria- son la sal y la pimienta de esta novela magistral que se titula Las mujeres de Adriano, editada por Alfaguara en octubre de 2001.
Porque es en la gloriosa materialidad de esos cuerpos, así como en la magnífica complejidad de sus mentes, donde se juega y refunde todo el contenido ético, moral y hasta lingüístico de esta narración, insólita en la medida que no rehuye el reto de contar sin ambages una historia que sorprende por su erótico desparpajo en éstos tiempos de aséptica posmodernidad, donde reina ese adefesio estúpido y anglosajón de lo políticamente correcto.
Este Adriano se parece mucho a su homónimo, el de la Yourcenar: ambos comparten su gusto por la reflexión sistemática en torno a sus hechos y acciones, ambos asisten a una época de cambios, pero la contemplan desde lejos, refugiados en la serenidad que sólo dan los años bien vividos y los estudios bien aprovechados; pero me gusta más el Adriano mexicano, con su delectación ante la rotundidad absoluta de las nalgas de Ana Segovia, mientras que me inspiran tristeza los suspiros del romano al contemplar el perfil griego de su Antínoo.
Comparto además su denostación del periodismo: “una forma frenética de saber lo que pasa sin entender lo que sucede”, pero, por sobre todas sus virtudes y defectos, admiro en Adriano el sentido axiomático de sus frases de y acerca el amor y la vida, verdadero “Arte de amar” contemporáneo, donde la práctica ha gestado su propia teoría más allá de los convencionalismos del sexo y la fidelidad.
Y cómo no sentirme identificado con frases como: “Nadie te acosa sino tus errores pasados, te toca a ti porque les toca a todos: nadie está a salvo de la adversidad y todos somos víctimas de nosotros mismos”. O la igualmente sentenciosa “nadie vive para otro, nadie redime a otro, nadie le debe a otro la vida ni la infelicidad. Y nadie tiene derecho de exigir a otro un pago por los esfuerzos que hizo en su favor”.
Y es que pese a los sufrimientos y ahogos que también le prodigaron sus mujeres, Adriano entiende, y conoce, la verdadera faz de tan azaroso sentimiento: “El amor es un asunto optimista, le gusta reír, cree en la abundancia de la vida… la enfermedad es una forma del desamor, sólo la salud puede amar”.
Tampoco cae, incurre o transige con el banal agotamiento que encierran los compromisos, por eso afirma con singular énfasis que “algo vital en nosotros rechaza la paz, quiere la anormalidad, la trasgresión, el riesgo. Quien mata ese espacio salvaje en su vida se mata un poco. La bestia cobra su revancha, mata lo sano para abrirse paso”.
Más adelante, sus energías se orientan a aclararnos otro presunto malentendido que más de algún (a) moralista se empecina en vestirlo con el ropaje de la dicotomía: “Vestimos el deseo de nombres propios y lo llamamos amor. Pero el deseo tiene su propia lista de convocados, no repara en los nombres sino en los cuerpos, y cuando es genuino los atrae, los busca, los encuentra, los persuade con la fuerza misma de su impulso. No quiere fundirse con alguien en especial, quiere sólo fundirse”.
Pero en medio de este tráfago amatorio, en este torbellino que te arrastra y te alienta a no traicionar nunca –so pena de ser condenado a sufrir la llama eterna de un infierno sin mujeres- el sentido de la máxima con que se iniciara este breve ejercicio del criterio, me inclino por concluir con la frase inquietante que Adriano dejara caer sobre la mesa en uno de sus primeros encuentros con su discípulo: “Me gusta ver por los ventanales a los niños jugando. Los niños que fuimos y que no podremos ser. ¿Sospecharán en su dicha sin sombra las sombras de su dicha?”.

Borges revisitado


Hace unos años, con motivo del centésimo aniversario de su nacimiento, nos reunimos -en una sala del Museo de Antroplogía e Historia de San Pedro Sula- junto a los "umbrales" Sara Rolla, Raúl Arechavala y Rodolfo Pastor para rendir un pequeño homenaje a Jorge Luis Borges. Luego de buscar entre mis papeles, finalmente encontré el texto que leí en esa ocasión y que ahora comparto con ustedes.


Un Borges humano, demasiado humano

Mario Gallardo

Montale dijo en alguna ocasión que Jorge Luis Borges será recordado por ser el hombre que fue capaz “de meter el universo en una cajita de fósforos”; no menos cierto es que debería ser recordado como el escritor que –prácticamente sin proponérselo- construyó las bases de la “moderna” narrativa latinoamericana: la “constitución” borgiana, como la denomina Fuentes en Valiente mundo nuevo.

Pero en estas líneas deseo recordar no al celebrado creador de Ficciones y El Aleph sino “al otro”, al Borges punzante e irónico, al crítico demoledor que intentaba atemperar un tanto la ponzoña de sus dardos literarios disfrazándose de humorista, pero también al hombre que se dejaba vivir “para que Borges pueda tramar su literatura”.

Sobre este Borges de la prosa irónica se ha dicho poco, la mayoría de los devotos confesos hemos preferido regodearnos en el diáfano entramado de sus espejos y laberintos, relegando a un segundo plano sus ejercicios críticos.

Además, ya Eliot Weinberger ha advertido que conocemos apenas un tercio de los textos “en prosa” que Borges escribió a lo largo de su vida, entre los que destacan sus ensayos y reseñas de libros y de cine.

Sin embargo, la reedición de algunos de sus primeros textos nos ha permitido conocer frases tan demoledoras como las que le dedica a Lugones en El tamaño de mi esperanza (1926): “con el sistema de Lugones son fatales los ripios. Si un poeta rima en ía o en aba, hay centenares de palabras que se le ofrecen para rematar una estrofa y el ripio es ripio vergonzante. En cambio, si rima en ul como Lugones, tiene que azular algo en seguida para disponer de un azul o armar un viaje para que le dejen llevar baúl u otras indignidades”.

La riña de Borges con el modernismo, más bien con lo cursi del modernismo, tampoco dejó por fuera al gran visir de la banda del cisne de engañoso plumaje: “Darío, no sé por qué, me incita a ser insolente con él. Me parece una exageración indecorosa vincular a Rubén Darío con el simbolismo, aproximarlo a Mallarmé. Darío fue un precursor en relajaciones: del francés sólo importó comodidades métricas y se valió del Petit Larousse para decorar sus versos. Bueno, pero no desearía hablar mal de Darío”.

En otras ocasiones su ironía trasciende la obra para detenerse en el creador, como ocurrió con García Lorca: “Yo charlé una hora con él en Buenos Aires. Me pareció un hombre que estaba actuando, representando un papel. Me refiero a que era un andaluz profesional”.

Más de alguno ha querido ver en estas frases su desprecio por lo español, incluso David Huerta habla de una “querella hispánica de Borges”, aunque en realidad estos juicios deberían ser vistos como la expresión más pura de su lucidez intelectual, que llegó al extremo de afirmar: “Los españoles hablan muy mal el español, no saben pronunciarlo. Quizás es por eso que lo aman tanto: para ellos es una lengua extranjera”.

Sin embargo, en su descargo habría que matizar que idéntica ironía mostraba al definir a los franceses, de quienes dijo en cierta ocasión que “son muy inteligentes, muy lúcidos; les gustan mucho los cuadros sinópticos”. Sobre los yanquis fue más allá al expresar que “entre ellos existe una tendencia generalizada a apoyar la pobreza, la barbarie y la ignorancia”.

Tampoco se le escapó su propia tierra: “Este país no existe. Es pura jactancia. Los argentinos, en especial los porteños, son superficiales, frívolos, snobs. Políticamente, Argentina no cuenta. ¿Económicamente? Los militares la robaron, la arruinaron. Argentina es un país donde la gente ya no quiere ser pagada con su propia moneda.”

En Borges se encontraba muy desarrollado uno de los atributos que mejor distinguen al crítico: la irritabilidad, y a esta condición emocional habría que añadirle su sentido del humor, elementos que conforman y definen su estilo numismático, preciso, sardónico.

Sin embargo, hay otro Borges, menos duro, más entrañable. El que privilegiaba la amistad, señalando las ventajas que tiene sobre el amor, que exige continuos milagros, reciprocidad. Porque “si uno deja de ver a una persona por unos días se puede sentir muy desdichado. En cambio, la amistad puede prescindir de la frecuentación”.

El amor. El elemento que todos sus biógrafos coinciden en señalar como una suerte de “bestia negra” para el buen Borges, quien se defendía diciendo: “No se por qué dicen que carezco de sentimientos. O que a mi vida le fueron negadas ciertas experiencias fundamentales. Supongo que se refieren al amor. Se equivocan. Puedo afirmar que he vivido enamorado”.

La verdad es que sí vivió enamorado, lo que para él era casi “una costumbre de familia”, pero no siempre fue correspondido o fue incapaz de corresponder. Tal vez su timidez excesiva con el sexo opuesto -condición que fue exacerbada en Suiza por su propio padre, al fraguar una fallida cita erótica en la plaza Dufour para curar la condición de “invicto sexual” de Borges- se confabuló con su dependencia materna hasta el grado de inhibirle sexualmente.

Su novia de los años 40, la emancipada Estela Canto, quien no lo ama, pero está satisfecha de ser amada por el mejor escritor de su país (ya había publicado Ficciones), asegura haberlo incitado a una relación sexual que Borges no se atrevió a consumar. Para esas fechas “Georgie” ya tiene 45 años, pero todavía es para su madre “El Niño”.

Esa condición le lleva a idealizar el amor en menoscabo de sus aspectos físicos, pero incluso en los últimos años experimenta temor ante su súbita aparición: “Es el amor. Tendré que ocultarme o huir. Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes; el ejercicio de las letras, la vaga erudición? (…) Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oir tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles”.

La idealización a ultranza se revela también en una declaración de amor a su compañera de los últimos años, María Kodama, a quien define etérea, sin peso, prácticamente sin cuerpo: “Es la síntesis de la cortesía oriental. Estoy enamorado de ella y pienso seguirla hasta el fin del mundo. Sus cualidades son la inteligencia, la intuición, el don de la literatura”.

Para concluir, quisiera destacar una última faceta de este otro Borges, la del profesor de literatura a quien sus alumnos recuerdan como un hombre gentil y considerado: “He sido profesor durante veinte años y he aplazado a tres estudiantes. Poco ¿no? Nunca olvido un examen que tomaba un profesor sobre literatura española. El tema era la comedia Los intereses creados, de Benavente, y el profesor preguntaba: ¿Qué sucede en la segunda escena del tercer acto? El mismo Benavente no hubiera sabido qué contestar. Eso es terrorismo. Como eso de preguntar el año de la muerte de un escritor que ni el mismo escritor conoce. Shakespeare no pudo saber que se murió en 1616”.

Y con este guiño de “Georgie” a los “terroristas” de la cátedra concluyo este breve ejercicio de Borges por sí mismo, que apuntaba a mostrar al crítico detrás del narrador, al hombre detrás de la palabra, en suma, a un Borges humano, quizás demasiado humano.

martes, febrero 06, 2007

La melancolía de Bolaño


La melancolía en la obra de Roberto Bolaño es analizada con singular presteza por Carlos Franz en este artículo, "Una tristeza insoportable", que apareció el mes pasado en la edición española de la revista Letras Libres. Franz apunta, con certero acopio de citas, que esa "rabia triste" es un elemento clave para definir a los personajes y narradores del recordado narrador chileno, quien se ha convertido en "nombre obligado", referencia ineludible en los estudios sobre la narrativa latinoamericana de esta última década.

Dos textos de Ricardo Piglia


En su edición correspondiente al mes de mayo de 2003, la revista Letras Libres publicó una interesante entrevista con el narrador argentino Ricardo Piglia titulada Por una lectura infinita, donde el autor de Respiración artificial, La ciudad ausente y Plata quemada, revela, entre otras cosas, su preferencia "por un modelo de relato visto como investigación", además de desvelar algunas afinidades: Joyce, Macedonio, Kafka, Sebald, Calvino, Cortázar, Magris. Además, queremos propiciar un primer contacto con el estilo de Piglia, a través de la lectura del texto narrativo que ofrecemos a continuación.
Pequeño proyecto de una ciudad futura

Varias veces me hablaron del hombre que en una casa del barrio de Flores esconde la réplica de una ciudad en la que trabaja desde hace años. La ha construido con madera y yeso y en una escala tan reducida que podemos verla de una sola vez, próxima y múltiple y como distante en la silenciosa claridad. Siempre está lejos la ciudady esa sensación de lejanía desde tan cerca es inolvidable. Se ven los edificios y las plazas y las avenidas y el suburbio que declina hacia el oeste hasta perderse en el campo. No es un mapa, ni una maqueta, es una máquina sinóptica; toda la ciudad está ahí, concentrada en sí misma, reducida a su esencia. La ciudad es Buenos Aires pero modificada y alterada por la locura y la visión microscópica del constructor. El hombre dice llamarse Russell y es fotógrafo, o se gana la vida como fotógrafo, y tiene su laboratorio en la calle Bacacay y pasa meses sin salir de su casa reconstruyendo periódicamente los barrios del sur que la crecida del río arrasa y hunde cada vez que llega el otoño. El hombre cree que la ciudad real depende de su réplica y por eso está loco. Mejor, por eso no es un simple fotógrafo. Ha alterado las relaciones de causa y efecto y cree que la ciudad real es la que esconde en su casa y cree que la otra es sólo un espejismo o un recuerdo. La planta sigue el trazado de la ciudad geométrica imaginada por Juan de Garay con las ampliaciones y las modificaciones que la historia le ha impuesto a la remota estructura rectangular. Entre las barrancas que se ven desde el río y los altos edificios que forman una muralla en la frontera norte persisten los rastros del viejo Buenos Aires con sus barrios arbolados y sus tapias bajas y sus potreros de pasto seco. El hombre ha imaginado una ciudad perdida en la memoria y la ha repetido tal como la recuerda. Lo real no es el objeto de la representación sino el espacio donde un mundo fantástico tiene lugar. Se ven las calles y las casas y las casas y las calles son las de su infancia. La construcción sólo puede ser visitada por un espectador a la vez. Esa actitud incomprensible para todos es, sin embargo, clara para mí: el fotógrafo reproduce en la contemplación de la ciudad el acto de leer. El que la contempla es un lector y por lo tanto debe estar solo. Esa aspiración a la intimidad y al aislamiento explica el secreto que ha rodeado su proyecto hasta hoy. Siempre pensé que el plan oculto del fotógrafo de Flores era el diagrama de una ciudad futura. Es fácil imaginar al fotógrafo iluminado por la luz roja de su laboratorio que en la noche vacía piensa que su máquina sinóptica es una cifra secreta del destino y que lo que él altera en su ciudad se reproduce luego en los barrios y en las calles de Buenos Aires pero amplificado y siniestro. Las modificaciones y los desgastes que sufre la réplica —los pequeños derrumbes y las lluvias que anegan los barrios bajos— se hacen reales en Buenos Aires bajo la forma de breves catástrofes y de accidentes inexplicables. El arte no copia la realidad, la anticipa y la altera y hace entrar en el mundo lo que no estaba. El fotógrafo actúa como un arqueólogo que desentierra restos de una civilización olvidada. No descubre o fija lo real sino cuando es un conjunto de ruinas (y en este sentido, por supuesto, ha hecho, de un modo elusivo y sutil, arte político). Está emparentado con esos inventores obstinados que mantienen con vida lo que ha dejado de existir. Sabemos que la denominación egipcia del escultor era precisamente "El-que-mantiene-vivo". La ciudad trata entonces sobre réplicas y representaciones, sobre la percepción solitaria, sobre la presencia de lo que se ha perdido. En definitiva trata sobre el modo de hacer visible lo invisible y fijar las imágenes nítidas que ya no vemos pero que insisten todavía como fantasmas y viven entre nosotros. Esta obra privada y clandestina, construida pacientemente en el altillo de una casa en Buenos Aires, se liga en secreto con ciertas tradiciones del arte en el Río de la Plata: para el fotógrafo de Flores, como para Xul Solar o para Torres García, la tensión entre objeto real y objeto imaginario no existe: todo es real, todo está ahí y uno se mueve entre los parques y las calles, deslumbrado por una presencia siempre distante. El fotógrafo aspira a construir un mundo donde las imágenes persistan al mismo tiempo que la realidad. No se trata de representar sino de reproducir: el artista es un inventor que fabrica réplicas imaginarias y sobre esas réplicas se modela luego la vida. La diminuta ciudad es como una moneda griega hundida en el lecho de un río que brilla bajo la última luz de la tarde. No representa nada, salvo lo que se ha perdido. Está ahí, fechada pero fuera del tiempo y posee la condición del arte, se desgasta, no envejece, ha sido hecha como un objeto inútil que existe para sí mismo. He recordado en estos días las páginas que Claude Leví-Strauss escribió en La pensée sauvage sobre la obra de arte como modelo reducido. La realidad trabaja a escala real, "tandis que l'art travaille a l'echelle réduit". El arte es un forma sintética del universo, un microcosmos que reproduce la especificidad del universo sin pasar por la mimesis ni por la representación. La moneda griega es un modelo en escala de toda una economía y de toda una civilización y a la vez es sólo un objeto perdido que brilla al atardecer en la transparencia del agua. Hace unos días me decidí por fin a visitar el estudio del fotógrafo de Flores. Era una tarde clara de primavera y las magnolias empezaban a florecer. Me detuve frente a la alta puerta cancel y toqué el timbre que sonó a lo lejos, en el fondo del pasillo que se adivinaba del otro lado. Al rato un hombre enjuto y tranquilo, de ojos grises y barba gris, vestido con un delantal de cuero, abrió la puerta. Con extrema amabilidad y en voz baja, casi en un susurro donde se percibía el tono áspero de una lengua extranjera, me saludó y me hizo entrar. La casa tenía un zaguán que daba a un patio y al final del patio estaba el estudio. Era un amplio galpón con un techo a dos aguas y en su interior se amontonaban mesas, mapas, máquinas y extrañas herramientas de metal y de vidrio. Fotografías de la ciudad y dibujos de formas inciertas abundaban en las paredes. Russell encendió las luces y me invitó a sentar. En sus ojos de cejas tupidas ardía un destello malicioso. Sonrió y yo le di la vieja moneda que había traído para él. La miró de cerca con atención y la alejó de su vista y movió la mano para sentir el peso leve del metal. —Un dracma —dijo—. Para los griegos era un objeto a la vez trivial y mágico... La ousia, el término que designaba el ser, la sustancia, significaba igualmente la riqueza, el dinero. Una moneda era un mínimo oráculo privado, impersonal y en las encrucijadas de la vida se la arrojaba al aire para saber qué decidir —la lanzó al aire y la atrapó y la cubrió con la palma de la mano. —Cara —dijo—. Todo irá bien —la agitó en el puño cerrado como si fuera un dado y luego se detuvo—. Ver el destino en la esfinge de una moneda. Este es un mapa —dijo ahora—. El plano de una ciudad se destacaba entre los dibujos y las máquinas. Es un espejo de la realidad que nos guía en la confusión de la vida. Hay que saberlo leer entre líneas para encontrar el camino. Fíjese. Si uno estudia el mapa del lugar donde vive, primero tiene que encontrar el sitio donde está al mirar el mapa. Lo mira desde afuera y sin embargo está en medio del laberinto, imaginariamente. Aquí, por ejemplo, dijo, está mi casa —señaló el mapa—. Esta es Pedro Goyena, esta es la avenida Rivadavia. Usted ahora está aquí —hizo una cruz—. Este es usted —sonrió—. Hay representaciones que se unen con las cosas de las que son signos por una relación visible. Pero en esa visibilidad hacen desvanecer al original, lo ocultan. Cuando no se mira a un objeto sino como representando a otro —aunque ese objeto sea único— se produce lo que yo he decidido llamar la sustitución sinóptica. Y esa es la realidad. Vivimos en un mundo de mapas y de réplicas. Esa era, dijo, la idea que animaba a los asesinos seriales, matar réplicas, series de réplicas que se repiten y a las que era preciso eliminar, una después de otra, porque vuelven a aparecer inesperadas, perfectas, en una calle oscura, en el centro de una plaza abandonada, como espejismos nocturnos. Por ejemplo, Jack the Ripper buscaba descubrir en el interior de las víctimas el elemento mecánico de la construcción. Esas muchachas inglesas, bellas y frágiles, eran muñecas mecánicas, sustitutos. Dijo que él en cambio —a diferencia de Jack the Ripper— había querido dejar de lado a los seres humanos y sólo construir reproducciones del espacio donde habitan las réplicas. Por eso su ciudad estaba vacía... Agitó nervioso sus manos frente a mi cara y estuvo a punto de tocarme, apenas, con la punta de los dedos, pero se detuvo y sonrió con un gesto amable. —He buscado primero —dijo— construir el lugar del crimen, y luego, ya veré... Pensé: quizá ha cerrado la puerta cancel y no puedo escapar. Estoy en manos de un loco. —La idea de una cosa que deviene otra cosa que es ella misma y se sustituye en su doble nos atrae —estaba diciendo Russell—, y por eso producimos imágenes. Pero mientras que el desdoblamiento representativo remite al despliegue de una relación articulada sobre un relevo, la sustitución sinóptica —lo que yo llamo la sustitución sinóptica— significa la supresión del relevo intermediario. La réplica es el objeto convertido en la idea pura del objeto ausente. Hablaba cada vez más rápido, en voz baja, para sí mismo, y yo sólo podía captar el murmullo de sus palabras, que resonaban como alucinaciones quietas. Después me confesó que su nombre verdadero era un secreto sobre el que se sostenía la ciudad. Su nombre era el centro íntimo de la construcción. —La cruz del sur... —agregó, enigmático, y luego sonrió. Hubo un silencio. Por la ventana llegó hasta nosotros el grito inútil de un pájaro. Entonces Russell pareció despertar y recordó que yo le había traído la moneda griega y la sostuvo otra vez en la palma de la mano abierta. —¿La hizo usted? —me miró con un gesto de complicidad—. Si es falsa, entonces es perfecta —dijo y luego con la lupa estudió las líneas sutiles y las nervaduras del metal. —No es falsa, ¿ve? —se veían leves marcas hechas con un cuchillo o con una piedra. Una mujer tal vez, por el perfil del trazo—. Y ve —me dijo—, alguien aquí ha mordido la moneda para probar que era legítima. Un campesino, quizá, o un esclavo. Puso la moneda sobre una placa de vidrio y la observó bajo la luz cruda de una lámpara azul y después instaló una cámara Kodak sobre un trípode y empezó a fotografiarla. Cambió varias veces la lente y el tiempo de exposición para reproducir con mayor nitidez las imágenes grabadas en la moneda. Mientras trabajaba se olvidó de mí. Anduve por la sala observando los dibujos y las máquinas y las galerías que se abrían en un costado hasta que en el fondo vi la escalera que daba al altillo. Era circular y era de fierro y ascendía hasta perderse en lo alto. Subí tanteando en la penumbra, sin mirar abajo. Me sostuve de la oscura baranda y sentí que los escalones eran irregulares e inciertos. Cuando llegué arriba me cegó la luz. El altillo era circular y el techo era de vidrio. Una claridad nítida inundaba el lugar. Vi una puerta y un catre y vi un Cristo en la pared del fondo y en el centro del cuarto, distante y cercana, vi la ciudad y lo que vi era más real que la realidad, más indefinido y más puro. La ciudad estaba ahí, como fuera del tiempo. Tenía un centro pero no tenía fin. En ciertas zonas de las afueras, casi en el borde, empezaban las ruinas. En los confines, del otro lado, fluía el río que llevaba al delta y a las islas. En una de esas islas, una tarde, alguien había imaginado un islote infectado de ciénagas donde las mareas ponían periódicamente en marcha el mecanismo del recuerdo. Al este, cerca de las avenidas centrales, se alzaba el hospital, con las paredes de azulejos blancos, en el que una mujer iba a morir. En el oeste, cerca del Parque Rivadavia, se extendía, calmo, el barrio de Flores, con sus jardines y sus paredes encristaladas y al fondo de una calle empedrada, nítida en la quietud del suburbio, se veía la casa de la calle Bacacay y en lo alto, visible apenas en la visibilidad extrema del mundo, la luz roja del laboratorio del fotógrafo titilando en la noche. Estuve ahí durante un tiempo que no puedo recordar. Observé, como alucinado o dormido, el movimiento imperceptible que latía en la diminuta ciudad. Al fin, la miré por última vez. Era una construcción remota y bellísima que reproducía la forma incierta de una obsesión y la cifra de un nombre. Recuerdo que bajé tanteando por la escalera circular hacia la oscuridad de la sala. Russell desde la mesa donde manipulaba sus instrumentos me vio entrar como si no me esperara, y luego de una leve vacilación se acercó y me puso una mano en el hombro. —¿Ha visto? —me dijo. Asentí, sin hablar. En silencio Russell me acompañó hasta el zaguán que daba a la calle. Cuando abrió la puerta, el aire suave de la primavera llegó desde los cercos quietos y los jazmines de las casas vecinas. —Tome —dijo y me dio la moneda griega—. Ya no la necesito. Eso fue todo. Caminé por las veredas arboladas hasta llegar a la avenida Rivadavia y después entré en el subterráneo y viajé atontado por el rumor sordo del tren mirando la indecisa imagen de mi cara reflejada en el cristal de la ventana. De a poco, la ciudad circular se perfiló en la penumbra con la fijeza y la intensidad de un recuerdo olvidado. Entonces comprendí lo que ya sabía: lo que podemos imaginar siempre existe, en otra escala, en otro tiempo, nítido y lejano, igual que en un sueño Adrogué, 2 de septiembre de 2001 Posdata del 24 de noviembre de 2011. Reproduzco el testimonio anterior tal como apareció, en noviembre de 2001, en el catálogo de la exposición El fin del milenio sin otros cambios que la elisión de algunas metáforas y de una hipótesis final que ahora resulta innecesaria. Entre los comienzos de la construcción de la ciudad (que se remonta según podemos sospechar a 1970) y su destrucción hace tres meses, el prestigio y el conocimiento de la réplica creció y se expandió. En todos lados alguien sabía que en un lugar de Buenos Aires se levantaba una obra única cuya definición era imposible pero cuya plenitud resumía una de las tentativas más radicales del mundo contemporáneo. Las actitudes extrañas de su constructor se agravaron: se negó siempre a que su obra fuera divulgada y esa decisión convirtió a su trabajo en la manía de un inventor extravagante. Y algo de eso había en él. Pero yo sé (y otros saben) que ese trabajo maniático, y microscópico, llevado adelante durante décadas es un ejemplo de la revolución que sostiene al arte desde su origen. Russell forma parte de ese linaje de inventores obstinados, soñadores de mundos imposibles, filósofos secretos y conspiradores que se han mantenido alejados del dinero y del lenguaje común y que terminaron por inventar su propia economía y su propia realidad. "Normalmente (escribió Ossip Mandelstam) cuando un hombre tiene algo que decir va hacia la gente, busca quien lo atienda. Pero con el artista sucede lo contrario. Él escapa, se esconde, huye hacia el borde del mar donde la tierra termina o va hacia el vasto rumor de los espacios vacíos donde sólo la tierra resquebrajada del desierto le permite esconderse. ¿Su andar no es acaso evidentemente anormal? La sospecha de demencia siempre recae sobre el artista". El fotógrafo resistió durante toda su vida. Hasta el final mantuvo vivo ese espíritu de inventor de barrio y de amateur: pasaba los días en su laboratorio del barrio de Flores experimentando con el porvenir y con el rumor quieto de la ciudad. Su obra parecía el mensaje de un viajero que ha llegado a una ciudad perdida: que esa ciudad sea la ciudad donde todos vivimos y que esa sensación de extrañeza haya sido lograda con la mayor simplicidad es otro ejemplo de la originalidad y del lirismo que caracterizaron su trabajo. El proyecto fue visitado en el taller del artista durante veinte años individualmente por ochenta y siete personas, en su mayoría mujeres. Algunos han dejado testimonios grabados de su visión y desde hace un tiempo pueden consultarse esos relatos y esas descripciones en el libro La ciudad clara editado por Margo Ligetti en marzo del 2008 con una serie de doce fotografías originales del artista. Muchas obras argentinas son secretos homenajes a la ciudad secreta y reproducen su espíritu sin nombrarla nunca porque respetan los deseos de anonimato y de sencillez del hombre que dedicó su vida a esa infinita construcción imposible. El arte vive de la memoria y del porvenir. Pero también de la destrucción y del olvido. La ciudad —como sabemos— se incendió en marzo de este año y adquirió inmediata notoriedad porque sólo las catástrofes y los escándalos interesan a los dueños de la información. El fotógrafo había muerto cinco años antes en la oscuridad y en la pobreza. De la ciudad ahora sólo sobreviven sus restos calcinados, el esqueleto de algunos edificios y varias casas del barrio sur que han resistido en medio de la destrucción. La cineasta Luisa Marker filmó las ruinas y los últimos incendios y las imágenes que vemos hacen pensar en un documental que registra y recorre una ciudad que arde en medio de un eclipse nuclear. En la penumbra rojiza persiste la construcción en ruinas, espectral, anegada por el agua y semihundida en el barro. Ciertos indicios de vida han empezado a insinuarse entre los restos calcinados (casas donde las luces aún brillan, sombras vivas entre los escombros, música en los bares automáticos, la sirena de una fábrica abandonada que suena en el amanecer). Parecen las imágenes nerviosas de un noticiario sobre Buenos Aires en el remoto porvenir y lo que vemos es el destello de la catástrofe que todos esperamos y que seguro se avecina. Hace unos días volví a ver el documental y entonces descubrí algo que no había notado antes. Vi la Plaza de Mayo. Y en la Plaza de Mayo vi el cemento resquebrajado y abierto y en un costado —cobijado por la sombra de un banco de madera— vi el dracma griego: lo vi, calcinado y casi clavado en la tierra, ennegrecido, nítido. A veces en las noches de insomnio me levanto y observo desde la ventana las luces interminables de la ciudad que se pierden en el río. Entonces abro el cajón de mi escritorio y levanto la moneda griega y su peso leve es como el peso leve del recuerdo. Pienso que quizá un día, una tarde tal vez, me decida y baje a la ciudad ruidosa y febril y camine por las calles atestadas y, luego de bordear la avenida Rivadavia, cruce la Plaza de Mayo y la deje en el mismo sitio donde Russell la dejó, a salvo y medio escondida, en un costado, sobre la vereda de cemento, disimulada bajo el banco de madera. En el futuro entonces, cuando el inevitable desastre suceda y Buenos Aires sea sólo un montón de ruinas, todo estará en su lugar y la ciudad será como él la había previsto. Pero las noches pasan y no me decido. Ya lo haré, pienso. Cuando llegue el otoño y comiencen las primeras lluvias. -