Lo primero que leí de J. M. Coetzee fue Desgracia, y de inmediato me sedujo su prosa directa y sin concesiones, el vehículo ideal para recrear las desventuras del profesor David Lurie, víctima de la hipocresía de un sistema universitario basado en la premisa de lo políticamente correcto. A ese encuentro lo siguieron otros, todos igualmente gratificantes, aunque debo aceptar que Vida y época de Michael K y La edad de hierro me han impresionado hasta el grado de “obligarme” a releerlos. Después conocí su no menos importante obra crítica, y consulto con asiduidad Costas extrañas y Contra la censura. Diario de un mal año me pareció extraordinaria, sobre todo en la medida que resultaba evidente la forma en que el autor intentaba alejarse de un cierto estilema narrativo que ya se había convertido en un hábito para su legión de sus lectores
Después de un breve receso, Coetzee, una persona tímida y poco amiga de la fama y el protagonismo, se describe a sí mismo en Verano. Lo hace en tercera persona, como en su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel en 2003. Antes de que escribieran su biografía decidió coger el toro por los cuernos, jugar a estar muerto y contarnos su vida a través de personajes y situaciones en las que resulta imposible deslindar cuánto hay de realidad y cuánto de ficción.
Un resumen apresurado de Verano puede comenzar por decir que se trata de la vida del escritor contada por quienes le conocieron con relativa profundidad, partiendo de la idea de que Coetzee ha muerto. Elemento central de esta historia es el biógrafo Vincent, enfrascado en una investigación acerca de la vida de Coetzee. Para tal fin entrevista a cinco personas que tuvieron un papel importante en la vida del escritor. Una amante, un amor de infancia, una familiar con la que compartió algo más que juegos y un par de amigos de la universidad. ¿Suena a Coetzee, no creen?
Y para abrir un poco el apetito, no dejen de leer este fragmento.
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