Escritor de culto, cliché con que se designa a los autores inclasificables (los que nunca, hasta que mueren, “se ponen de moda”), Mario Levrero ha irrumpido en los grandes mercados editoriales tras la aparición de La novela luminosa, obra póstuma que le confirma como uno de los mejores narradores de su generación, miembro del “grupo” que Ángel Rama llama los "raros" antirrealistas de los años setenta. Y Nora Catelli advierte en esta reseña que la “rareza” uruguaya no se limita sólo a una generación sino que constituye un linaje al cual pertenecen Felisberto Hernández, Armonía Sommers, Marosa di Giorgio y hasta Juan Carlos Onetti.
Más allá de su reconocible linaje nacional, de los autores con los que él mismo se vinculó, Kafka, o con los que se lo relaciona muy atinadamente, Beckett y Vian, Levrero puede situarse en la hermandad de los inconclusivos. Son los que convierten el acto de la escritura en una espiral neurótica y, a la vez, espesamente concreta, donde se acalla la pasión y el sufrimiento se transforma en enfermedad: en este aspecto, Italo Svevo tal vez sea un modelo. Y, como ya se ha advertido en blogs de penetrantes lectores, es posible descubrir en el Levrero de El discurso vacío (1996) una curiosa afinidad con El libro vacío (1958) de la mexicana Josefina Vicens (1911-1988). Se trata de un asfixiante relato de 230 páginas en el que un oficinista quiere convertirse en escritor: "Tengo que encontrar esa primera frase, tengo que encontrarla".
Manías, hipocondrías, obsesivos recorridos sobre la escritura y sus espacios físicos, desazones eróticas detalladas, cómicas, sórdidas, feroces y muy rioplatenses forman los dos bloques de su obra póstuma, La novela luminosa, construida como un diario. La primera sección contiene el fabuloso despliegue de las reacciones del personaje -en la computadora, en los sistemas de escritura, en los programas de Word, en la búsqueda de cuadernos, lápices y bolígrafos- a la concesión de una beca Guggenheim. Este tramo es un prodigio, una auténtica disección de la identidad institucional del escritor y una deslumbrante exhibición del arte de la digresión. El segundo y también impresionante tramo -poco más de cien páginas- oscila entre la novela "oscura" -que existe y que de tanto en tanto el narrador quema- y la "novela luminosa" que es inalcanzable.
En esta aspiración a lo imposible está la poética de Levrero: no puede "transmutar" los hechos reales porque entonces haría "literatura", ni tampoco logra liberar esos hechos reales de "una serie de pensamientos", lo cual necesariamente tendería al "ensayo". Entonces recurre, hasta el vértigo, a la acumulación fragmentaria de experiencias densamente materiales y precisas -vivencias, recuerdos o la pura fisiología- que poseen la inmediatez de una revelación y su mismo carácter inaprehensible. En lugar de descubrir un sentido, lúcidamente lo escamotea: "Estoy a solas con mi deber y mi deseo. Simultáneamente, necesito dentadura postiza, dos nuevos pares de lentes (para cerca y lejos) y operarme de la vesícula". En esa simultaneidad ahonda el final sin fin de La novela luminosa. Es un final de exaltada afirmación: del deber, del deseo, del cuerpo. No es casual que el personaje, lector de Teresa de Ávila, recuerde su pasado católico y comulgue; no es casual que su última y gozosa frase se inicie medievalmente burlesca y se cierre, después, joyceanamente festiva: "La calavera de la paloma parece seguir en su sitio: los huesitos del cuerpo no los veo, pero quizá estén, sí, todavía, allí".
Prodigio LevreroMario Levrero (Montevideo, 1940-2004) fue autor abundante y excéntrico, aunque no desconocido. Muchas cosas sobre él están hoy en la Red; entre ellas un magnífico perfil, a cargo de uno de sus más viejos amigos y colegas, el novelista y crítico Elvio Gandolfo, argentino trasplantado a Uruguay. Publicó en su ciudad, en Buenos Aires y ahora en España novelas, cuentos y textos de carácter indefinible; entre ellos, Gelatina (1968), La máquina de pensar en Gladys (1970), La ciudad (1970) o París (1980), además de recopilaciones de columnas periodísticas, seudofolletines y seudorelatos de ciencia-ficción. El gran crítico Ángel Rama lo situó en la generación de los "raros" antirrealistas de los años setenta. La rareza uruguaya no pertenece sólo a una generación sino que constituye un linaje: cabe recordar a Felisberto Hernández, a Armonía Sommers, a Marosa di Giorgio, incluso muy lejanamente a Onetti.
Nora Catelli
Más allá de su reconocible linaje nacional, de los autores con los que él mismo se vinculó, Kafka, o con los que se lo relaciona muy atinadamente, Beckett y Vian, Levrero puede situarse en la hermandad de los inconclusivos. Son los que convierten el acto de la escritura en una espiral neurótica y, a la vez, espesamente concreta, donde se acalla la pasión y el sufrimiento se transforma en enfermedad: en este aspecto, Italo Svevo tal vez sea un modelo. Y, como ya se ha advertido en blogs de penetrantes lectores, es posible descubrir en el Levrero de El discurso vacío (1996) una curiosa afinidad con El libro vacío (1958) de la mexicana Josefina Vicens (1911-1988). Se trata de un asfixiante relato de 230 páginas en el que un oficinista quiere convertirse en escritor: "Tengo que encontrar esa primera frase, tengo que encontrarla".
Manías, hipocondrías, obsesivos recorridos sobre la escritura y sus espacios físicos, desazones eróticas detalladas, cómicas, sórdidas, feroces y muy rioplatenses forman los dos bloques de su obra póstuma, La novela luminosa, construida como un diario. La primera sección contiene el fabuloso despliegue de las reacciones del personaje -en la computadora, en los sistemas de escritura, en los programas de Word, en la búsqueda de cuadernos, lápices y bolígrafos- a la concesión de una beca Guggenheim. Este tramo es un prodigio, una auténtica disección de la identidad institucional del escritor y una deslumbrante exhibición del arte de la digresión. El segundo y también impresionante tramo -poco más de cien páginas- oscila entre la novela "oscura" -que existe y que de tanto en tanto el narrador quema- y la "novela luminosa" que es inalcanzable.
En esta aspiración a lo imposible está la poética de Levrero: no puede "transmutar" los hechos reales porque entonces haría "literatura", ni tampoco logra liberar esos hechos reales de "una serie de pensamientos", lo cual necesariamente tendería al "ensayo". Entonces recurre, hasta el vértigo, a la acumulación fragmentaria de experiencias densamente materiales y precisas -vivencias, recuerdos o la pura fisiología- que poseen la inmediatez de una revelación y su mismo carácter inaprehensible. En lugar de descubrir un sentido, lúcidamente lo escamotea: "Estoy a solas con mi deber y mi deseo. Simultáneamente, necesito dentadura postiza, dos nuevos pares de lentes (para cerca y lejos) y operarme de la vesícula". En esa simultaneidad ahonda el final sin fin de La novela luminosa. Es un final de exaltada afirmación: del deber, del deseo, del cuerpo. No es casual que el personaje, lector de Teresa de Ávila, recuerde su pasado católico y comulgue; no es casual que su última y gozosa frase se inicie medievalmente burlesca y se cierre, después, joyceanamente festiva: "La calavera de la paloma parece seguir en su sitio: los huesitos del cuerpo no los veo, pero quizá estén, sí, todavía, allí".
1 comentario:
Hola, les dejo algo que escribí sobre el autor, para el que le interese ampliar conocimientos.
http://librerohumanoide.blogspot.com/2009/02/paris.html
Excelente autor, Levrero. No deja de sorprenderme.
Saludos.
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