Hace un par de días conversaba con un amigo y, entre otras cosas, le comenté acerca de Angosta, la novela de Héctor Abad Faciolince, donde el autor colombiano recrea a su país en la metáfora de una ciudad de tres pisos, tres climas y tres castas económicas, que HAF ubica en un estrecho valle de los Andes, bajo el signo de la catarata conocida como el “Salto de los Desesperados”. En Angosta los dones viven en Tierra Fría, los segundones en Tierra Templada y los tercerones sufren el calor en Boca del Infierno. Pero el hecho fundamental es que la ciudad se encuentra asolada por la pobreza, la exclusión y la violencia, y regida por una cofradía denominada los Siete Sabios, quienes deciden, cual dioses del Olimpo, el destino de todos sus habitantes.
La mayor parte, o lo más interesante de la acción novelesca se da en la zona intermedia, en la tierra templada, y gira alrededor de puntos neurálgicos, como el hotel La Comedia, donde reside el protagonista, Jacobo Lince, quien a su vez es el dueño de la librería La Cuña, espacio regido por la pareja de bohemios Dionisio Jursich y Agustín Quiroz, quienes dictan, a su peculiar manera, una cátedra informal de literatura y vida para todo aquel que se acerca a tomar un café en su reducto. Otros residentes en el hotel complementan el singular repertorio de personajes, entre los que destacan: el joven poeta Andrés Zuleta, que de manera sistemática vierte en cuadernos manuscritos sus experiencias, doña Luisa Medina, una señora diminuta que se ha convertido en la “imagen de la tristeza”, el matemático húngaro Isaías Dan, a quien apodan Relojito, aunque otros prefieren llamarlo El Marciano, y la última incorporación, la pelirroja Virginia Buendía, quien tiene algo en su cara que impide a todo aquel que la ve quitarle los ojos de encima.
Pero volviendo al tema, o sea la conversación con el amigo, yo le refería que una de las partes más interesantes de Angosta sigue la tónica del célebre capítulo sexto del Quijote: “Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”. El capítulo se ubica entre las páginas 202 y 215, y la nota al pie advierte sobre diversos asuntos, que aquí nos atrevemos a resumir en dos apartados:
1. Se trata de un homenaje a Cervantes, de un juego literario, un intermedio jocoso, un entremés en un solo acto y, en caso de aburrir al lector, se le otorga a éste vía libre para saltarse al siguiente capítulo.
2. Los editores españoles “rogaron” al autor que suprimiera este capítulo porque aburriría a los lectores.
Sin embargo, este es uno de los capítulos más entretenidos y lúcidos de la novela y, en nuestro afán por justificar este aserto, reproducimos algunos juicios, con la esperanza que no susciten la animadversión ni, mucho menos, la ira de algunos devotos inquebrantables de los infrascritos:
“En La Cuña tenemos la obra completa de (Paulo) Coelho, repetida tres veces, y casi llena una pared. Es como si todos quisieran deshacerse siempre de sus libros después de haberlos comprado. Son como envases vacíos de Coca-Cola: no hay casa que no tenga alguno.”
“Es curioso: tiene un éxito impresionante, está millonario, se finge santo, pero dicen que es más lascivo que tú, Jacobo, y sus libros parecen plagios de la más ridícula literatura de autoayuda de todos los tiempos. Para mi es basura. Es el más indigno continuador de la estirpe de los evangelistas.”
“− Aquí hay un grupito de libros más nuevos. Son autores mexicanos: Padilla, Volpi, Palou, Urroz…
− Ah sí −dijo Quiroz−. Se trata de cinco muchachos ambiciosos que decidieron convertir cinco fracasos individuales en un éxito colectivo.
− Tienen una genuina vocación literaria, y algunos tienen también lecturas sólidas −aclaró Dionisio−, pero les interesa más tener currículo que vivencias, y mucho más los premios que los libros. Según ellos, el crack nació como una vanguardia, sólo que, a diferencia del ultraísmo, el creacionismo, el surrealismo y los demás ismos, no estaban dispuestos a romper con nada porque son eminentemente conservadores (muy católicos) y quieren subir a la cima siguiendo el escalafón. Ahora son diplomáticos.”
“− Vuelvo a México −anunció Jursich−. Este también es de los nuevos: Juan Villoro.
− Leí un libro suyo de ensayos; escribe muy bien− dijo Lince con sincero entusiasmo-
Eso es parte del problema −comentó Quiroz−. Escribe bien de los demás. Debería concentrarse en la crónica y el ensayo divertido, pero para ser novelista le falta el malsano y fecundo interés en sí mismo. Es un admirante.”
“− ¡Aira? Un esnob.
− Y los que lo leen, más esnobs que él. ¡Mucho más! Tan esnob que seguramente es de los que escriben esnob sin e, snob.”
“Sí Bolaño. No se si era el mejor de su generación, como el mismo se declaraba, pero sé era muy bueno, y el mejor de los chilenos desde Donoso, por supuesto. Con un editor que le cortara los excesos, habría sido genial. Pero confiaba demasiado en sí mismo, más que en los lectores. Y su editor, Herralde, era demasiado amigo, incapaz de sugerirle que quitara una sola página, aunque sobrara.”
− Aquí está la narrativa de Mutis. Un montón de novelas con muy buenos títulos.
− Eso lo dijo Caballero, el gran columnista. Fuera del título, tiene muy poca cosa. Y en cuanto a la prosa, está hecha de frases buenas, cada una por separado, de perfecta sintaxis y sonoridad poética. Pero las historias son absurdas, soporíferas, quisieran ser Conrad y no llegan a Pérez-Reverte. Si no fuera tan buen amigo de García Márquez, tan simpático y tan buen diplomático, no habría llegado donde llegó. Hasta el Cervantes le dieron.
Y para no aburrirlos, concluyo con la cita que demuestra que de Abad Faciolince no se escapa ni Abad Faciolince, en este caso el juicio es sobre su obra Tratado de culinaria para mujeres tristes:
“− Malo no, ridículo − dijo Jursich−. Parece que Isabel Allende o Marcela Serrano hubieran reencarnado en él. Es un libro de hombre escrito con alma de mujer. Una maricada.”
La mayor parte, o lo más interesante de la acción novelesca se da en la zona intermedia, en la tierra templada, y gira alrededor de puntos neurálgicos, como el hotel La Comedia, donde reside el protagonista, Jacobo Lince, quien a su vez es el dueño de la librería La Cuña, espacio regido por la pareja de bohemios Dionisio Jursich y Agustín Quiroz, quienes dictan, a su peculiar manera, una cátedra informal de literatura y vida para todo aquel que se acerca a tomar un café en su reducto. Otros residentes en el hotel complementan el singular repertorio de personajes, entre los que destacan: el joven poeta Andrés Zuleta, que de manera sistemática vierte en cuadernos manuscritos sus experiencias, doña Luisa Medina, una señora diminuta que se ha convertido en la “imagen de la tristeza”, el matemático húngaro Isaías Dan, a quien apodan Relojito, aunque otros prefieren llamarlo El Marciano, y la última incorporación, la pelirroja Virginia Buendía, quien tiene algo en su cara que impide a todo aquel que la ve quitarle los ojos de encima.
Pero volviendo al tema, o sea la conversación con el amigo, yo le refería que una de las partes más interesantes de Angosta sigue la tónica del célebre capítulo sexto del Quijote: “Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo”. El capítulo se ubica entre las páginas 202 y 215, y la nota al pie advierte sobre diversos asuntos, que aquí nos atrevemos a resumir en dos apartados:
1. Se trata de un homenaje a Cervantes, de un juego literario, un intermedio jocoso, un entremés en un solo acto y, en caso de aburrir al lector, se le otorga a éste vía libre para saltarse al siguiente capítulo.
2. Los editores españoles “rogaron” al autor que suprimiera este capítulo porque aburriría a los lectores.
Sin embargo, este es uno de los capítulos más entretenidos y lúcidos de la novela y, en nuestro afán por justificar este aserto, reproducimos algunos juicios, con la esperanza que no susciten la animadversión ni, mucho menos, la ira de algunos devotos inquebrantables de los infrascritos:
“En La Cuña tenemos la obra completa de (Paulo) Coelho, repetida tres veces, y casi llena una pared. Es como si todos quisieran deshacerse siempre de sus libros después de haberlos comprado. Son como envases vacíos de Coca-Cola: no hay casa que no tenga alguno.”
“Es curioso: tiene un éxito impresionante, está millonario, se finge santo, pero dicen que es más lascivo que tú, Jacobo, y sus libros parecen plagios de la más ridícula literatura de autoayuda de todos los tiempos. Para mi es basura. Es el más indigno continuador de la estirpe de los evangelistas.”
“− Aquí hay un grupito de libros más nuevos. Son autores mexicanos: Padilla, Volpi, Palou, Urroz…
− Ah sí −dijo Quiroz−. Se trata de cinco muchachos ambiciosos que decidieron convertir cinco fracasos individuales en un éxito colectivo.
− Tienen una genuina vocación literaria, y algunos tienen también lecturas sólidas −aclaró Dionisio−, pero les interesa más tener currículo que vivencias, y mucho más los premios que los libros. Según ellos, el crack nació como una vanguardia, sólo que, a diferencia del ultraísmo, el creacionismo, el surrealismo y los demás ismos, no estaban dispuestos a romper con nada porque son eminentemente conservadores (muy católicos) y quieren subir a la cima siguiendo el escalafón. Ahora son diplomáticos.”
“− Vuelvo a México −anunció Jursich−. Este también es de los nuevos: Juan Villoro.
− Leí un libro suyo de ensayos; escribe muy bien− dijo Lince con sincero entusiasmo-
Eso es parte del problema −comentó Quiroz−. Escribe bien de los demás. Debería concentrarse en la crónica y el ensayo divertido, pero para ser novelista le falta el malsano y fecundo interés en sí mismo. Es un admirante.”
“− ¡Aira? Un esnob.
− Y los que lo leen, más esnobs que él. ¡Mucho más! Tan esnob que seguramente es de los que escriben esnob sin e, snob.”
“Sí Bolaño. No se si era el mejor de su generación, como el mismo se declaraba, pero sé era muy bueno, y el mejor de los chilenos desde Donoso, por supuesto. Con un editor que le cortara los excesos, habría sido genial. Pero confiaba demasiado en sí mismo, más que en los lectores. Y su editor, Herralde, era demasiado amigo, incapaz de sugerirle que quitara una sola página, aunque sobrara.”
− Aquí está la narrativa de Mutis. Un montón de novelas con muy buenos títulos.
− Eso lo dijo Caballero, el gran columnista. Fuera del título, tiene muy poca cosa. Y en cuanto a la prosa, está hecha de frases buenas, cada una por separado, de perfecta sintaxis y sonoridad poética. Pero las historias son absurdas, soporíferas, quisieran ser Conrad y no llegan a Pérez-Reverte. Si no fuera tan buen amigo de García Márquez, tan simpático y tan buen diplomático, no habría llegado donde llegó. Hasta el Cervantes le dieron.
Y para no aburrirlos, concluyo con la cita que demuestra que de Abad Faciolince no se escapa ni Abad Faciolince, en este caso el juicio es sobre su obra Tratado de culinaria para mujeres tristes:
“− Malo no, ridículo − dijo Jursich−. Parece que Isabel Allende o Marcela Serrano hubieran reencarnado en él. Es un libro de hombre escrito con alma de mujer. Una maricada.”