martes, febrero 12, 2008

Imprescindible Castillo


Con su acostumbrada concisión, y desde la certeza de la amistad compartida, el crítico Hernán Antonio Bermúdez nos regala esta aproximación al recordado Roberto Castillo, "voz imprescindible cuya ausencia empobrece a las letras hondureñas y centroamericanas". Y que mejor compañía que un texto similar del narrador Horacio Castellanos Moya, donde destaca que "era un placer escucharlo: tenía la sabiduría del hombre ajeno a la jactancia y las vanidades fáciles, la sabiduría de aquellos pocos para quienes el conocimiento es placer, asombro, misterio; y también tenía un humor agudo, pícaro, pero sin resentimientos, el humor de quien ya se ha resignado ante la tontería del género humano."


Una voz imprescindible
Por Hernán Antonio Bermúdez
Roberto Castillo nació en San Savdor en 1950 y murió en Tegucigalpa el pasado 2 de enero, después de una vida dedicada a la literatura y al pensamiento. Las letras hondureñas y centroamericanas se ha empobrecido tras su muerte. Estudió filosofía en Costa Rica, pero su auténtico aprendizaje lo obtuvo en sus lecturas. Era un fervoroso lector, devoto de la buena literatura. La lectura fue, ante todo, un ejercicio placentero que luego supo transformar en arsenal técnico: la herramienta del magnífico narrador que llegaría a ser.
Para Roberto “falta fortalecer la tradición propia hasta hacer de ella el punto de referencia desde el cual se midan todas las distancias, se tracen los sentidos y se haga realidad el ecumenismo cultural…”. “En una tradición tal –dijo- las ideas que hoy vagan sin respaldo ni acomodo, tendrán el soporte que les permitirá descargar toda su riqueza…” (cf. Del siglo que se fue, p. 316). Y, enfático, anota: “el conocimiento de nuestras peculiaridades es una vía de acceso, y la mejor, al pensamiento universal” (ibid. p. 322).
Sus relatos agrupados en Subida al cielo y otros cuentos, Figuras de agradable demencia y Traficante de ángeles, y su gran novela La guerra mortal de los sentidos, son verdaderos en el sentido en que una obra de ficción debe ser verdadera: a partir de las partículas dispersas que el escritor absorbe, combina y moldea, convirtiéndola en una nueva y vívida creatura.
Proust intimaba a los críticos a que no juzgaran su obra por su persona. Su persona de verdad estaba en su obra. Sólo en su obra. Sin embargo, es menester añadir algo sobre Roberto en su costado más personal.
Él detestaba la falsedad, es decir, el acartonamiento, el tono ampuloso, el desborde sentimental. Así, en la poesía admiraba el rigor, el laconismo y la emoción contenida que descubrió, por ejemplo, en los libros de Roberto Sosa y que atribuyó a su integridad, a su rechazo del facilismo y de la pedantería.
El autor de El corneta podía operar en, al menos, tres niveles: como narrador y literato, como pensador y filósofo y, en el plano social, como amigo entrañable. Y esa especie de vida tripartita es de orden ciceroniano.
En efecto, algo romano había en su capacidad de trabajar con similar ahínco en el campo literario y en el de la reflexión, y, por otra parte, saber disfrutar la compañía de los amigos. Jamás renunció a la amistad honesta y diáfana. Nada hace la vida más gratificante y me refiero a la convergencia de creencias, dudas y certidumbres mentales, cuyo agente más efectivo es la conversación.
Roberto practicaba la conversación como el arte de una época dorada, tal y como la definió alguna vez Evelyn Waugh: el chiste apto, la confidencia compartida, la construcción bilateral (o multilateral, según el caso) de una fantasía verbalizada en privado.
Era enteramente estoico –romano, otra vez-, sin ningún atisbo de auto-conmiseración. De mente abierta, nada le chocaba, pocas cosas le sorprendían. Tenía, por supuesto, un par de bestias negras. Como cierto aspirante a escritor, jactancioso y pedestre, de los que se desviven por figurar a toda costa. Con su sentido crítico, Roberto procuraba mantener a raya al “animalero” en las sombras.
Poseía un ojo de novelista para el detalle revelador, y la curiosidad acerca de los seres humanos propia de todo buen fabulador. No es gratuito que al leer su obra narrativa quede la impresión de desplazarnos a una realidad análoga a aquella en que vivimos pero más compleja, más rica, más ambigua y del todo inteligible.
Si bien era puntilloso y exigente con sus amigos, le recuerdo por su desprendimiento y la ausencia de rencor, por la amplia tolerancia de todos los puntos de vista, y el goce de los placeres deleitosos de la buena mesa, del humor y del ingenio.Su muerte ha dejado un inmenso vacío.

Quito, 10 de febrero del 2008


Sobre Roberto Castillo, un recuerdo precipitado
Por Horacio Castellanos Moya
Como presagio fatídico del año que comienza, Roberto Castillo murió en la mañana del 2 de enero. Tenía 57 años. Un día de septiembre pasado le descubrieron un tumor en el cerebro, hubo cirugía, pero enseguida le ganó la muerte.
Era el narrador hondureño de mayor reciedumbre.
Nació en San Salvador, en el Hospital de Maternidad. La explicación que daba a este hecho era sencilla: en 1950, desde la población de Erandique, en el occidente de Honduras, donde vivían sus padres, era más fácil llegar a la capital salvadoreña que a la hondureña.
Estudió filosofía en la Universidad de Costa Rica. Y a eso se dedicó durante muchos años: a enseñar rudimentos filosóficos a los alumnos de nuevo ingreso en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH).
Así lo conocí, un día de marzo de 1980: yo llegaba desde San Salvador, de huída, y busqué la ayuda del poeta Roberto Sosa, entonces director de la Editorial Universitaria, y el poeta Sosa me contactó con el cuentista Eduardo Bähr, y éste con el crítico Tony Bermúdez. Tony me dio trabajo en la UNAH y me presentó a Roberto Castillo.
En aquellos días, cuando comíamos casi a diario en un cafetín universitario, Roberto ya tenía la barba que siempre usaría, los lentes de aro de carey y la incipiente barriga; también el tacto y las buenas maneras. Era siete años mayor que yo, y había leído muchísimo más: se movía a través de las diversas literaturas con pasión, gozo, contundencia; yo lo escuchaba con sed de aprendiz. Y caminábamos, entusiastas, un día sí y el otro también, hacia los talleres de la Editorial Universitaria, donde imprimían su primer libro, Subida al cielo y otros cuentos, la salida del cual pronto celebraríamos. En las noches, a veces, me llevaba de gira por lupanares y cantinas de mala muerte en la vieja Comayagüela; su consigna era beber una sola cerveza y al camino.
Ese primer semestre de 1980 fue de mucha agitación en Centroamérica, incluso en Tegucigalpa. Roberto, Tony y el poeta Rigoberto Paredes fundaron la revista Alcaraván y luego la editorial Guaymuras, donde sería publicada, un año más tarde, la primera novela de Roberto, El corneta, un texto que marcaría un hito en Honduras. Yo ya no estuve para celebrarlo; sólo permanecí tres meses en esa ciudad, pues el dios de la guerra me puso de nuevo en la ruta.
En 1984, Roberto obtuvo el Premio de Cuento de la Revista Plural en México. Como muy pocas veces sucede en esas latitudes, lo ganó a las limpias, sin padrinos ni "grillas", sólo gracias a la calidad de su obra. Lo recuerdo en una habitación de hotel en las cercanías de la Alameda en la Ciudad de México, rebosante de contento, impresionado por la magnitud de la metrópoli. En esa ocasión ya venía acompañado por Leslie, quien sería su mujer el resto de su vida. Generoso como siempre, me traía ejemplares de mi primer libro de relatos, publicado por Guaymuras, gracias a su apoyo y al de los otros amigos. El cuento que ganó ese premio, "La laguna" (si mi memoria no me falla), lo incluyó luego en el volumen Figuras de agradable demencia, publicado en 1985.
En los últimos años de la década de los 80, lo vi con alguna frecuencia. Vivía con Leslie en El Hatillo, en la cumbre de la montaña, en una especie de cabaña grande escondida entre los pinares, a un par de kilómetros de la casa donde yo pernoctaba cuando visitaba Honduras. En las tardes, bebíamos un par de copas en la terraza de la cabaña y luego salíamos a caminar por el bosque, bajo la niebla y el zumbido del viento. Era un placer escucharlo: tenía la sabiduría del hombre ajeno a la jactancia y las vanidades fáciles, la sabiduría de aquellos pocos para quienes el conocimiento es placer, asombro, misterio; y también tenía un humor agudo, pícaro, pero sin resentimientos, el humor de quien ya se ha resignado ante la tontería del género humano. En esos años, trabajaba con pasión en su novela mayor, La guerra mortal de los sentidos, que sería publicada finalmente en 2002, luego de varias peripecias.
A principios de la década de los 90 hubo un cambio de look en Roberto: empezó a vestir formalmente, con saco y corbata, sin importar el día ni la circunstancia, como los escritores de la generación anterior, formados en el oficio del funcionariado. Yo me burlaba, le decía que parecía diputado hondureño; él sólo sonreía y enseguida aprovechaba para hacer escarnio de la cultura de provincia que tan bien conocía. Su vestimenta formal no varió en lo mínimo su carácter jocundo, perspicaz; su risa contagiosa; su comentario punzante, demoledor, dicho al vuelo, como si apenas importara.
Releo el último email que me envió y decía: "Lamento ser el que te da tan triste noticia: ayer murió nuestro querido amigo Enrique Ponce Garay". Enrique había sido librero, crítico de cine, censor cinematográfico, pero sobre todo un gran lector. No sabía Roberto que su turno pronto vendría.
Escribe el poeta Adam Zagajewski en recuerdo de Zbigniew Herbert: "En las primeras semanas y los primeros meses después de haber perdido a un gran amigo la memoria repite: aún es demasiado pronto, todavía no veo nada, esperemos". Este es pues un recuerdo precipitado, apenas unas líneas balbuceantes del retrato que Roberto merece.

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