domingo, noviembre 23, 2008

Kafka por Vila-Matas


Kafka en tranvía
Enrique Vila-Matas
Al encontrarme de nuevo con el penúltimo fragmento de Jakob von Gunten de Robert Walser -aquel en el que Herr Benjamenta y el narrador cabalgan por el mundo en un sueño de libertad absoluta- capto un posible aire de familia con Deseo de convertirse en indio, una de las prosas breves de Contemplación, el primer libro que publicara Kafka. En esa juvenil y breve prosa indecisa, Kafka muestra su deseo de ser de verdad un indio, siempre alerta, sobre el caballo galopante, en viaje sin bridas por el ancho mundo. Aunque es una prosa indecisa, aunque es un texto de sus primeros tiempos, ahí está ya en toda su plenitud el espíritu de un Kafka recién salido de las lecturas de Walser.

Reencontrarme con esa breve prosa del Kafka incipiente -esa prosa en la que ya estaba condensado el escritor incomprensible y al mismo tiempo sorprendentemente diáfano que fue- me hace caer en la cuenta de que no siempre Kafka fue Kafka. Hoy estamos acostumbrados a leerlo como tal, pero hubo una etapa -días de indecisiones y de vacilaciones- en la que pasó por el clásico trance por el que transitan aquellos que desean cabalgar sin bridas y ser extranjeros dentro del doméstico y pusilánime paisaje literario de su época. Es decir, también Kafka tuvo que forjarse un estilo. Lo inventó a la sombra de Walser, pero también de Kleist, de Chéjov, de Dickens y del cervantino Flaubert.

Tal vez nadie ha estudiado mejor los años de la forja del estilo kafkiano que Reiner Stach en Kafka. Los años de las decisiones. Es un libro que acabo de releer estos días y que creo que opera como perfecto antídoto contra la devastadora y fanfarrona veneración de Kafka por parte de quienes aún piensan que su creatividad fue solitaria y genial. Sin duda, Kafka fue un genio, pero no estaba tan ciego como para haber querido producir sus textos a partir de una interioridad carente de experiencia. "Al contrario: precisamente su trato controlado, artesanalmente refinado, con influencias y hechos, le señala como autor de la Modernidad, que -al menos en este sentido- se alinea con Musil, Joyce, Broch y Arno Schmidt", nos dice Reiner Stach, estudioso de los años en los que un escritor de Praga deseaba convertirse en Kafka y para ello tuvo que librarse, ante todo, de su amigo Brod, que le proponía escribir prosas a cuatro manos. Y luego, tras librarse de semejante pelmazo, leer en profundidad, por ejemplo, a Dickens, un autor con grandes dosis de humorismo en sus obras, ese humorismo que ha tardado tanto en ser percibido en Kafka, que escribió El desaparecido pensando en escribir a ratos una novela cómica dickensiana, y de ahí que Walter Benjamin dijera que ese libro era, sobre todo, una gran payasada, ya que en él uno podía reírse en cada página.

Pero es que incluso en El castillo y El proceso, que son novelas que han agobiado y angustiado tanto, hay muchas situaciones que pueden despertar hilaridad. Hilaridad que el lector en ocasiones reprime porque está metido dentro de un absurdo, de una problemática que es aterradora. Pero esos elementos humorísticos son el contrapunto que el propio Kafka establecía para restarle presión al drama. Una hilaridad aprendida de los días en que leía precisamente a Robert Walser en voz alta y se partía literalmente de risa, muy especialmente con Jacob von Gunten: "Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada".

El personal docente lo encontró Kafka en los libros de sus autores preferidos. En los días de aprendizaje, hacia 1910, empezó a trabajar en un peculiar laboratorio de influencias, el más singular del siglo pasado. Los Diarios, por un lado. Y, por el otro, las prosas indecisas que acabarían conformando su primer libro, Contemplación, publicado en 1912, libro al que le faltan ya menos de cuatro años para que algunos amigos de los números redondos celebren su centenario. Se diría que ha pasado mucho más tiempo desde que Kafka comenzó a ser Kafka y dejó atrás ciertas indecisiones. "Estoy en la plataforma de un tranvía y me siento totalmente inseguro con respecto a la posición que ocupo en este mundo, en esta ciudad, en el seno de mi familia", escribió en El pasajero, prosa breve de Contemplación. En esos días, Kafka ni siquiera se sentía capaz de justificar qué hacía allí en aquella plataforma, sujeto de aquella correa, dejándose llevar por el tranvía. Pero ya también en esos días Kafka era implacable. Con una muchacha, por ejemplo, que se instala junto a la escalerilla, lista para bajar del tranvía. "Se me muestra tan nítida como si la hubiera palpado (...). Su orejita está muy pegada a la cabeza, pero como estoy cerca, veo toda la parte posterior del pabellón derecho y la sombra en la raíz", escribe. Y termina preguntándose cómo es que la muchacha no se asombra de sí misma y mantiene la boca cerrada sin decir nada.

Todo eso ocurrió en los años de las lecturas decisivas, en los años de las incertidumbres repartidas por las plataformas de todos los tranvías. Durante un tiempo, el matrimonio Nabokov, en el Berlín de 1922, subió al mismo tranvía que tomaba Kafka, el Berlín-Litchterfelde. Nunca le hablaron porque no sabían que era él, pero Vera Nabokov siempre dijo recordar "aquella cara, su palidez, la tirantez de la piel, aquellos ojos tan extraordinarios, ojos hipnóticos resplandeciendo en una cueva".

De los años de formación en la oscura cueva no se ha librado nunca nadie. Ni Kafka. Nadie le exigía en aquellos días que justificara sus lecturas, ni su presencia en la extraña plataforma de la vida. Pero el gran tranvía, más allá de las iniciales influencias, se estaba ya poniendo en marcha. "Cierto es que nadie me lo exige, pero eso no importa". -

viernes, noviembre 21, 2008

Lección de poesía


La palabra más libre
Emilio Lledó
Una cuestión de lenguaje. Eso parece ser la vida humana. La vida de ese ser indigente, menesteroso, que no puede vivir sin los otros, pensar sin los otros. Al menos, eso es lo que decía el filósofo que descubrió para qué servían las palabras y qué se podía encerrar en ellas. Esa exigencia de compañía no sólo manifiesta la necesidad de lenguaje, sino la radical soledad de cada conciencia que encuentra, a través de las palabras y del amor, la posibilidad de engarzarse con sus semejantes. Apenas hay otros puentes entre seres "eternamente separados". El origen del lenguaje y del amor tenía, sin embargo, que desarrollarse sobre un principio de libertad que permitía ver el mundo y desatascaba de las palabras acartonadas, de las frases hechas, en las que se coagula la posibilidad de pensar.
Mirar el mundo, entenderlo y comunicarlo fue un programa que, casi instintivamente, llevó a cabo el "animal que habla" desde el momento en que sintió la urgencia de tener que convivir. Pero el hablar "se dice de muchas maneras". Las palabras pueden fluir, facilitar inteligencia, dar luz, construir comunidad, o también ofuscarse, deteriorarse, corromperse. Parece que este enfrentamiento entre lo positivo y lo negativo, entre la creación y la corrupción es la empresa esencial del existir como seres humanos. Porque esos dos territorios se confunden y enmarañan y en ellos nos perdemos. Esta pérdida ocurre porque ya nosotros mismos estamos perdidos, descarriados; porque hemos apagado la luz del pensamiento, la autarquía de mirar con los propios ojos, o porque la asfixia de los medios de comunicación o de una escuela y educación entontecedora haya acabado por aniquilar nuestra responsabilidad y nos haya enterrado en la fosa de la alineación, emborronando el horizonte ideal que debería alentar toda existencia.
La degeneración de la mente y el crecimiento de la mentecatez es posible, hoy más que nunca, por los múltiples canales más o menos subterráneos, por los enormes charcos de información, por el imperio de opiniones tóxicas, de mensajes podridos que, sin darnos cuenta, tragamos. Este fenómeno, cada vez más presente en la paradójicamente llamada sociedad de la información, enreda y devalúa el cerebro y, de paso, va mutilando la capacidad de pensar. Hay una expresión que mide esa cretinización colectiva: el "nivel de audiencia" que, con las excepciones que se quiera y sea cual sea el espacio en que tal nivel se busque, es, en el fondo, manifestación creciente de una forma de corrupción. Es verdad que los nuevos instrumentos de comunicación pueden ser también colaboradores eficaces para ampliar, informar, e incluso ilustrar la inteligencia. Pero esto sólo es posible si aprendemos, como en los orígenes de la democracia, en el pensamiento griego, a mirar las cosas de una manera nueva y, sobre todo, a mirar las palabras.
La mirada sobre el lenguaje, la pregunta continua sobre las significaciones es una función educativa y una de las grandes empresas de la cultura. El universo de palabras que nos circunda al incorporarse como lengua materna a nuestra vida nos constituye y nos define. Pero no basta con este hecho esencial de la existencia humana, no basta con encontrarse por azar en un lenguaje. Nadie puede sentirse orgulloso de una lengua en la que, por casualidad, se ha nacido si no se es capaz de convertir ese azar en necesidad, esa casualidad en destino; si no aprende con ella a ser persona, a ser veraz, justo, solidario, decente... Esa lengua materna en la que nacemos tiene que hacerse lengua personal, lengua matriz, lengua capaz de definir y manifestar nuestros comportamientos: "¡Habla para saber quién eres!".
Una forma de cultivar esa facilidad para entender el lenguaje es la poesía. En el mundo de la pragmacia y el consumo de baratijas verbales, la palabra poética tiene una gozosa y sustanciosa espontaneidad. Las líneas del poema nos enfrentan a un uso del lenguaje absolutamente libre. No hay otro compromiso con sus palabras que el que implica la apertura a un nuevo horizonte de sensibilidad. En ese horizonte vislumbramos la propia historia enhebrada en un tejido de significaciones inesperadas, de sentidos imprevistos, provocadores y enriquecedores. La poesía nos hace ver el mundo con ojos distintos al que el uso nos marca en el diario y tantas veces vacío discurso del vivir. Por eso es, efectivamente, un mundo de creatividad, de libertad, y ser libre quiere decir, en poesía, el encuentro con un lenguaje que se dice a sí mismo y que no tiene otra posibilidad de entenderse que cobijándose bajo las alas de esa misma libertad de señalar, de significar que es, al mismo tiempo, una libertad de sentir y de entender y de amistar.
Pienso que una de las muchas tareas para una educación renovadora es, precisamente, el encuentro con la lectura, con la imaginación y con ese inabarcable mundo de afectos y sentimientos que la poesía despierta. Una poesía que nos enseña a mirar en las palabras, en su esencial liberación de otros compromisos que no sea puro lenguaje, pura significatividad, puro amor a las cosas y a sus sentidos. Somos lo que entendemos, lo que hablamos, pero también -y no sé si sobre todo- lo que amamos. La lectura de la poesía, hacer que afloren a los labios de los alumnos las palabras de los poetas y que se abran, así, a una forma originaria y viva del decir. Una función pedagógica enriquecedora sería el hacer que nuestros jóvenes estudiantes en la escuela aprendiesen a decirse la poesía, a pronunciar con esas palabras los sentimientos que nos alejan del dominio de la pragmacia y la tecnología imperante. Una forma de educación que se escapa de la destreza de los teclados, de los destellos que ofuscan millones de pantallas y que, en última instancia, compensaría el chisporroteado predominio.
Lenguaje de la economía y la miseria, del engaño y la corrupción, de la indecencia y de los defensores de la desmemoria para amparar cualquier vileza del presente con la impunidad de que nunca será recordado. En la elegía Pan y vino Hölderlin, en palabras citadas en múltiples contextos, se preguntaba: ¿Para qué poetas en tiempos de crisis? Pues para eso, precisamente para eso. Para evitar que en "épocas de miseria ocupen su lugar los timadores, los farsantes, los hechiceros, los fanáticos y otras criaturas del submundo intelectual". -

El País publicará a partir del domingo 23 de noviembre la colección más completa de la poesía del siglo XX en español. Emilio Lledó imparte una lección en estas páginas sobre la importancia de leer poesía. La palabra poética, según el maestro, nos deja ver el mundo con una mirada libre

miércoles, noviembre 12, 2008

Bolaño en The New York Times


Hace unas horas, un buen amigo me avisó que en la edición web de The New York Times aparece una reseña sobre 2666 de Roberto Bolaño. Y en cuestión de segundos me encuentro con la página y compruebo que lleva la firma de Jonathan Lethem y el título “The Departed”, además veo que está basada en la traducción al inglés de Natasha Wimmer para la editorial Farrar, Straus & Giroux (898 páginas y se vende a 30 dólares, para ser más precisos).
Y apenas empiezo a leer siento que Bolaño se sentiría satisfecho, porque Lethem empieza por citar el cuento “The Preserving Machine”, escrito en 1953 por Philip K. Dick, un autor al que Roberto rendía una admiración singular y con quien, según confesión de Fresán, compartía sus teorías psico-temporales.
Pero mejor vayan a la página y así lo ven con sus propios ojos. Y, de paso, les sugiero revisar la reseña que aparece sobre Los detectives salvajes.

viernes, noviembre 07, 2008

J. M. G. Le Clézio


Hace más o menos un mes, en una acción que se ha vuelto un hábito de octubre (el año pasado el objeto de mi búsqueda fue El cuaderno dorado), hurgué en mi modesta biblioteca hasta encontar Diego y Frida. Una gran historia de amor en tiempos de la Revolución, y empecé a releerla bajo el peso del titular periodístico que me anuncia que a su autor, J. M. G. Le Clézio, le adjudicaron el Nobel de Literatura 2008. Y al hojear sus primeras páginas compruebo que lo compré una tarde ya lejana de agosto de 2006; además recuerdo que el libro fue adquirido en razón de mi interés por Frida y Diego, sin apenas importarme la rimbombante tripleta de iniciales que en la portada precedían al apellido del autor.
Hace unos días terminé de releerlo, a trompicones y tratando de encontrar las claves que llevaron a los académicos suecos a considerarlo "un escritor de la ruptura, de la aventura poética y del éxtasis sensual, explorador de la humanidad, dentro y fuera de la civilización dominante". Quizás habría que leer otros de sus libros y así tal vez acabemos coincidiendo con Horace Engdahl, secretario permanente de la Academia Sueca, quien no dudó en afirmar que Le Clézio ha conseguido "rescatar las palabras del estado degenerado del lenguaje cotidiano y devolverles la fuerza para invocar una realidad existencial". Lo cierto es que en el texto que tengo en mis manos no encontré nada de eso. Aunque puede ser que alguna condición atávica y marginal me impidió captar esas virtudes que ante los suecos se muestran con tanta claridad, pero lo cierto es que (¡ah, las odiosas comparaciones!) al evocar obras y apellidos como Fuentes, Roth, Vargas Llosa, Magris, Adonis, De Lillo, Tabucchi, Pynchon, Oz, Kundera, cobra fuerza la idea de que tanto el amigo Le Clézio como su predecesora Doris Lessing, o están tocados por la diosa Fortuna o gozan de una gran simpatía en “la fría antesala sueca”, cuyos añejos miembros ya se dieron el lujo de intentar “desaparecer” a nombres imprescindibles: Jorge Luis Borges, James Joyce, Marcel Proust o Bertold Brecht.
Bueno, lo cierto es que habas se cuecen en todas partes, así que no está demás echar una ojeada a este texto del susodicho Le Clézio y repasar la reseña de El africano que aparecen en la edición de Letras Libres correspondiente a noviembre de 2008, tal vez allí encontremos algunas razones que justifiquen un premio que, hasta ahora, tiene el aroma inconfundible del desacierto.