domingo, febrero 18, 2007

Borges revisitado


Hace unos años, con motivo del centésimo aniversario de su nacimiento, nos reunimos -en una sala del Museo de Antroplogía e Historia de San Pedro Sula- junto a los "umbrales" Sara Rolla, Raúl Arechavala y Rodolfo Pastor para rendir un pequeño homenaje a Jorge Luis Borges. Luego de buscar entre mis papeles, finalmente encontré el texto que leí en esa ocasión y que ahora comparto con ustedes.


Un Borges humano, demasiado humano

Mario Gallardo

Montale dijo en alguna ocasión que Jorge Luis Borges será recordado por ser el hombre que fue capaz “de meter el universo en una cajita de fósforos”; no menos cierto es que debería ser recordado como el escritor que –prácticamente sin proponérselo- construyó las bases de la “moderna” narrativa latinoamericana: la “constitución” borgiana, como la denomina Fuentes en Valiente mundo nuevo.

Pero en estas líneas deseo recordar no al celebrado creador de Ficciones y El Aleph sino “al otro”, al Borges punzante e irónico, al crítico demoledor que intentaba atemperar un tanto la ponzoña de sus dardos literarios disfrazándose de humorista, pero también al hombre que se dejaba vivir “para que Borges pueda tramar su literatura”.

Sobre este Borges de la prosa irónica se ha dicho poco, la mayoría de los devotos confesos hemos preferido regodearnos en el diáfano entramado de sus espejos y laberintos, relegando a un segundo plano sus ejercicios críticos.

Además, ya Eliot Weinberger ha advertido que conocemos apenas un tercio de los textos “en prosa” que Borges escribió a lo largo de su vida, entre los que destacan sus ensayos y reseñas de libros y de cine.

Sin embargo, la reedición de algunos de sus primeros textos nos ha permitido conocer frases tan demoledoras como las que le dedica a Lugones en El tamaño de mi esperanza (1926): “con el sistema de Lugones son fatales los ripios. Si un poeta rima en ía o en aba, hay centenares de palabras que se le ofrecen para rematar una estrofa y el ripio es ripio vergonzante. En cambio, si rima en ul como Lugones, tiene que azular algo en seguida para disponer de un azul o armar un viaje para que le dejen llevar baúl u otras indignidades”.

La riña de Borges con el modernismo, más bien con lo cursi del modernismo, tampoco dejó por fuera al gran visir de la banda del cisne de engañoso plumaje: “Darío, no sé por qué, me incita a ser insolente con él. Me parece una exageración indecorosa vincular a Rubén Darío con el simbolismo, aproximarlo a Mallarmé. Darío fue un precursor en relajaciones: del francés sólo importó comodidades métricas y se valió del Petit Larousse para decorar sus versos. Bueno, pero no desearía hablar mal de Darío”.

En otras ocasiones su ironía trasciende la obra para detenerse en el creador, como ocurrió con García Lorca: “Yo charlé una hora con él en Buenos Aires. Me pareció un hombre que estaba actuando, representando un papel. Me refiero a que era un andaluz profesional”.

Más de alguno ha querido ver en estas frases su desprecio por lo español, incluso David Huerta habla de una “querella hispánica de Borges”, aunque en realidad estos juicios deberían ser vistos como la expresión más pura de su lucidez intelectual, que llegó al extremo de afirmar: “Los españoles hablan muy mal el español, no saben pronunciarlo. Quizás es por eso que lo aman tanto: para ellos es una lengua extranjera”.

Sin embargo, en su descargo habría que matizar que idéntica ironía mostraba al definir a los franceses, de quienes dijo en cierta ocasión que “son muy inteligentes, muy lúcidos; les gustan mucho los cuadros sinópticos”. Sobre los yanquis fue más allá al expresar que “entre ellos existe una tendencia generalizada a apoyar la pobreza, la barbarie y la ignorancia”.

Tampoco se le escapó su propia tierra: “Este país no existe. Es pura jactancia. Los argentinos, en especial los porteños, son superficiales, frívolos, snobs. Políticamente, Argentina no cuenta. ¿Económicamente? Los militares la robaron, la arruinaron. Argentina es un país donde la gente ya no quiere ser pagada con su propia moneda.”

En Borges se encontraba muy desarrollado uno de los atributos que mejor distinguen al crítico: la irritabilidad, y a esta condición emocional habría que añadirle su sentido del humor, elementos que conforman y definen su estilo numismático, preciso, sardónico.

Sin embargo, hay otro Borges, menos duro, más entrañable. El que privilegiaba la amistad, señalando las ventajas que tiene sobre el amor, que exige continuos milagros, reciprocidad. Porque “si uno deja de ver a una persona por unos días se puede sentir muy desdichado. En cambio, la amistad puede prescindir de la frecuentación”.

El amor. El elemento que todos sus biógrafos coinciden en señalar como una suerte de “bestia negra” para el buen Borges, quien se defendía diciendo: “No se por qué dicen que carezco de sentimientos. O que a mi vida le fueron negadas ciertas experiencias fundamentales. Supongo que se refieren al amor. Se equivocan. Puedo afirmar que he vivido enamorado”.

La verdad es que sí vivió enamorado, lo que para él era casi “una costumbre de familia”, pero no siempre fue correspondido o fue incapaz de corresponder. Tal vez su timidez excesiva con el sexo opuesto -condición que fue exacerbada en Suiza por su propio padre, al fraguar una fallida cita erótica en la plaza Dufour para curar la condición de “invicto sexual” de Borges- se confabuló con su dependencia materna hasta el grado de inhibirle sexualmente.

Su novia de los años 40, la emancipada Estela Canto, quien no lo ama, pero está satisfecha de ser amada por el mejor escritor de su país (ya había publicado Ficciones), asegura haberlo incitado a una relación sexual que Borges no se atrevió a consumar. Para esas fechas “Georgie” ya tiene 45 años, pero todavía es para su madre “El Niño”.

Esa condición le lleva a idealizar el amor en menoscabo de sus aspectos físicos, pero incluso en los últimos años experimenta temor ante su súbita aparición: “Es el amor. Tendré que ocultarme o huir. Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes; el ejercicio de las letras, la vaga erudición? (…) Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oir tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo. Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles”.

La idealización a ultranza se revela también en una declaración de amor a su compañera de los últimos años, María Kodama, a quien define etérea, sin peso, prácticamente sin cuerpo: “Es la síntesis de la cortesía oriental. Estoy enamorado de ella y pienso seguirla hasta el fin del mundo. Sus cualidades son la inteligencia, la intuición, el don de la literatura”.

Para concluir, quisiera destacar una última faceta de este otro Borges, la del profesor de literatura a quien sus alumnos recuerdan como un hombre gentil y considerado: “He sido profesor durante veinte años y he aplazado a tres estudiantes. Poco ¿no? Nunca olvido un examen que tomaba un profesor sobre literatura española. El tema era la comedia Los intereses creados, de Benavente, y el profesor preguntaba: ¿Qué sucede en la segunda escena del tercer acto? El mismo Benavente no hubiera sabido qué contestar. Eso es terrorismo. Como eso de preguntar el año de la muerte de un escritor que ni el mismo escritor conoce. Shakespeare no pudo saber que se murió en 1616”.

Y con este guiño de “Georgie” a los “terroristas” de la cátedra concluyo este breve ejercicio de Borges por sí mismo, que apuntaba a mostrar al crítico detrás del narrador, al hombre detrás de la palabra, en suma, a un Borges humano, quizás demasiado humano.

1 comentario:

Gustavo dijo...

Mario humano, demasiado humano.


Siempre he tenido la idea de un Mario fantástico, niño todavía en algunas actitudes, que guarda su ritmo cálido y afectivo para su familia y amigos.
Y quién me negará que las últimas palabras que leemos no es sino también un "ejercicio de Mario por sí mismo, que muestra al hombre detrás de la palabra, en suma, a un Mario humano, quizás demasiado humano".
Lo recordaré durante mucho tiempo, aunque es algo que siempre he sabido. Cada vez que me lo encuentre en el cubículo me repetiré que nunca estuve equivocado. Pensar lo contrario es un pecado mortal, no tan mortal como la complicidad de compartir con él en el reducido círculo de amigos, vedado el acceso a las tres "i": ingenuos, "ignograntes" e hijosdeputa. (La "h" es muda, siempre ha sido muda).