“Ya no esperamos más
de lo que nos ha sido dado”
Mark
Strand
“Una carta desde Tegucigalpa” es el título de
un poema incluido en el libro Casi
Invisible del canadiense Mark Strand, fallecido en noviembre del 2014. Allí
el poeta afirma que “En los viejos tiempos, mis pensamientos se encendían como
pequeñas chispas en la casi oscuridad de la conciencia y yo los transcribía”.
Traigo
esas líneas a colación después de haber leído Irreverencias y reverencias de Rigoberto Paredes, recientemente
publicado bajo el sello editorial Paradiso.
Se trata de un poemario de impecable factura, con la calidad poética a que
nos tiene acostumbrados este autor.
Pues
ciertamente allí pareciera que el poeta Paredes hubiese “transcrito” sus
pensamientos que reverberan como chispas vivas capaces de enardecer el texto.
De la oscuridad, de la inerte indiferencia, extrae panegíricos ardorosos a
poetas, artistas y pensadores (a Darío, a Alfonso Guillén Zelaya, a Clementina
Suárez, a Juan Ramón Molina, a Alejandra Pizarnik, a Drumond de Andrade, a
Holderlin, a Van Gogh, a Cioran, entre otros). Pero si bien el poeta se deleita
en la confección de esos laureles a los integrantes de su panteón, como buen
maestro de la expresión poética, echa a rodar una brutal vivacidad de epítetos
con un estilo infatigablemente animado.
Así,
al aludir a las glorias literarias de Darío en el extranjero, deplora que “todo
eso para venir a morir en un catre de León/entre sábanas puercas,/ Chayo y las
moscas” (p. 14).
Y
es que detrás del “memorial de agravios”, que es el reverso inevitable de la
celebración del talento y la brillantez, Rigoberto Paredes consigue crear un
mundo propio, un lenguaje tan identificable y peculiar que el lector no puede
menos que rendirse ante la idiosincrasia de esa voz poética.
En
Irreverencias y reverencias el
lenguaje literario crea su propio diapasón, su cadencia irrepetible, con sus
sonidos y timbres incanjeables. Sorna, sarcasmo e ironía son los “compañeros de
viaje” consabidos, que el autor maneja con destreza de espadachín, tal y como
lo ha sabido demostrar en libros anteriores.
Pues
bien, “perdido/entre los callejones de Tegucigalpa” (p. 19), “…en estos
despeñaderos” (p. 21), “…entre muros de hojalata” (p. 36), en medio de la
infamia, y pese a todo, “Quién dijo que un paisaje estepario/es más inquietante
que una mujer semidesnuda?” (p. 55). Y,
como siempre, “…ella ciertamente es caso aparte/con sus piernas cruzadas/y sus
pechos a punto de soltar amarras./Aquí me quedaré, soñándola despierto,/ como
un fauno en brama y de malsano juicio” (p. 55).
La
carga erótica impregna el poema, y éste merced a su propio ímpetu, absorbe al
lector y vivifica su experiencia. La sutileza de significados se condensa en el
llamado irresistible del Garden Bar:
“Y
cómo no amar lo que se tiene/por un rato/ en el suelo, en un catre, en caro
lecho,/ cómo dejar de hacer, cómo dejarlas/solas, a merced del olvido./Vengan a
mí las doncellas del Garden,/ aquel del farolillo anémico en la entrada.”(p.
49)
En
definitiva, larga vida al “arcano deleite de dos cuerpos” (p. 59), que, en el
caso de Irreverencias y reverencias se
funda en el privilegio de escribir teniendo “sentada la belleza en las
rodillas” (p. 11).
Tegucigalpa,
3 de marzo del 2015
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