domingo, mayo 25, 2008

La nueva narrativa latinoamericana


Ya dejó de ser la voz del muchacho alertando a los aldeanos que viene el lobo, ahora es una certeza incuestionable: la narrativa que se escribe actualmente en América Latina ya no se rige por las recetas del boom y, como bien señala Santiago Gamboa (foto), se ha marcado una diferencia precisa entre "quienes se disfrazan de latinoamericanos y escriben novelas para turistas extranjeros, satisfaciendo los estereotipos, y los que no, los que escriben para los suyos o para sí mismos, o para nadie, con sus experiencias y obsesiones, con su visión hipertrofiada o pesimista de ese reino que es la literatura". Y la Feria del Libro de Madrid ha sido el ámbito natural para que esta nueva propuesta asuma carta de ciudadanía, como ha dejado constancia el suplemento Babelia, de donde hemos extraído estas tres visiones sobre el tema.

América Latina pasa página
Winston Manrique Sabogal

Hacia dónde va la literatura latinoamericana? Y el escritor extendió el brazo derecho señalando hacia un lado mientras exclamaba: "¡Hacia allá!". Todos giraron la cabeza y trataron de descubrir con la mirada el lugar al que apuntaba el índice del autor uruguayo Pablo Casacuberta. Tantos años cercados por esa pregunta. Miles de reflexiones. Tantos años esperando la respuesta y ahora, por fin, estaba ahí, a la vista de todos, reducida a un punto en el horizonte. Hacia dónde va el propio Casacuberta junto a un número sin precedentes de nuevos escritores de América Latina, comprometidos con búsquedas estéticas innovadoras.
Avanza sin miedo. Sin prejuicios. Sin presiones. Explorando. Libres. Inaugurando un nuevo tiempo. Son de linaje absolutamente contemporáneo. Hijos del mestizaje genético, cultural y literario. Viajeros, cosmopolitas que viven en diferentes ciudades del mundo, herederos de toda la literatura universal, de vocación global en sus temáticas, sin mundos totalizadores, con más mujeres que en otras épocas y unidos por la diversidad y la pluralidad de estilos. Estirpe de estos tiempos para quienes hablar hoy de si existe o no una literatura latinoamericana es una entelequia. Comparten pasado e idioma, pero su creación no es homogénea, surge y avanza por una frondosa geografía literaria sin fronteras que atraviesan sus autores en busca del lugar señalado: "Hacia allá".
Ése es el presente. Así lo ve ese grupo de latinoamericanos que en esta década ha debutado o publicado algunas de sus primeras obras de narrativa en las que se aprecian talento y semillas de prestigio. Forman una gran polifonía de voces procedentes de 19 países, varias de las cuales sonarán más allá de este comienzo del siglo XXI, y cuyo paisaje literario describen hoy aquí Ena Lucía Portela, Juan Gabriel Vásquez, Lina Meruane, Claudia Amengual, Edmundo Paz Soldán, Andrés Neuman, Oliverio Coelho, Guillermo Martínez, Wendy Guerra, Leonardo Valencia, Pablo de Santis, Antonio Úngar, Diego Tréllez, Pablo Casacuberta y Santiago Roncagliolo.
Saben que muchos miran hacia América Latina. Editores y lectores de medio mundo aguardan. Las expectativas son enormes tras el mítico éxito literario de los años sesenta y setenta conocido como el Boom. Demasiado etiquetado. Eclipsante para los lectores. Pero eso ya es una página pasada que los nuevos narradores han incorporado con naturalidad a la tradición literaria universal. No hay tendencias parricidas, y lo que mejor ha asimilado de aquel festín creativo esta generación es la libertad de rupturas temáticas y estéticas. Crean el paraíso del riesgo donde todo es posible.
"Quizá la literatura latinoamericana se sintió obligada a retratarse a sí misma. Como si se mirase a través de lo que otras culturas esperaban de ella. Pero desde hace varios años aspira a simbolizar cualquier espacio, a ser una metonimia del mundo. La sensación es de desprejuicio territorial", asegura el argentino Andrés Neuman (autor de títulos como Una vez Argentina). Si hay una tendencia clara tiene que ver "con el desembarazamiento de las características más notorias que identificaron para el lector europeo lo que significaba Latinoamérica: tropicalismos, barbarie, realismo mágico, representación de la gran escena del poder y la sociedad a través de dictadores y patriarcas", explica el argentino Guillermo Martínez (Los crímenes de Oxford).
Adiós al tópico tropical y exuberante que insiste en ver el mundo y ensombrece el resto del panorama creativo. Lejos ya de fulgores y liberados de prejuicios y presiones, se trata de una literatura más emigrante y nómada que nunca. Todos avanzan, exploran, pero de manera individual y con micromundos que albergan el universo. Se sabe de sesenta, setenta..., un incontable número de escritores recientes que no paran de adentrarse en un territorio que tiene el aire fresco dejado tras una gloriosa tempestad. "Ya nadie tiene que justificarse, como les tocó a Borges o a Cortázar, por contar historias europeas o indias o norteamericanas con personajes norteamericanos o indios o europeos. Nuestra tradición es toda la literatura", sentencia el colombiano Juan Gabriel Vásquez, autor de Historia secreta de Costaguana, al reflexionar sobre el derecho a trabajar con toda la literatura universal como pedía Jorge Luis Borges. Este grupo de escritores invoca las palabras libertad y ruptura, porque "un narrador latinoamericano de ahora mismo no tiene que circunscribir sus relatos a la contemporaneidad, o a la historia, o a su país. Tampoco es obligatorio escribir sobre política. No hay 'compromiso social' que valga; sólo el compromiso consigo mismo", afirma la cubana Ena Lucía Portela (Cien botellas en una pared).
Más que manifiestos, lo que ha cambiado es la percepción. Con esas coordenadas ha echado a andar este grupo de escritores. Buscan ese lugar señalado aquella noche de agosto pasado en Bogotá 39 -el encuentro que reunió a algunos de los mejores autores latinoamericanos menores de 39 años, convocados por el Hay Festival y la Unesco dentro de los actos de Bogotá Capital Mundial del Libro-. Y cuentan que tan pronto como Pablo Casacuberta reveló que "hacia allá" era el lugar de destino de las letras latinoamericanas, empezó a correrse la voz, y que cuando llegó a oídos del argentino Pedro Mairal, éste sólo atino a advertir: "Y apúrense porque va corriendo".
La travesía no es fácil. Para entenderla mejor, J. Ernesto Ayala-Dip, uno de los críticos de Babelia, se remonta al penúltimo capítulo de esta historia: "Después del sarampión del posboom (años ochenta), y sus enormes secuelas, en cuyo vértice funcionaría como paradigma una novela como La casa de los espíritus, de Isabel Allende, un sarampión que duró mucho y que supuso un grave malentendido en torno a los acuerdos entre imaginación, escritura y realidad social (tanto que se tuvo que volver sobre la importancia de una novela capital como Cien años de soledad, escrita por Gabriel García Márquez en 1967, uno de los orígenes involuntarios de ese malentendido), después de ello, en los últimos años, tal vez décadas, parece que se transita por soluciones de transversalidad en las tendencias narrativas. Hay un proyecto festivo de la invención, otro de experimentación e intertextualismo, de reflexión crítica de las últimas dictaduras latinoamericanas. Novelas realistas (con el criterio también huidizo e inaprehendible con que César Aira tonifica el concepto de realidad) que compiten con las que Roberto Bolaño llamaba novelas mutantes (mezcla, como las suyas, de novela y cuento). El compromiso político, en esta época de inhibición ideológica, rivaliza con el más exigente compromiso estético. Y con una gran presencia del cuento, que allí siempre ha tenido acogida por escritores y lectores".
Senderos que exploran autores como Guadalupe Nettel, Iván Thays, Antonio José Ponte, Juan Carlos Botero, Ronaldo Menéndez, Martín Solares, Inés Bortagaray, Jorge Eduardo Benavides, Florencia Abbate, Fabrizio Mejía, Pilar Quintana, John Jairo Junieles, José Pérez Reyes, Claudia Hernández...
Vocación universal. Expedicionarios que crean un gran puzle con tonos transgresores o de renovada tradición. Julio Ortega, del Departamento de Estudios Hispanoamericanos de la Universidad de Brown, completa este presente aclarando que en la última narrativa latinoamericana "no hay parricidios, hay relevos, turnos y diversificación. Y también renovación: los jóvenes del crack cumplieron 40 años y escriben todavía mejor. Y hay narradores de veintipocos años que merecen atención. Se debe a las demandas de esa extrema libertad recibida. No sorprende que sean parte de una conversación más amplia, donde se descubren como interlocutores de una charla que incluye a otros". Y cierra su retrato con un juego literario, como en un jardín de senderos que se bifurcan: "El jardín es una cita literaria, y los senderos se abren incesantes a nuevas lecturas. La última narrativa es una narrativa de narrativas".
Casi todos han renunciado al afán totalizador de construir novelas o proyectos literarios que explicaban una época y que ha caracterizado a la literatura latinoamericana, asegura el escritor peruano Diego Tréllez (El círculo de los escritores asesinos), que publicará en verano una antología con autores de la última generación. Los nuevos narradores describen mundos más cercanos, íntimos. Hacen de lo particular y singular lo universal. El amor, la soledad, el desconcierto, la muerte, la inmigración, el éxito, la envidia, las repercusiones del 11-S, los nuevos miedos, el desamparo, las ilusiones, las dudas o las diferentes formas de violencia que van moldeando el mundo.
Su legado literario procede de todas partes y lo buscan en todos lados, recuerda el boliviano Edmundo Paz Soldán (Río fugitivo). "Mientras los escritores europeos o norteamericanos suelen leer sólo literatura de sus propios países, en América Latina se puede encontrar a mexicanos que leen a Kawabata, argentinos que apuestan por Janet Malcolm, colombianos que siguen a Conrad, peruanos aficionados a Modiano, puertorriqueños fanáticos de Ngugi Wa Thiongo, guatemaltecos fervorosos de Vila-Matas, chilenos obsesionados con Clarice Lispector". Lecturas universales combinadas con las de sus paisanos clásicos, como José Eustasio Rivera, Alejo Carpentier, Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Rómulo Gallegos, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos o Gabriel García Márquez.
Es una generación que vive y siente con naturalidad las tradiciones culturales y literarias de sus países de origen, su continente y el resto del mundo. Avanzan como alegres guaqueros. "Somos saqueadores de las tradiciones de todos lados", reconoce el mexicano Antonio Ortuño (Recursos humanos). Por eso no es fácil hablar de literatura latinoamericana. Son 19 países y cada uno de ellos es un mundo. No son un grupo uniforme, ni existe un español latinoamericano, sino muchos, aclara Ena Lucía Portela. "Pero de ningún modo debe hablarse de literatura latinoamericana vinculada a una ideología determinada y a motivos considerados exóticos según una visión eurocéntrica", hace énfasis la uruguaya Claudia Amengual (Desde las cenizas).
Tampoco se consideran una hermandad de literatos intentando preservar y legalizar para el mundo una herencia cultural milenaria e inmaculada, afirma Diego Tréllez. "El chovinismo en la literatura es un cáncer extirpable. Lo nacional tiende a ser un concepto desfasado para analizar nuestras correspondencias". Y si algo queda de esto, es por poco tiempo, vaticina el peruano Santiago Roncagliolo (Abril rojo). Recuerda que en países como el Reino Unidos y Estados Unidos la literatura ha incorporado miradas mestizas y el índice de la última antología de jóvenes narradores de la revista Granta "parece un listado de la oficina de migraciones. En España, la inmigración es reciente, pero ya hay autoras como Najat el Hachmi que escribe en catalán. Pronto empezarán a hacerlo también los hijos de los latinoamericanos y la pregunta por su identidad carece de sentido".
Se sienten orgullosos de tener deudores tan diferentes. No quieren que les sorprenda el olvido.
"Heredamos la literatura de los años sesenta de nuestros padres. Reconstruimos con nuestra 'filosofía barata y zapatos de goma' a los pensadores alemanes, a sabios del Oriente, a los clásicos, los grafitos de los metros, la mítica popular. Cada quien se arma un puzle con sus referentes y necesidades", resume la cubana Wendy Guerra (Todos se van). Es una literatura en continuo devenir, que en cualquier momento puede engendrar algo que nunca fue leído antes, está convencido el argentino Oliverio Coelho (Promesas naturales).
Sobre estos predios vecinos exploran autores como William Ospina, Álvaro Enrigue, Rodrigo Hasbún, Ana Gabriela Alemán, Marcelo Birmajer, Eduardo Halfon, Jorge Franco, Marbel Sandoval, Mariana Enríquez, Ricardo Silva, Armando Luigi Castañeda, Rodrigo Blanco, Héctor Abad, Damián Tabarovsky...
Refundar con palabras. Ahora se vuelven a visitar territorios conocidos. Autores que escriben sobre la historia de sus países o regiones, una especie de revisión de la historia para tratar de descifrar o interpretar el presente. Andrés Neuman cree que se trata de un doble desplazamiento: "Muchos escritores latinoamericanos (por ejemplo, los del crack) se han propuesto emigrar literariamente a escenarios que trasciendan sus fronteras nacionales, y otros (en general, influidos por una experiencia emigratoria) hemos revisitado la historia de nuestros países desde perspectivas oblicuas, conscientemente extranjeras (pienso en Juan Gabriel Vásquez, Fernando Iwasaki, Álvaro Enrigue, Guadalupe Nettel o Juan Carlos Méndez Guédez)". Un vistazo atrás muestra que el Boom, en palabras de Juan Gabriel Vásquez, se dedicó obsesivamente a dar su versión de la historia latinoamericana, a construir una nueva historia en la literatura. "Luego hubo una especie de reacción hacia otras maneras de contar la experiencia, menos públicas, más intimistas. Ahora algunos novelistas se dan cuenta de que el Boom está lejos de haber agotado los lugares oscuros de nuestra historia, y se han concentrado en iluminarlos".
Son las luciérnagas perpetuas en la historia de la literatura. Lo que cambia son las miradas, insiste Santiago Roncagliolo. "Siempre tratamos de darnos sentido a nosotros mismos hurgando en nuestro pasado". Y añade que de la misma manera que se han vuelto a escribir novelas sobre historia, también lo hacen sobre guerrilleros, sólo que su figura ya no es épica ni ideal. "En Latinoamérica, nuestras heridas no han cicatrizado", afirmó el poeta argentino Juan Gelman el 23 de abril durante su discurso por el Premio Cervantes, en Madrid. Una aseveración que Wendy Guerra complementa diciendo que en el caso de su generación las heridas no han sido nombradas. "Mi diferencia con los colegas latinoamericanos es que estamos en un punto donde nombrar las heridas ya es ganancia, nos reconcilia con la conciencia de los personajes que narramos, nos vuelve persona y personaje en el propio acto de la narración transitoria y la vida dilatada por el texto. La revisión histórica se inicia, en mi caso, en el minuto en que decido decir la parte de la historia que he vivido y necesita ser nombrada, aunque duela en mi entorno".
Pero la brújula no siempre funciona bien por este trayecto. "Se corre el riesgo de la tipificación editorial. Se empiezan a ver repeticiones de lo mismo con novelas domésticas", advierte el ecuatoriano Leonardo Valencia (El libro flotante de Caytran Dölphin). "Ocurre ahora con la novela histórica o política del país de origen del autor, con temas interesantes pero que no aportan ni avanzan en la forma novelística ni en el lenguaje, y con guiños evidentes para reforzar el tópico o el trópico. Son correctas, pero siguen sin superar a las grandes novelas históricas y políticas de los setenta y ochenta. Esa revisión del pasado puede ser provechosa, si es una relectura formalmente arriesgada, pero me temo que no es así".
Todos tratan de volver a fundar con palabras América Latina. De desandar con las palabras ese atlas de sus vidas hechas de historias oídas, leídas, vistas, imaginadas, intuidas, vividas. Vívidas.
Los desencantos han dado paso a la ilusión por contarlo. Quizás lo que ha cambiado, reflexiona Andrés Neuman, es el abandono del propósito de encarnar determinados esencialismos nacionales y políticos, que no se han perdido, sino reformulado. De opinión parecida es Claudia Amengual. Recuerda que sus predecesores tenían un compromiso ideológico fuerte que se correspondía con la efervescencia de la década de los sesenta y la resistencia a las dictaduras que oprimieron la sociedad latinoamericana en los años siguientes. "Nuestra generación -me refiero a la de los escritores que estamos entre los treinta y cuarenta años- ha sufrido no sólo esas dictaduras sino también los efectos posteriores. Es una generación quizá algo desilusionada con el nuevo orden mundial, con menos utopías, pero no con menor compromiso. Nuestra literatura no siente que deba cumplir, necesariamente, con una función social, sino que tiene un valor intrínseco en tanto arte. Sin embargo, si bien la obra vale por sí, siento que sí existe un compromiso ético del autor con la coyuntura que le ha tocado vivir".
Sin miedo. Con descaro y más conciencia del oficio de escribir. Una metamorfosis literaria que Tréllez reconoce a través de "la alegoría, de la parodia, de la digresión, del secreto, y de todo lo que tenga relación con el juego y con el contrabando literario (el plagio, la cita apócrifa, el guiño, la deformada noción de autoría)". Un legado, agrega, que proviene de autores como Borges, Monterroso, Piglia, Bolaño, Pauls, Bellatin o Aira. En el mundo de los nuevos narradores no se teme a los dioses. "Es un placer escribir porque se hace sin la sombra de escritores paradigmáticos", confiesa el colombiano Antonio Úngar (Las orejas del lobo). Sobre todo en su país, porque si en América Latina la sombra de Gabriel García Márquez es fuerte, en Colombia lo es mucho más. "La generación anterior a la mía sufrió el paradigma: se podía escribir con o contra García Márquez, no había muchas más opciones. En mi generación, el vacío de referentes inmediatos es absoluto, lo que da mucho vértigo pero también una gran sensación de libertad".
Como se percibe en las páginas de Vivian Abenshuhan, Martín Kohan, Karla Suárez, Giovanna Rivero, Carlos Labbé, Susana Haug, Sergio Vilela, Juan Pablo Meneses, Efraín Medina, Gonzalo Garcés, María Fasce, Ariel Magnus, Luigi Amara, Alonso Sánchez Baute, Antonio García, Álvaro Bisama, Andrea Jeftanovic, Mario Mendoza, Jaime Alejandro Rodríguez, Wynter Melo, Yolanda Arroyo...
"Hacia allá". Es la era de los nichos, como la define el chileno Alberto Fuguet. La de aventuras individuales. Tras el hallazgo de Pablo Casacuberta (La parte de debajo de las cosas y Una línea más o menos recta), muchos son los que también señalan que el destino está en "hacia allá". Él lo mencionó cuando en Bogotá emboscaron a los escritores invitados con la pregunta: ¿hacia dónde va la literatura latinoamericana? "Fueron tantas veces, con tal esperanza acerca de nuestras habilidades para conocer el presente y predecir el futuro, que merecía ser contestada con el mismo entusiasmo visionario. Ese "hacia allá" no señalaba estrictamente hacia adelante, sino hacia adelante y a un costado. Se me ocurrió que tratar ese destino como si fuera un punto preciso en el espacio era la mejor manera de manifestar nuestra incapacidad para abordar la pregunta. Después, en la foto, todos señalamos el mismo punto, como si fuéramos un excitado corrillo de científicos apuntando hacia un meteorito".
Y los escritores se dirigen hacia ese destino desde múltiples y variadas rutas. A la chilena Lina Meruane (Fruta podrida y Cercada) lo que le resulta llamativo es "la aparente renuncia a construir una literatura que exprese la complejidad del mundo contemporáneo desde la ficción (la llamada no-ficción está en auge)". Destaca que se ha producido una esqueletización del entorno y del relato: de su imaginario, de su estructura, de su lenguaje. "Algo muy visible en la microficción, en el acortamiento del cuento y en la creciente brevedad de la novela. Esta literatura 'anoréxica' (así describía Alan Pauls la obra reciente de Mario Bellatin) insiste en sembrar agujeros en la trama: la idea de que el texto sólo muestre la punta del iceberg se ha transformado en la noción del relato-gruyère".
Otras bifurcaciones relevantes son las novelas de género, la hibridación de éstos a veces desencadena en la llamada no ficción citada por Meruane, al tiempo que coge fuerza el periodismo literario. Al argentino Pablo de Santis (El enigma de París) siempre le ha interesado la cuestión de los géneros: "Creo que nos conectan con lo más puro que hay en el hecho de narrar y por eso el encanto del policial, la ciencia-ficción y lo fantástico. Muchos autores se han inclinado por tomar a los géneros como inspiración; Guillermo Martínez, Edmundo Paz Soldán, Jorge Franco y Mario Mendoza, con el policial; Marcelo Birmajer, con el humor y la sátira, y Leopoldo Brizuela, con la novela de aventuras".
Una de las rutas más arriesgadas la ha encontrado Diego Tréllez en el mestizaje de géneros, con autores como Alejandro Zambra, Oliverio Coelho, Tryno Maldonado, Guadalupe Nettel o Inés Bortagaray. Sus obras, cuenta, "pueden ubicarse en esa zona indeterminada donde, de manera oscilante y a menudo indiscernible, se cruzan el ensayo y la novela, la verdad y la ficción, el crítico y el escritor".
La tercera gran ruta no es nueva, pero se refuerza. Se mueve en las fronteras entre periodismo y literatura, coinciden Santiago Roncagliolo y Edmundo Paz Soldán. "Hemos tenido una tradición interesante de cronistas desde la segunda mitad del siglo XIX, pero nunca, como ahora, tantos y de tanta calidad". El retrato de esta página literaria la completa Roncagliolo al decir que "el narrador se ha bajado del pedestal del sabio para sentarse en el banquillo de los testigos, y el periodista ha abandonado su complejo de inferioridad".
Y a este rumor alegre de la renovación literaria han contribuido más que nunca las mujeres. Algo muy significativo en un continente con poca tradición narrativa femenina. A diferencia de la poesía donde hay referencias que van desde sor Juana Inés de la Cruz pasando por Gabriela Mistral y Alejandra Pizarnik hasta Olga Orozco y Blanca Varela. Entre las debutantes de esta última década, cuenta Ena Lucía Portela, hay alrededor de una decena de narradoras que han alcanzado cierta visibilidad más allá de las fronteras de sus respectivos países.
Mujeres y hombres que Piedad Bonnett, poeta y narradora colombiana, ha leído en su mayoría porque fue una de las responsables de seleccionar a los escritores convocados en Bogotá 39. Para ella, "el panorama de la joven narrativa latinoamericana está lleno de sorpresas y diversidad de nombres ya bien conocidos y de otros que aún circulan poco y que el continente tiene que descubrir. Abarca desde obras como las de Jorge Volpi o Juan Gabriel Vázquez, que fabulan la historia universal o local en novelas de largo aliento, hasta las nouvelles de Alejandro Zambra, construidas sobre poderosos silencios y con personajes y argumentos que se niegan a consolidarse, y que implican una propuesta muy novedosa sobre el género. Por el camino encontramos obras interesantísimas, como la de Junot Díaz o Daniel Alarcón -el uno dominicano, el otro peruano- que escriben en inglés pero desde su condición de latinoamericanos, y con gran conciencia de la dureza de la vida en sus países pero también -sobre todo Junot- de la discriminación que padecen en el extranjero, de su condena a ser ciudadanos de segunda. Son inquietantes también las obras del prolífico y versátil Andrés Neuman, o la de mujeres con voces muy sugerentes y poderosas, como las de Guadalupe Nettel y Enna Lucía Portela. Pero no todo queda enmarcado en Bogotá 39. Escritores como Paz Soldán, Alan Pauls y otros que superan los cuarenta años se están ocupando de una renovación de la novela y el cuento que nos permite hablar de una muy dinámica búsqueda de nuevos lenguajes".
A ellos se han unido César Gutiérrez, Rafael Baena, Alejandro Parisi, Andrea Maturana, Maximiliano Barrientos, Tryno Maldonado, Mauricio Bernal, Javier Ponce, Margarita Borrero, Fernando Quiroz, Washington Cucurto, Sergio Bizzio, Slavko Zupcic, Romina Paula...
Sobre el futuro de todos ellos, uno de los más citados por los propios entrevistados, aunque empezó su andadura en los años noventa, es el peruano-mexicano Mario Bellatin, quien expresa su fe "en que autores que han nacido, viven, provienen por lazos de familia, o sienten que poseen alguna afinidad con la parte de América que utiliza alguna lengua latina -o una mezcla que incluya a una de ellas- como herramienta de trabajo no caigan en la soberbia de sentirse parte de un todo narrativo. Curiosamente, las veces que esto ha ocurrido marcó el declive en la obra de autores que hubieran podido ser clave, quizá, en la literatura universal".
Es el alba de una diáspora de creadores y creaciones de gran diversidad y vigor que han empezado a ser traducidos a varios idiomas. Algunos más conocidos fuera que en su propio continente. Transgresores autores del siglo XXI, que avanzan bajo la invocación de Sherezade hacia ese lugar señalado. "No me extrañaría que, dado ese inesperado consenso, la literatura latinoamericana termine yendo 'hacia allá' un día", reconoce Pablo Casacuberta. Y da más detalles de su ubicación para los que requieran coordenadas específicas: "El punto puede hallarse estirando el brazo en forma exactamente perpendicular a la línea trazada entre los hombros. Una vez allí, se desplaza el brazo una vez y media el ancho de la mano extendida hacia la derecha. Y luego se estira el índice y se señala levemente hacia abajo, como si una línea casi paralela al piso fuera a encontrarse con el horizonte. El lugar es exactamente ahí".

El exilio y el reino
Santiago Gamboa

"Las raíces de los hombres son los pies", escribió Juan Goytisolo, "y los pies se mueven", y por eso echar raíces en el mundo es también moverse por él, establecerse aquí y allá, rodar, abrir casas y volver a cerrarlas, cruzar océanos con cajas llenas de libros, adaptarse a lugares fríos, ver caer la tarde sobre el Hudson o el Bósforo, desde la ventana de la cocina, mientras se prepara un café y piensa en lo que va a escribir, o en lo que hubiera querido que fuera su libro, o en algo que lo atormenta y que no logrará hacer nunca, por más que llegue al otro extremo del último océano.
Hay un tipo de escritor que suele irse. ¿Por qué lo hace? Habría que mirar caso por caso. Wilde y Joyce se fueron de Irlanda y nunca regresaron, pues en la católica isla nadie entendía sus vidas y mucho menos sus escritos. Henry Miller también optó por alejarse de su ciudad, creyendo que así se acercaba a su obra, que por cierto aún no había escrito. Sin embargo, Borges, uno de los autores más cosmopolitas de la literatura, vivió casi toda su vida en Buenos Aires, mientras que otros, como el guatemalteco Miguel Ángel Asturias o el venezolano Arturo Uslar Pietri, descubrieron en París (en La Sorbona) su pasión indigenista, y entonces su obra, a partir de ahí, se centró en temas locales.
La literatura latinoamericana ha tenido varios hogares fuera de América Latina. Uno de ellos fue la Barcelona de principios de los setenta, por allí pasaron Mario Vargas Llosa, García Márquez, José Donoso, Jorge Edwards y otros más. Pero sobre todo París, con Julio Cortázar como figura tutelar, acompañado en diferentes épocas por Carlos Fuentes, Alfredo Bryce Echenique, Octavio Paz, Pablo Neruda, Alejo Carpentier y un largo etcétera. Cuando yo vine a París a principios de los noventa, atraído por ese mito, ya todos se habían ido. O casi todos, pues quedaba aún el gran Julio Ramón Ribeyro, en su apartamento del Parc Monceau, y Severo Sarduy, a quien jamás conocí, pues ya había iniciado el proceso de su enfermedad y se dejaba ver poco.
Estos escritores se movían por el mundo, pero en sus libros hablaban sobre todo de sus propios países o comarcas, o de París, que era territorio conquistado y que con Cortázar ya era indefectiblemente "nuestro". En alguna ocasión hubo polémicas sobre si se debía vivir "afuera" o "adentro", y algunas de ellas fueron encarnizadas. Recuerdo una entre José María Arguedas, Vargas Llosa y Cortázar. "No se puede escribir Latinoamérica desde París", decía Arguedas. Pero Cortázar y Vargas Llosa sí pudieron, con grandiosos resultados, pues al fin y al cabo escribir, lo que se dice escribir, se hace por lo general en un cuarto con una ventana, pero pocas veces se hace mirando por esa ventana, y entonces la ciudad o el mundo donde esté el cuarto puede ser, en muchos casos, irrelevante. Si Cabrera Infante hubiera mirado por la ventana nos habría narrado el smog de Londres no la vida y los anhelos del malecón habanero.
México ha sido otro de los grandes hogares. Los tres colombianos más célebres viven aún hoy allá; García Márquez, Mutis y Vallejo. También fue casa del guatemalteco Augusto Monterroso y hogar adoptivo de Roberto Bolaño, siendo además su gran tema literario, aun a la distancia.
Hoy, con la velocidad a la que todo nos llega, impregna e influencia, es aún menos relevante dónde vive el escritor latinoamericano, si vive exiliado en su país o está en Singapur. Lo importante es para quién escribe. Si lo hace para sus lectores naturales, es decir, la comunidad que habla su lengua y de la cual emergió, la hispano-americana, empezando por su propio país (aunque algunos editores dicen que América Latina ya no interesa en España, o algo mucho peor: "Que ya no vende"), o si escribe para cosechar éxito en mundos más ricos y opulentos, porque esto sí que lo cambia todo, ya que para medrar en esos lugares lo más a mano es repetir fórmulas y satisfacer los estereotipos de nuestro continente al interior del imaginario europeo. ¿Cuáles son los estereotipos de América Latina? Esto daría para otro artículo, pero se pueden resumir inicialmente en tres palabras: exotismo, evasión y revolución. Quien salga al ruedo con estos atributos y tenga cierta corrección en su prosa ganará espacio en el corazón de la clase media europea, que es la que alimenta los grandes éxitos de ventas.
Por eso, más que escritores de "adentro" o de "afuera", la verdadera diferencia, hoy, está entre quienes se disfrazan de latinoamericanos y escriben novelas para turistas extranjeros, satisfaciendo los estereotipos, y los que no, los que escriben para los suyos o para sí mismos, o para nadie, con sus experiencias y obsesiones, con su visión hipertrofiada o pesimista de ese reino que es la literatura y que cada vez parece tener menos lugar, por desgracia, en este mundo.

Santiago Gamboa (Bogotá, 1965) es autor, entre otros libros, de Perder es cuestión de método (Mondadori) y El síndrome de Ulises (Seix Barral)

La generación que se alejó del centro
Reina María Rodríguez

Thomas Bernhard ha sido un modelo para escritores que han perdido un Imperio. Autores que no pretendieron retomar el centro transitado por epígonos del Boom, sino que se hallaron, ante un vaciado de utopías y realismo mágico, succionando como eucaliptos el fondo áspero de cuanto rastrojo quedara por los alrededores. Estos autores, que se consagraron en los años 90, disfrutaron por la falta de un centro, hallaron diferentes niveles de ficción y realidad, creando novelas cortas y fragmentadas, con lo pasajero, la hibridez de géneros (lo variopinto), la contaminación; lo enrarecido, hacia una búsqueda experimental. Alta tensión entre una llamada "estética del cinismo", la violencia y el deseo de trastocar juicios sobre aspectos políticos y culturales manoseados por la costumbre y la Historia, desmitificándolos de golpe y porrazo.
Ellos toman por caminos que se extravían hasta llegar a "una historia de terror... que no lo parecerá", dijo Roberto Bolaño (Santiago de Chile, 1953-Barcelona, 2003): Los detectives salvajes, La literatura nazi en América, Amuleto, Nocturno de Chile, Amberes y su gran obra póstuma, 2666. Peregrinaje de esos buscadores de vida y de matices, tratando de remendar "algo parecido a la vida" hasta lograr un libro a modo de diccionario literario, como si la literatura fuera el único centro posible. Con El cuchillo del mendigo, Lo que soñó Sebastián, Ningún lugar sagrado, Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1958) entra en "la burbuja artificial del momento presente": del secuestro, aquellos sótanos, el dinero y el precario equilibrio actual, para dejar abierta la pregunta: "¿Estaba vivo o no?".
Jorge Volpi (México, 1968) sabe que, "el fracaso es evidente desde el principio", haciendo nudos con lo real y el sentimiento, se dirige a los lectores y les pide que compartan su mundo en A pesar del oscuro silencio, La paz de los sepulcros, para "disecar los abismos de nuestro tiempo". Mientras Santiago Gamboa (Colombia, 1965) escribe como si filmara estampas. Sordidez, hipocresía y polaridad de las convenciones. Entre estos narradores de los noventa, Fernando Iwasaki (Perú, 1961) trae divertimentos ante la depresión, humor y erotismo: Helarte de amar, Ajuar funerario, La caja de pan duro.
Ella se regodea en los gestos, perfilando cada detalle como aceptación social, creando un espejo. Es Cristina Rivera-Garza (México, 1964), La muerte me da, Nadie me verá llorar, donde un personaje ve "muchachas con el vello púbico afeitado": la vida como un ensayo sin terminar. Entre borrachos, perros callejeros, hijos que no deben nacer, flota lo ilusorio, la desilusión, el escepticismo.
Artesanía en la escritura de Mario Bellatin, nacido en Perú y radicado en México (1963), autor de Damas chinas, El gran vidrio, El jardín de la señora Murakami que, cansado del realismo mágico y de los compromisos sociales, coquetea con mundos exóticos, travestismo, "chinerías"; inyectando historias difíciles de comprender, provocando esa curiosidad que proporcionan los misterios y la crueldad. Artista conceptual, estructura un libro infinito, como si sacara pedazos a flote reciclados para otra puesta en escena, donde la palabra y el cuerpo se manifiestan. Escritura a tajazos, parapléjica, que no pretende moralidad alguna, sino contar posibles fugas, usando esa sustancia "inadaptada" que es "lo literario" y donde el Hecho se vuelve voz.
Con fragmentos de una conversación se estructuran tres relatos de El asco, de Horacio Castellanos Moya (Honduras, 1957), entre palimpsestos de testimonios ataca los poderes, o en Derrumbamiento, las fobias de un niño, que durante un bombardeo siente más que miedo, odio por los nacionalismos. Contrabando de sombras, de Antonio José Ponte (Cuba, 1964), transcurre en un cementerio donde habitan personajes excluidos: fantasmas. Ya en su cuento Corazón de Skitalietsz, Veranda y Escorpión prefieren vagar antes de ser parte de un censo y un asilo, reflejando la libertad como metáfora. La violencia está en cómo corren riesgos para sobrevivir sin ser cuantificados. La fiesta vigilada, novela entre el ensayo y la ficción, hace un recorrido por la ciudad, a la novela de espionaje que le sirve de puente y, a la historia oficial de la cultura cubana, subvirtiendo espacios arquitectónicos por espacios de pensamiento donde el tiempo es protagonista y juez.
Estos autores tan diversos han desertado buscando un sitio laberíntico, sinuoso. Heredan de Bernhard su reacción contra la sacralización literaria y buscando alternativas al trauma de la creencia y a los centros desperdigados de la familia y del poder.

Reina María Rodríguez (La Habana, 1952) es poeta. En España está publicada su obra Al menos, así lo veía a contraluz (Archione Editorial).


domingo, mayo 04, 2008

La pinza del bogavante


A John Banville lo describen como un hombre formal y de sonrisa circunspecta en esta entrevista que le hizo Enric González y que apareció en Babelia el pasado 3 de mayo bajo el título “Dublín negro”, donde apunta frases puntuales para intentar definir a uno de los narradores contemporáneos fundamentales en lengua inglesa. "Los irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera", advierte Banville, para después agregar: "Soy como un bogavante. Yo tengo la pinza: es esta mano. Está increíblemente desarrollada para escribir historias".

A continuación la entrevista completa con el dueño de la pinza del bogavante.


Dublín negro
Sobre la pinza del bogavante, la esencia de esta historia, se hablará luego. También se hablará luego del inquietante Benjamin Black. Hay que empezar por el principio y John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) lleva ya 10 minutos esperando al periodista. Ocupa el peor asiento en la mejor mesa del restaurante y tiene ante sí una copa de vino blanco. Es un hombre formal que viste formalmente y luce una sonrisa circunspecta. No habría en él nada de amenazante, si nos olvidáramos de la pinza. Dicen de Banville que es el mejor escritor en lengua inglesa. Quien redacta estas líneas carece de autoridad para proclamar algo tan grave, pero lo piensa. La pinza está ahí, y su presencia no afecta solamente al entrevistador. Banville es también consciente de ella. Para disimularla, añade a su humor oscuro, muy irlandés, abundantes dosis de autoironía.

El gran escritor es vegetariano, pero recomienda encarecidamente las chuletas de cordero. No fuma, pero no le parece mal que otros fumen. En su caso, esa tolerancia desasosiega. El fenómeno es parecido al de Funes el memorioso, aquel personaje de Borges incapaz de olvidar nada, cuyos interlocutores quedaban paralizados: sabían que cualquiera de sus palabras, titubeos y errores se grababan para siempre en la mente de Funes. En el caso de John Banville, uno teme por su alma. Más tarde, el escritor lo reconocerá: si no se interesa por alguien, ve sólo una máscara; si se interesa, hurga en esa persona y la reconstruye en palabras para hacerla “verdadera”, como uno de sus personajes. “Están los hechos y está la verdad”, dice, “y no coinciden necesariamente”. Lleva casi medio siglo desbrozando realidad para encontrar verdades.

Se hace pasar por un autor casi marginal, escudado tras sus ventas. Algunas de sus novelas, es cierto, han tenido tiradas iniciales de 5.000 ejemplares. También es cierto, sin embargo, que fue editor literario del Irish Times y que sus críticas, ocasionalmente feroces, se publican desde hace años en The New York Review of Books, donde se dio el gustazo de destrozar una novela, Sábado, de un colega tan insigne como Ian McEwan. Es amigo de Claudio Magris y cuenta divertidísimas anécdotas de otros escritores, con la condición de que no se publiquen. El almuerzo transcurre ameno: luce el sol sobre Dublín, desde la ventana se ven las aguas plateadas del Liffey, Banville pide más vino y los comensales ríen.

John Banville nació en Wexford, una ciudad provinciana en un país que entonces, a mediados de los cuarenta, era el colmo del provincianismo: pobreza, hipocresía, sotanas y censura. La prensa inglesa llegaba recortada, porque un irlandés no podía ver un anuncio de preservativos. Su padre trabajaba en un garaje y su madre se cuidaba de la casa. No fue a la universidad. En cuanto pudo se largó de casa y encontró empleo como oficinista en Aer Lingus, las líneas aéreas irlandesas. Fue un don nadie durante décadas, y lo sabía. Un don nadie con la pinza. Ese antiguo martirio del ego asoma puntualmente. Al hablar de su Arte, habla con mayúsculas. Nada de falsas modestias. En 2006, cuando recibió el prestigioso Booker Prize, el máximo premio literario británico, por su novela El mar, Banville felicitó al jurado por conceder el reconocimiento a “un libro de verdad”.

Bajo el restaurante se encuentra la librería The Winding Stair. Insiste en entrar y ruega que se cite el nombre, porque es amigo de los propietarios. Para sellar el pacto con el entrevistador, comete un soborno escasamente delictivo y le regala Cartas de Ted Hughes, una recopilación de la correspondencia privada del poeta inglés. Son 37 euros y 756 páginas. “Ya verá, es muy ingenioso”, explica. En ese momento, el receptor del pesado soborno sospecha que el libro sobre Hughes, quizá como las chuletas, forma parte de una broma críptica. Y no: las cartas del poeta son, en efecto, casi divertidas. A Banville, con su pasión por escudriñar el alma humana, deben apasionarle.

Hablando de alma humana, quien no ha leído aún nada de John Banville podría comenzar por El intocable (1997). Se trata de su novela más convencional. Es casi una biografía de Anthony Blunt, el asesor de arte de la reina Isabel II que espió para los soviéticos. Victor Maskell, el intocable, es un Blunt pasado por la pinza, es decir, más verdadero que el propio Blunt. Banville recuerda con halago que Stella Rimington, jefa del MI5, el servicio de espionaje británico, se declaró entusiasta de El intocable. A partir de ahí se puede seguir con El libro de las pruebas, o El mar, o cualquier otra entre una quincena de obras magníficas.

A Banville le incomoda su reputación de escritor para élites, de “escritor para escritores”. “Esa fama es un desastre”, bromea, “porque los escritores no compran libros, y si lo hacen es para apuñalarte por la espalda”. Admite, en cualquier caso, que su prosa “puede ser difícil, aunque a mí no me lo parezca”. “Es cierto, mis textos no toleran al lector que se duerme entre una línea y otra. Exigen atención. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría escribir?”. Esta parte de la conversación transcurre en el estudio de Banville, donde no queda ya margen para disimulos. Es el momento de hablar de su talento. Y de la pinza. Y de su otro yo.

Empieza con el viejo y solvente argumento de la condición irlandesa. “Yo soy irlandés, y los escritores irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera. Cuando leo a Nabokov [de origen ruso] le entiendo perfectamente, porque también escribe inglés desde fuera. Un autor inglés intenta que su prosa sea fácil y transparente, siguiendo el consejo de George Orwell: el texto debe ser como una hoja de cristal. Para mí, para los irlandeses, no debe ser un cristal, sino una lente capaz de aproximar, alejar o distorsionar. Mire, venimos del gaélico, una lengua extraordinariamente evasiva en la que no es posible decir cosas directas. No se puede decir, por ejemplo, “soy un hombre”. Habría que decir algo así como “estoy en mi hombría”. El gaélico es oblicuo y se aleja continuamente de lo esencial, mientras el inglés es lo contrario, va directo al grano. “Esa tensión, nacida a mediados del siglo XIX, cuando dejamos de hablar gaélico y adoptamos el inglés del imperio, generó un lenguaje nuevo y potente. El lenguaje de Wilde, Keats, Shaw, Joyce, Beckett, distinto del inglés de Inglaterra, Estados Unidos o Australia”.

“Irlanda es un país de contadores de historias”, prosigue. “Imagine que uno de nuestros políticos o uno de nuestros obispos comete algo terrible. Bien. A usted le interesaría saber exactamente cómo han sucedido las cosas. Para nosotros, eso es secundario. Lo que nos importa es cómo van a explicarse. Si el político o el obispo son capaces de justificarse con gracia, es decir, con un relato humano y apasionante, pueden salir del apuro sin grandes problemas”.

Tras el circunloquio irlandés, el trabajo de Banville, que fabrica su prosa “con los horarios de un oficinista: de nueve y media a seis, con una pausa para el almuerzo”. “Al principio escribía y reescribía, y mi primera novela tuvo nueve versiones. Ahora no. Ahora voy frase a frase, y no paso a la siguiente hasta conseguir exactamente lo que quiero. También me interesa el ritmo, dentro de la frase y en el conjunto. Es muy importante conseguirlo”.

“Creemos hablar una lengua”, prosigue, “pero es la lengua quien nos habla a nosotros. Cada palabra ha sido utilizada ya un billón de veces y carga con el eco de todo ese uso; también carga, además, con el peso de todas las cosas que no dice. Shakespeare y Cervantes vivieron cuando el hombre moderno descubrió el yo, fueron los primeros en decir realmente ‘soy yo’, y escribieron en un molde relativamente nuevo. El inglés y el castellano eran idiomas jóvenes. Ahora son idiomas gastados, cansados, y a la vez más ricos. En realidad, las palabras siguen sorprendiéndome, sigo descubriendo en el diccionario acepciones que desconozco”. A Banville le encantan las anécdotas literarias. “¿Sabe lo de Thomas Hardy? Una vez topó en un libro con una palabra que ignoraba. Buscó en el diccionario y resultó que la única fuente para esa palabra era una frase escrita por el propio Hardy”.

La de Banville no fue una vocación tardía. “Hacia los 12 años fui consciente de que lo mío era el lenguaje. Es el momento en que percibimos cómo nos enfrentaremos al mundo. Luego, durante un tiempo, quise ser pintor, pero me faltaba talento. Ahora, a mi edad, no sabría vivir sin palabras. Es un poco triste: nada es real para mí si no está expresado con palabras. Lo mismo debe pasarle a usted, que trabaja como periodista: está continuamente traduciendo la realidad en palabras”.

El periodista, interpelado, se defiende como puede.

—Yo no soy un creador, me limito a trabajar en esto.

—Ya —ríe Banville—. Ésa es la ilusión con la que se protege.

—Usted ha sido periodista y sabe que tengo razón.

—Yo no he sido periodista como usted. Yo he hecho periodismo cultural, críticas de libros. Eso es trabajar con artefactos hechos de palabras. Usted, en cambio, puede ir a un incendio en el que mueren 40 personas y contarlo después en 400 palabras. ¿Se da cuenta? Traduce un suceso tremendo en una pieza breve y comprensible. No hace ficción, pero necesita un esfuerzo de imaginación. Yo tendría dificultades para hacer eso. Vería el cadáver de una anciana y pensaría en que, seguramente, tenía un gato. ¿Habría muerto el gato? ¿Habría escapado? Quedaría atrapado en los detalles.

A estas alturas, John Banville muestra el más claro rastro de la pinza. Abre un cuaderno que es un libro. Sus libros nacen así, con una pluma estilográfica que traza signos asombrosamente pulcros, regulares y legibles sobre un cuaderno de hojas blancas. Ninguna tachadura. Todo exacto, impoluto y definitivo. Frase a frase. Es el momento de preguntarle cómo sobrelleva su condición de maestro supremo de la lengua inglesa.

“No, no, no”, dice. Se trata, pese a su reiteración, de un “no” relativo. “Tengo muy desarrollado el sentido del absurdo y no creo en la noción del gran hombre, el maestro. Muchos de los males del siglo XX surgieron de ahí, de la devoción por el presunto gran hombre. Yo llevo casi 50 años en esto y, sí, creo que a estas alturas he aprendido a manejar mi idioma. Soy capaz de escribirlo todo exactamente como quiero. Pero no soy un maestro, no tengo autoridad. Sigo peleándome con las sombras, aún me pregunto con qué palabra empezar y aún tengo miedo a hacerlo mal. Soy como un bogavante. ¿Se imagina un bogavante? ¿Recuerda esas pinzas enormes? Yo tengo la pinza: es esta mano. Está increíblemente desarrollada para escribir historias. Sé que dispongo de ese talento. El resto de mí, como le ocurre al bogavante, es coraza y fragilidad”.

¿Y Benjamin Black? ¿Se parece a John Banville? “No, Black no tiene problemas. Black, por ejemplo, escribe con el ordenador. La pantalla es demasiado rápida para Banville; en cambio, tiene la velocidad adecuada para un tipo como Benjamin Black”. El tal Black nació de las novelas de Simenon, “las buenas, las que no son de Maigret”, y de un guión televisivo que no llegó a producirse. Banville tenía una historia en las manos y decidió convertirse en Black para escribirla en tercera persona (los libros de Banville siempre se relatan en primera persona) y con la displicencia que exige el género negro. La historia se convirtió en El secreto de Christine, una novela de crímenes e hipocresía ambientada en Dublín y Boston a mediados de los cincuenta. “Aquél fue un tiempo oscuro, un tiempo de culpa, cigarrillos y secretos profundos, ideal para la intriga”, comenta. No se documentó sobre la época. “Los novelistas no deben investigar, sino crear. Nuestro trabajo consiste en inventar. Los hechos y la verdad no son lo mismo, ¿recuerda?”.

El secreto de Christine (2006) resultó una novela tersa, amarga, con un protagonista fascinante: el médico forense Quirke, grande, alcohólico y desencantado. “Creo que Black tiene talento para la ficción barata”, se burla Banville. Al año siguiente apareció una nueva obra de Black: The silver swan, que ahora se publica en España como El otro nombre de Laura (Alfaguara). De nuevo el protagonista es Quirke y los personajes principales son los mismos. Esta segunda novela es aún mejor que la primera. En verano, Black serializó para The New York Times una tercera entrega, The lemur. Banville contempla con escepticismo la intensa actividad de su otro yo: “¿Usted cree que Benjamin Black llegará a ganar dinero?”.

martes, abril 22, 2008

Mayo del 68 y el cine


Cuando el director hongkonés Kuang-chi Tu rodaba una escena de lucha en su epopeya de artes marciales Tang shou tai quan dao -rebautizada Crush para su distribución internacional- jamás se planteó la posibilidad de que el actor abriese la boca y dijese: "Tómatelo con calma. No soy trotskista". Ni que la actriz contrincante replicase: "Te creo. Te he visto matar a más de un cura, pero no puedes vencer a la alienación con medios alienados". A los diálogos originales, hablados en mandarín, les había alcanzado la fuerza de una ventisca pos-68: el cineasta -y situacionista- René Vienet se apropió de esa pieza de género para someterla a su particular detournément ideológico (y humorístico). El resultado fue la película La dialectique peut-elle casser des briques? (1973), donde un doblaje creativo como el que había patentado Woody Allen siete años antes en What's Up, Tiger Lily (1966) -estrenada en España como Woody Allen, el número uno (Lily la Tigresa)- transformaba la lucha entre luchadores de taekwondo coreanos y opresores japoneses en feroz (aunque zumbona) dialéctica entre revolucionarios y burócratas.
Entre el divertimento de Woody Allen y el detournément de Vienet había sucedido algo: el Mayo del 68, la primera revolución que pudo ser registrada en tiempo real a pie de barricada. Una revolución que, en cierto sentido, tuvo su propio tráiler cinematográfico -La chinoise (1967), de Jean-Luc Godard-, su subtrama cinéfila -el caso Langlois- y sus daños colaterales en La Croisette. La película de Vienet sugería, a toro pasado, que entre las posibilidades de la utopía estaba el sueño de subvertir todos los discursos institucionales del cine. Quizás por eso resulta paradójico que, para muchos espectadores -especialmente los más jóvenes-, la esencia del 68 esté contenida en una película como Soñadores (2003), que no es sino su falsificación. O su reconversión en fantasía erótica.
Si contempláramos las filmografías de los cineastas de la nouvelle vague como si fuesen sismogramas, sólo la de Godard aportaría una justa medida de las turbulencias ideológicas surgidas en torno al 68. Con La chinoise anunció la tormenta inminente. Su siguiente trabajo, Weekend (1967), se cerró con un rótulo que decretaba el "fin del cine" para dar paso a una etapa de radical autocuestionamiento y feroz indagación de las formas que podían incrementar la funcionalidad política del medio.
La chinoise podría haber sido una película coyuntural, pero no fue así: en ella no sólo estaba contenido el preludio de la revolución, sino, también, la premonición de su fracaso. Contemplarla desde nuestro presente puede sumarle claves de interpretación que quizás Godard, en ese estado de urgencia que le llevaba del desencanto soviético al flechazo maoísta, no tenía en sus planes. Por un lado, está la localización central de la película: ese apartamento bitonal donde el Libro Rojo de Mao funciona como recurrente pieza de atrezzo y clave cromática, toda una abstracta casa de juegos que parece delatar el estado de inmadurez de los protagonistas y su aislamiento en el líquido amniótico de los discursos incendiarios. Por otro, la escena clave de la película: la larga discusión sobre la licitud de la acción directa entre la actriz Anne Wiazemsky y el filósofo Francis Jeanson, procesado en 1960 por su apoyo a los terroristas argelinos. Godard se guarda las espaldas con astucia de estratega: sus inflamadas opiniones de la época aparecen en boca del personaje interpretado por la Wiazemsky, pero siempre cuentan con el contrapunto de Jeanson, que ya se hallaba en el viaje de vuelta de su radicalismo.
Entre los pistoletazos de salida de Mayo del 68 estuvo, como se encargó de subrayar el Bertolucci de Soñadores, la airada reacción de la comunidad cinematográfica (no sólo francesa) ante la destitución de Henri Langlois como responsable de la Cinemateca Francesa por parte del entonces ministro de Cultura, André Malraux. Cineastas como Truffaut, Godard y Resnais desarrollaron un papel activo en las protestas, que contaron con el apoyo foráneo de Chaplin, Jerry Lewis, Kurosawa, Fellini y Erich von Stroheim, entre muchos otros, y con la intervención directa de un compañero de viaje que no tardaría en convertirse en motor del activismo estudiantil, Daniel Cohn-Bendit. Este primer capítulo de la revuelta tuvo, a su modo, final feliz: Langlois volvió a la Cinemateca, aunque el affaire -unido al apoyo de los cineastas a los estudiantes y obreros ya sublevados- mandó al limbo la correspondiente edición del Festival de Cannes.
Con Mayo del 68 no sólo emergió una nueva conciencia política, sino también cinematográfica: Chris Marker, Jean-Luc Godard y Alain Resnais decidieron olvidarse de su identidad autoral para formar un colectivo anónimo, salir a la calle y utilizar cámaras de 16 milímetros para componer y distribuir los llamados cinétracts, boletines informativos en blanco y negro de dos minutos y cincuenta segundos, orientados a registrar los acontecimientos del momento y a establecer vías de comunicación entre estudiantes y huelguistas. La programación del festival Documenta Madrid (del 2 al 11 de mayo) ha integrado estos trabajos dentro de un ciclo sobre Mayo del 68, en el que también se proyectará el fundamental filme-ensayo Le fond de l'air est rouge. Révision (1977), de Chris Marker.
El compromiso de Godard no terminó con el regreso de los huelguistas a sus puestos de trabajo y de los estudiantes a las aulas: el cineasta fundó, junto a algunos camaradas maoístas, el Grupo Dziga Vertov, cuyas actividades se prolongaron hasta 1974.
Es significativo que Mayo del 68 sea ruido de fondo en Milou en mayo (1989), de Louis Malle, textura cool en CQ (2001), de Roman Coppola, y sueño húmedo en Soñadores (2003), de Bertolucci. Pero no hay mal que por bien no venga: esta última película -posiblemente la gran traición sobre la memoria de la revuelta- pulsó el resorte para que Philippe Garrel reaccionase con Los amantes habituales (2004), que bien podría ser, de momento, la gran (o la más verdadera) película sobre el 68 y sobre la instantánea percepción de la imposibilidad de una utopía que, como todo mito romántico, nació condenada.
(Tomado de Babelia, abril 20 de 2008)

domingo, marzo 30, 2008

Proyecto Nocilla: ¿Una nueva forma de narrar?


La publicación de Nocilla Experience ha dado pie a un debate en torno a las “nuevas fomas de narrar”. Los "datos duros" apenas nos dicen que Agustín Fernández Mallo (La Coruña, 1967) es licenciado en Ciencias Físicas. En el año 2000 acuña el término Poesía Pospoética —investiga las conexiones entre el arte y las ciencias—, cuya propuesta ha quedado reflejada en los poemarios Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus (2001), Creta lateral Travelling (2004) y el poemario-perfomance Joan Fontaine Odisea [mi deconstrucción] (2005). En 2007 fue galardonado con el Premio Ciudad de Burgos de Poesía por su libro Carne de Píxel. En el 2006 publica su primera novela, Nocilla Dream, que fue seleccionada por la revista Quimera como la mejor novela del año y por El Cultural de El Mundo como una de las diez mejores. Crítica y público han coincidido en el deslumbramiento que está suponiendo este Proyecto Nocilla para las letras españolas, del que Nocilla Experience constituye la segunda entrega de la trilogía, y que concluirá con Nocilla Lab.
Sin embargo, algo se gana con la lectura de unos fragmentos de la novela y tampoco está demás visitar el blog del autor: El hombre que salió de la tarta y consultar este documento con datos sobre su "proyecto: http://www.candaya.com/dosiernocilla.pdf

Fragmentos de Nocilla Experience
1. Podemos definir los ordenadores como máquinas de triturar números. Podemos pedirles que nos den la posición exacta dentro de 100 años de un satélite, o que pronostiquen las subidas y bajadas de la bolsa por un período de un mes. Nos darán la información en pocos segundos. Pero tareas que no revisten complejidad para los seres humanos, como reconocer rostros o leer textos escritos a mano, resultan muy difíciles de programar y de hecho aún no están satisfactoriamente resueltas. Parece ser que nuestra red de neuronas cerebrales sí contiene los mecanismos necesarios para realizar esas operaciones. De ahí el interés en crear computadoras inspiradas en el cerebro humano.
B. Jack Copeland & Diane Proudfoot

2. En efecto, técnicamente su nombre es US50. Está en el Estado de Nevada, y es la carretera más solitaria de Norteamérica. Une las localidades de Carson City y Ely atravesando un desierto semimontañoso. Una carretera en la que, hay que insistir, no hay nada. Exactamente nada. 418 km con 2 burdeles en cada extremo. Conceptualmente hablando, en todo el trayecto sólo una cosa recuerda vagamente a la presencia humana: los cientos de pares de zapatos que cuelgan de las ramas del único álamo que allí crece, el único que encontró agua. Falconetti, un exboxeador que venía de San Francisco, se propuso hacerla a pie. Había llenado la mochila verde del ejército con mucha agua y un mantel para extenderlo en las cunetas a la hora de comer. Entró en una tienda de comestibles de Carson City, un supermercado con 5 estanterías, cortas, ridículas, Un muñón si esas 5 estanterías fuesen 5 dedos, pensó. Compró pan, una gran cantidad de sobres de buey liofilizado y galletas de mantequilla. Comenzó a caminar hasta dejar atrás el arrabal de la ciudad y entrever al fondo el recorte del altiplano. El asfalto, carnoso, se hundía bajo los 37 ºC del mediodía. Pasó de largo ante el Honey Route, último burdel antes de dar comienzo el desierto, y Samantha, una morena teñida que se hacía las uñas de los pies a la sombra del porche, lo saludó de la misma manera que había saludado siempre a coches, peatones y camiones, sin otro propósito que desear la buena suerte, pero esta vez además añadió, ¡Si ves a un tipo en un Ford Scorpio Rojo que viaja solo hacia Nueva York, dile que vuelva! Falconetti apretó Play en el walkman e hizo como que no la oía. Instintivamente aceleró el paso y hundió aún más el pie en los 37 ºC de asfalto. Hacía casi un mes que había salido de San Francisco, rebotado del ejército. Allí, en el ejército, había leído la historia de Cristóbal Colón, y habiendo quedado fascinado por la osadía de éste se propuso hacer lo mismo pero en sentido contrario: ir de Oeste a Este. Nunca antes había salido de San Francisco.

3. Desde la primera vez que lo vio se convenció de que por fuerza no podía ser algo bueno, pero tampoco malo. Extraño. Era un zapato, un zapato tirado en mitad del asfalto. No 2, ni 4, ni 8 ni ninguna otra cifra par, sino la cifra impar por antonomasia, 1. Billy The Kid hacía con su padre, escalador profesional, el trayecto Sacramento-Boulder City, y estaba acostumbrado a ir amarrado en la parte de atrás de la furgoneta entre cuerdas de 11 mm, arneses Petzl y abundantes mosquetones. El padre, Billy a secas, improvisaba un arnés para el crío y con dos mosquetones a ambos lados de la cintura lo sujetaba a fin de que no se diera trompazos en las curvas. Billy The Kid iba feliz. Aquel día habían salido temprano para llegar a tiempo a la 3ª Competición de Escalada Deportiva de Boulder City, en la que el padre participaba. Desayunaron en la primera estación de servicio que encontraron. Tomaron el clásico café con tostadas de cacahuete fritas a la cerveza y mermelada, y Billy the Kid, mientras revolvía el descafeinado que aún quedaba en el fondo de la taza, se acordó de su madre, pocas horas antes, cuando en la entrada de la urbanización, y tomada por una belleza que al crío le pareció definitiva, le apretó la cabeza contra su pecho antes de darle un beso. Como cada domingo, Conduce con cuidado, le había dicho al padre después de también besarlo. Dormitaba en la parte trasera de la furgoneta cuando se despertó y, a lo lejos, quieto en el asfalto como un conejo sin camada, paralizado por una incertidumbre que es imán para la soledad, lo vio, un zapato de tacón, marrón quizá por la tierra del desierto, o quizá porque de verdad fuese marrón. Ni 2, ni 4, ni 6, ni 8, ni ninguna otra cifra par.

4. Pensó que el amor, como los árboles, necesita cuidados. No entendía entonces por qué mientras más fuerte y robusto crecía el álamo que tenía en sus 70.5 acres, más se venía abajo su matrimonio.

5. Es lógico, en un burdel hay chicas de todas las clases, y más aquí, en el desierto de Nevada, cuya monotonía, la más árida del Medio-Oeste Americano, hay que paliar con determinados exotismos. A Sherry la están maquillando en el backstage improvisado en la parte de atrás, junto al antiguo pozo ahora seco. No se fía del gran espejo enmarcado en bombillas que le han puesto y, como cuando llega algún cliente por sorpresa, echa mano del retrovisor de un Mustang ya casi hecho chatarra. El sol y la nieve lo han ido comiendo desde que allí lo dejó un hombre al que jamás volvió a ver. Se llamaba Pat, Pat Garret. Llegó una tarde de noviembre, con la última temperatura moderada, pidió una chica, la más joven, y Sherry se presentó. Pat tenía una afición: coleccionar fotografías encontradas; toda valía con tal de que salieran figuras humanas y fuera encontrada; viajaba con una maleta llena. Tumbados en la cama, mientras miraba un punto fijo de la pared, le contó que después de haber trabajado en un banco en L. A., había heredado inesperadamente, así que dejó el trabajo. Su afición por las fotografías le venía del banco, por culpa de ver tanta gente; siempre imaginaba cómo serían sus caras, sus cuerpos, en otro contexto, más allá de la ventanilla, que también era como el marco de una fotografía. Pero tras haber cobrado la herencia, su otra afición, el juego, lo había llevado a perderla casi en su totalidad. Ahora se dirigía al Este, a New York, en busca de más fotografías, Aquí, en el Oeste, siempre andamos a vueltas con los paisajes, le dijo, Pero allí todo son retratos. Sherry no supo qué decir. Él abrió la maleta y le fue dando las fotos. Barajada en uno de los tacos encontró el inequívoco rostro de su madre. Sonreía agarrada a un hombre que, entendió, era el padre que nunca había llegado a conocer. Cayó sobre el pecho de Pat y lo abrazó fuertemente. A partir de ahí, él se quedó muchos días más, ella ya no le cobraba, le preparaba la comida y no salían de la habitación. La noche en que Pat se fue el Mustang no le arrancó, pero consiguió parar a un camión que iba hacia Kansas. Por la mañana, tras descartar que se hubiera caído al pozo, o que hubiera ido a Ely a por tabaco, ella se puso a esperarlo hasta que anocheció con la vista fija en el último punto divisable de la US50. Cuando ya no pudo más, sentada en el capó del Mustang se echó a llorar. Se repasa los labios en el retrovisor y la maquilladora le avisa, ¡Salimos al aire en 1 minuto! Nevada TV hace el especial Prostitución en Carretera. Acercan el micro y le preguntan, ¿De qué cosa te sientes más orgullosa, Sherry? El amor es un trabajo difícil, contesta, amar es lo más difícil que he hecho en toda mi vida.

domingo, marzo 23, 2008

La novela en el siglo XXI


La novela, en el siglo XXI, goza de buena salud
Manuel Rico

Vicente Verdú publicó en Babelia, el pasado 17 de noviembre de 2007, el artículo “Reglas para la supervivencia de la novela”, en el que afirmaba: "En la narración es torpe seguir como si no existiera publicidad, correo electrónico, chats, cine, YouTube, MySpace o la blogosfera". Este artículo responde a su Decálogo.

El artículo de Vicente Verdú “Reglas para la supervivencia de la novela” acerca de la virtualidad que, en este comienzo de siglo marcado por los nuevos horizontes que ofrecen las tecnologías de la información, tiene la novela como género literario sustentado en la ficción, en la "historia", suscita algunas reflexiones de largo alcance.
¿Estamos ante la decadencia de la novela y, más allá, del arte narrativo? ¿Ofrece la vida tantas posibilidades de experiencia al ciudadano medio que convierte en inútil la lectura de ficción? Las nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación escrita -internet, el correo electrónico, la telefonía móvil- ¿reducen el campo de la novela tal y como la hemos entendido históricamente? ¿Pierde todo sentido contar una "historia" mediante la novela cuando hay otros medios con capacidad para hacerlo con eficacia como el cine o la televisión? La "historia", el argumento, ¿han de ser transferidos al guión cinematográfico, o televisivo, abandonando el campo de la novela? A estas y otras preguntas, acaso no muy diferentes a las que se formularon no pocos escritores en los años veinte y treinta con la irrupción del cine y con la aparición de las vanguardias literarias, o a finales de los cincuenta con la crisis de la "historia" en la novela, el auge del experimentalismo que representó el nouveau roman y la generalización del medio televisivo, intenta dar respuesta Verdú con una conclusión, a mi juicio, cuanto menos discutible.
Podemos convenir que los últimos premios literarios (Verdú cita sólo el Herralde) han premiado a novelas de la periferia del sistema (Latinoamérica y otras zonas del mundo), donde todavía pervive la novela convencional. También que en el resto de los premios se han galardonado obras de autores españoles que responden al "molde tradicional". Según Verdú, estas últimas serían productos que ya no se cultivan con la debida dignidad por haber caducado mucho antes de iniciarse el siglo XXI. A partir de esa lógica, incurriría en torpeza o en falta de sentido histórico quien opta por seguir escribiendo novela como si "no existiera publicidad, correo electrónico, chats, cine, YouTube, MySpace o blogosfera". Se trataría, por tanto, de excluir historia y argumento del arte narrativo, de la literatura, y situarlos sólo en el ámbito del cine, del telefilme, de otros productos audiovisuales que buscan el entretenimiento a través del guión.
No parece, sin embargo, que ese diagnóstico sea acertado. Premios literarios a novelas escritas con poca dignidad se han dado a lo largo de toda la historia de los premios de novela (no hay más que repasar la nómina de obras galardonadas en algunos de los más sonados para darse cuenta de ello) y carece de rigor identificar "novela con historia" con mero cauce para el entretenimiento. Entre otras razones porque, siempre, todo arte literario, incluso el más alejado del argumento como la poesía, ha tenido una vertiente nada desdeñable en el entretenimiento, en la búsqueda del placer del lector, en la posibilidad de invitarlo a vivir otros mundos y a gozar de la experiencia lectora.
Cierto que las mesas de novedades de las librerías viven, desde hace algunos años, una invasión de títulos basados en intrigas vaticanas, en argumentos situados en tiempos remotos, de productos de encargo cuya única finalidad es entretener mediante trucos y apelaciones a misterios supuestamente no revelados. Pero tan cierto como eso es que la pujanza de otra narrativa, transmisora de conocimiento sobre la condición humana, impulsora de reflexión sobre la Historia y sobre los azares del presente, profundamente vinculada a la tradición literaria, también con historia y con argumento, cosecha altos niveles de aceptación entre los lectores de todas las clases y sensibilidades, desde el público joven y universitario, frecuentador del chat y de internet, hasta los públicos más exigentes y cultivados pasando por lo que entendemos convencionalmente como lector medio -seguramente, muy pocos de los "lectores melancólicos que transpiran alcanfor" a los que alude Verdú-. Paul Auster o Richard Ford, Julian Barnes o William Boyd, Sándor Márai o Imre Kertész, Irene Némirovski o Niall Williams, Jonathan Littell -su voluminosa novela Las benévolas es, formalmente, tan convencional como cualquiera de las de los autores hasta aquí citados- son, entre otros muchos autores que cultivan una narrativa que descansa en una historia, narradores con un público vasto que no buscan en sus obras entretenimiento (aunque su lectura lo conlleve), sino lo que siempre ha ofrecido la literatura: una forma de entender la relación del ser humano con el mundo, con los otros, con la propia existencia, con las incertidumbres que le acechan en su vida cotidiana.
Discrepo, por ello, con Verdú respecto a que la ficción literaria, en este comienzo del siglo XXI, debe considerarse superada. A lo largo del siglo XX no han sido pocos los peligros que han planeado sobre la virtualidad de la novela como recipiente de historias: el cine, la radio con sus seriales (seguidos en algunas etapas del siglo por colectivos amplísimos de oyentes), la televisión como impulsora de historias propias y como soporte del cine y del teatro, el cómic, el tebeo... Es decir, las bases técnicas que podían poner en crisis la capacidad de la novela como aparato de lenguaje con capacidad para albergar una historia ya estaban, hace casi medio siglo, dadas. Sin embargo, la novela (o, por ser más estrictos, la narrativa entendida en sentido amplio) siguió gozando de una enorme vitalidad: tanto en nuestro país como en aquellos países, más modernos y avanzados, con democracias consolidadas desde hacía muchos años, en los que se desarrolló como un género prestigiado por los nuevos colectivos de lectores engendrados por la burguesía primero y por la universalización de la educación después. Eso ha ocurrido porque nunca la novela (ni siquiera la buena novela negra), desde su aparición como género literario, ha sido solamente historia, relato de acontecimientos. Ha sido "historia" más lenguaje, literatura a fin de cuentas. Es decir: un artefacto distinto a cualquier otro, un híbrido en el que siempre (no sólo en el siglo XX) han confluido elementos de otros géneros: ensayo, poesía, periodismo, teatro, documento, filosofía, meditación.
En toda época -no sólo en la actual- ha habido malas novelas, textos reducidos a la redacción de una peripecia con crimen e intriga incorporados, del mismo modo que ha habido malas películas o cómics nefastos, poesía ripiosa y periodismo amarillo. Chandler, Hammett, Simenon construyeron casi todas sus novelas a partir de uno o varios crímenes y desarrollaron sus respectivas tramas con la tensión inherente al proceso de descubrimiento del asesino. Todos ellos escribieron alguna que otra obra maestra que, leída hoy, mantiene todo el vigor originario, toda la frescura del momento en que fue escrita. Porque, gracias a la combinación de estructura, argumento y lenguaje sus autores lograron construir un artefacto literario, una materia autónoma y viva sólo sustentada en el lenguaje y su poder irreemplazable.
Más de medio siglo después de su publicación, El guardián entre el centeno mantiene viva su capacidad de concitar la reflexión y el gozo literario en las nuevas generaciones de lectores. De un modo parecido podríamos referirnos a Santuario, de Faulkner; a Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, y a un número incalculable de espléndidas obras narrativas escritas después del Quijote. De muchas de ellas ha habido versiones cinematográficas, series televisivas y radionovelas, versiones infantiles o para jóvenes, traslaciones a soportes como el cómic, el telefilme o los dibujos animados. Sin embargo, ninguna de esas versiones ha podido sustituir a las piezas narrativas originales. Esa realidad pone en precario la afirmación de Verdú en el sentido de que las "historias" las cuenta mucho mejor el vídeo, el telefilme, el cine. Novela y cine, incluso cuando aquélla cuenta una historia, son territorios radicalmente distintos. Nunca una novela podrá ser sustituida por una película salvo que quien lo decida quiera, al tiempo, amputar una parte importante de las posibilidades de gozo artístico, de meditación, de ejercicio de la memoria, de reflexión crítica que ofrece la historia contada mediante el lenguaje. Cada palabra es un universo de significados, un recipiente de experiencia individual y colectiva, de evocaciones, de sutilezas emocionales y psicológicas. ¿Puede una imagen sustituir la capacidad metafórica de las palabras, las múltiples lecturas que éstas ofrecen, las posibilidades de recreación íntima que en el lector generan?
Parece plausible pensar en un futuro en que la novela literaria (de calidad, para entendernos) conviva con internet y con los nuevos medios, también con el cine y la televisión. De hecho, lo está haciendo ya. Diría más: convivirán novelas en las que tenga un peso esencial la historia con aquellas otras que ensayen nuevos lenguajes, que carezcan de argumento y de estructura, que se nutran de técnicas importadas de otros géneros y de otras áreas de la comunicación. ¿Acaso no ocurría algo parecido cuando convivían Rayuela y Cien años de soledad, o La celosía, de Robbe-Grillet, y La peste, de Camus? ¿Cómo explicar, entonces, la simultaneidad, con parecidos niveles de calidad literaria, de Carver, el cuentista directo y escéptico, crítico de la era Reagan, y Pynchon, el narrador de la quiebra de la estructura narrativa que ya en los años sesenta calificó una de sus novelas, La subasta del lote 49, de "tecnoficción"? ¿Qué fueron El hombre sin atributos, de Musil, o Ulises, de Joyce, sino intentos de trasladar a la narrativa componentes propios de otras artes y disciplinas convirtiendo la novela en un espacio mestizo que convivía con obras directas, casi historias en esqueleto, como las de Hemingway?
Todas esas experiencias son arte, literatura. Como lo son hoy todas aquellas novelas que, tengan o no historia, se sustenten en una opción narrativa tradicional o lo hagan en un molde vanguardista, experimental, basado en la búsqueda de la belleza estética, descansan sobre un uso del lenguaje revelador, capaz de aportarnos conocimiento, incertidumbre, emoción, placer, empatía con otras vidas y otros mundos. El propio Verdú, seguramente sin pretenderlo, define lo que creo debe de ser la novela contemporánea intentando descalificar lo que llama novela tradicional. Afirma: "Cualquier obra literaria actual debe insistir más que nunca en la categoría de su escritura. Es decir, en su habilidad para hacerse indispensable como medio de conocimiento y comunicación peculiar". En efecto: así debe ser. Así ha sido históricamente. Y así será. Pero incluso en la era de internet, de la blogosfera y de la interactividad, la escritura, la narrativa como género literario, se sustentará en una "historia". El autor, al escribirla, incorporará todos los ingredientes que considere oportunos, sean novedosos o tradicionales. Y lo que dará una dimensión superadora de lo trivial a la obra no será la presencia o la ausencia del elemento "historia" (tampoco la persona desde la que hable el narrador) sino la originalidad, el acierto, la capacidad de dotar al lenguaje de nuevos significados, de transmitir conocimiento sobre la vida interior y exterior del lector, de aportar una nueva mirada sobre el mundo. Creo que todos los libros citados en el presente artículo cuentan con tales atributos. Y, curiosamente, en casi todos ellos se cuenta una historia. De un modo peculiar, irrepetible, y con unos efectos que el soporte audiovisual nunca nos ofrecerá. Es decir: la novela sigue vigente se base o no en una "historia". Entre otras razones, porque es un artificio construido con lenguaje que vive y cobra sentido en el territorio del lenguaje escrito y en ningún otro.
Nabokov, a mediados de la década de los cincuenta del pasado siglo, escribió: "La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neandertal gritando 'el lobo, el lobo', con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que el chico llegó gritando 'el lobo, el lobo', sin que le persiguiera ningún lobo". En esa frase se resume la magia, el poder seductor de la ficción literaria. Una frase que, hoy, casi al final de la primera década del siglo XXI, permanece vigente.

Manuel Rico (Madrid, 1952) es novelista y poeta. Sus últimos libros son Trenes en la niebla (Espasa) y Monólogo del entreacto (Hiperión).

sábado, marzo 22, 2008

Literatura y ciberespacio

El 'blog' y la literatura del siglo XXI
Edmundo Paz Soldán
La literatura es parte de una ecología de medios que compiten entre sí. Esa competencia puede producir diálogos tensos o estimulantes, apropiaciones constantes de los efectos producidos por otros medios. La llegada del cine, la televisión y el ordenador no significó, como algunos críticos apocalípticos llegaron a sugerir, el fin de las novelas, de los poemas. Los escritores se han ido adaptando a la convivencia con estos medios: los novelistas incorporaron a su escritura procedimientos narrativos derivados del cine; los poetas experimentaron con la tipografía de la máquina de escribir; hoy, gracias a internet y las facilidades tecnológicas del ordenador, ha aparecido el blog como un nuevo género literario; una nueva generación de autores lo utiliza como parte fundamental de su proyecto narrativo, a la vez que busca incorporar en su escritura procedimientos aprendidos en la diaria convivencia con los medios y las tecnologías emergentes.
Cuando aparece un nuevo medio, al principio se tiende a remedar a otro ya existente: por ejemplo, el cine mudo de comienzos del siglo XX tenía deudas con el teatro; hubo que esperar hasta fines de la década del veinte para que hallara su propio lenguaje y se distanciara del teatro. Debido a que el medio es aún muy joven, el tipo de blog que predomina es el de posts que en realidad son columnas de opinión o críticas que no desentonarían en un medio impreso. También están los que tienen algo del diario, del cuaderno de apuntes o del microrrelato. El formato blog es nuevo, pero el lenguaje todavía pertenece a otro medio y a otro género.
El blog que utiliza las múltiples posibilidades interactivas de internet es el que se anuncia como un nuevo género literario. La literatura de los siglos XIX y XX ha tratado de salir de la dictadura del texto e incorporar otros medios; era común ver en las novelas clásicas del siglo XIX y XX gráficos que acompañaban al texto (es famosa la negativa de Kafka a que se ilustrara La metamorfosis, bajo el argumento de que el poder sugerente del texto era suficiente para el lector); recientemente, W. G. Sebald puso de moda la incorporación de fotografías como parte esencial del texto y no como simple ilustración. Son ejemplos son tímidos si se los compara con las posibilidades que despliega el blog para hacer que el texto incorpore imágenes, vídeos, comentarios de lectores. Como dice el crítico mexicano Heriberto Yepez, el blog es también "una obra de arte visual, que el autor puede rediseñar o perfeccionar con un conocimiento mínimo de HTML o simple copy-paste... Lo que sigue de aquí es el multimedia".
El blog debe abrirse al diálogo con las múltiples posibilidades interactivas de la red, hacer navegar al lector: un post debe contener muchos enlaces que nos lleven de aquí para allá (artículos, noticias, foros, blogs, vídeos). También permite que los lectores comenten los posts. Algunos blogueros lo impiden, lo cual va contra la naturaleza misma del blog: la posibilidad de interactuar de forma inmediata y sin filtros con los lectores, de hacer que los comentarios conviertan al post en un foro de discusión. Algunos señalan el peligro de que el blog se convierta en una suerte de dictadura de la opinión pública, que sean los lectores y no el autor quienes determinen la versión final del texto. Pero eso no es nuevo. El diálogo de un autor con los lectores ha ocurrido siempre; el blog lo intensifica, y hace más factible que la opinión de un lector llegue al autor.
El blog es un punto de partida para uno de los caminos de la literatura del siglo XXI. Por un lado, permite la aparición y autoedición de escritores que no siguen los mecanismos de publicación del mundo editorial (de manera irónica, algunos blogs, como premio por su calidad, terminan siendo publicados como libros impresos, aunque lo cierto es que el verdadero lugar del blog es la red). Por otro, gracias al ordenador y a la red, futuros cuentos, novelas y poemas se escribirán incorporando otros medios o la opinión del lector. Los nuevos lectores digitales (el Sony Reader, el Kindle) harán esto más fácil y transformarán no sólo nuestra forma de leer; también la idea que tenemos de la literatura. Pronto, no será extraño estar leyendo una novela en un lector digital y encontrarnos con un enlace a un vídeo en YouTube o a un dato en Wikipedia. Tampoco que los lectores puedan mandar, en tiempo real, sus comentarios al autor de un relato o un poema, y que, debido a ello, este decida cambiar la trama de un relato o la rima de un soneto. El autor no morirá, pero la literatura se hará más interactiva. No hay razones para alarmarse: la creación literaria ha demostrado una extraordinaria inventiva para adaptarse a los desafíos de otros medios.

Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967) es profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell (Nueva York). En abril publicará una edición revisada de su novela Río fugitivo (Libros del Asteroide). Su blog es: riofugitivo.blogspot.com
El nuevo poder del autor
José Antonio Millán
Hola: soy el autor del libro que has empezado a leer, o que empezarás a leer, o que tal vez no leas nunca". Éste es, cada vez más, el saludo que puede contener la web de un escritor.
"Has llegado hasta aquí porque leíste la dirección en la solapa de mi libro, o a lo mejor has venido a través de un buscador. En cualquier caso, voy a contarte algunas cosas. Sobre mí, sobre lo que he escrito, y lo que estoy escribiendo. Si ya eres lector de mis obras, podrás hacerme sugerencias: a lo mejor colaboramos en el próximo libro que escriba. O podrás conocer la obra en la que estoy trabajando. Si te interesa la forma en que redacto un párrafo o creo un personaje, te dejaré echar una ojeada por encima de mi hombro. Si quieres saber cómo me documenté sobre tal o cual tema, te contaré qué libros y revistas he manejado. Ah: y si aún no me has leído, te diré por qué podría gustarte hacerlo. Éste puede ser el comienzo de una larga amistad...".
El contacto de los autores con su público, y muy específicamente el ágil contacto que propicia la red está lleno de ventajas para ambas partes. Y pienso tanto en los escritores de ficción como en los de ensayo. Los autores pueden recibir nuevas ideas y bibliografía, o ver corregidas las erratas o datos inexactos de los libros. Los lectores pueden recibir adelantos de una obra, materiales complementarios y secretos de la cocina del escritor. Autor y lector pueden también jugar juntos. Por poner dos ejemplos propios: un grupo de lectores está añadiendo en Flickr (sitio gratuito de imágenes) nuevas páginas a mi libro Quasibolo. Y a lo largo de varias semanas estuve debatiendo con mis lectores las posibles puntuaciones de distintos párrafos, como complemento de un libro sobre el tema.
Pero, por encima de todo, el autor puede ahora poner nombre y deseos a los lectores de sus libros. Al otro lado de la mesa de la librería ya no se extiende un abismo negro en el que los autores ven desaparecer sus obras: ahora brillan, aquí y allá, pequeñas estrellas que nos devuelven sus mensajes...
Fijémonos en dos cosas muy importantes. La primera es que en su mayor parte los recursos de la web que un autor puede usar para estos propósitos son gratuitos: blogs, YouTube...: sólo necesitará invertir su tiempo. La segunda es que para este contacto con su público, real o potencial, el autor no tiene que pasar necesariamente por su editorial. Sí; el editor tiene más poder económico, y a veces cuenta con mejor infraestructura que una web personal o un blog: podrá hacer la web de un libro llena de animaciones, o crear un booktrailer (pequeño anuncio en vídeo). Pero, insisto: el autor solo también puede hacer mucho, porque lo más importante aquí no son los medios, sino la comunicación.
Y esto es revolucionario, porque replantea muchas cosas sobre autores y editores. Los primeros han visto notablemente aumentado su poder: para darse a conocer ya no están confinados a la voluntad (o el poder) del editor. Sí: el autor sigue necesitando al editor para crear el libro, y colocarlo en la librería, porque la tarea de editarse su propia obra y ponerla a la venta sigue siendo excesiva para la mayoría de las personas, aunque sea con ayuda de sitios especializados, como Lulu. Pero la promoción y la difusión de su obra puede estar en sus manos.
¿A qué llevará todo esto? Quizás a editoriales que mimen a sus autores y les creen un sitio web. Aunque para un autor que ya lo tenga o pueda hacérselo él mismo esto no será necesario. ¿Tal vez a autores que gestionen su difusión para su editor, a cambio, por ejemplo, de una mejora en sus condiciones? ¿A intermediarios especializados?
En el futuro inmediato no sólo triunfarán los libros que tengan un apoyo en la web, pero para muchas obras la difusión en la red supondrá la diferencia entre la vida y la muerte. He aquí un nuevo terreno para el encuentro, o desencuentro, entre editores y autores.

José Antonio Millán escribe el blog "El futuro del libro". La dirección es: http://jamillan.com/

domingo, marzo 02, 2008

McEwan ataca de nuevo


Supe de la existencia de Ian McEwan hace ya varios años, al leer en Letras Libres “La música de la inteligencia”, un espléndido homenaje a Borges que fraguaron junto a su amigo y compañero de generación Martin Amis; luego disfruté de sus novelas, sobre todo de Niños en el tiempo, Amsterdam, Sábado y Expiación, cuya versión cinematográfica le ha catapultado a vender entre los gringos, siempre tan estúpidamente mediáticos, casi medio millón de ejemplares tras que fuera nominada al Oscar. Y ahora me encuentro con esta entrevista, recién sacada del horno por Babelia, donde, entre otras frases sin desperdicio, McEwan se manifiesta tan preciso como en sus novelas al afirmar: “me irrita profundamente que haya intelectuales que no defiendan lo que les permite ser libres”.

Ian McEwan: "Madame Bovary ha muerto"
A punto de cumplir 60 años, Ian McEwan experimenta "una nueva juventud". Ahora publica Chesil Beach, una novela turbadora y exquisita que narra la historia de unos recién casados en los años sesenta. Al autor de Expiación le preocupa el desinterés por la invención de personajes y le irritan "los intelectuales que no defienden lo que les permite ser libres".
Sentado ante la imponente chimenea de su casa en Fitzroy Square, mientras conversa y deja que el peso de la tarde le caiga encima sin encender ninguna luz, Ian McEwan parece disfrutar en la mágica penumbra de una conversación plácida e invernal. En su guarida, ante la recia mesa de madera y la vigilancia intensa de sus instrumentos, de su piano y su guitarra eléctrica, el silencio no se altera ni por el intenso tráfico londinense que ronda este lugar más que céntrico. Allí, cerca de la vorágine de Oxford Street, tiene su cálido refugio este escritor clave en las letras inglesas contemporáneas, ya acostumbrado a que el éxito sea un constante crescendo en su vida.
Pero, como buen escéptico, a McEwan (Aldershot, Reino Unido, 1948) le gusta tomar distancia. Huir para buscar, alejarse de la comodidad que le sonríe y explorar, empaparse en las esquinas de lo que no conoce para cargar pilas. Por eso preparaba hace días las maletas para dar la vuelta al mundo y alejarse un poco de todo lo que le pueda hacer caer en la autocomplacencia, que es la muerte de un escritor.
La prueba de que McEwan no se ha dejado sedar por la respuesta de un público y una crítica que le bendicen sin cesar es la calidad, la altura literaria que ha vuelto a conseguir con Chesil Beach (Anagrama), la nueva novela que aparece ahora en España y que está a la altura de sus mejores obras.
Tan turbadora, indagadora y exquisita como cualquiera de ellas, esta nueva novela prueba su robusta madurez como narrador. McEwan sigue proporcionando respuestas y fuerza a un género que él ha contribuido a enriquecer gracias a cumbres como Expiación, todo un clásico ya. Con la magnífica película de Joe Wright, además, entró este año en la carrera de los Oscar, y le ha proporcionado una segunda vida editorial bien rica, con 450.000 ejemplares vendidos en Estados Unidos a raíz de su estreno en los cines.
En su certero recorrido por el siglo XX, que le hizo pasearse por los alrededores de la Segunda Guerra Mundial entonces, McEwan se detiene ahora en otro momento clave: los años sesenta. Pero no en sus colores, sus explosiones voluptuosas o sus devaneos libertarios, que cambiaron el mundo para siempre, sino en su otra cara, en la oscuridad, la represión, el agobio y la pobreza moral que llevó precisamente a todo aquello. Dos personajes, Florence y Edward, recién casados, y una situación más que límite -su noche de bodas- sirven a McEwan para realizar uno de los retratos del amor y la pareja más devastadores que se hayan escrito en los últimos tiempos.

PREGUNTA. ¿Qué cambió en los sesenta para que viéramos el mundo de otra manera? Sobre todo en la pareja, que es algo que usted analiza casi obsesivamente.

RESPUESTA. Realmente representó toda una transformación. No sólo en el plano sexual, también en el de las relaciones personales. Cambiaron de una dimensión más formal a otra mucho más cálida. Poco a poco. Pero muchas de las cosas que pensamos que habían ocurrido en los sesenta en realidad pasaron en los setenta. No sólo tuvo que ver con la manera de relacionarse entre las parejas, también entre padres e hijos y otros aspectos de la vida privada. En el terreno sexual, no todo se limitó a las relaciones entre dos, se ampliaron los horizontes con las comunas, entró el instinto, probamos todo, el amor libre. Pero creo que, aunque cambiaron muchas cosas, en el fondo, otras muchas siguieron igual.

P. ¿Cuáles?

R. En el caso de las parejas jóvenes, el día que tienen que afrontar su primera vez, ocurre como siempre. Nos engañamos si pensamos que los adolescentes de hoy llegan al sexo sabiéndolo todo y relajados. Si tuviera que escribir Chesil Beach situada en la actualidad, hubiese elegido un matrimonio de musulmanes, por ejemplo. Lo que vemos en las revistas es una cosa, pero en privado, todavía, somos vulnerables, dubitativos, tenemos miedo.

P. En su obra se puede observar el mundo a través de sus personajes amantes. ¿Qué respuestas le da ese microcosmos que no puedan encontrarse desde una óptica individual?

R. Ese mundo resulta tremendamente conveniente para un escritor. No soy el único. Lo que ocurre entre dos amantes nos da muchísimas posibilidades, no sólo para indagar en el placer y el éxtasis, sino para describir la falta de entendimiento, los celos, la traición, la incomprensión mutua, lo trágico.

P. En Chesil Beach, precisamente, aborda la transformación de lo que puede ser placentero en puro patetismo. ¿No resultaba crucial que todo aquel mundo explotara de alguna forma?

R. Lo que no me gustaría es dar la impresión de que lo que les pasó a Florence y Edward fue general. Si así hubiese sido, no estaríamos aquí ninguno.

P. Menudo colapso, como el mundo perdido.

R. Es una historia que se refiere a un tipo determinado de gente, con una manera de comportarse. Para mí lo importante era meterme en su mente e intentar comprender a todos aquellos que tienen dificultades en la vida por ser incapaces de expresar fácilmente sus emociones. Te aparta no sólo de la gente, te desgaja del mundo y de tus propios sentimientos, no entiendes bien lo que te pasa. Florence no puede afrontar lo que le ocurre.

P. ¿Por orgullo, por represión, por frigidez...?

R. Porque se echa la culpa de todo. Toda la novela surge de una idea que tuve hace tiempo y que me obsesiona: cómo puede cambiar toda tu vida en un solo momento. Escribí notas hace tiempo, lo desarrollé en Expiación, en la que alguien era acusado de un crimen que no había cometido, pero incluso al terminarla, me di cuenta de que no la había desarrollado como quería. Seguí haciéndolo aquí.

P. En Expiación queda claro cómo ese momento cambia la vida de muchos, no sólo de una persona.

R. No lo desarrollé entonces como quería. En Expiación derivó en un escenario de gran época histórica. Chesil Beach es más íntimo, la desata un momento específico pero sin épica, sin cárcel, sin guerras alrededor. Y aun así, sigue rondándome esta idea.

P. ¿Hará otra?

R. No, no. Aunque da para muchas cosas. Un punto decisivo en la vida de cualquiera. Ahora sobre el pathos de un dormitorio.

P. Y el propósito de pintar un fresco sobre una época en la que reinaba la represión, otra moral, algo muy agobiante.

R. Deberíamos preguntarnos, además de todo eso, si también, pese a todo eso, perdimos algo. Hay cosas en esa chica tan tímida que se han desvanecido con ella. Una belleza extraña. Esa reticencia que desaparece con su marcha.

P. ¿Una pureza, algo platónico? Lo terrible en esa novela es que todos esos remilgos no les permiten ser felices.

R. Uno de sus problemas es que la mujer que representa Florence siempre sufrirá una presión, se ve obligada a decir no, queda ella como la que niega la felicidad resistiéndose al sexo. De hecho, Edward quiere casarse para acostarse, en aquel momento era para muchos el único camino.

P. En la novela quedan cabos sin atar, con una sugerencia decadente. ¿Le gusta que los lectores construyan sus propias respuestas?

R. Muchos lectores disfrutan sin querer saber. No les gusta que les resuelvas ciertas situaciones con desdichas. Y convence eso. Por mi parte, sería más fácil inventar todas las respuestas que sugerirlas.

P. Por ejemplo, se me ocurre preguntarle tras haber leído el libro: ¿el sexo no nos conduce a la grandeza?

R. Es extremadamente importante para todos nosotros. Pero después de toda una vida pensando en ello, la razón por la que no sigo siendo freudiano es porque me he convencido de que el sexo no lo es todo. Es perfectamente posible disfrutar de mucho sexo y ser absolutamente desgraciado. No lo es todo. No basta, de verdad. Cualquiera que se dé cuenta de esto, disfrutará de otras cosas.

P. Le ha salido una novela muy inglesa.

R. Creo que es la más inglesa de todas mis novelas. Me preocupa eso. ¿La entenderán en España, en Estados Unidos, en Italia?

P. Bueno, usted siempre le da vueltas a Inglaterra en sus novelas.

R. De hecho, yo creo que todas las novelas son locales. Escribir una obra universal es algo muy complicado, ambicioso. Nos gusta García Márquez, Cortázar, John Updike o Dostoievski porque son muy locales. Este libro, de todas formas, aun siendo muy local, ha tocado a mucha gente. Recibo muchas cartas, algunos me dicen que les he calcado su noche de bodas. Otros me cuentan que después de su primera noche hasta fueron al médico a ver qué hacían. Ahora me sorprende que la especie humana haya sobrevivido a ese momento sin acudir al médico.

P. Entre esa Inglaterra de la novela y la de hoy, ¿qué diferencias hay?

R. Bueno, era más marcada en la diferencia de clases, más blanca. Hoy, aquí, en el centro de Londres, te cruzas con todas las nacionalidades. Vivimos en un mundo más plural pero más fracturado. Parece un espejo hecho añicos. Quizás deberíamos haber recorrido todos esos cambios en 10 años y no de un día para otro. Pero, tampoco...

P. Hemos avanzado todos, al fin y al cabo.

R. Bueno, también nos hemos hecho más infantiles. Dura más la infancia en nosotros.

P. Todo se ha pospuesto. La famosa crisis de los cuarenta ahora entra a los cincuenta. ¿Por qué todo ocurre con 10 años de retraso?

R. Porque la gente vive más y mejor. Una sociedad que resiste en condiciones más duras no se puede permitir hijos de 13 o 14 años vagueando alrededor.

P. Me pregunto al leer su obra que oculta más su exhibicionismo autobiográfico que sus compañeros de generación o los escritores que admira, como Philip Roth y Martin Amis. ¿Dónde se esconde usted en sus personajes? Puedo imaginármelo entre sus mujeres también.

R. Las novelas son invenciones puras. Aparte de Sábado, que tenía sus datos autobiográficos, mis novelas no me requieren eso. No me atrae hacer lo que hizo Roth hace años, cuando contó su divorcio, por ejemplo, no me sale.

P. Pero creo que está haciendo algo en ese sentido.

R. Bueno, desde hace tiempo he intentado trabajar en unas memorias. Hice el primer capítulo, lo he dejado. En navidades estuve comprando regalos. Fui a una sección de memorias y había actores, estrellas de rock, escritores, futbolistas e inmediatamente todo ese deseo de escribir mis memorias se esfumó. No quiero compartir estanterías con famosillos de la tele, con chefs, nada. No quiero.

P. Así que se sale conscientemente de la corriente del presente más poderosa.

R. Ya, lo sé. Pero... En fin, pasará. En Inglaterra es una gran tradición más que una moda. No puedo aducir argumentos estéticos. Quizás, que prefiero un mundo que podamos reconocer, pero reinventado por nosotros mismos.

P. Está claro que la experiencia es materia narrativa. Pero una cosa es eso y otra cierta pornografía de la experiencia. Aunque le gustan esos autores que la exaltan.

R. Me gusta el realismo. Las leyes de la física mandando en los textos. Aunque quiero decirle que podré escribir una memoria, espero.

P. Será un acontecimiento, porque usted es un escritor famoso, aunque antes hará otras cosas por lo que veo.

R. Sí, de hecho acabo de empezar algo, aunque todavía no sé si lo acabaré.

P. ¿Cuándo se sabe si una novela será terminada o no? ¿Cuándo se convierte en un ser en sí mismo?

R. Diría que cuando has escrito un cuarto. Unas 25.000 palabras. Cuando llego a eso, reconozco ya una obra viva. Antes puedo abandonarlas fácilmente.

P. ¿Qué les pasa a ustedes, los escritores, en Inglaterra que parecen revueltos, irritados?

R. Que el mundo se ha vuelto irascible. Ser ofendido ahora supone entrar en un estado de gracia. No es sólo cosa de los musulmanes. Todo el mundo se ofende con mucha facilidad. Sobre todo, esa parte de los intelectuales más izquierdistas, que se muestran incapaces de pensar con matices, siempre dan muestras de dar a entender lo que deben pensar más que lo que creen. Hay un problema con la agresividad religiosa, la cristiana y la musulmana, también. Además contamos con una prensa volátil y caliente que lo revuelve todo y ante la que no se puede ser crítico con cosas.

P. ¿Con qué?

R. No se puede ser comprensivo con Estados Unidos. Hay parte de la izquierda que se alía con islamistas y se les olvida que estos odian a los homosexuales, a las mujeres, la democracia, el rock and roll...

P. Algunos cristianos también.

R. Y tanto. Pero ya que nosotros tardamos tanto en deshacernos de lo peor de la Iglesia, me irrita profundamente que tengamos que empezar con esto de nuevo, que haya intelectuales que no defiendan lo que les permite ser libres, y así algunos, como Martin Amis, Salman Rushdie o yo, nos llevamos las manos a la cabeza cuando escuchamos y vemos esas alianzas.

P. Eso no implica que ustedes defiendan situaciones como la de Irak.

R. No, ése es otro tema.

P. ¿Otro desastre?

R. Algo que nos enseña que si vas a hacer algo mal es mejor que no lo hagas. Y se ha hecho tan caóticamente, con tanto cinismo...

P. Ahora parece que todo el mundo piensa largarse.

R. Irse de allí es dejar todo en manos de los islamistas. Es un desastre la situación. El problema es que Estados Unidos ha querido actuar de manera imperial, pero no en todo. Si de verdad quieres hacerlo, si te decides a invadir países, tienes que organizar los servicios civiles, ocuparte de todos los problemas, lo que hicieron fue dejar todo en manos de mafias que saquearan las ciudades, luego humillaron al ejército iraquí y se hicieron 400.000 enemigos de golpe. Se creían que podían ventilarlo en seis semanas y largarse. Donald Rumsfeld fue el auténtico responsable de todo el desastre, Cheney y Bush, después.

P. Veo que conserva sus instrumentos musicales. En Chesil Beach la música resulta clave para definir a los personajes. Entonces, en los gustos musicales se observaban brechas. Hoy todo es más rico, variado, se puede disfrutar de lo clásico y el pop sin que te miren mal. Para usted, ¿qué ha sido la música?

R. Para mí la música fue inseparable de todo en la adolescencia. Pertenezco a una generación musical. Íbamos a conciertos en bares. Un primo me llevó por 25 peniques a un pueblo, Gilford, en el que cinco tíos daban un recital en un hueco de la estación. Tocaban canciones de Chuck Berry y me alucinaron. Eran los Rolling Stones, justo antes de que grabaran su primer disco.

P. ¿De verdad?

R. Completamente cierto. Cantaban Carol, Route 66, emocionante. Por esa época, mis padres me regalaron uno de esos aparatos que tenían dos ruedas para grabar. Más tarde fui modelando mis gustos; después, en la Universidad, descubrí el jazz, el bebop, a Miles Davis, Charlie Parker, Coltrane, el jazz que se hizo entre 1950 y 1965. Después me aficioné a la clásica y ahora pocas cosas me emocionan tanto como Bach o Schubert. Del pop, a partir de los ochenta, perdí el interés en nuevos grupos, salvo algunos como Radiohead u Oasis porque me recordaban a los Beatles. Literariamente, me ha servido. En Chesil Beach, la música pone de manifiesto las diferencias entre dos mundos.

P. ¿Pero usted toca?

R. Tocaba la flauta.

P. En la música también se pueden encontrar varias respuestas para las estructuras literarias. Usted cuida las estructuras de sus novelas. ¿Le interesa esa relación entre ambos mundos?

R. Bueno, me interesa la forma de la sonata, tan importante para la literatura. Dos temas sobre los que se da vueltas y se desarrollan y una coda. Me atrae. La sonata es perfecta. Una vez que la comprendes, no la puedes abandonar en la vida.

P. Es la manera que mejor puede ayudar a articular un discurso.

R. Exacto, lo que decíamos, el desarrollo de dos temas paralelos hasta ir modulando algo.

P. ¿Escribe con música?

R. No. Me gusta tanto que me distraería. Pero, volviendo a la estructura de las obras, es importante concebir una fuerte base arquitectónica para desarrollar una novela, resulta necesario moldearlo todo, una figura. Hay una tentación que persiste en mucha gente, la de obviar la forma en la novela y eso me parece un error. Para los lectores creo que existe un metaplacer, puede que inconsciente, de disfrutar de algo que tiene una forma. Siempre debemos tener cuidado de que no nos esclavice.

P. ¿Para no oprimir la lectura?

R. Sí, para no pasarse de academicista. Porque en esa forma, lo que debe respirar es la vida de una obra. Nunca debe dominar el contenido. La estructura debe ser discreta.

P. Expiación es una novela con una estructura complicada para ser llevada al cine. ¿Usted quedó contento con la versión de Joe Wright?

R. Sí, mucho. Sabía que era muy difícil, además para una película tan cara. En este caso, el director lo ha resuelto muy bien, sobre todo en la primera parte.

P. ¿Los actores también le han convencido?

R. Sí. Keira Knightley interpreta a Cecilia de una manera muy fría, como si fuera una princesa de hielo, una visión que no es la que yo le doy al personaje en la novela, pero que funciona sobre todo en la escena de la biblioteca. La primera parte, los actores la convierten en algo mágico, los gemelos, la niña que interpreta a Briony es excepcional. Así que, en conjunto, me ha gustado mucho. Mi participación en la película ha sido mínima, sólo como productor ejecutivo. Al principio me impliqué con Christopher Hampton y con el director en el guión, pero una vez que empezó el rodaje, fui a alguna sesión, pero no me metí en nada.

P. ¿Ha sido Expiación una novela clave en su carrera?

R. No tanto, fue muy bien acogida, desde luego.

P. ¿Y eso no le pesó para las que han venido después?

R. A nadie le gusta pensar que su mejor obra ha quedado atrás. Te lo planteas, pero... Llega un momento en que un novelista acepta que a lo mejor no puede escribir tan bien como había soñado. El cerebro no siempre responde. Muchos incluso se deberían plantear dejarlo por eso, como lo puede hacer un político. Pero lo más común es que en cada novela sigan pensando que pueden superarse. Yo me planteo que todavía hay temas en los que quiero indagar.

P. Sigue ilusionado como escritor, entonces. Se considera un joven talento.

R. Bueno... Estoy a punto de cumplir sesenta. Una nueva juventud. El día que escriba una novela terrible, quizás me diga que debo retirarme. Pero lo más seguro es que quiera redimirme con otra, así que no sé. Muchos de mis lectores sólo me conocen por el trabajo de los 10 o 12 últimos años.

P. Hubo un McEwan anterior, más salvaje.

R. No tan diferente. Las novelas de los ochenta, Niños en el tiempo, Los perros negros o Amor perdurable, no eran macabras, como me definían al principio. Muchos me dicen que la mejor es Niños en el tiempo, eso me impresiona todavía más.

P. ¿Se considera un novelista clásico?

R. ¿En qué sentido?

P. Alguien que confía tanto en ese género como expresión artística que no lo abandona nunca, persiguiendo la novela perfecta.

R. Muchos creen que la novela perfecta es Madame Bovary. La releí hace dos años y pensé: no lo es. Madame Bovary ha muerto. Es como si Flaubert no la hubiese dejado hasta ahora. Se nos ha condenado a una especie de sadismo narrativo con ella. Dicen que cuando Emma muere, Flaubert lloró. Ahora entiendo por qué no me gusta. Estaba demasiado implicado en la historia. Debería haber permanecido mucho más frío, distante, con algo de hielo.

P. Una distancia como la que Cervantes mantuvo en el Quijote, por ejemplo. El hielo de la ironía.

R. Graham Greene decía que todo escritor debería tener un cubito de hielo en el corazón.

P. Pero eso de la novela perfecta es muy discutible. Para unos puede ser Guerra y paz, para otros, el Quijote o Cien años de soledad...Para usted, ¿cuál se acerca más?

R. Para mí es Ana Karenina. Quizás la novela perfecta del siglo XIX.

P. ¿Y del XX?

R. Varias. Las de John Updike del conejo, el Herzog de Saul Bellow.

P. ¿Han sufrido los escritores ingleses de su generación complejo frente a los americanos?

R. No, no creo.

P. A lo mejor el hecho de que muchos les consideraran mejores les motivó a ustedes.

R. Para nosotros, la mayoría de ellos han sido figuras paternales, contra las que no competíamos. Updike, para mí, es una figura patriarcal. Los que son de nuestra generación nos acompañan, Tobias Wolff, Richard Ford, Don DeLillo... Aunque en los setenta, cuando empecé a escribir, no había entre nosotros nada comparable a Norman Mailer o Philip Roth. Nada comparable a su ambición, su energía...

P. A lo mejor ustedes ya sienten el aliento de los más jóvenes narradores ingleses detrás con ganas de matar al padre.

R. Espero.

P. ¿Y quién puede permitirse ese lujo?

R. Hay varios, hay un gran panorama de narradores entre los treinta y los cuarenta en el que, para mí, sobresale Zadie Smith, claramente. Toda una figura a tener en cuenta.

P. Y en el panorama de otras letras, ¿existe algún vínculo común que pueda describir la literatura que se hace hoy en Occidente?

R. No podría dar una respuesta muy precisa. Quizás que la literatura europea todavía sufre un mal posexistencialista. Suelo retar a mis amigos alemanes a que me hablen de alguna novela que haya retratado bien la Alemania de después de la caída del muro y me dicen que eso es cosa de los periodistas, que la literatura está para asuntos más importantes. Yo creo que eso es una chorrada. Una chorrada existencial. Deberíamos ya tener una gran novela sobre la Alemania dividida que salga de ellos. ¿Se imagina a Bellow o a Roth sin haber escrito de aquello si lo hubieran experimentado? Debemos contextualizar. En Expiación hice un esfuerzo por eso, por contextualizar.

P. ¿Por saber hacia dónde va la novela?

R. Hacia dónde si seguimos por Virginia Woolf o si redescubrimos o reinventamos el siglo XIX para enfocar el XXI. Me preocupa el hecho de que se haya perdido el interés de muchos por la invención de personajes. Muchos piensan que el personaje, como motor narrativo, ha muerto. Pero si quieres investigar la naturaleza humana, ¿cómo lo vas a hacer?

P. De todas formas hay mucha competencia. Lo normal es pensar que la novela es el género que más profundiza en la naturaleza humana y sus aristas. Pero eso parece haber cambiado con otras obras de arte como Los Soprano, sin ir más lejos. ¿Qué opina? ¿No es eso toda una novela que se ha colado en la televisión?

R. Me encantan Los Soprano, pero adentrarse en la total intimidad de una novela con otras disciplinas creativas no hay nada que lo haya conseguido. El problema es que se escriben muchas novelas que aburren.

P. Quizás se baja el nivel y se publica demasiado. ¿Han abaratado los editores la importancia de la buena literatura?

R. Probablemente, y tan sólo por cubrir las cifras.