Se adelantó a Joyce al especular con el monólogo interior, una forma de regurgitar el pensamiento como los rumiantes. Fue la primera en oír voces superpuestas, las mismas que vulneraban su mente hasta llevarla a la claridad del sol entre la niebla. Lo cierto es que este preciso daguerrotipo de Virginia Woolf, delineado sin prisas ni remordimiento por Manuel Vicent, retoma -más allá de las estridencias feministas que en algunos casos la reducen a la versión femenina del póster del Ché- las circunstancias vitales que marcaron una de las obras más revolucionarias de la narrativa del siglo XX
Largarse de este mundo tan sucio parecía ser su objetivo principal, que ensayó con un vaivén más o menos místico, una vez arrojándose por una ventana y otra tomando cinco gramos de veronal en un espléndido desayuno sobre la hierba
Julia Duckworth, con quien contrajo segundas nupcias el señor Leslie Stephen, había aportado a la familia tres hijos de su matrimonio anterior, George, Stella y Gerald. Instalados en el 22 de Hyde Park Gate, en Kensington, barrio elegante de Londres, hermanos y hermanastros, junto con los amigos tronados de Cambridge, formaron una camada excéntrica, neurótica y promiscua, de la que Freud pudo haber sacado traumas a la intemperie con una pala. Se trataba de demostrar quién entre ellos estaba más pasado de rosca. Ganó Virginia, a quien todos llamaban la Cabra, un mote que lució con gran coherencia hasta ahogarlo definitivamente en las aguas del río Ouse. Sus padres murieron pronto y estos golpes del destino habían liberado en la adolescente Virginia una niebla en su cerebro, cercana a la locura. Largarse de este mundo tan sucio parecía ser su objetivo principal, que ensayó con un vaivén más o menos místico, una vez arrojándose por una ventana y otra tomando cinco gramos de veronal en un espléndido desayuno sobre la hierba.
La familia dejó atrás la vieja mansión de Kensington para quemar el pasado, pero los fantasmas acompañaron a los hijos a la nueva casa, el 46 de Gordon Square, en el barrio de Bloomsbury, que enseguida se hizo famosa porque en ella celebraban tertulias los jueves por la noche aquellos seres que Thoby había recolectado en Cambridge, cada cual más moderno, frívolo e inane. Cazaban lepidópteros en los jardines de sus casas de campo vistiendo de forma vaporosa y con sombreros blandos; viajaban a Grecia y a Constantinopla con muchos baúles forrados de loneta y allí compaginaban la visión de Fidias o de la Mezquita Azul con la contemplación de niños andrajosos, lo que les permitía ser a la vez estetas y elegantemente compasivos; luego, bajo un humo de pipa con sabor a chocolate, en Gordon Square, discutían de psicoanálisis, de teoría cuántica, de los fabianos, de la nueva economía y de Cézanne, Gauguin, Van Gogh y Picasso. Aquellos seres parecían felices a mitad de camino entre la inteligencia y la neurosis en una trama alambicada de relaciones cruzadas más allá del bien y del mal, pero sus telas color manteca cubrían las mismas pasiones grasientas del común de los mortales. Al final toda su filosofía se reducía a celebrar fiestas caseras disfrazados de sultanes.
Mientras cazaban mariposas y se hacían los lánguidos en las blancas hamacas de las praderas de Asham, de Monk's Hause o en la playa, George llegó a violar a su hermanastra Virginia cuando todavía era una adolescente y desde ese momento ella ya no pudo reconciliarse con el sexo. Las jaquecas y las crisis nerviosas de su mente bipolar se unieron muy pronto a la histeria de enamoramientos precoces y siempre frustrados que la aprendiz de escritora vertía en un diario íntimo junto con las sensaciones de viajes, de paisajes y de personas que la rodeaban. En la casa de 46 Gordon Square, entraban y salían los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, el crítico de arte Clive Bell, que se casaría con su hermana Vanessa, el economista John Maynard Keynes, el escritor Gerald Brenan, el novelista E. M. Forster, la escritora Katherine Mansfield y los pintores Dora Carrington y Duncan Grant. Algunos, los más talentosos, se desperdigaron pronto. Al final el grupo de Bloomsbury quedó sólo en un retén de mediocres que debió la posteridad al genio de Virginia cuando sus novelas: La señora Dalloway, Al faro, Orlando, Las olas, fueron aceptadas por el público y finalmente los críticos admitieron que esta escritora había revolucionado el arte de narrar.
No tuvo ninguna oportunidad que se les regalaba a los vástagos varones. Como a todas las mujeres de entonces le fue prohibida la universidad; Virginia estudió griego y latín por su cuenta en casa; se bebió toda la biblioteca familiar; se casó con Leonard Woolf, uno del grupo, también escritor; en su luna de miel por España tomó leche de cabra y atravesó la miseria del sur en trenes lentos y sucios o anduvo a lomos de una mula por un paisaje abrupto de la serranía de Málaga en busca de su viejo amigo Gerald Brenan. En el equipaje traía también sus depresiones. El marido aceptaba con toda normalidad que ella le dijera que Eduardo VII la espiaba entre las azaleas o que los pájaros cantaban en griego. Nunca se ha dado el caso de un hombre tan paciente y enamorado de una neurótica cuyo talento literario iba por delante de su locura. Leonard la llevaba al campo o al manicomio siguiendo las mareas de su cerebro; llegó a fundar una imprenta elitista, la Hogarth Press, para imprimir y encuadernar a mano sus propios libros junto con los de T. S. Eliot, Freud y Katherine Mansfield. Y en las fotografías aparece a su lado resignado, sonriente y admirado.
En aquel tiempo de moral victoriana ponerse pantalones de hombre, ser sufragista, fumar en público cigarrillos egipcios, dar charlas en un círculo obrero siendo una señorita de alta sociedad y enamorarse de su amiga la poeta Vita Sackville West, esposa de un lord, y vivir con ella una relación lésbica no fue para Virginia Woolf un juego estético como el que ejercían sus amigos sino una forma de romper el dogal de hierro que la ahogaba, una actitud radical que la convertiría en una bandera del feminismo.
Rodeada de enfermeras y doncellas, de maletas para viajes y regresos, de fiestas e invitados, Virginia Woolf comenzó a labrar una literatura desestructurada en la que el tiempo se convertía en un fluido de la conciencia. En este sentido se adelantó a James Joyce a la hora de especular con el monólogo interior, una forma de regurgitar el pensamiento como los rumiantes. Virginia Woolf fue la primera en oír voces superpuestas, las mismas que vulneraban su mente hasta llevarla a la claridad del sol entre la niebla. Al final fue consecuente y se permitió el lujo de suicidarse. Esta vez no podía fallar. Sucedió el 29 de marzo de 1941, en Susex. Llenó de piedras los bolsillos del abrigo y se adentró en el río Ouse hasta quedar sumergida. Unos niños encontraron su cadáver 15 días después.
Virginia Woolf: una forma de cazar mariposasLos antepasados de Virginia Woolf fueron comerciantes y contrabandistas, gente de hierro, de lejana estirpe irlandesa, con pecas rojizas en los rudos antebrazos. Uno de ellos, un tal William Stephen, al final del siglo XVIII, hizo una gran fortuna en las Antillas. Compraba a la baja esclavos enfermizos, los curaba y los revendía al alza a buen precio. Gracias a este detalle piadoso uno de sus descendientes, Leslie Stephen, cien años después, ya pudo ser un hombre honorable, crítico e historiador de gran reputación, padre de cuatro hijos de renombre: Vanessa, pintora posimpresionista; Adrian, médico; Virginia, escritora, y Thoby, que pese a haber muerto muy joven de tifus, aun tuvo tiempo de fundar, con algunos amigos de la universidad, una sociedad esotérica, llamada Los Apóstoles de Cambridge, conocida después como el Grupo de Bloomsbury. ¿A quién no le gustaría tener un negrero en el árbol genealógico y haber heredado su dinero purificado por varias generaciones para poder ser un rico y divertido esnob, estéticamente malvado e ingresar en la aristocracia de la inteligencia después de pasar por el Trinity College?
Manuel Vicent
Largarse de este mundo tan sucio parecía ser su objetivo principal, que ensayó con un vaivén más o menos místico, una vez arrojándose por una ventana y otra tomando cinco gramos de veronal en un espléndido desayuno sobre la hierba
Julia Duckworth, con quien contrajo segundas nupcias el señor Leslie Stephen, había aportado a la familia tres hijos de su matrimonio anterior, George, Stella y Gerald. Instalados en el 22 de Hyde Park Gate, en Kensington, barrio elegante de Londres, hermanos y hermanastros, junto con los amigos tronados de Cambridge, formaron una camada excéntrica, neurótica y promiscua, de la que Freud pudo haber sacado traumas a la intemperie con una pala. Se trataba de demostrar quién entre ellos estaba más pasado de rosca. Ganó Virginia, a quien todos llamaban la Cabra, un mote que lució con gran coherencia hasta ahogarlo definitivamente en las aguas del río Ouse. Sus padres murieron pronto y estos golpes del destino habían liberado en la adolescente Virginia una niebla en su cerebro, cercana a la locura. Largarse de este mundo tan sucio parecía ser su objetivo principal, que ensayó con un vaivén más o menos místico, una vez arrojándose por una ventana y otra tomando cinco gramos de veronal en un espléndido desayuno sobre la hierba.
La familia dejó atrás la vieja mansión de Kensington para quemar el pasado, pero los fantasmas acompañaron a los hijos a la nueva casa, el 46 de Gordon Square, en el barrio de Bloomsbury, que enseguida se hizo famosa porque en ella celebraban tertulias los jueves por la noche aquellos seres que Thoby había recolectado en Cambridge, cada cual más moderno, frívolo e inane. Cazaban lepidópteros en los jardines de sus casas de campo vistiendo de forma vaporosa y con sombreros blandos; viajaban a Grecia y a Constantinopla con muchos baúles forrados de loneta y allí compaginaban la visión de Fidias o de la Mezquita Azul con la contemplación de niños andrajosos, lo que les permitía ser a la vez estetas y elegantemente compasivos; luego, bajo un humo de pipa con sabor a chocolate, en Gordon Square, discutían de psicoanálisis, de teoría cuántica, de los fabianos, de la nueva economía y de Cézanne, Gauguin, Van Gogh y Picasso. Aquellos seres parecían felices a mitad de camino entre la inteligencia y la neurosis en una trama alambicada de relaciones cruzadas más allá del bien y del mal, pero sus telas color manteca cubrían las mismas pasiones grasientas del común de los mortales. Al final toda su filosofía se reducía a celebrar fiestas caseras disfrazados de sultanes.
Mientras cazaban mariposas y se hacían los lánguidos en las blancas hamacas de las praderas de Asham, de Monk's Hause o en la playa, George llegó a violar a su hermanastra Virginia cuando todavía era una adolescente y desde ese momento ella ya no pudo reconciliarse con el sexo. Las jaquecas y las crisis nerviosas de su mente bipolar se unieron muy pronto a la histeria de enamoramientos precoces y siempre frustrados que la aprendiz de escritora vertía en un diario íntimo junto con las sensaciones de viajes, de paisajes y de personas que la rodeaban. En la casa de 46 Gordon Square, entraban y salían los filósofos Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein, el crítico de arte Clive Bell, que se casaría con su hermana Vanessa, el economista John Maynard Keynes, el escritor Gerald Brenan, el novelista E. M. Forster, la escritora Katherine Mansfield y los pintores Dora Carrington y Duncan Grant. Algunos, los más talentosos, se desperdigaron pronto. Al final el grupo de Bloomsbury quedó sólo en un retén de mediocres que debió la posteridad al genio de Virginia cuando sus novelas: La señora Dalloway, Al faro, Orlando, Las olas, fueron aceptadas por el público y finalmente los críticos admitieron que esta escritora había revolucionado el arte de narrar.
No tuvo ninguna oportunidad que se les regalaba a los vástagos varones. Como a todas las mujeres de entonces le fue prohibida la universidad; Virginia estudió griego y latín por su cuenta en casa; se bebió toda la biblioteca familiar; se casó con Leonard Woolf, uno del grupo, también escritor; en su luna de miel por España tomó leche de cabra y atravesó la miseria del sur en trenes lentos y sucios o anduvo a lomos de una mula por un paisaje abrupto de la serranía de Málaga en busca de su viejo amigo Gerald Brenan. En el equipaje traía también sus depresiones. El marido aceptaba con toda normalidad que ella le dijera que Eduardo VII la espiaba entre las azaleas o que los pájaros cantaban en griego. Nunca se ha dado el caso de un hombre tan paciente y enamorado de una neurótica cuyo talento literario iba por delante de su locura. Leonard la llevaba al campo o al manicomio siguiendo las mareas de su cerebro; llegó a fundar una imprenta elitista, la Hogarth Press, para imprimir y encuadernar a mano sus propios libros junto con los de T. S. Eliot, Freud y Katherine Mansfield. Y en las fotografías aparece a su lado resignado, sonriente y admirado.
En aquel tiempo de moral victoriana ponerse pantalones de hombre, ser sufragista, fumar en público cigarrillos egipcios, dar charlas en un círculo obrero siendo una señorita de alta sociedad y enamorarse de su amiga la poeta Vita Sackville West, esposa de un lord, y vivir con ella una relación lésbica no fue para Virginia Woolf un juego estético como el que ejercían sus amigos sino una forma de romper el dogal de hierro que la ahogaba, una actitud radical que la convertiría en una bandera del feminismo.
Rodeada de enfermeras y doncellas, de maletas para viajes y regresos, de fiestas e invitados, Virginia Woolf comenzó a labrar una literatura desestructurada en la que el tiempo se convertía en un fluido de la conciencia. En este sentido se adelantó a James Joyce a la hora de especular con el monólogo interior, una forma de regurgitar el pensamiento como los rumiantes. Virginia Woolf fue la primera en oír voces superpuestas, las mismas que vulneraban su mente hasta llevarla a la claridad del sol entre la niebla. Al final fue consecuente y se permitió el lujo de suicidarse. Esta vez no podía fallar. Sucedió el 29 de marzo de 1941, en Susex. Llenó de piedras los bolsillos del abrigo y se adentró en el río Ouse hasta quedar sumergida. Unos niños encontraron su cadáver 15 días después.
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