jueves, mayo 27, 2010

Matar a un elefante es un asunto serio


“En Moulmein, en la Baja Birmania, fui odiado por un gran número de personas; se trató de la única vez en mi vida en que he sido lo bastante importante para que me ocurriera eso.” Así arranca una de mis piezas narrativas favoritas, “Matar a un elefante”, que George Orwell publicó allá por el año 1936, en el No. 2 de New Writing, y que también fuera “emitida” por el Servicio Nacional de la BBC el 12 de octubre de 1948.

“Matar a un elefante” es un relato impecable, con la sobriedad milimétrica que caracteriza la prosa de Orwell, un texto que quizás podría leerse como un correlato objetivo de lo que Spivak ha definido como razón poscolonial, ese proceso que parte de la figura del «informante nativo» para sugerir la emergencia de un nuevo híbrido metropolitano y poscolonial, que sigue hablando en nombre de los subalternos y subalternas para construir nuevas formas de hegemonía política y cultural.

Pero más allá de las posibles implicaciones de una teoría de los estudios culturales, la narración nos arroja ante emociones en estado puro, las vivencias inmediatamente objetivadas del policía Orwell al enfrentarse ante una situación límite, ante el encadenamiento de sucesos que exacerban la tensión de esa situación límite, como en este fragmento donde la muerte se revela en su faceta más elemental: “Estaba boca abajo con los brazos en cruz y la cabeza bruscamente torcida hacia un lado. Tenía el rostro cubierto de fango, los ojos desorbitados, los dientes a la vista y apretados en una mueca de insoportable tormento. (Por cierto, que nadie me diga jamás que los muertos tienen una expresión apacible. La mayoría de cadáveres que he visto tienen un aspecto infernal.) La fricción de la pata de la enorme bestia le había arrancado la piel de la espalda con la misma pulcritud con que se desuella un conejo. En cuanto vi al muerto mandé a un ordenanza a la casa cercana de un amigo en busca de un rifle para elefantes.”

Pero ya con el rifle en sus manos, el policía Orwell se ve contenido por la sombra de la duda: “Sin embargo, no quería matar el elefante. Lo contemplé mientras golpeaba su manojo de hierba contra las rodillas, con ese aire de abuela ensimismada que tienen los elefantes. Me parecía que matarlo sería un asesinato.”

Momentos después, Orwell, el policía, deberá asumir una postura más “colonial”, y en el relato expresa con claridad las razones que justifican su cambio de actitud: “Un sahib debe actuar como tal; debe parecer resuelto, saber lo que piensa y tomar decisiones. Haber recorrido todo ese camino, rifle en mano, con dos mil personas desfilando tras de mí, y alejarme luego sin más, sin haber hecho nada... no, eso era imposible. La multitud se reiría de mí. Y toda mi vida, la vida de todo hombre blanco en Oriente, era una larga lucha para evitar que se rieran de uno. Un hombre blanco no debe asustarse en presencia de «nativos»; y por eso, en general, no se asusta. Lo único que podía pensar era que, si algo salía mal, aquellos dos mil birmanos me verían perseguido, atrapado, pisoteado y convertido en un cadáver con una mueca en la cara como aquel indio en lo alto de la colina. Y, si eso llegaba a ocurrir, era bastante probable que unos cuantos se rieran. No podía ser.”

Pero en materia narrativa, creo que el momento cumbre del relato es cuando se describe la “caída” del elefante, luego de que el diligente policía Orwell le asesta tres disparos: “Cuando apreté el gatillo no oí la detonación ni sentí el culatazo -eso nunca sucede si el disparo da en el blanco-, pero sí escuché el infernal rugido de júbilo que se alzó de la multitud. En aquel instante, en un lapso de tiempo demasiado breve, habría cabido pensar, incluso para que la bala llegara a su destino, un cambio misterioso y terrible le sobrevino al elefante. No se movió ni cayó, pero se alteraron todas las líneas de su cuerpo. De pronto pareció abatido, encogido, inmensamente viejo, como si el horrible impacto de la bala lo hubiese paralizado sin derribarlo. Al final, después de un rato que pareció larguísimo -me atrevería a decir que pudieron haber sido cinco segundos- le fallaron las rodillas y cayó con flaccidez. Babeaba. Una enorme senilidad pareció apoderarse de él. Podría haberse imaginado que tenía miles de años. Volví a dispararle en el mismo lugar. Al segundo impacto no se desplomó sino que se puso en pie con desesperada lentitud y se mantuvo débilmente erguido, con las patas temblorosas y la cabeza gacha. Realicé un tercer disparo. Ése fue el que acabó con él. Pudo verse cómo la agonía le sacudía todo el cuerpo y le arrebataba las últimas fuerzas de las patas. Al caer, no obstante, pareció por un momento que se levantaba, ya que mientras las patas traseras se doblegaban bajo su peso, se irguió igual que una gran roca al despeñarse, con la trompa apuntando hacia el cielo como un árbol. Barritó, por primera y única vez. Y entonces se vino abajo, con el vientre hacia mí, y produjo un estrépito que pareció sacudir el suelo incluso donde yo estaba tumbado.”

Después, el cronista Orwell recordará más detalles, entre los que resalta la tozudez del elefante que se niega a morir, pese a que Orwell, el policía, le descarga un disparo tras otro.

Si con estos fragmentos aún no está claro que matar a un elefante es un asunto serio, pues no queda más que recomendar la lectura del texto completo y en ambas versiones: la traducción al español y el original en inglés.

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