domingo, septiembre 14, 2008

El Yo, la autoficción y otras yerbas



No son autobiografías, no son diarios, no son memorias, no son actas notariales, no son biografías, no son ensayos novelados, no son novelas puras donde todo es imaginación. Pero también son todo eso. “Es literatura. Son novelas”, insiste Javier Marías, "porque ella lo asimila todo y los escritores exploran ese territorio deliberadamente indefinido que siempre ha existido sobre qué es real e imaginado, pero donde algunos han hallado un filón al subrayar esa indefinición, en una ruptura del pacto sobre lo que es la literatura". Pero mejor siga leyendo, para enterarse de los detalles de la revuelta que experimenta la narrativa actual, en la que destacan los nombres de Enrique Vila-Matas, maestro contemporáneo del “género”, y del escritor y profesor francés Serge Doubrovsky, y además se pasa revista a algunos de sus más ilustres precursores.
El Yo asalta la literatura
Winston Manrique Sabogal

Umm... es la primera reacción de casi todos de los 16 escritores y críticos que han hecho este retrato del auge de la autoficción. Sus voces muestran un recurso literario en el que los dominios de la primera persona son cada vez más diversos y atractivos para autores y lectores. Una tendencia por la que corre parte del futuro de la literatura y que en España tiene rasgos especiales que saldan cuentas con su Historia.
Los trazos principales de este retrato oral hablan de que se trata de libros con un tipo de argumento y de narración más acorde a estos tiempos de individualidad, del supuesto desprestigio de la ficción, de la avidez de los lectores por historias verídicas, de la necesidad del lector de que le reconstruyan el mundo y poder reconocerse en él, de lo difícil que es competir con tantas historias increíbles divulgadas por los medios de comunicación; y en España, por la desinhibición de hablar de sí mismos tras un pasado de miedos y de la pérdida de prejuicios sobre los géneros que cuentan vidas.
Un cuadro donde las experiencias del autor y lo inventado se funden desde la verdad del escritor. Desde lo último de Enrique Vila-Matas, Esther Tusquets, Cristina Grande, Julián Rodríguez y Gonzalo Hidalgo Bayal hasta las próximas novedades de Ray Loriga, Cristina Fernández-Cubas, o los proyectos que preparan Marcos Giralt Torrente, Juan Marsé o Javier Marías.
Tras la proliferación de libros, la pátina final del retrato de la autoficción la dan los debates y encuentros internacionales, como el celebrado en julio en Normandía, Francia, o el que prepara la Universidad de Bremen (Alemania) para febrero sobre La autoficción en la literatura española y latinoamericana. Escritores y críticos reconocen que es parte del mañana de la literatura. ¿Y de pasado mañana? "Uff, puede ser una moda. Y como todas las modas tiene sus riesgos", advierte Sabine Schlickers, organizadora del seminario de Bremen, para luego sentenciar un: "Ya se verá".
Y el retrato acabado muestra la autoficción como un nuevo amo del juego. Del Yo.
Lo que pone nerviosos a casi todos es el neologismo autoficción, del inglés faction. Pero es el santo y seña más común para identificar esa perspectiva y estructura literaria que no es más que "la autobiografía bajo sospecha. Quien narra su vida la transforma en novela y cruza la frontera hacia los dominios de la fabulación", según escribió Vila-Matas, maestro contemporáneo de este enfoque con títulos como París no se acaba nunca y el reciente Dietario voluble. Todo viene del bautizo que hizo de este recurso clásico el escritor y profesor francés Serge Doubrovsky en Fils (1977), donde él era el objeto y el sujeto de la historia. Una palabra que tiene en su propia naturaleza fronteras movedizas y difusas. Ambigüedad.
De ahí surgen los primeros esbozos de estos 16 retratistas unidos por aquel umm dudoso, aburrido o desdeñoso. Insisten en recordar que esta herramienta literaria en la que el autor se inspira o utiliza episodios de su vida para su obra es tan antigua como la moda de escribir. Aunque, entrados en materia, poco a poco empiezan por reconocer que cada vez son más los escritores seducidos por ese yo donde el autor se desdobla con su propio nombre o por uno prestado, o sus experiencias son reconocibles sea como protagonista o como mero espectador. Saben que ahora se juega de manera consciente, pública y desinhibida a trastocar la realidad de sus autores. A potenciar la intriga en el lector sobre si el escritor vivió o no los hechos contados.
La reelaboración y potenciación de la primera persona tiene como gran fondo a escritores como Dante, el Arcipreste de Hita, Casanova, Marcel Proust, Louis-Ferdinand Céline, Jorge Luis Borges, Thomas Bernhard, Jorge Semprún, Marguerite Duras, Philip Roth y W. G. Sebald. Mientras, en las últimas tres décadas entre los españoles que se han acercado a esos caminos bifurcados están Carmen Martín Gaite, Carlos Barral, Juan y Luis Goytisolo, Juan José Millás y un Javier Marías que en 1987 escribió el artículo Autobiografía y ficción, en el cual hablaba de una incipiente tercera manera de "enfrentarse con el material verídico o verdadero", y expresaba interés y tentación por esta fórmula de "abordar el campo autobiográfico, pero sólo como ficción". Dos años después publicó Todas las almas, y en 1998 esa "falsa novela" titulada Negra espalda del tiempo.
Más allá o más acá de la autobiografía y la novela, está el legado de uno de los creadores paradigmáticos del yo, Marcel Proust, cuando dijo: "Para escribir un libro esencial, el único libro verdadero, un gran escritor no tiene, en el sentido corriente, que inventarlo, porque ya existe en cada uno de nosotros, sino traducirlo. El deber y la tarea de un escritor son los de un traductor".
La versión española la dio Pérez Galdós en Fortunata y Jacinta: "Por doquiera el hombre va lleva consigo su novela". Lo invoca Andrés Trapiello, que desde hace 20 años publica sus diarios o "novela en marcha", de la que lleva 10.000 páginas, agrupados en Salón de pasos perdidos. Este observador de vidas y realidades y ficciones cree que la fuerte presencia de la primera persona es una manera de escribir más acorde con estos tiempos: "La sociedad urbana contemporánea ha fragmentado y roto de tal modo su identidad que no somos más que trozos de desechos de naturaleza que necesita reconocerse en un relato de su tiempo".
Primera persona e introspección es la mejor voz para el presente, según algunos escritores. Marcos Giralt Torrente, que se aparta un momento de la escritura de un libro autobiográfico, afirma que "la literatura de cada época refleja siempre la sociedad en la que nace: ahí reside su única autenticidad, su única posibilidad de cambio, pues los temas de los que ésta se ocupa han sido siempre los mismos. Es normal, por eso, que al ser las luchas que la sociedad contemporánea nos reserva casi en exclusiva individuales, la novela de hoy se centre en el individuo. Vivimos en una sociedad individualista y los conflictos, las contradicciones y fricciones de los que la novela de hoy da cuenta, aunque sintomáticos de la sociedad, tienden a ser ejemplificados y visualizados en los efectos que tienen sobre el individuo a través de la exploración de la subjetividad. Involucrar al individuo escritor, con todos sus espejos, que es en lo que consiste la autoficción, es tan sólo un paso más".
Pero cada día con más demiurgos de la fusión de lo real-ficticio y verdadero-falso.
Uno de los recursos más usados por todas las artes desde hace treinta años, asegura la catedrática de arte y crítica Estrella de Diego. "Todo este tiempo hemos presenciado grandes cambios a la hora de entender la autobiografía, quizás porque ha ido proliferando eso que se ha dado en llamar las 'versiones culturales', saber que no hay una única verdad, como nos han contado, sino interpretaciones de la verdad". Y De Diego otorga en esto un papel clave a las mujeres y a las minorías. Son ellas, añade, quienes más han hablado de esto porque "al poseer una historia negada, sin génesis, han tenido que buscar otros modos de narrar(se). Todo eso está muy relacionado con la forma misma de escribir. Contamos las historias de un modo complaciente. Frente a este placer del texto surge la teórica francesa Hélène Cixous, quien habla del goce, que es un discurso fragmentado. ¿No es el fragmento el único modo posible de hablar de la propia autobiografía? Hablar de uno mismo es dividirse en dos, uno que narra al otro: somos y no somos nosotros. Son dos yoes que no han convivido ni en el tiempo ni en el espacio. Escribir la propia autobiografía es siempre una verdad a medias; una ficción".
Desdoblamiento. Espejo. Transfiguración. Impostura. Híbrido. Camuflaje. Máscara. Un resquicio para reescribir la vida con letras que hacen de eslabones entre lo real personal, lo deseado y lo imaginado.
Los rasgos de la autoficción no son rígidos. Sus fronteras son brumosas. En España los escritores han optado por un carácter más escondido o lúdico, tensionando aún más el juego de la incertidumbre e indefinición de lo que es real o no, afirma Manuel Alberca, autor de El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción (Biblioteca Nueva). Se han decantado por el lado más novelesco. Tal vez se deba, agrega, a la falta de tradición y subvaloración que siempre se ha tenido en España por el género de la biografía y el que da cuenta de la vida de alguien. "Erróneamente creen que eso no es tan creativo, y los autores quieren ser considerados como novelistas".
En España no hay tradición ni valoración justa de los géneros biográficos, a diferencia del mundo anglosajón o del resto de Europa. Aunque eso ha empezado a cambiar desde finales de los años noventa. Un fenómeno que coincide con el proceso de una pérdida de pudor tras la dictadura de Franco en 1975. Aunque el pasado remoto persiste. El no hablar públicamente de la vida privada puede ser un rastro de la Inquisición, de no contar la vida para no exponerla al peligro, unido a la educación católica, coinciden Manuel Alberca y Julián Rodríguez, autor de Unas vacaciones baratas en la miseria de los demás y Cultivos, parte de un proyecto en el que explora estos predios.
La vida también está siendo reescrita. Para el autor y profesor Jordi Gracia, "la moral católica del disimulo y el secreto quizá han dejado de pesar como pesaron en las conciencias reprimidas y lo que antes era exhibicionismo o descaro de mal gusto ahora es verdad y valor para contarla con independencia de la opinión ajena: seguramente son secuelas felices de una libertad ética más honda y responsable de sí misma, de sus diferencias y sus flaquezas. Y nos atrae más la peripecia de un sujeto que la de un colectivo".
Todos ven la autoficción como una buena coartada porque en ella confluye tradición literaria y presente del mundo. "Es una tendencia que vuelve en momentos oportunos. Yo la pondría en relación con el recurso retórico de decir: 'Estuve allí, fui testigo, lo vi con mis ojos o lo oí con mis propios oídos, lo viví o conozco a alguien que lo vivió y me lo contó, o lo averigüé'. Esto da fiabilidad al cuento, o respetabilidad, en una época de confesiones periodísticas, televisivas y a través de internet, sensacionales, quién sabe si falsas, novelescas o peliculeras en el peor sentido de la palabra", asegura Justo Navarro, que en 2007 se acercó a esos dominios en Finalmusik. Tal vez la autoficción "sea hoy una forma de parodia, de reflexión, a veces humorística, sobre los modos vigentes de contar, de lo que se supone verdad".
Es cuando el retrato de la autoficción intensifica sus colores por un supuesto desprestigio de la ficción pura. El descrédito podría estar en que no se puede competir con la realidad, según Trapiello. Cada persona, dice, tiene 400 historias homéricas en la televisión, y la gente tiene un cierto cansancio de la narración tradicional. Más que historias piden "un tono de naturalidad y la literatura nos ha ido alejando de ello. Lo que ha hecho este tono confesional es quitarle mucha retórica a la literatura".
Juan Marsé no está de acuerdo. Él achaca la proliferación de esa idea a algunos escritores que alardean de ella. En cambio, el autor de Últimas tardes con Teresa y Teniente Bravo se declara amante de la ficción: "Así sea de una historia inventada que naturalmente tiene elementos de realidad".
¿Pero por qué la gente siempre quiere convertir los personajes de una novela en autobiografía?, se pregunta la Nobel inglesa Doris Lessing en Autobiografía. Un viaje por la sombra. Y se lamenta: "Nos enfrentamos a un rechazo de la imaginación. Hay un deseo general de saber lo real, lo auténtico, lo que 'verdaderamente' ha sucedido. (...) Hubo un tiempo en que nuestras narraciones eran imaginación, mito y leyenda, parábola y fábula, así era como nos contábamos las historias entre nosotros y acerca de nosotros. Pero esa capacidad se ha atrofiado por la presión de la novela realista, por lo menos en la medida en que todos los aspectos imaginativos o fantásticos de la narración se han convertido en categorías definidas".
En el secreto del cosquilleo por la certidumbre está una de las razones que empuja a la gente a leer estos libros.
"Es pensar que esa experiencia puede haber sido la nuestra", explica la peruana Patricia de Souza, que acaba de publicar en su país 'Los rostros de la autoficción', incluido en el libro Venus proscrita (sic), junto a textos de Luisa Valenzuela, Cristina Rivera Garza y Diamela Eltit. Y se pregunta: "¿Hasta qué punto no es justamente la aparición de un rostro lo que nos perturba en lo que se denomina autoficción?". De Souza agrega que "hemos llegado a un momento en el que quitarse la máscara se ha convertido en una apuesta arriesgada más que en un strip-tease ordinario, en una búsqueda de verdad, verdad escrita, a través del lenguaje escrito, pero una búsqueda de verdad sobre la propia persona, sobre un sujeto que nos va a comunicar o entregar un mensaje. Pero sobre todo algo que tendrá que ver consigo mismo y con sus emociones, algo que de alguna forma le va dar un rostro definido, fuera de todo anonimato".
La novedad de esta tendencia, aclara Jordi Gracia, está más en la expansión y multiplicación de una modalidad de poética novelesca que en un género nuevo "y lo significativo es la ruptura del pudor que antes hizo que el novelista protegiese su identidad detrás de un narrador con atribución de nombre y rasgos ajenos a él mismo y hoy en cambio el juego consiste en lo contrario: la aproximación del narrador y protagonista a los rasgos del autor fáctico, aunque esa identidad sea móvil o difusa".
El eje de la novela, según Gracia, "se ha ido desplazando desde la imaginación hacia la veracidad de lo contado antes que a otros elementos del universo literario como el estilo, la capacidad de fabulación, la construcción de mundos y dramas o conflictos colectivos. No se cuenta tanto el mundo de afuera como el de dentro de la conciencia".
Los motivos de cada autor para entrar en la autoficción son diferentes. Juan Cruz, que es sujeto y objeto de sus narraciones, como en Ojalá octubre, dice que escribe porque es una forma de entender: "Mientras escribo, voy entendiendo. No escribo de mí mismo sino de uno a quien desconozco totalmente. Y cuanto más sé de él más insólito me parece lo que veo de él en el espejo".
Es el cuarto de hora del "fuera máscaras". De Souza cree que en el fondo toda escritura es una autoficción, "un movimiento como decía Pascal entre Dios y la nada, una apuesta. Todo autor es su propio personaje y es también su propia intriga, es esa frase de Flaubert, 'Madame Bovary soy yo'. Imposible renunciar a sí mismo, imposible salir de su ipseidad".
Es una alternativa a un modelo narrativo de fuerte presencia en España, más anglosajón y norteamericano, con la idea de que la gran novela era en tercera persona o con un yo colectivo, recuerda Julián Rodríguez. "Ahora el yo se usa como conductor del discurso narrativo. Hay más interés en la exploración y en lo metaliterario porque los autores han ido mirando hacia otros territorios. El eje es contar desde la verdad".
Es un paisaje y horizonte explorado por Vicente Verdú. Está convencido de que si la novela tiene alguna función hoy es la de hacer esa introspección. "En países donde la vida colectiva está garantizada, no hay grandes historias de grupo y debe prevalecer el registro del yo". No tiene dudas de que la novela tradicional hizo su papel de sociología y psicología e incluso de filosofía, pero ahora al no haber filosofía ni teología, y la base de la filosofía es el YO, Verdú apuesta porque ese lugar lo explore la novela.
El riesgo es que se cuele un exceso de yoísmo, aunque eso ya no depende de quien narra, "sino de la enfermedad de protagonismo que sufre nuestra sociedad, que hace todo lo posible por invisibilizar a las personas como tales y darles a cambio los famosos 15 segundos de gloria tratándoles como mercancía", advierte J. Ernesto Ayala-Dip. A lo que se suma el problema, agrega, de que la experiencia vital narrada por el autor no siempre resulta interesante para el lector.
"Tiene que ver con la hipertrofia del Yo", afirma Antonio Muñoz Molina, "y con la dificultad que tenemos muchas veces para hacer esa operación literaria que es desplazar el yo temporalmente para ocupar esa experiencia bien sea como narradores o lectores. A mí eso me aburre". El autor que es estudiado por ese registro en libros como Sefarad y El viento de la Luna recuerda que una prueba de ese expansivo dominio son los artilugios "que llevan en su nombre la marca del yo, de lo mío, del tú, que no es otro sino el reflejo narcisista de la identidad: iPod, iPhone, MySpace, YouTube".
Aunque quizá en el mismo vértigo de la promoción de mundos aislados y competitivos esté la clave. Los lectores buscan refugio en historias que los acerquen al mundo que los rodea, explica Cristina Grande. "La gente necesita un contacto. Algo que sea verosímil y veraz. Busca autenticidad. Personas e historias parecidas a la suya", dice desde Nueva York, donde asiste a unas conferencias en el Instituto Cervantes, esta escritora que ha usado sus vivencias en sus relatos recientes, Naturaleza infiel, y otros por venir.
Retratada la autoficción y el papel estelar de la primera persona, escritores como Marías, Marsé y Muñoz Molina coinciden en que carece de interés deslindar lo que es inventado o no. Lo importante es la realidad que transmita el libro y su valor literario que es lo que quedará al margen de si lo narrado ocurrió o no. Aunque no faltarán, en un tic de yoísmo, quienes salden el tema haciéndose aliados de Oscar Wilde por su frase de que "las tragedias de los otros son siempre de una banalidad desesperante".


Bibliografía reciente

Enrique Vila-Matas, Dietario voluble (Anagrama); Esther Tusquets, Habíamos ganado la guerra (Bruguera); Juan Cruz Ruiz, Muchas veces me pediste que te contara esos años (Alfaguara); Cristina Grande, Naturaleza infiel (RBA); Julián Rodríguez, Cultivos (Mondadori); Marta Sanz, Lección de anatomía (RBA); Manuel Rico, Verano (Alianza); Soledad Puértolas, Cielo nocturno (Anagrama).

Once ejemplos en español (1977-2005):
1. Mario Vargas Llosa, La tía Julia y el escribidor, 1977. Cómo la propia vida, contada dentro de una cadena de imaginarios seriales radiofónicos, revela alegre y críticamente su categoría de parodia melodramática.
2. Guillermo Cabrera Infante, La Habana para un infante difunto, 1979. La novela como diversión de referir con ingenio verbal lo vivido por uno mismo hace dos noches.
3. Carlos Barral, Penúltimos castigos, 1983. La novela como examen de conciencia y ajuste de cuentas con los protagonistas de la propia vida, incluido el autor.
4. Juan Goytisolo, Paisajes después de la batalla, 1982. Cómo despotricar de la actualidad en nombre de uno mismo, aunque no sea exactamente uno mismo.
5. Félix de Azúa, Historia de un idiota contada por él mismo, 1986. Parodia de la época como parodia de la propia vida.
6. Javier Marías, Todas las almas, 1989. Narrar la realidad como ficción y dar a lo fabuloso la autoridad de lo real, con inclusión de fotos que prueban la verdad de todo.
7. Luis Goytisolo, Estatua con palomas, 1992. Representar novelísticamente la propia historia, con sus familiares guerras cotidianas, como parte del mismo relato que las historias romanas de Tácito.
8. Carlos Fuentes, Diana o la cazadora solitaria, 1994. Representación del escritor como amante y partícipe en la gran vida de Hollywood y las intrigas del FBI.
9. Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios, 1994. El escritor como subhéroe de la mala vida, en Medellín, Colombia.
10. Ramón Buenaventura, El año que viene en Tánger, 1998. El escritor como reconstructor de magníficas vidas ajenas para autorretratarse.
11. Enrique Vila-Matas, París no se acaba nunca, 2003. A través del humor y la autoironía, ejemplo de que todo aquello que se cuente fabulosamente será fábula.

domingo, septiembre 07, 2008

Una dosis de realidad


Soñar no cuesta nada, pero una buena dosis de realidad y sentido común nunca están demás, y eso es precisamente lo que nos regala este artículo del escritor cubano Ronaldo Menéndez, en el cual reflexiona acerca de eso que tan pomposamente denominan “carrera literaria”. Ronaldo Menéndez (La Habana, 1970) ha publicado recientemente la novela Río Quibú (Lengua de Trapo, 2008). También tiene una página web: www.ronaldomenendez.com.

El escritor local y el mercado internacional
Ronaldo Menéndez

Qué significa escribir -y pretender publicar- en Latinoamérica, cuando lo que se quiere es salir de Latinoamérica y darse a conocer en el mercado internacional? (Léase, sobre todo, español). Del río Bravo a la Patagonia cada ciudad letrada tiene lo suyo. Las sucursales de Alfaguara o Planeta funcionan con mayor o menor incidencia, justicia o perversión. Y el alcance de las editoriales locales también varía según el barrio.
Durante más de siete años en que estuve estirando mis yacimientos de tiempo por toda Latinoamérica, entre escritores en ciernes, triunfadores y frustrados, fui aprendiendo algo acerca de ciertos mitos. Porque independientemente del color que tenga el problema y el cristal con que se mire, los escritores atrapados en nuestros países de origen levantamos mitos literarios acerca de cuáles son las alternativas para dejar de ser un autor local.
Podríamos alzar un muro de las lamentaciones con las dificultades de inserción del escritor que vive en Latinoamérica con respecto al campo literario español, pero la tarea se parecería a una inútil muralla china, un colosal y árido monumento del aislamiento. Otra cosa sería ponernos pesimistas (léase realistas) con respecto a los mitos donde cuelgan sus trabajos y sus días tantos jóvenes escritores del otro lado del Atlántico. Quizá una mirada desalentadora constituya el mejor estímulo para mirar hacia adentro, hacia la soledad del escritor de fondo, y no preocuparse demasiado por eso que llaman carrera, sobre todo cuando abundan tantos mitos, espejismos y falacias.
El primero y más sustancioso podría llamarse "el mito del príncipe azul-concurso internacional". Muchos escritores viven convencidos de que un concurso te salva y te instala en el paraíso, cual príncipe azul, y que si se tiene talento es probable ganar de un día para otro un concurso internacional por encima de 50.000 euros, capaz de abrir todas las perspectivas con el golpe de un solo cheque. Es una verdad tan dura como una piedra el hecho de que los premios -sobre todo los más cuantiosos- no suelen decidirse en el ámbito del azar y de la cualidad limpiamente literaria, sino en una acción conjunta, y muchas veces antihigiénica, entre las editoriales, los agentes, el marketing y los dueños del cotarro.
Pariente cercano del príncipe azul, está "el mito del editor-hada madrina": ser descubierto e instalado en el parnaso por algún editor que pasa por Latinoamérica a algún evento, feria del libro o cosa por el estilo. Como todo mito tiene sus raíces en la realidad: hay quien ha tenido la suerte de ser descubierto. Pero el campo literario español es tan multitudinario, complejo y competitivo que los resultados a mediano plazo dependen mucho más de la presencia del autor conjunta a la gestión del agente y del editor que al golpe aislado de una novela o un premio. Piénsese cuántos han pasado bombos y platillos a disolverse en la cotidiana nada editorial. Sería una especie de efecto Warhol: no más de 15 minutos (o meses) de suerte, si ésta no se ancla en la constancia de la gestión y en la suma paulatina de los lectores. Como dice mi amigo el editor Javier Azpeitia: cada lector es una conquista.
Éste sí que es romántico: "el mito de la búsqueda del templo perdido". O sea, mandar a ciegas a cuanta editorial exista, peregrinar al estilo del joven Hemingway o de Salinger de casa en casa, hasta que algún editor con visión de futuro apueste por uno. Quienes nos hemos buscado la vida en el prestigioso circuito de los lectores de editoriales, sabemos que cada mes llegan cientos de manuscritos a cualquier departamento de lectura. Entonces se lee poco y mal. Con editoriales grandes (e incluso no tan mastodónticas) mandar a ciegas, probablemente, significa no ser visto. Muchas suelen utilizar la figura del agente como filtro, no leen manuscritos que no vengan de las agencias o recomendados por alguien.
En el otro extremo está "el mito-enajenación de que el mercado corrompe la literatura", y la gran obra se hace en recalcitrante soledad por uno y para uno y viva Kafka. Se tiende a pensar que toda gran obra tarde o temprano va a ser descubierta y a triunfar. Quizá eso ocurría mucho en otros tiempos (aunque no estoy tan seguro, puesto que de lo no rescatado nada se sabe por definición). Siendo optimistas, no creo que muchos quieran hoy ser descubiertos demasiado tarde, a lo Compay Segundo. Además, suponer que una gran obra es por naturaleza sólo para minorías y reacia al mercado es como pensar que porque existe un sujeto que además de ser inteligente es tartamudo, para poseer una auténtica inteligencia es necesario andar tartamudeando por la vida.
Lo grave de fomentar estos mitos durante mucho tiempo es que suelen convertirse en fuente de angustia y automarginación. Por poner un caso, si un joven escritor talentoso de una esquina olvidada del mundo recibe en un año quince cartas-tipo con respuestas adversas a su obra por parte de las editoriales, puede sentirse muy mal pensando que a su literatura se le escapa algo.
Aunque hoy parece un lugar común, sienta bien volver a los orígenes siempre tan profilácticos: escribir sin olvidar que en este oficio existe la soledad del escritor de fondo. El mercado está ahí, y seguirá estando y comportándose según sus reglas, sin que importe lo que piensa alguien en el altiplano. Está claro que en toda periferia se levantan mitos con respecto al centro, pero quizá no está tan claro, aunque es una verdad incontestable, el hecho de que tales mitos sólo contribuyen a que la periferia lo sea aún más. Como decía Confucio: si el problema tiene solución, no hay que preocuparse, y si el problema no tiene solución, tampoco hay que preocuparse.

martes, agosto 26, 2008

Bolaño no fue amigo de todos


Como todo clásico, la figura de Roberto Bolaño continúa siendo evocada como referencia ineludible cuando se reflexiona acerca de la actual literatura latinoamericana. En esta ocasión, su paisano y escritor Rafael Gumucio recuerda su faceta sardónica, de crítico visceral y polemista de dientes apretados, en un escrito titulado "Todos amigos", que acaba de aparecer en la revista Letras Libres en el número correspondiente al mes de agosto de 2008, en la sección Letras, Letrillas, letrones (si desea leer el texto íntegro haga click aquí).

La lectura de este texto de Gumucio me recuerda conversaciones y disputas de hace ya mucho tiempo, en las que algunos me señalaban que lo correcto, para el bienestar y desarrollo de la literatura nacional, era suavizar y minimizar la crítica; precepto que rebate -a través de su evocación de Bolaño- el autor de "Todos amigos", quien incluso afirma que quizás deberíamos desconfiar de la amabilidad y la simpatía que abunda entre los jóvenes escritores latinoamericanos actuales. En la parte medular de su escrito, Gumucio reitera que: "No hay prueba alguna de que se escriban mejores libros en ambientes calmos donde los críticos acaricien a sus escritores y los quieran. La historia de la literatura nos dice más bien lo contrario. Donde hay crítica acerada, donde hay polémica en carne viva, hay buena literatura. La única paz posible en la literatura -o en cualquier profesión que tenga que ver con el pensamiento- es la paz de los cementerios". Y, más adelante, añade que "las peleas entre críticos y escritores no son desagradables anécdotas que revelan el lado mezquino de grandes hombres, sino que son el terreno fértil del que surge su grandeza."


Sobre el autor

Rafael Gumucio es un escritor chileno, nacido el 15 de enero de 1970. En su país ha trabajado en los diarios La Nación, El Mercurio, La Tercera, El Metropolitano, Las Últimas Noticias, así como en los periódicos españoles El País y ABC. También ha hecho escala en las revistas APSI, y Rock & Pop, Fibra (del que fue creador y editor general), pero recomiendo que visiten el sitio The Clinic (http://www.theclinic.cl/), donde ha escrito sobre televisión, política, literatura, mujeres, y viajes. Ha sido animador, guionista y realizador de programas de televisión como “Gato por libre” (Rock & Pop Televisión, 1995-1998) y el programa de humor absurdo “Plan Z”. Este último es el programa chileno que más sanciones ha recibido por parte de la censura oficial.
En 1995 publicó el libro de relatos "Invierno en la Torre", destrozado unánimemente por la crítica chilena. Además ha publicado la novela "Comedia Nupcial", crudo retrato de una pareja que se ama odiando, y se odia amando, "Los Platos Rotos", una sucinta y vertiginosa historia de Chile, y el libro de viajes "Páginas Coloniales".

miércoles, julio 23, 2008

Entre la imprenta y el 'zapping'

El libro persiste pero la catástrofe educativa amenaza a la novela. Y al no existir los llamados dramáticos en el camino a Damasco ("Saulo, Saulo, ¿por qué no me apagas de vez en cuando?"), se difuminan las posibilidades televisivas de constituir otra vanguardia del comportamiento, afirma Carlos Monsiváis en este artículo, para después advertir que “el neoliberalismo es el encumbramiento de una minoría depredadora, y por ello se privilegia a la educación privada al margen de los niveles de calidad, y allí, con énfasis, la aptitud tecnológica es la cima, lo que se traduce en el menosprecio por el humanismo, la adopción ornamental de la cultura, y la burocratización en materia educativa”. ¿Y usted qué opina? ¿Percibe alguna sutil identificación con las "visiones y misiones" de algunas instituciones educativas nacionales?

En la América Latina de hoy, ¿qué papel desempeñan la novela, el teatro, el ensayo, la poesía? Funciones muy diferentes a las ejercidas hace apenas una generación. Ante el Internet, el predominio de las imágenes, la proclamación (falsa) del fin de la Era de Gutenberg, y el vigor del analfabetismo funcional, el público se recompone, se amplía, se reduce. Y a los diagnósticos al respecto los acompañan el pesimismo y su complemento directo, el triunfalismo, confiados tan sólo en las fuerzas del mercado.
Lo más señalado de este momento es la globalización de la literatura y de las artes en general, pero este proceso, iniciado en el siglo XIX, lo obstaculizan las devastaciones sucesivas de los países. Cito algunas:
- La caída incesante de la economía en la que a las mayorías toca (un caso de "abismo revolvente").
- Las crisis políticas sobredeterminadas por el mundo financiero.
- El neoliberalismo que incorpora a las naciones a "la obsolescencia planeada".
- El imperio de los medios electrónicos.
- El fracaso reconocido en forma unánime del proceso educativo (público y privado), hecho a un lado por el culto a la tecnología y por la sobrevaloración del éxito económico, la única prueba aceptada de acceso a la educación...
- El tipo del tipo de best sellers que se definen como "los libros que le gustan a quienes no gustan de la lectura". (Por fortuna, lo light no es el único campo de los best sellers).
- La tendencia académica de las especializaciones absolutas que suele ignorar el placer de la escritura y la lectura.
- La gran importancia formativa del cine que lleva tiempo desplazando a la literatura como criterio de modernización.
- El abandono creciente de la fe en la imaginación individual, hecho a un lado por la manipulación tecnológica. ("En donde estuvo la conciencia, aparecen los efectos especiales").
- El peso de la demografía y el tamaño de las ciudades.
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En este panorama, muy poco del legado típico parece firme, la repetición de fórmulas hace las veces de ánimo crepuscular, y las demandas de la educación media representan a la tradición. Ahora, el mayor peligro para la novela no es el culto de las imágenes (que obliga en demasiados sitios a sólo considerar novela a la telenovela), ni el desdén tecnológico por la letra escrita, ni siquiera la incomunicación cultural entre los países latinoamericanos, sino la catástrofe educativa, robustecida por el desplome de las economías y el desprecio neoliberal por las humanidades. El neoliberalismo es, por definición rápido, el encumbramiento de una minoría depredadora, y por ello se privilegia a la educación privada al margen de los niveles de calidad, y allí, con énfasis, la aptitud tecnológica es la cima, lo que se traduce en el menosprecio por el humanismo, la adopción ornamental de la cultura, y la burocratización en materia educativa.
Persiste el impulso cultural de una minoría, se vigoriza el fin de las prácticas mnemotécnicas en la educación primaria (el gusto por la poesía se inicia en su memorización), sigue el deterioro de la profesión magisterial, desaparece la mayoría de los contextos culturales, que habían sido el idioma compartido de los países de habla hispana. Ahora, quien desee la difusión masiva deberá en cada libro incluir los niveles informativos prevalecientes. Si se acude a los conocimientos culturales "de antes", deben explicarse de inmediato porque los diccionarios son sitios del destierro. Los niños y los jóvenes no incluyen por lo común la lectura entre sus aficiones básicas, sin que esto consolide en lo mínimo a las profecías desoladoras sobre el exterminio de la lectura. El libro persiste pero ha pasado de necesidad pública a demanda de sector, salvo casos excepcionales, precisamente ahora en su expansión posible.
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En la educación sentimental y sexual, sin embargo, el rock, el sonido de la modernización, el hip hop, el rap y las infinitas variantes de la tecnología aplicada jamás desplazan del todo a la cumbia, la salsa, el vallenato, el tango, el bolero, la canción ranchera. Más allá de la calidad de parte del rock y de las promociones industriales permanece el canon de modelos de vida, de mitos que ajustan las sensaciones de éxito y de fracaso, de pautas de la conducta consideradas impensables unos años o unos minutos antes.
¿Qué reemplaza a las guías tradicionales de las metamorfosis individuales y colectivas, a la poesía, la novela, el teatro? Con lo anterior no insinúo siquiera que la poesía y la narrativa hayan perdido sus facultades liberadoras y creativas; por el contrario, de la literatura continúan desprendiéndose las grandes atmósferas formativas, lo que certifican por ejemplo la trilogía de los Anillos de Tolkien, la poesía de Sylvia Plath y Jaime Sabines, las novelas de Coetzee y García Márquez. Sin embargo, en lo que a las mayorías se refiere, el influjo mítico de los libros se ha evaporado en buena medida, concentrándose en los sectores minoritarios que no se expanden según los ritmos de la demografía, aunque sí determinan las adaptaciones de cine y televisión.
Al irrumpir las leyes del Mercado, los géneros fílmicos y televisivos se modifican con rapidez. El cine-cómic que inicia la serie de Star Wars seduce profusamente en el mundo entero, pero ya tienen nombre los atributos de su fascinación, los efectos especiales, anuncio de la jubilación inevitable de la magia que atrapa a cada generación infantil. En la mayoría de los filmes de éxito desbordado, el hechizo radica en la alta tecnología, y la belleza o la obviedad de las imágenes son la substancia de la dependencia de la pantalla.
En su turno, los efectos de la televisión, ante profundísimos a corto plazo y por acumulación, suelen carecer del brillo del prestigio íntimo, aunque esto ya se transforma gracias al muy buen nivel de las series sobre la vida cotidiana, abordada desde la franqueza o desde la derrota de la censura como se quiera (los primeros "clásicos": Sex and the City, The Sopranos, 24 horas, Queer as Folk, Oz, Six Feet Under). Y lleva tiempo que los productos latinoamericanos no permiten que las personas, aun las menos críticas, consideren a la televisión su cómplice ideal: "Si en el mismo espejo se contemplan todos mis vecinos y mis parientes, yo no puedo ser Narciso". Y al no existir como antídoto a la televisión los llamados dramáticos en el camino a Damasco ("Saulo, Saulo, ¿por qué no me apagas de vez en cuando?"), se difuminan las posibilidades televisivas de constituir otra vanguardia del comportamiento.
Todavía se cumple el apotegma de Marshall McLuhan: "El medio es el mensaje", pero casi siempre el medio es también la moraleja. -

lunes, julio 14, 2008

La lucidez de Renard


En este artículo publicado en El País, Vila-Matas refrenda sus dotes inveteradas de explorador del abismo, esa sima donde la ignorancia sepulta a autores no mediáticos, poco mediáticos o decididamente antimediáticos, en suma, todos aquellos situados en las antípodas de Coelho y sus secuaces. En esta ocasión redescubre a Jules Renard y su Diario, donde el escritor francés, autor de Pelo de zanahoria, acoge sus contradicciones y muestra una voluntad de ir a la caza de la verdad, aunque no ignoraba que ésta no era siempre arte.

Escribir es una forma de hablar sin que te interrumpan pero es, además, una actividad más complicada incluso de lo que parece porque, como decía Jules Renard (1864-1910), uno tiene que estar todo el rato demostrando su talento a gente que carece de él. La verdad es que, para las citas literarias, Renard siempre ha sido una verdadera mina. Véase ésta elegida al azar: "El hombre verdaderamente libre es el que sabe rechazar una invitación a cenar sin dar excusas". Cuando Dorothy Parker dijo aquello de que cada vez que se le ocurría una frase magnífica sospechaba que Oscar Wilde ya la habría escrito, cometió la ligereza de olvidarse de Jules Renard.
"Aunque no habla, se sabe que piensa tonterías". Esta cita de Renard nos puede servir siempre para desenmascarar a toda esa multitud de ágrafos y otros mudos interesantes que corren por el mundo. "Los editores son muy amables cuando uno no publica en su editorial". Los estallidos de lucidez que Renard desperdigó a lo largo de su Diario -donde exhibe maestría en el apunte rápido, siempre buscando "la frase que vibra, corta como un alambre demasiado tenso"- fueron a parar grotescamente, a mediados del siglo pasado, a los almanaques y los calendarios de cocina de media Europa. Era un destino más bien lamentable para la prosa de este admirable diarista, escritor sobrado de talento ("cuando me dicen que tengo talento, no hace falta que lo repitan: lo entiendo a la primera") que no esquivaba la mirada crítica sobre sí mismo. Podía ser despiadado con los demás porque él lo era consigo mismo.
Recuerdo haber crecido con frases de Renard opacadas por el humo de la cocina familiar, pero por suerte el equívoco de los almanaques -"mis frases harán fortuna; yo, no"- se ha ido corrigiendo con el tiempo y con los oportunos volúmenes de la Pléiade, y Jules Renard hoy en día no sólo es el creador de un puñado de ingeniosas citas y de la famosa novela Pelo de zanahoria (1894), sino el autor de ese gran clásico, Diario (1887-1910), que ahora se reedita en bolsillo, en edición de Josep Massot e Ignacio Vidal-Folch.
Pelo de zanahoria -edición y traducción de Ana María Moix, también en bolsillo- habla de un niño de la Francia profunda, al que llaman así por el color de su cabello, y es una historia que se inspira en la propia y dura experiencia del autor. Es un niño obligado a convivir con una madre que no le ama -lo mismo le sucedió a él en la vida real-, un padre que le ignora y unos amigos que hacen de él constante objeto de burla. En este clásico de la novela infantil para personas maduras, se derrocha el famoso talento de Renard, pero eso puede llevar a confusión y oscurecer las virtudes de Renard como diarista, muy superiores a las del narrador. Porque como escritor tenía más agudeza que imaginación y más talento que dotes narrativas. En el diarista había una voluntad moral de ir a la caza de la verdad, aunque no ignoraba que ésta no era siempre arte: "Pero la verdad y el arte tienen puntos en contacto: yo los busco". No cesó de buscarlos. Pero también hay quien cree que inventó la literatura del silencio. Multitud de frases al final de la vida de Renard, escritas en su Diario, parecen abonar esa teoría: "Nieve sobre el agua: silencio sobre silencio".
Sartre ironizó acerca de la suerte que corrió esa estética que posiblemente, sin saberlo, fundó Renard dando el disparo de salida del teatro del silencio, y también de esos "enormes consumidores de palabras que fueron los poemas surrealistas (...) Hoy, Blanchot se esfuerza por construir singulares máquinas de precisión -que se podrían llamar silenciosas, como esas pistolas que desembuchan balas sin hacer ruido- en las que las palabras son cuidadosamente elegidas para anularse entre ellas...". Sartre consideraba que Renard no pretendía conquistar un silencio desconocido más allá de la palabra, ni su meta fue nunca inventar el silencio: "El silencio, él se imagina poseerlo desde antes. Está en él, es él. Es una cosa. Sólo hay que fijarla en el papel, copiarla con palabras. Es un realismo del silencio".
¿Practicó un realismo del silencio? ¿Qué diría Renard a esto? Dejó un apunte que parece preguntarlo: "¿Hay que hablar con cuentagotas?". Y algo parece cierto: fue un escritor realista sin precisamente ambicionarlo. Si es verdad que el camino misterioso siempre va hacia el interior, el Diario de Renard ilustra muy bien esa creencia, presenta las oscuras oscilaciones de un camino intelectual, y acoge todas sus contradicciones: "He leído demasiado los periódicos para ver si me citaban. Enviado y dedicado demasiados libros, perdonando a los críticos, con brusca ternura, el bien que me habían hecho al no hablar ni bien ni mal de mí". Acoge todas las contradicciones y también los temores, sueños, confesiones, envidias, grandes ironías, profundas admiraciones ("¡qué rabia no ser Victor Hugo!"), frases sobre los amigos ("George Sand, esa vaca bretona de la literatura") y sobre los enemigos, cierta "nostalgia de la jungla", la certeza de que su inteligencia es una vela expuesta al viento. El 12 de diciembre de 1894 anota en su Diario: "Yo nací para el éxito en el periodismo, la gloria cotidiana, la literatura abundante: leer a los grandes escritores lo cambió todo. De ahí la desgracia de mi vida".
De esa vida y de la inteligencia, lucidez y desgracia que la acompañaron se ocupa su Diario, páginas que pueden leerse perfectamente como una novela, donde Renard pone en pie una literatura que él mismo define como "cartas a mí mismo que os permito leer". Los comentarios constantes a desgracias como la de haber leído a los grandes le permiten precisamente, apoyándose en su nada común inteligencia, convertirse en un grande.
Fue el primer escritor que descubrió que para triunfar de verdad, primero tienes que triunfar, y luego que los demás fracasen. De vez en cuando él trataba de contribuir al fracaso de los otros: "Estoy dispuesto a firmar la petición por Oscar Wilde, a condición de que se comprometa firmemente a no volver a... escribir". Es terrible con Marcel Schwob cuando le cuentan que ha sido visto en un café miserable, hundido, dando sorbitos a un vaso de licor negro. Y a Mallarmé le considera intraducible, incluso en francés. Pero tampoco tiene compasión de él mismo: "Clavar al suelo, de un tiro de escopeta, la cabeza de tu sombra".
Dice saber nadar lo justo para abstenerse de salvar a otros. Y vive en la certeza de que nunca llegará a nada, jamás será nada. De esa certeza, como dice Josep Massot en su certero prólogo, autores como Pessoa o Kafka -escritores que a Renard le habrían disgustado, pues la originalidad le horrorizaba- levantaron una poética completa. Él, en cambio, sólo trató de embridar su propio desorden interior por medio de la distancia irónica: "Leo páginas de este Diario: a fin de cuentas es lo mejor y más útil que he hecho en la vida". Su vida, novela contada en forma de diario, nos parece hoy una tempestad que revuelve el alma. No es preciso dejarse seducir siempre por su lúcida inteligencia: "¿Para qué estos cuadernos? Nadie dice la verdad, ni siquiera el que los escribe". Pero haremos bien de vez en cuando en escucharle: "¡Qué tranquilidad! Oigo todos mis pensamientos". Dijo que pensaba escribir su obra maestra en un rincón. Y es posible que el rincón, al igual que el silencio, fuera con él a todas partes y no hubiera que inventar nada. Ya enfermo grave, la última anotación del Diario lleva fecha de 6 de abril de 1910 y parece fundar una nueva vertiente del realismo del silencio: "Esta noche quiero levantarme. Pesadez. Una pierna cuelga fuera. Luego, un hilillo húmedo fluye a lo largo de la pierna. Tiene que llegar al talón para que me decida. Se secará en las sábanas, como cuando yo era Pelo de zanahoria".

domingo, mayo 25, 2008

La nueva narrativa latinoamericana


Ya dejó de ser la voz del muchacho alertando a los aldeanos que viene el lobo, ahora es una certeza incuestionable: la narrativa que se escribe actualmente en América Latina ya no se rige por las recetas del boom y, como bien señala Santiago Gamboa (foto), se ha marcado una diferencia precisa entre "quienes se disfrazan de latinoamericanos y escriben novelas para turistas extranjeros, satisfaciendo los estereotipos, y los que no, los que escriben para los suyos o para sí mismos, o para nadie, con sus experiencias y obsesiones, con su visión hipertrofiada o pesimista de ese reino que es la literatura". Y la Feria del Libro de Madrid ha sido el ámbito natural para que esta nueva propuesta asuma carta de ciudadanía, como ha dejado constancia el suplemento Babelia, de donde hemos extraído estas tres visiones sobre el tema.

América Latina pasa página
Winston Manrique Sabogal

Hacia dónde va la literatura latinoamericana? Y el escritor extendió el brazo derecho señalando hacia un lado mientras exclamaba: "¡Hacia allá!". Todos giraron la cabeza y trataron de descubrir con la mirada el lugar al que apuntaba el índice del autor uruguayo Pablo Casacuberta. Tantos años cercados por esa pregunta. Miles de reflexiones. Tantos años esperando la respuesta y ahora, por fin, estaba ahí, a la vista de todos, reducida a un punto en el horizonte. Hacia dónde va el propio Casacuberta junto a un número sin precedentes de nuevos escritores de América Latina, comprometidos con búsquedas estéticas innovadoras.
Avanza sin miedo. Sin prejuicios. Sin presiones. Explorando. Libres. Inaugurando un nuevo tiempo. Son de linaje absolutamente contemporáneo. Hijos del mestizaje genético, cultural y literario. Viajeros, cosmopolitas que viven en diferentes ciudades del mundo, herederos de toda la literatura universal, de vocación global en sus temáticas, sin mundos totalizadores, con más mujeres que en otras épocas y unidos por la diversidad y la pluralidad de estilos. Estirpe de estos tiempos para quienes hablar hoy de si existe o no una literatura latinoamericana es una entelequia. Comparten pasado e idioma, pero su creación no es homogénea, surge y avanza por una frondosa geografía literaria sin fronteras que atraviesan sus autores en busca del lugar señalado: "Hacia allá".
Ése es el presente. Así lo ve ese grupo de latinoamericanos que en esta década ha debutado o publicado algunas de sus primeras obras de narrativa en las que se aprecian talento y semillas de prestigio. Forman una gran polifonía de voces procedentes de 19 países, varias de las cuales sonarán más allá de este comienzo del siglo XXI, y cuyo paisaje literario describen hoy aquí Ena Lucía Portela, Juan Gabriel Vásquez, Lina Meruane, Claudia Amengual, Edmundo Paz Soldán, Andrés Neuman, Oliverio Coelho, Guillermo Martínez, Wendy Guerra, Leonardo Valencia, Pablo de Santis, Antonio Úngar, Diego Tréllez, Pablo Casacuberta y Santiago Roncagliolo.
Saben que muchos miran hacia América Latina. Editores y lectores de medio mundo aguardan. Las expectativas son enormes tras el mítico éxito literario de los años sesenta y setenta conocido como el Boom. Demasiado etiquetado. Eclipsante para los lectores. Pero eso ya es una página pasada que los nuevos narradores han incorporado con naturalidad a la tradición literaria universal. No hay tendencias parricidas, y lo que mejor ha asimilado de aquel festín creativo esta generación es la libertad de rupturas temáticas y estéticas. Crean el paraíso del riesgo donde todo es posible.
"Quizá la literatura latinoamericana se sintió obligada a retratarse a sí misma. Como si se mirase a través de lo que otras culturas esperaban de ella. Pero desde hace varios años aspira a simbolizar cualquier espacio, a ser una metonimia del mundo. La sensación es de desprejuicio territorial", asegura el argentino Andrés Neuman (autor de títulos como Una vez Argentina). Si hay una tendencia clara tiene que ver "con el desembarazamiento de las características más notorias que identificaron para el lector europeo lo que significaba Latinoamérica: tropicalismos, barbarie, realismo mágico, representación de la gran escena del poder y la sociedad a través de dictadores y patriarcas", explica el argentino Guillermo Martínez (Los crímenes de Oxford).
Adiós al tópico tropical y exuberante que insiste en ver el mundo y ensombrece el resto del panorama creativo. Lejos ya de fulgores y liberados de prejuicios y presiones, se trata de una literatura más emigrante y nómada que nunca. Todos avanzan, exploran, pero de manera individual y con micromundos que albergan el universo. Se sabe de sesenta, setenta..., un incontable número de escritores recientes que no paran de adentrarse en un territorio que tiene el aire fresco dejado tras una gloriosa tempestad. "Ya nadie tiene que justificarse, como les tocó a Borges o a Cortázar, por contar historias europeas o indias o norteamericanas con personajes norteamericanos o indios o europeos. Nuestra tradición es toda la literatura", sentencia el colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de Historia secreta de Costaguana, al reflexionar sobre el derecho a trabajar con toda la literatura universal como pedía Jorge Luis Borges. Este grupo de escritores invoca las palabras libertad y ruptura, porque "un narrador latinoamericano de ahora mismo no tiene que circunscribir sus relatos a la contemporaneidad, o a la historia, o a su país. Tampoco es obligatorio escribir sobre política. No hay 'compromiso social' que valga; sólo el compromiso consigo mismo", afirma la cubana Ena Lucía Portela (Cien botellas en una pared).
Más que manifiestos, lo que ha cambiado es la percepción. Con esas coordenadas ha echado a andar este grupo de escritores. Buscan ese lugar señalado aquella noche de agosto pasado en Bogotá 39 -el encuentro que reunió a algunos de los mejores autores latinoamericanos menores de 39 años, convocados por el Hay Festival y la Unesco dentro de los actos de Bogotá Capital Mundial del Libro-. Y cuentan que tan pronto como Pablo Casacuberta reveló que "hacia allá" era el lugar de destino de las letras latinoamericanas, empezó a correrse la voz, y que cuando llegó a oídos del argentino Pedro Mairal, éste sólo atino a advertir: "Y apúrense porque va corriendo".
La travesía no es fácil. Para entenderla mejor, J. Ernesto Ayala-Dip, uno de los críticos de Babelia, se remonta al penúltimo capítulo de esta historia: "Después del sarampión del posboom (años ochenta), y sus enormes secuelas, en cuyo vértice funcionaría como paradigma una novela como La casa de los espíritus, de Isabel Allende, un sarampión que duró mucho y que supuso un grave malentendido en torno a los acuerdos entre imaginación, escritura y realidad social (tanto que se tuvo que volver sobre la importancia de una novela capital como Cien años de soledad, escrita por Gabriel García Márquez en 1967, uno de los orígenes involuntarios de ese malentendido), después de ello, en los últimos años, tal vez décadas, parece que se transita por soluciones de transversalidad en las tendencias narrativas. Hay un proyecto festivo de la invención, otro de experimentación e intertextualismo, de reflexión crítica de las últimas dictaduras latinoamericanas. Novelas realistas (con el criterio también huidizo e inaprehendible con que César Aira tonifica el concepto de realidad) que compiten con las que Roberto Bolaño llamaba novelas mutantes (mezcla, como las suyas, de novela y cuento). El compromiso político, en esta época de inhibición ideológica, rivaliza con el más exigente compromiso estético. Y con una gran presencia del cuento, que allí siempre ha tenido acogida por escritores y lectores".
Senderos que exploran autores como Guadalupe Nettel, Iván Thays, Antonio José Ponte, Juan Carlos Botero, Ronaldo Menéndez, Martín Solares, Inés Bortagaray, Jorge Eduardo Benavides, Florencia Abbate, Fabrizio Mejía, Pilar Quintana, John Jairo Junieles, José Pérez Reyes, Claudia Hernández...
Vocación universal. Expedicionarios que crean un gran puzle con tonos transgresores o de renovada tradición. Julio Ortega, del Departamento de Estudios Hispanoamericanos de la Universidad de Brown, completa este presente aclarando que en la última narrativa latinoamericana "no hay parricidios, hay relevos, turnos y diversificación. Y también renovación: los jóvenes del crack cumplieron 40 años y escriben todavía mejor. Y hay narradores de veintipocos años que merecen atención. Se debe a las demandas de esa extrema libertad recibida. No sorprende que sean parte de una conversación más amplia, donde se descubren como interlocutores de una charla que incluye a otros". Y cierra su retrato con un juego literario, como en un jardín de senderos que se bifurcan: "El jardín es una cita literaria, y los senderos se abren incesantes a nuevas lecturas. La última narrativa es una narrativa de narrativas".
Casi todos han renunciado al afán totalizador de construir novelas o proyectos literarios que explicaban una época y que ha caracterizado a la literatura latinoamericana, asegura el escritor peruano Diego Tréllez (El círculo de los escritores asesinos), que publicará en verano una antología con autores de la última generación. Los nuevos narradores describen mundos más cercanos, íntimos. Hacen de lo particular y singular lo universal. El amor, la soledad, el desconcierto, la muerte, la inmigración, el éxito, la envidia, las repercusiones del 11-S, los nuevos miedos, el desamparo, las ilusiones, las dudas o las diferentes formas de violencia que van moldeando el mundo.
Su legado literario procede de todas partes y lo buscan en todos lados, recuerda el boliviano Edmundo Paz Soldán (Río fugitivo). "Mientras los escritores europeos o norteamericanos suelen leer sólo literatura de sus propios países, en América Latina se puede encontrar a mexicanos que leen a Kawabata, argentinos que apuestan por Janet Malcolm, colombianos que siguen a Conrad, peruanos aficionados a Modiano, puertorriqueños fanáticos de Ngugi Wa Thiongo, guatemaltecos fervorosos de Vila-Matas, chilenos obsesionados con Clarice Lispector". Lecturas universales combinadas con las de sus paisanos clásicos, como José Eustasio Rivera, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Rómulo Gallegos, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos o Gabriel García Márquez.
Es una generación que vive y siente con naturalidad las tradiciones culturales y literarias de sus países de origen, su continente y el resto del mundo. Avanzan como alegres guaqueros. "Somos saqueadores de las tradiciones de todos lados", reconoce el mexicano Antonio Ortuño (Recursos humanos). Por eso no es fácil hablar de literatura latinoamericana. Son 19 países y cada uno de ellos es un mundo. No son un grupo uniforme, ni existe un español latinoamericano, sino muchos, aclara Ena Lucía Portela. "Pero de ningún modo debe hablarse de literatura latinoamericana vinculada a una ideología determinada y a motivos considerados exóticos según una visión eurocéntrica", hace énfasis la uruguaya Claudia Amengual (Desde las cenizas).
Tampoco se consideran una hermandad de literatos intentando preservar y legalizar para el mundo una herencia cultural milenaria e inmaculada, afirma Diego Tréllez. "El chovinismo en la literatura es un cáncer extirpable. Lo nacional tiende a ser un concepto desfasado para analizar nuestras correspondencias". Y si algo queda de esto, es por poco tiempo, vaticina el peruano Santiago Roncagliolo (Abril rojo). Recuerda que en países como el Reino Unidos y Estados Unidos la literatura ha incorporado miradas mestizas y el índice de la última antología de jóvenes narradores de la revista Granta "parece un listado de la oficina de migraciones. En España, la inmigración es reciente, pero ya hay autoras como Najat el Hachmi que escribe en catalán. Pronto empezarán a hacerlo también los hijos de los latinoamericanos y la pregunta por su identidad carece de sentido".
Se sienten orgullosos de tener deudores tan diferentes. No quieren que les sorprenda el olvido.
"Heredamos la literatura de los años sesenta de nuestros padres. Reconstruimos con nuestra 'filosofía barata y zapatos de goma' a los pensadores alemanes, a sabios del Oriente, a los clásicos, los grafitos de los metros, la mítica popular. Cada quien se arma un puzle con sus referentes y necesidades", resume la cubana Wendy Guerra (Todos se van). Es una literatura en continuo devenir, que en cualquier momento puede engendrar algo que nunca fue leído antes, está convencido el argentino Oliverio Coelho (Promesas naturales).
Sobre estos predios vecinos exploran autores como William Ospina, Álvaro Enrigue, Rodrigo Hasbún, Ana Gabriela Alemán, Marcelo Birmajer, Eduardo Halfon, Jorge Franco, Marbel Sandoval, Mariana Enríquez, Ricardo Silva, Armando Luigi Castañeda, Rodrigo Blanco, Héctor Abad, Damián Tabarovsky...
Refundar con palabras. Ahora se vuelven a visitar territorios conocidos. Autores que escriben sobre la historia de sus países o regiones, una especie de revisión de la historia para tratar de descifrar o interpretar el presente. Andrés Neuman cree que se trata de un doble desplazamiento: "Muchos escritores latinoamericanos (por ejemplo, los del crack) se han propuesto emigrar literariamente a escenarios que trasciendan sus fronteras nacionales, y otros (en general, influidos por una experiencia emigratoria) hemos revisitado la historia de nuestros países desde perspectivas oblicuas, conscientemente extranjeras (pienso en Juan Gabriel Vásquez, Fernando Iwasaki, Álvaro Enrigue, Guadalupe Nettel o Juan Carlos Méndez Guédez)". Un vistazo atrás muestra que el Boom, en palabras de Juan Gabriel Vásquez, se dedicó obsesivamente a dar su versión de la historia latinoamericana, a construir una nueva historia en la literatura. "Luego hubo una especie de reacción hacia otras maneras de contar la experiencia, menos públicas, más intimistas. Ahora algunos novelistas se dan cuenta de que el Boom está lejos de haber agotado los lugares oscuros de nuestra historia, y se han concentrado en iluminarlos".
Son las luciérnagas perpetuas en la historia de la literatura. Lo que cambia son las miradas, insiste Santiago Roncagliolo. "Siempre tratamos de darnos sentido a nosotros mismos hurgando en nuestro pasado". Y añade que de la misma manera que se han vuelto a escribir novelas sobre historia, también lo hacen sobre guerrilleros, sólo que su figura ya no es épica ni ideal. "En Latinoamérica, nuestras heridas no han cicatrizado", afirmó el poeta argentino Juan Gelman el 23 de abril durante su discurso por el Premio Cervantes, en Madrid. Una aseveración que Wendy Guerra complementa diciendo que en el caso de su generación las heridas no han sido nombradas. "Mi diferencia con los colegas latinoamericanos es que estamos en un punto donde nombrar las heridas ya es ganancia, nos reconcilia con la conciencia de los personajes que narramos, nos vuelve persona y personaje en el propio acto de la narración transitoria y la vida dilatada por el texto. La revisión histórica se inicia, en mi caso, en el minuto en que decido decir la parte de la historia que he vivido y necesita ser nombrada, aunque duela en mi entorno".
Pero la brújula no siempre funciona bien por este trayecto. "Se corre el riesgo de la tipificación editorial. Se empiezan a ver repeticiones de lo mismo con novelas domésticas", advierte el ecuatoriano Leonardo Valencia (El libro flotante de Caytran Dölphin). "Ocurre ahora con la novela histórica o política del país de origen del autor, con temas interesantes pero que no aportan ni avanzan en la forma novelística ni en el lenguaje, y con guiños evidentes para reforzar el tópico o el trópico. Son correctas, pero siguen sin superar a las grandes novelas históricas y políticas de los setenta y ochenta. Esa revisión del pasado puede ser provechosa, si es una relectura formalmente arriesgada, pero me temo que no es así".
Todos tratan de volver a fundar con palabras América Latina. De desandar con las palabras ese atlas de sus vidas hechas de historias oídas, leídas, vistas, imaginadas, intuidas, vividas. Vívidas.
Los desencantos han dado paso a la ilusión por contarlo. Quizás lo que ha cambiado, reflexiona Andrés Neuman, es el abandono del propósito de encarnar determinados esencialismos nacionales y políticos, que no se han perdido, sino reformulado. De opinión parecida es Claudia Amengual. Recuerda que sus predecesores tenían un compromiso ideológico fuerte que se correspondía con la efervescencia de la década de los sesenta y la resistencia a las dictaduras que oprimieron la sociedad latinoamericana en los años siguientes. "Nuestra generación -me refiero a la de los escritores que estamos entre los treinta y cuarenta años- ha sufrido no sólo esas dictaduras sino también los efectos posteriores. Es una generación quizá algo desilusionada con el nuevo orden mundial, con menos utopías, pero no con menor compromiso. Nuestra literatura no siente que deba cumplir, necesariamente, con una función social, sino que tiene un valor intrínseco en tanto arte. Sin embargo, si bien la obra vale por sí, siento que sí existe un compromiso ético del autor con la coyuntura que le ha tocado vivir".
Sin miedo. Con descaro y más conciencia del oficio de escribir. Una metamorfosis literaria que Tréllez reconoce a través de "la alegoría, de la parodia, de la digresión, del secreto, y de todo lo que tenga relación con el juego y con el contrabando literario (el plagio, la cita apócrifa, el guiño, la deformada noción de autoría)". Un legado, agrega, que proviene de autores como Borges, Monterroso, Piglia, Bolaño, Pauls, Bellatin o Aira. En el mundo de los nuevos narradores no se teme a los dioses. "Es un placer escribir porque se hace sin la sombra de escritores paradigmáticos", confiesa el colombiano Antonio Úngar (Las orejas del lobo). Sobre todo en su país, porque si en América Latina la sombra de Gabriel García Márquez es fuerte, en Colombia lo es mucho más. "La generación anterior a la mía sufrió el paradigma: se podía escribir con o contra García Márquez, no había muchas más opciones. En mi generación, el vacío de referentes inmediatos es absoluto, lo que da mucho vértigo pero también una gran sensación de libertad".
Como se percibe en las páginas de Vivian Abenshuhan, Martín Kohan, Karla Suárez, Giovanna Rivero, Carlos Labbé, Susana Haug, Sergio Vilela, Juan Pablo Meneses, Efraín Medina, Gonzalo Garcés, María Fasce, Ariel Magnus, Luigi Amara, Alonso Sánchez Baute, Antonio García, Álvaro Bisama, Andrea Jeftanovic, Mario Mendoza, Jaime Alejandro Rodríguez, Wynter Melo, Yolanda Arroyo...
"Hacia allá". Es la era de los nichos, como la define el chileno Alberto Fuguet. La de aventuras individuales. Tras el hallazgo de Pablo Casacuberta (La parte de debajo de las cosas y Una línea más o menos recta), muchos son los que también señalan que el destino está en "hacia allá". Él lo mencionó cuando en Bogotá emboscaron a los escritores invitados con la pregunta: ¿hacia dónde va la literatura latinoamericana? "Fueron tantas veces, con tal esperanza acerca de nuestras habilidades para conocer el presente y predecir el futuro, que merecía ser contestada con el mismo entusiasmo visionario. Ese "hacia allá" no señalaba estrictamente hacia adelante, sino hacia adelante y a un costado. Se me ocurrió que tratar ese destino como si fuera un punto preciso en el espacio era la mejor manera de manifestar nuestra incapacidad para abordar la pregunta. Después, en la foto, todos señalamos el mismo punto, como si fuéramos un excitado corrillo de científicos apuntando hacia un meteorito".
Y los escritores se dirigen hacia ese destino desde múltiples y variadas rutas. A la chilena Lina Meruane (Fruta podrida y Cercada) lo que le resulta llamativo es "la aparente renuncia a construir una literatura que exprese la complejidad del mundo contemporáneo desde la ficción (la llamada no-ficción está en auge)". Destaca que se ha producido una esqueletización del entorno y del relato: de su imaginario, de su estructura, de su lenguaje. "Algo muy visible en la microficción, en el acortamiento del cuento y en la creciente brevedad de la novela. Esta literatura 'anoréxica' (así describía Alan Pauls la obra reciente de Mario Bellatin) insiste en sembrar agujeros en la trama: la idea de que el texto sólo muestre la punta del iceberg se ha transformado en la noción del relato-gruyère".
Otras bifurcaciones relevantes son las novelas de género, la hibridación de éstos a veces desencadena en la llamada no ficción citada por Meruane, al tiempo que coge fuerza el periodismo literario. Al argentino Pablo de Santis (El enigma de París) siempre le ha interesado la cuestión de los géneros: "Creo que nos conectan con lo más puro que hay en el hecho de narrar y por eso el encanto del policial, la ciencia-ficción y lo fantástico. Muchos autores se han inclinado por tomar a los géneros como inspiración; Guillermo Martínez, Edmundo Paz Soldán, Jorge Franco y Mario Mendoza, con el policial; Marcelo Birmajer, con el humor y la sátira, y Leopoldo Brizuela, con la novela de aventuras".
Una de las rutas más arriesgadas la ha encontrado Diego Tréllez en el mestizaje de géneros, con autores como Alejandro Zambra, Oliverio Coelho, Tryno Maldonado, Guadalupe Nettel o Inés Bortagaray. Sus obras, cuenta, "pueden ubicarse en esa zona indeterminada donde, de manera oscilante y a menudo indiscernible, se cruzan el ensayo y la novela, la verdad y la ficción, el crítico y el escritor".
La tercera gran ruta no es nueva, pero se refuerza. Se mueve en las fronteras entre periodismo y literatura, coinciden Santiago Roncagliolo y Edmundo Paz Soldán. "Hemos tenido una tradición interesante de cronistas desde la segunda mitad del siglo XIX, pero nunca, como ahora, tantos y de tanta calidad". El retrato de esta página literaria la completa Roncagliolo al decir que "el narrador se ha bajado del pedestal del sabio para sentarse en el banquillo de los testigos, y el periodista ha abandonado su complejo de inferioridad".
Y a este rumor alegre de la renovación literaria han contribuido más que nunca las mujeres. Algo muy significativo en un continente con poca tradición narrativa femenina. A diferencia de la poesía donde hay referencias que van desde sor Juana Inés de la Cruz pasando por Gabriela Mistral y Alejandra Pizarnik hasta Olga Orozco y Blanca Varela. Entre las debutantes de esta última década, cuenta Ena Lucía Portela, hay alrededor de una decena de narradoras que han alcanzado cierta visibilidad más allá de las fronteras de sus respectivos países.
Mujeres y hombres que Piedad Bonnett, poeta y narradora colombiana, ha leído en su mayoría porque fue una de las responsables de seleccionar a los escritores convocados en Bogotá 39. Para ella, "el panorama de la joven narrativa latinoamericana está lleno de sorpresas y diversidad de nombres ya bien conocidos y de otros que aún circulan poco y que el continente tiene que descubrir. Abarca desde obras como las de Jorge Volpi o Juan Gabriel Vázquez, que fabulan la historia universal o local en novelas de largo aliento, hasta las nouvelles de Alejandro Zambra, construidas sobre poderosos silencios y con personajes y argumentos que se niegan a consolidarse, y que implican una propuesta muy novedosa sobre el género. Por el camino encontramos obras interesantísimas, como la de Junot Díaz o Daniel Alarcón -el uno dominicano, el otro peruano- que escriben en inglés pero desde su condición de latinoamericanos, y con gran conciencia de la dureza de la vida en sus países pero también -sobre todo Junot- de la discriminación que padecen en el extranjero, de su condena a ser ciudadanos de segunda. Son inquietantes también las obras del prolífico y versátil Andrés Neuman, o la de mujeres con voces muy sugerentes y poderosas, como las de Guadalupe Nettel y Enna Lucía Portela. Pero no todo queda enmarcado en Bogotá 39. Escritores como Paz Soldán, Alan Pauls y otros que superan los cuarenta años se están ocupando de una renovación de la novela y el cuento que nos permite hablar de una muy dinámica búsqueda de nuevos lenguajes".
A ellos se han unido César Gutiérrez, Rafael Baena, Alejandro Parisi, Andrea Maturana, Maximiliano Barrientos, Tryno Maldonado, Mauricio Bernal, Javier Ponce, Margarita Borrero, Fernando Quiroz, Washington Cucurto, Sergio Bizzio, Slavko Zupcic, Romina Paula...
Sobre el futuro de todos ellos, uno de los más citados por los propios entrevistados, aunque empezó su andadura en los años noventa, es el peruano-mexicano Mario Bellatin, quien expresa su fe "en que autores que han nacido, viven, provienen por lazos de familia, o sienten que poseen alguna afinidad con la parte de América que utiliza alguna lengua latina -o una mezcla que incluya a una de ellas- como herramienta de trabajo no caigan en la soberbia de sentirse parte de un todo narrativo. Curiosamente, las veces que esto ha ocurrido marcó el declive en la obra de autores que hubieran podido ser clave, quizá, en la literatura universal".
Es el alba de una diáspora de creadores y creaciones de gran diversidad y vigor que han empezado a ser traducidos a varios idiomas. Algunos más conocidos fuera que en su propio continente. Transgresores autores del siglo XXI, que avanzan bajo la invocación de Sherezade hacia ese lugar señalado. "No me extrañaría que, dado ese inesperado consenso, la literatura latinoamericana termine yendo 'hacia allá' un día", reconoce Pablo Casacuberta. Y da más detalles de su ubicación para los que requieran coordenadas específicas: "El punto puede hallarse estirando el brazo en forma exactamente perpendicular a la línea trazada entre los hombros. Una vez allí, se desplaza el brazo una vez y media el ancho de la mano extendida hacia la derecha. Y luego se estira el índice y se señala levemente hacia abajo, como si una línea casi paralela al piso fuera a encontrarse con el horizonte. El lugar es exactamente ahí".

El exilio y el reino
Santiago Gamboa

"Las raíces de los hombres son los pies", escribió Juan Goytisolo, "y los pies se mueven", y por eso echar raíces en el mundo es también moverse por él, establecerse aquí y allá, rodar, abrir casas y volver a cerrarlas, cruzar océanos con cajas llenas de libros, adaptarse a lugares fríos, ver caer la tarde sobre el Hudson o el Bósforo, desde la ventana de la cocina, mientras se prepara un café y piensa en lo que va a escribir, o en lo que hubiera querido que fuera su libro, o en algo que lo atormenta y que no logrará hacer nunca, por más que llegue al otro extremo del último océano.
Hay un tipo de escritor que suele irse. ¿Por qué lo hace? Habría que mirar caso por caso. Wilde y Joyce se fueron de Irlanda y nunca regresaron, pues en la católica isla nadie entendía sus vidas y mucho menos sus escritos. Henry Miller también optó por alejarse de su ciudad, creyendo que así se acercaba a su obra, que por cierto aún no había escrito. Sin embargo, Borges, uno de los autores más cosmopolitas de la literatura, vivió casi toda su vida en Buenos Aires, mientras que otros, como el guatemalteco Miguel Ángel Asturias o el venezolano Arturo Uslar Pietri, descubrieron en París (en La Sorbona) su pasión indigenista, y entonces su obra, a partir de ahí, se centró en temas locales.
La literatura latinoamericana ha tenido varios hogares fuera de América Latina. Uno de ellos fue la Barcelona de principios de los setenta, por allí pasaron Mario Vargas Llosa, García Márquez, José Donoso, Jorge Edwards y otros más. Pero sobre todo París, con Julio Cortázar como figura tutelar, acompañado en diferentes épocas por Carlos Fuentes, Alfredo Bryce Echenique, Octavio Paz, Pablo Neruda, Alejo Carpentier y un largo etcétera. Cuando yo vine a París a principios de los noventa, atraído por ese mito, ya todos se habían ido. O casi todos, pues quedaba aún el gran Julio Ramón Ribeyro, en su apartamento del Parc Monceau, y Severo Sarduy, a quien jamás conocí, pues ya había iniciado el proceso de su enfermedad y se dejaba ver poco.
Estos escritores se movían por el mundo, pero en sus libros hablaban sobre todo de sus propios países o comarcas, o de París, que era territorio conquistado y que con Cortázar ya era indefectiblemente "nuestro". En alguna ocasión hubo polémicas sobre si se debía vivir "afuera" o "adentro", y algunas de ellas fueron encarnizadas. Recuerdo una entre José María Arguedas, Vargas Llosa y Cortázar. "No se puede escribir Latinoamérica desde París", decía Arguedas. Pero Cortázar y Vargas Llosa sí pudieron, con grandiosos resultados, pues al fin y al cabo escribir, lo que se dice escribir, se hace por lo general en un cuarto con una ventana, pero pocas veces se hace mirando por esa ventana, y entonces la ciudad o el mundo donde esté el cuarto puede ser, en muchos casos, irrelevante. Si Cabrera Infante hubiera mirado por la ventana nos habría narrado el smog de Londres no la vida y los anhelos del malecón habanero.
México ha sido otro de los grandes hogares. Los tres colombianos más célebres viven aún hoy allá; García Márquez, Mutis y Vallejo. También fue casa del guatemalteco Augusto Monterroso y hogar adoptivo de Roberto Bolaño, siendo además su gran tema literario, aun a la distancia.
Hoy, con la velocidad a la que todo nos llega, impregna e influencia, es aún menos relevante dónde vive el escritor latinoamericano, si vive exiliado en su país o está en Singapur. Lo importante es para quién escribe. Si lo hace para sus lectores naturales, es decir, la comunidad que habla su lengua y de la cual emergió, la hispano-americana, empezando por su propio país (aunque algunos editores dicen que América Latina ya no interesa en España, o algo mucho peor: "Que ya no vende"), o si escribe para cosechar éxito en mundos más ricos y opulentos, porque esto sí que lo cambia todo, ya que para medrar en esos lugares lo más a mano es repetir fórmulas y satisfacer los estereotipos de nuestro continente al interior del imaginario europeo. ¿Cuáles son los estereotipos de América Latina? Esto daría para otro artículo, pero se pueden resumir inicialmente en tres palabras: exotismo, evasión y revolución. Quien salga al ruedo con estos atributos y tenga cierta corrección en su prosa ganará espacio en el corazón de la clase media europea, que es la que alimenta los grandes éxitos de ventas.
Por eso, más que escritores de "adentro" o de "afuera", la verdadera diferencia, hoy, está entre quienes se disfrazan de latinoamericanos y escriben novelas para turistas extranjeros, satisfaciendo los estereotipos, y los que no, los que escriben para los suyos o para sí mismos, o para nadie, con sus experiencias y obsesiones, con su visión hipertrofiada o pesimista de ese reino que es la literatura y que cada vez parece tener menos lugar, por desgracia, en este mundo.

Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es autor, entre otros libros, de Perder es cuestión de método (Mondadori) y El síndrome de Ulises (Seix Barral)

La generación que se alejó del centro
Reina María Rodríguez

Thomas Bernhard ha sido un modelo para escritores que han perdido un Imperio. Autores que no pretendieron retomar el centro transitado por epígonos del Boom, sino que se hallaron, ante un vaciado de utopías y realismo mágico, succionando como eucaliptos el fondo áspero de cuanto rastrojo quedara por los alrededores. Estos autores, que se consagraron en los años 90, disfrutaron por la falta de un centro, hallaron diferentes niveles de ficción y realidad, creando novelas cortas y fragmentadas, con lo pasajero, la hibridez de géneros (lo variopinto), la contaminación; lo enrarecido, hacia una búsqueda experimental. Alta tensión entre una llamada "estética del cinismo", la violencia y el deseo de trastocar juicios sobre aspectos políticos y culturales manoseados por la costumbre y la Historia, desmitificándolos de golpe y porrazo.
Ellos toman por caminos que se extravían hasta llegar a "una historia de terror... que no lo parecerá", dijo Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Barcelona, 2003): Los detectives salvajes, La literatura nazi en América, Amuleto, Nocturno de Chile, Amberes y su gran obra póstuma, 2666. Peregrinaje de esos buscadores de vida y de matices, tratando de remendar "algo parecido a la vida" hasta lograr un libro a modo de diccionario literario, como si la literatura fuera el único centro posible. Con El cuchillo del mendigo, Lo que soñó Sebastián, Ningún lugar sagrado, Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) entra en "la burbuja artificial del momento presente": del secuestro, aquellos sótanos, el dinero y el precario equilibrio actual, para dejar abierta la pregunta: "¿Estaba vivo o no?".
Jorge Volpi (México, 1968) sabe que, "el fracaso es evidente desde el principio", haciendo nudos con lo real y el sentimiento, se dirige a los lectores y les pide que compartan su mundo en A pesar del oscuro silencio, La paz de los sepulcros, para "disecar los abismos de nuestro tiempo". Mientras Santiago Gamboa (Colombia, 1965) escribe como si filmara estampas. Sordidez, hipocresía y polaridad de las convenciones. Entre estos narradores de los noventa, Fernando Iwasaki (Perú, 1961) trae divertimentos ante la depresión, humor y erotismo: Helarte de amar, Ajuar funerario, La caja de pan duro.
Ella se regodea en los gestos, perfilando cada detalle como aceptación social, creando un espejo. Es Cristina Rivera-Garza (México, 1964), La muerte me da, Nadie me verá llorar, donde un personaje ve "muchachas con el vello púbico afeitado": la vida como un ensayo sin terminar. Entre borrachos, perros callejeros, hijos que no deben nacer, flota lo ilusorio, la desilusión, el escepticismo.
Artesanía en la escritura de Mario Bellatin, nacido en Perú y radicado en México (1963), autor de Damas chinas, El gran vidrio, El jardín de la señora Murakami que, cansado del realismo mágico y de los compromisos sociales, coquetea con mundos exóticos, travestismo, "chinerías"; inyectando historias difíciles de comprender, provocando esa curiosidad que proporcionan los misterios y la crueldad. Artista conceptual, estructura un libro infinito, como si sacara pedazos a flote reciclados para otra puesta en escena, donde la palabra y el cuerpo se manifiestan. Escritura a tajazos, parapléjica, que no pretende moralidad alguna, sino contar posibles fugas, usando esa sustancia "inadaptada" que es "lo literario" y donde el Hecho se vuelve voz.
Con fragmentos de una conversación se estructuran tres relatos de El asco, de Horacio Castellanos Moya (Honduras, 1957), entre palimpsestos de testimonios ataca los poderes, o en Derrumbamiento, las fobias de un niño, que durante un bombardeo siente más que miedo, odio por los nacionalismos. Contrabando de sombras, de Antonio José Ponte (Cuba, 1964), transcurre en un cementerio donde habitan personajes excluidos: fantasmas. Ya en su cuento Corazón de Skitalietsz, Veranda y Escorpión prefieren vagar antes de ser parte de un censo y un asilo, reflejando la libertad como metáfora. La violencia está en cómo corren riesgos para sobrevivir sin ser cuantificados. La fiesta vigilada, novela entre el ensayo y la ficción, hace un recorrido por la ciudad, a la novela de espionaje que le sirve de puente y, a la historia oficial de la cultura cubana, subvirtiendo espacios arquitectónicos por espacios de pensamiento donde el tiempo es protagonista y juez.
Estos autores tan diversos han desertado buscando un sitio laberíntico, sinuoso. Heredan de Bernhard su reacción contra la sacralización literaria y buscando alternativas al trauma de la creencia y a los centros desperdigados de la familia y del poder.

Reina María Rodríguez (La Habana, 1952) es poeta. En España está publicada su obra Al menos, así lo veía a contraluz (Archione Editorial).


domingo, mayo 04, 2008

La pinza del bogavante


A John Banville lo describen como un hombre formal y de sonrisa circunspecta en esta entrevista que le hizo Enric González y que apareció en Babelia el pasado 3 de mayo bajo el título “Dublín negro”, donde apunta frases puntuales para intentar definir a uno de los narradores contemporáneos fundamentales en lengua inglesa. "Los irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera", advierte Banville, para después agregar: "Soy como un bogavante. Yo tengo la pinza: es esta mano. Está increíblemente desarrollada para escribir historias".

A continuación la entrevista completa con el dueño de la pinza del bogavante.


Dublín negro
Sobre la pinza del bogavante, la esencia de esta historia, se hablará luego. También se hablará luego del inquietante Benjamin Black. Hay que empezar por el principio y John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) lleva ya 10 minutos esperando al periodista. Ocupa el peor asiento en la mejor mesa del restaurante y tiene ante sí una copa de vino blanco. Es un hombre formal que viste formalmente y luce una sonrisa circunspecta. No habría en él nada de amenazante, si nos olvidáramos de la pinza. Dicen de Banville que es el mejor escritor en lengua inglesa. Quien redacta estas líneas carece de autoridad para proclamar algo tan grave, pero lo piensa. La pinza está ahí, y su presencia no afecta solamente al entrevistador. Banville es también consciente de ella. Para disimularla, añade a su humor oscuro, muy irlandés, abundantes dosis de autoironía.

El gran escritor es vegetariano, pero recomienda encarecidamente las chuletas de cordero. No fuma, pero no le parece mal que otros fumen. En su caso, esa tolerancia desasosiega. El fenómeno es parecido al de Funes el memorioso, aquel personaje de Borges incapaz de olvidar nada, cuyos interlocutores quedaban paralizados: sabían que cualquiera de sus palabras, titubeos y errores se grababan para siempre en la mente de Funes. En el caso de John Banville, uno teme por su alma. Más tarde, el escritor lo reconocerá: si no se interesa por alguien, ve sólo una máscara; si se interesa, hurga en esa persona y la reconstruye en palabras para hacerla “verdadera”, como uno de sus personajes. “Están los hechos y está la verdad”, dice, “y no coinciden necesariamente”. Lleva casi medio siglo desbrozando realidad para encontrar verdades.

Se hace pasar por un autor casi marginal, escudado tras sus ventas. Algunas de sus novelas, es cierto, han tenido tiradas iniciales de 5.000 ejemplares. También es cierto, sin embargo, que fue editor literario del Irish Times y que sus críticas, ocasionalmente feroces, se publican desde hace años en The New York Review of Books, donde se dio el gustazo de destrozar una novela, Sábado, de un colega tan insigne como Ian McEwan. Es amigo de Claudio Magris y cuenta divertidísimas anécdotas de otros escritores, con la condición de que no se publiquen. El almuerzo transcurre ameno: luce el sol sobre Dublín, desde la ventana se ven las aguas plateadas del Liffey, Banville pide más vino y los comensales ríen.

John Banville nació en Wexford, una ciudad provinciana en un país que entonces, a mediados de los cuarenta, era el colmo del provincianismo: pobreza, hipocresía, sotanas y censura. La prensa inglesa llegaba recortada, porque un irlandés no podía ver un anuncio de preservativos. Su padre trabajaba en un garaje y su madre se cuidaba de la casa. No fue a la universidad. En cuanto pudo se largó de casa y encontró empleo como oficinista en Aer Lingus, las líneas aéreas irlandesas. Fue un don nadie durante décadas, y lo sabía. Un don nadie con la pinza. Ese antiguo martirio del ego asoma puntualmente. Al hablar de su Arte, habla con mayúsculas. Nada de falsas modestias. En 2006, cuando recibió el prestigioso Booker Prize, el máximo premio literario británico, por su novela El mar, Banville felicitó al jurado por conceder el reconocimiento a “un libro de verdad”.

Bajo el restaurante se encuentra la librería The Winding Stair. Insiste en entrar y ruega que se cite el nombre, porque es amigo de los propietarios. Para sellar el pacto con el entrevistador, comete un soborno escasamente delictivo y le regala Cartas de Ted Hughes, una recopilación de la correspondencia privada del poeta inglés. Son 37 euros y 756 páginas. “Ya verá, es muy ingenioso”, explica. En ese momento, el receptor del pesado soborno sospecha que el libro sobre Hughes, quizá como las chuletas, forma parte de una broma críptica. Y no: las cartas del poeta son, en efecto, casi divertidas. A Banville, con su pasión por escudriñar el alma humana, deben apasionarle.

Hablando de alma humana, quien no ha leído aún nada de John Banville podría comenzar por El intocable (1997). Se trata de su novela más convencional. Es casi una biografía de Anthony Blunt, el asesor de arte de la reina Isabel II que espió para los soviéticos. Victor Maskell, el intocable, es un Blunt pasado por la pinza, es decir, más verdadero que el propio Blunt. Banville recuerda con halago que Stella Rimington, jefa del MI5, el servicio de espionaje británico, se declaró entusiasta de El intocable. A partir de ahí se puede seguir con El libro de las pruebas, o El mar, o cualquier otra entre una quincena de obras magníficas.

A Banville le incomoda su reputación de escritor para élites, de “escritor para escritores”. “Esa fama es un desastre”, bromea, “porque los escritores no compran libros, y si lo hacen es para apuñalarte por la espalda”. Admite, en cualquier caso, que su prosa “puede ser difícil, aunque a mí no me lo parezca”. “Es cierto, mis textos no toleran al lector que se duerme entre una línea y otra. Exigen atención. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría escribir?”. Esta parte de la conversación transcurre en el estudio de Banville, donde no queda ya margen para disimulos. Es el momento de hablar de su talento. Y de la pinza. Y de su otro yo.

Empieza con el viejo y solvente argumento de la condición irlandesa. “Yo soy irlandés, y los escritores irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera. Cuando leo a Nabokov [de origen ruso] le entiendo perfectamente, porque también escribe inglés desde fuera. Un autor inglés intenta que su prosa sea fácil y transparente, siguiendo el consejo de George Orwell: el texto debe ser como una hoja de cristal. Para mí, para los irlandeses, no debe ser un cristal, sino una lente capaz de aproximar, alejar o distorsionar. Mire, venimos del gaélico, una lengua extraordinariamente evasiva en la que no es posible decir cosas directas. No se puede decir, por ejemplo, “soy un hombre”. Habría que decir algo así como “estoy en mi hombría”. El gaélico es oblicuo y se aleja continuamente de lo esencial, mientras el inglés es lo contrario, va directo al grano. “Esa tensión, nacida a mediados del siglo XIX, cuando dejamos de hablar gaélico y adoptamos el inglés del imperio, generó un lenguaje nuevo y potente. El lenguaje de Wilde, Keats, Shaw, Joyce, Beckett, distinto del inglés de Inglaterra, Estados Unidos o Australia”.

“Irlanda es un país de contadores de historias”, prosigue. “Imagine que uno de nuestros políticos o uno de nuestros obispos comete algo terrible. Bien. A usted le interesaría saber exactamente cómo han sucedido las cosas. Para nosotros, eso es secundario. Lo que nos importa es cómo van a explicarse. Si el político o el obispo son capaces de justificarse con gracia, es decir, con un relato humano y apasionante, pueden salir del apuro sin grandes problemas”.

Tras el circunloquio irlandés, el trabajo de Banville, que fabrica su prosa “con los horarios de un oficinista: de nueve y media a seis, con una pausa para el almuerzo”. “Al principio escribía y reescribía, y mi primera novela tuvo nueve versiones. Ahora no. Ahora voy frase a frase, y no paso a la siguiente hasta conseguir exactamente lo que quiero. También me interesa el ritmo, dentro de la frase y en el conjunto. Es muy importante conseguirlo”.

“Creemos hablar una lengua”, prosigue, “pero es la lengua quien nos habla a nosotros. Cada palabra ha sido utilizada ya un billón de veces y carga con el eco de todo ese uso; también carga, además, con el peso de todas las cosas que no dice. Shakespeare y Cervantes vivieron cuando el hombre moderno descubrió el yo, fueron los primeros en decir realmente ‘soy yo’, y escribieron en un molde relativamente nuevo. El inglés y el castellano eran idiomas jóvenes. Ahora son idiomas gastados, cansados, y a la vez más ricos. En realidad, las palabras siguen sorprendiéndome, sigo descubriendo en el diccionario acepciones que desconozco”. A Banville le encantan las anécdotas literarias. “¿Sabe lo de Thomas Hardy? Una vez topó en un libro con una palabra que ignoraba. Buscó en el diccionario y resultó que la única fuente para esa palabra era una frase escrita por el propio Hardy”.

La de Banville no fue una vocación tardía. “Hacia los 12 años fui consciente de que lo mío era el lenguaje. Es el momento en que percibimos cómo nos enfrentaremos al mundo. Luego, durante un tiempo, quise ser pintor, pero me faltaba talento. Ahora, a mi edad, no sabría vivir sin palabras. Es un poco triste: nada es real para mí si no está expresado con palabras. Lo mismo debe pasarle a usted, que trabaja como periodista: está continuamente traduciendo la realidad en palabras”.

El periodista, interpelado, se defiende como puede.

—Yo no soy un creador, me limito a trabajar en esto.

—Ya —ríe Banville—. Ésa es la ilusión con la que se protege.

—Usted ha sido periodista y sabe que tengo razón.

—Yo no he sido periodista como usted. Yo he hecho periodismo cultural, críticas de libros. Eso es trabajar con artefactos hechos de palabras. Usted, en cambio, puede ir a un incendio en el que mueren 40 personas y contarlo después en 400 palabras. ¿Se da cuenta? Traduce un suceso tremendo en una pieza breve y comprensible. No hace ficción, pero necesita un esfuerzo de imaginación. Yo tendría dificultades para hacer eso. Vería el cadáver de una anciana y pensaría en que, seguramente, tenía un gato. ¿Habría muerto el gato? ¿Habría escapado? Quedaría atrapado en los detalles.

A estas alturas, John Banville muestra el más claro rastro de la pinza. Abre un cuaderno que es un libro. Sus libros nacen así, con una pluma estilográfica que traza signos asombrosamente pulcros, regulares y legibles sobre un cuaderno de hojas blancas. Ninguna tachadura. Todo exacto, impoluto y definitivo. Frase a frase. Es el momento de preguntarle cómo sobrelleva su condición de maestro supremo de la lengua inglesa.

“No, no, no”, dice. Se trata, pese a su reiteración, de un “no” relativo. “Tengo muy desarrollado el sentido del absurdo y no creo en la noción del gran hombre, el maestro. Muchos de los males del siglo XX surgieron de ahí, de la devoción por el presunto gran hombre. Yo llevo casi 50 años en esto y, sí, creo que a estas alturas he aprendido a manejar mi idioma. Soy capaz de escribirlo todo exactamente como quiero. Pero no soy un maestro, no tengo autoridad. Sigo peleándome con las sombras, aún me pregunto con qué palabra empezar y aún tengo miedo a hacerlo mal. Soy como un bogavante. ¿Se imagina un bogavante? ¿Recuerda esas pinzas enormes? Yo tengo la pinza: es esta mano. Está increíblemente desarrollada para escribir historias. Sé que dispongo de ese talento. El resto de mí, como le ocurre al bogavante, es coraza y fragilidad”.

¿Y Benjamin Black? ¿Se parece a John Banville? “No, Black no tiene problemas. Black, por ejemplo, escribe con el ordenador. La pantalla es demasiado rápida para Banville; en cambio, tiene la velocidad adecuada para un tipo como Benjamin Black”. El tal Black nació de las novelas de Simenon, “las buenas, las que no son de Maigret”, y de un guión televisivo que no llegó a producirse. Banville tenía una historia en las manos y decidió convertirse en Black para escribirla en tercera persona (los libros de Banville siempre se relatan en primera persona) y con la displicencia que exige el género negro. La historia se convirtió en El secreto de Christine, una novela de crímenes e hipocresía ambientada en Dublín y Boston a mediados de los cincuenta. “Aquél fue un tiempo oscuro, un tiempo de culpa, cigarrillos y secretos profundos, ideal para la intriga”, comenta. No se documentó sobre la época. “Los novelistas no deben investigar, sino crear. Nuestro trabajo consiste en inventar. Los hechos y la verdad no son lo mismo, ¿recuerda?”.

El secreto de Christine (2006) resultó una novela tersa, amarga, con un protagonista fascinante: el médico forense Quirke, grande, alcohólico y desencantado. “Creo que Black tiene talento para la ficción barata”, se burla Banville. Al año siguiente apareció una nueva obra de Black: The silver swan, que ahora se publica en España como El otro nombre de Laura (Alfaguara). De nuevo el protagonista es Quirke y los personajes principales son los mismos. Esta segunda novela es aún mejor que la primera. En verano, Black serializó para The New York Times una tercera entrega, The lemur. Banville contempla con escepticismo la intensa actividad de su otro yo: “¿Usted cree que Benjamin Black llegará a ganar dinero?”.