El escritor sabe que su vida está en el lenguaje, que su felicidad o su desdicha dependen de él. He sido un amante de la palabra, he sido su siervo, un explorador sobre su cuerpo, un topo que cava en su subsuelo; soy también su inquisidor, su abogado, su verdugo. Soy el ángel de la guardia y la aviesa serpiente, la manzana, el árbol y el demonio. Babel: todo se vuelve confuso porque en literatura casi no hay término que para distintas personas signifique la misma cosa, y ahora me harta seguir rumiando ese inútil dilema al que a veces doy tanta importancia sobre si un joven se transforma en escritor porque la Diosa Literatura así lo ha dispuesto o, por el contrario, lo hace por razones más normales: su entorno, la niñez, la escuela a la que acude, sus amigos y lecturas y, sobre todo, el instinto, que es fundamentalmente quien lo ha acercado a su vocación. Por otra parte, fuera de la obra lo demás no importa.
Sergio Pitol, El mago de Viena, pp. 86-87
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