Por Mario Gallardo
“La moral de la infidelidad es la discreción”, esta frase resume y presagia la caída del imperio apasionado e íntimo de un historiador cuyas batallas más importantes las libró en el lecho. Es el universo de Justo Adriano Alemán, historiador y abogado, amante de cinco mujeres esplendorosas, intemporales en su belleza, que él descubre y preserva en su memoria y en su cama sin que el paso del tiempo ose marchitarlas.
Desde la experimentada cincuentona Carlota Besares a la fogosa veinteañera Cecilia Miramón, desfilan ante nuestros ojos la siempre adolescente Regina Grediaga, junto a Ana Segovia, la beldad calipígica, y ese “monumento secreto” llamado María Angélica Navarro.
Ellas –y no el viejo historiador ni su discípulo y cronista de tan peculiar saga amatoria- son la sal y la pimienta de esta novela magistral que se titula Las mujeres de Adriano, editada por Alfaguara en octubre de 2001.
Porque es en la gloriosa materialidad de esos cuerpos, así como en la magnífica complejidad de sus mentes, donde se juega y refunde todo el contenido ético, moral y hasta lingüístico de esta narración, insólita en la medida que no rehuye el reto de contar sin ambages una historia que sorprende por su erótico desparpajo en éstos tiempos de aséptica posmodernidad, donde reina ese adefesio estúpido y anglosajón de lo políticamente correcto.
Este Adriano se parece mucho a su homónimo, el de la Yourcenar: ambos comparten su gusto por la reflexión sistemática en torno a sus hechos y acciones, ambos asisten a una época de cambios, pero la contemplan desde lejos, refugiados en la serenidad que sólo dan los años bien vividos y los estudios bien aprovechados; pero me gusta más el Adriano mexicano, con su delectación ante la rotundidad absoluta de las nalgas de Ana Segovia, mientras que me inspiran tristeza los suspiros del romano al contemplar el perfil griego de su Antínoo.
Comparto además su denostación del periodismo: “una forma frenética de saber lo que pasa sin entender lo que sucede”, pero, por sobre todas sus virtudes y defectos, admiro en Adriano el sentido axiomático de sus frases de y acerca el amor y la vida, verdadero “Arte de amar” contemporáneo, donde la práctica ha gestado su propia teoría más allá de los convencionalismos del sexo y la fidelidad.
Y cómo no sentirme identificado con frases como: “Nadie te acosa sino tus errores pasados, te toca a ti porque les toca a todos: nadie está a salvo de la adversidad y todos somos víctimas de nosotros mismos”. O la igualmente sentenciosa “nadie vive para otro, nadie redime a otro, nadie le debe a otro la vida ni la infelicidad. Y nadie tiene derecho de exigir a otro un pago por los esfuerzos que hizo en su favor”.
Y es que pese a los sufrimientos y ahogos que también le prodigaron sus mujeres, Adriano entiende, y conoce, la verdadera faz de tan azaroso sentimiento: “El amor es un asunto optimista, le gusta reír, cree en la abundancia de la vida… la enfermedad es una forma del desamor, sólo la salud puede amar”.
Tampoco cae, incurre o transige con el banal agotamiento que encierran los compromisos, por eso afirma con singular énfasis que “algo vital en nosotros rechaza la paz, quiere la anormalidad, la trasgresión, el riesgo. Quien mata ese espacio salvaje en su vida se mata un poco. La bestia cobra su revancha, mata lo sano para abrirse paso”.
Más adelante, sus energías se orientan a aclararnos otro presunto malentendido que más de algún (a) moralista se empecina en vestirlo con el ropaje de la dicotomía: “Vestimos el deseo de nombres propios y lo llamamos amor. Pero el deseo tiene su propia lista de convocados, no repara en los nombres sino en los cuerpos, y cuando es genuino los atrae, los busca, los encuentra, los persuade con la fuerza misma de su impulso. No quiere fundirse con alguien en especial, quiere sólo fundirse”.
Pero en medio de este tráfago amatorio, en este torbellino que te arrastra y te alienta a no traicionar nunca –so pena de ser condenado a sufrir la llama eterna de un infierno sin mujeres- el sentido de la máxima con que se iniciara este breve ejercicio del criterio, me inclino por concluir con la frase inquietante que Adriano dejara caer sobre la mesa en uno de sus primeros encuentros con su discípulo: “Me gusta ver por los ventanales a los niños jugando. Los niños que fuimos y que no podremos ser. ¿Sospecharán en su dicha sin sombra las sombras de su dicha?”.
“La moral de la infidelidad es la discreción”, esta frase resume y presagia la caída del imperio apasionado e íntimo de un historiador cuyas batallas más importantes las libró en el lecho. Es el universo de Justo Adriano Alemán, historiador y abogado, amante de cinco mujeres esplendorosas, intemporales en su belleza, que él descubre y preserva en su memoria y en su cama sin que el paso del tiempo ose marchitarlas.
Desde la experimentada cincuentona Carlota Besares a la fogosa veinteañera Cecilia Miramón, desfilan ante nuestros ojos la siempre adolescente Regina Grediaga, junto a Ana Segovia, la beldad calipígica, y ese “monumento secreto” llamado María Angélica Navarro.
Ellas –y no el viejo historiador ni su discípulo y cronista de tan peculiar saga amatoria- son la sal y la pimienta de esta novela magistral que se titula Las mujeres de Adriano, editada por Alfaguara en octubre de 2001.
Porque es en la gloriosa materialidad de esos cuerpos, así como en la magnífica complejidad de sus mentes, donde se juega y refunde todo el contenido ético, moral y hasta lingüístico de esta narración, insólita en la medida que no rehuye el reto de contar sin ambages una historia que sorprende por su erótico desparpajo en éstos tiempos de aséptica posmodernidad, donde reina ese adefesio estúpido y anglosajón de lo políticamente correcto.
Este Adriano se parece mucho a su homónimo, el de la Yourcenar: ambos comparten su gusto por la reflexión sistemática en torno a sus hechos y acciones, ambos asisten a una época de cambios, pero la contemplan desde lejos, refugiados en la serenidad que sólo dan los años bien vividos y los estudios bien aprovechados; pero me gusta más el Adriano mexicano, con su delectación ante la rotundidad absoluta de las nalgas de Ana Segovia, mientras que me inspiran tristeza los suspiros del romano al contemplar el perfil griego de su Antínoo.
Comparto además su denostación del periodismo: “una forma frenética de saber lo que pasa sin entender lo que sucede”, pero, por sobre todas sus virtudes y defectos, admiro en Adriano el sentido axiomático de sus frases de y acerca el amor y la vida, verdadero “Arte de amar” contemporáneo, donde la práctica ha gestado su propia teoría más allá de los convencionalismos del sexo y la fidelidad.
Y cómo no sentirme identificado con frases como: “Nadie te acosa sino tus errores pasados, te toca a ti porque les toca a todos: nadie está a salvo de la adversidad y todos somos víctimas de nosotros mismos”. O la igualmente sentenciosa “nadie vive para otro, nadie redime a otro, nadie le debe a otro la vida ni la infelicidad. Y nadie tiene derecho de exigir a otro un pago por los esfuerzos que hizo en su favor”.
Y es que pese a los sufrimientos y ahogos que también le prodigaron sus mujeres, Adriano entiende, y conoce, la verdadera faz de tan azaroso sentimiento: “El amor es un asunto optimista, le gusta reír, cree en la abundancia de la vida… la enfermedad es una forma del desamor, sólo la salud puede amar”.
Tampoco cae, incurre o transige con el banal agotamiento que encierran los compromisos, por eso afirma con singular énfasis que “algo vital en nosotros rechaza la paz, quiere la anormalidad, la trasgresión, el riesgo. Quien mata ese espacio salvaje en su vida se mata un poco. La bestia cobra su revancha, mata lo sano para abrirse paso”.
Más adelante, sus energías se orientan a aclararnos otro presunto malentendido que más de algún (a) moralista se empecina en vestirlo con el ropaje de la dicotomía: “Vestimos el deseo de nombres propios y lo llamamos amor. Pero el deseo tiene su propia lista de convocados, no repara en los nombres sino en los cuerpos, y cuando es genuino los atrae, los busca, los encuentra, los persuade con la fuerza misma de su impulso. No quiere fundirse con alguien en especial, quiere sólo fundirse”.
Pero en medio de este tráfago amatorio, en este torbellino que te arrastra y te alienta a no traicionar nunca –so pena de ser condenado a sufrir la llama eterna de un infierno sin mujeres- el sentido de la máxima con que se iniciara este breve ejercicio del criterio, me inclino por concluir con la frase inquietante que Adriano dejara caer sobre la mesa en uno de sus primeros encuentros con su discípulo: “Me gusta ver por los ventanales a los niños jugando. Los niños que fuimos y que no podremos ser. ¿Sospecharán en su dicha sin sombra las sombras de su dicha?”.
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