A John Banville lo describen como un hombre formal y de sonrisa circunspecta en esta entrevista que le hizo Enric González y que apareció en Babelia el pasado 3 de mayo bajo el título “Dublín negro”, donde apunta frases puntuales para intentar definir a uno de los narradores contemporáneos fundamentales en lengua inglesa. "Los irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera", advierte Banville, para después agregar: "Soy como un bogavante. Yo tengo la pinza: es esta mano. Está increíblemente desarrollada para escribir historias".
A continuación la entrevista completa con el dueño de la pinza del bogavante.
Dublín negro
Sobre la pinza del bogavante, la esencia de esta historia, se hablará luego. También se hablará luego del inquietante Benjamin Black. Hay que empezar por el principio y John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) lleva ya 10 minutos esperando al periodista. Ocupa el peor asiento en la mejor mesa del restaurante y tiene ante sí una copa de vino blanco. Es un hombre formal que viste formalmente y luce una sonrisa circunspecta. No habría en él nada de amenazante, si nos olvidáramos de la pinza. Dicen de Banville que es el mejor escritor en lengua inglesa. Quien redacta estas líneas carece de autoridad para proclamar algo tan grave, pero lo piensa. La pinza está ahí, y su presencia no afecta solamente al entrevistador. Banville es también consciente de ella. Para disimularla, añade a su humor oscuro, muy irlandés, abundantes dosis de autoironía.
El gran escritor es vegetariano, pero recomienda encarecidamente las chuletas de cordero. No fuma, pero no le parece mal que otros fumen. En su caso, esa tolerancia desasosiega. El fenómeno es parecido al de Funes el memorioso, aquel personaje de Borges incapaz de olvidar nada, cuyos interlocutores quedaban paralizados: sabían que cualquiera de sus palabras, titubeos y errores se grababan para siempre en la mente de Funes. En el caso de John Banville, uno teme por su alma. Más tarde, el escritor lo reconocerá: si no se interesa por alguien, ve sólo una máscara; si se interesa, hurga en esa persona y la reconstruye en palabras para hacerla “verdadera”, como uno de sus personajes. “Están los hechos y está la verdad”, dice, “y no coinciden necesariamente”. Lleva casi medio siglo desbrozando realidad para encontrar verdades.
Se hace pasar por un autor casi marginal, escudado tras sus ventas. Algunas de sus novelas, es cierto, han tenido tiradas iniciales de 5.000 ejemplares. También es cierto, sin embargo, que fue editor literario del Irish Times y que sus críticas, ocasionalmente feroces, se publican desde hace años en The New York Review of Books, donde se dio el gustazo de destrozar una novela, Sábado, de un colega tan insigne como Ian McEwan. Es amigo de Claudio Magris y cuenta divertidísimas anécdotas de otros escritores, con la condición de que no se publiquen. El almuerzo transcurre ameno: luce el sol sobre Dublín, desde la ventana se ven las aguas plateadas del Liffey, Banville pide más vino y los comensales ríen.
John Banville nació en Wexford, una ciudad provinciana en un país que entonces, a mediados de los cuarenta, era el colmo del provincianismo: pobreza, hipocresía, sotanas y censura. La prensa inglesa llegaba recortada, porque un irlandés no podía ver un anuncio de preservativos. Su padre trabajaba en un garaje y su madre se cuidaba de la casa. No fue a la universidad. En cuanto pudo se largó de casa y encontró empleo como oficinista en Aer Lingus, las líneas aéreas irlandesas. Fue un don nadie durante décadas, y lo sabía. Un don nadie con la pinza. Ese antiguo martirio del ego asoma puntualmente. Al hablar de su Arte, habla con mayúsculas. Nada de falsas modestias. En 2006, cuando recibió el prestigioso Booker Prize, el máximo premio literario británico, por su novela El mar, Banville felicitó al jurado por conceder el reconocimiento a “un libro de verdad”.
Bajo el restaurante se encuentra la librería The Winding Stair. Insiste en entrar y ruega que se cite el nombre, porque es amigo de los propietarios. Para sellar el pacto con el entrevistador, comete un soborno escasamente delictivo y le regala Cartas de Ted Hughes, una recopilación de la correspondencia privada del poeta inglés. Son 37 euros y 756 páginas. “Ya verá, es muy ingenioso”, explica. En ese momento, el receptor del pesado soborno sospecha que el libro sobre Hughes, quizá como las chuletas, forma parte de una broma críptica. Y no: las cartas del poeta son, en efecto, casi divertidas. A Banville, con su pasión por escudriñar el alma humana, deben apasionarle.
Hablando de alma humana, quien no ha leído aún nada de John Banville podría comenzar por El intocable (1997). Se trata de su novela más convencional. Es casi una biografía de Anthony Blunt, el asesor de arte de la reina Isabel II que espió para los soviéticos. Victor Maskell, el intocable, es un Blunt pasado por la pinza, es decir, más verdadero que el propio Blunt. Banville recuerda con halago que Stella Rimington, jefa del MI5, el servicio de espionaje británico, se declaró entusiasta de El intocable. A partir de ahí se puede seguir con El libro de las pruebas, o El mar, o cualquier otra entre una quincena de obras magníficas.
A Banville le incomoda su reputación de escritor para élites, de “escritor para escritores”. “Esa fama es un desastre”, bromea, “porque los escritores no compran libros, y si lo hacen es para apuñalarte por la espalda”. Admite, en cualquier caso, que su prosa “puede ser difícil, aunque a mí no me lo parezca”. “Es cierto, mis textos no toleran al lector que se duerme entre una línea y otra. Exigen atención. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría escribir?”. Esta parte de la conversación transcurre en el estudio de Banville, donde no queda ya margen para disimulos. Es el momento de hablar de su talento. Y de la pinza. Y de su otro yo.
Empieza con el viejo y solvente argumento de la condición irlandesa. “Yo soy irlandés, y los escritores irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera. Cuando leo a Nabokov [de origen ruso] le entiendo perfectamente, porque también escribe inglés desde fuera. Un autor inglés intenta que su prosa sea fácil y transparente, siguiendo el consejo de George Orwell: el texto debe ser como una hoja de cristal. Para mí, para los irlandeses, no debe ser un cristal, sino una lente capaz de aproximar, alejar o distorsionar. Mire, venimos del gaélico, una lengua extraordinariamente evasiva en la que no es posible decir cosas directas. No se puede decir, por ejemplo, “soy un hombre”. Habría que decir algo así como “estoy en mi hombría”. El gaélico es oblicuo y se aleja continuamente de lo esencial, mientras el inglés es lo contrario, va directo al grano. “Esa tensión, nacida a mediados del siglo XIX, cuando dejamos de hablar gaélico y adoptamos el inglés del imperio, generó un lenguaje nuevo y potente. El lenguaje de Wilde, Keats, Shaw, Joyce, Beckett, distinto del inglés de Inglaterra, Estados Unidos o Australia”.
“Irlanda es un país de contadores de historias”, prosigue. “Imagine que uno de nuestros políticos o uno de nuestros obispos comete algo terrible. Bien. A usted le interesaría saber exactamente cómo han sucedido las cosas. Para nosotros, eso es secundario. Lo que nos importa es cómo van a explicarse. Si el político o el obispo son capaces de justificarse con gracia, es decir, con un relato humano y apasionante, pueden salir del apuro sin grandes problemas”.
Tras el circunloquio irlandés, el trabajo de Banville, que fabrica su prosa “con los horarios de un oficinista: de nueve y media a seis, con una pausa para el almuerzo”. “Al principio escribía y reescribía, y mi primera novela tuvo nueve versiones. Ahora no. Ahora voy frase a frase, y no paso a la siguiente hasta conseguir exactamente lo que quiero. También me interesa el ritmo, dentro de la frase y en el conjunto. Es muy importante conseguirlo”.
“Creemos hablar una lengua”, prosigue, “pero es la lengua quien nos habla a nosotros. Cada palabra ha sido utilizada ya un billón de veces y carga con el eco de todo ese uso; también carga, además, con el peso de todas las cosas que no dice. Shakespeare y Cervantes vivieron cuando el hombre moderno descubrió el yo, fueron los primeros en decir realmente ‘soy yo’, y escribieron en un molde relativamente nuevo. El inglés y el castellano eran idiomas jóvenes. Ahora son idiomas gastados, cansados, y a la vez más ricos. En realidad, las palabras siguen sorprendiéndome, sigo descubriendo en el diccionario acepciones que desconozco”. A Banville le encantan las anécdotas literarias. “¿Sabe lo de Thomas Hardy? Una vez topó en un libro con una palabra que ignoraba. Buscó en el diccionario y resultó que la única fuente para esa palabra era una frase escrita por el propio Hardy”.
La de Banville no fue una vocación tardía. “Hacia los 12 años fui consciente de que lo mío era el lenguaje. Es el momento en que percibimos cómo nos enfrentaremos al mundo. Luego, durante un tiempo, quise ser pintor, pero me faltaba talento. Ahora, a mi edad, no sabría vivir sin palabras. Es un poco triste: nada es real para mí si no está expresado con palabras. Lo mismo debe pasarle a usted, que trabaja como periodista: está continuamente traduciendo la realidad en palabras”.
El periodista, interpelado, se defiende como puede.
—Yo no soy un creador, me limito a trabajar en esto.
—Ya —ríe Banville—. Ésa es la ilusión con la que se protege.
—Usted ha sido periodista y sabe que tengo razón.
—Yo no he sido periodista como usted. Yo he hecho periodismo cultural, críticas de libros. Eso es trabajar con artefactos hechos de palabras. Usted, en cambio, puede ir a un incendio en el que mueren 40 personas y contarlo después en 400 palabras. ¿Se da cuenta? Traduce un suceso tremendo en una pieza breve y comprensible. No hace ficción, pero necesita un esfuerzo de imaginación. Yo tendría dificultades para hacer eso. Vería el cadáver de una anciana y pensaría en que, seguramente, tenía un gato. ¿Habría muerto el gato? ¿Habría escapado? Quedaría atrapado en los detalles.
A estas alturas, John Banville muestra el más claro rastro de la pinza. Abre un cuaderno que es un libro. Sus libros nacen así, con una pluma estilográfica que traza signos asombrosamente pulcros, regulares y legibles sobre un cuaderno de hojas blancas. Ninguna tachadura. Todo exacto, impoluto y definitivo. Frase a frase. Es el momento de preguntarle cómo sobrelleva su condición de maestro supremo de la lengua inglesa.
“No, no, no”, dice. Se trata, pese a su reiteración, de un “no” relativo. “Tengo muy desarrollado el sentido del absurdo y no creo en la noción del gran hombre, el maestro. Muchos de los males del siglo XX surgieron de ahí, de la devoción por el presunto gran hombre. Yo llevo casi 50 años en esto y, sí, creo que a estas alturas he aprendido a manejar mi idioma. Soy capaz de escribirlo todo exactamente como quiero. Pero no soy un maestro, no tengo autoridad. Sigo peleándome con las sombras, aún me pregunto con qué palabra empezar y aún tengo miedo a hacerlo mal. Soy como un bogavante. ¿Se imagina un bogavante? ¿Recuerda esas pinzas enormes? Yo tengo la pinza: es esta mano. Está increíblemente desarrollada para escribir historias. Sé que dispongo de ese talento. El resto de mí, como le ocurre al bogavante, es coraza y fragilidad”.
¿Y Benjamin Black? ¿Se parece a John Banville? “No, Black no tiene problemas. Black, por ejemplo, escribe con el ordenador. La pantalla es demasiado rápida para Banville; en cambio, tiene la velocidad adecuada para un tipo como Benjamin Black”. El tal Black nació de las novelas de Simenon, “las buenas, las que no son de Maigret”, y de un guión televisivo que no llegó a producirse. Banville tenía una historia en las manos y decidió convertirse en Black para escribirla en tercera persona (los libros de Banville siempre se relatan en primera persona) y con la displicencia que exige el género negro. La historia se convirtió en El secreto de Christine, una novela de crímenes e hipocresía ambientada en Dublín y Boston a mediados de los cincuenta. “Aquél fue un tiempo oscuro, un tiempo de culpa, cigarrillos y secretos profundos, ideal para la intriga”, comenta. No se documentó sobre la época. “Los novelistas no deben investigar, sino crear. Nuestro trabajo consiste en inventar. Los hechos y la verdad no son lo mismo, ¿recuerda?”.
El secreto de Christine (2006) resultó una novela tersa, amarga, con un protagonista fascinante: el médico forense Quirke, grande, alcohólico y desencantado. “Creo que Black tiene talento para la ficción barata”, se burla Banville. Al año siguiente apareció una nueva obra de Black: The silver swan, que ahora se publica en España como El otro nombre de Laura (Alfaguara). De nuevo el protagonista es Quirke y los personajes principales son los mismos. Esta segunda novela es aún mejor que la primera. En verano, Black serializó para The New York Times una tercera entrega, The lemur. Banville contempla con escepticismo la intensa actividad de su otro yo: “¿Usted cree que Benjamin Black llegará a ganar dinero?”.
El gran escritor es vegetariano, pero recomienda encarecidamente las chuletas de cordero. No fuma, pero no le parece mal que otros fumen. En su caso, esa tolerancia desasosiega. El fenómeno es parecido al de Funes el memorioso, aquel personaje de Borges incapaz de olvidar nada, cuyos interlocutores quedaban paralizados: sabían que cualquiera de sus palabras, titubeos y errores se grababan para siempre en la mente de Funes. En el caso de John Banville, uno teme por su alma. Más tarde, el escritor lo reconocerá: si no se interesa por alguien, ve sólo una máscara; si se interesa, hurga en esa persona y la reconstruye en palabras para hacerla “verdadera”, como uno de sus personajes. “Están los hechos y está la verdad”, dice, “y no coinciden necesariamente”. Lleva casi medio siglo desbrozando realidad para encontrar verdades.
Se hace pasar por un autor casi marginal, escudado tras sus ventas. Algunas de sus novelas, es cierto, han tenido tiradas iniciales de 5.000 ejemplares. También es cierto, sin embargo, que fue editor literario del Irish Times y que sus críticas, ocasionalmente feroces, se publican desde hace años en The New York Review of Books, donde se dio el gustazo de destrozar una novela, Sábado, de un colega tan insigne como Ian McEwan. Es amigo de Claudio Magris y cuenta divertidísimas anécdotas de otros escritores, con la condición de que no se publiquen. El almuerzo transcurre ameno: luce el sol sobre Dublín, desde la ventana se ven las aguas plateadas del Liffey, Banville pide más vino y los comensales ríen.
John Banville nació en Wexford, una ciudad provinciana en un país que entonces, a mediados de los cuarenta, era el colmo del provincianismo: pobreza, hipocresía, sotanas y censura. La prensa inglesa llegaba recortada, porque un irlandés no podía ver un anuncio de preservativos. Su padre trabajaba en un garaje y su madre se cuidaba de la casa. No fue a la universidad. En cuanto pudo se largó de casa y encontró empleo como oficinista en Aer Lingus, las líneas aéreas irlandesas. Fue un don nadie durante décadas, y lo sabía. Un don nadie con la pinza. Ese antiguo martirio del ego asoma puntualmente. Al hablar de su Arte, habla con mayúsculas. Nada de falsas modestias. En 2006, cuando recibió el prestigioso Booker Prize, el máximo premio literario británico, por su novela El mar, Banville felicitó al jurado por conceder el reconocimiento a “un libro de verdad”.
Bajo el restaurante se encuentra la librería The Winding Stair. Insiste en entrar y ruega que se cite el nombre, porque es amigo de los propietarios. Para sellar el pacto con el entrevistador, comete un soborno escasamente delictivo y le regala Cartas de Ted Hughes, una recopilación de la correspondencia privada del poeta inglés. Son 37 euros y 756 páginas. “Ya verá, es muy ingenioso”, explica. En ese momento, el receptor del pesado soborno sospecha que el libro sobre Hughes, quizá como las chuletas, forma parte de una broma críptica. Y no: las cartas del poeta son, en efecto, casi divertidas. A Banville, con su pasión por escudriñar el alma humana, deben apasionarle.
Hablando de alma humana, quien no ha leído aún nada de John Banville podría comenzar por El intocable (1997). Se trata de su novela más convencional. Es casi una biografía de Anthony Blunt, el asesor de arte de la reina Isabel II que espió para los soviéticos. Victor Maskell, el intocable, es un Blunt pasado por la pinza, es decir, más verdadero que el propio Blunt. Banville recuerda con halago que Stella Rimington, jefa del MI5, el servicio de espionaje británico, se declaró entusiasta de El intocable. A partir de ahí se puede seguir con El libro de las pruebas, o El mar, o cualquier otra entre una quincena de obras magníficas.
A Banville le incomoda su reputación de escritor para élites, de “escritor para escritores”. “Esa fama es un desastre”, bromea, “porque los escritores no compran libros, y si lo hacen es para apuñalarte por la espalda”. Admite, en cualquier caso, que su prosa “puede ser difícil, aunque a mí no me lo parezca”. “Es cierto, mis textos no toleran al lector que se duerme entre una línea y otra. Exigen atención. Si no fuera así, ¿qué sentido tendría escribir?”. Esta parte de la conversación transcurre en el estudio de Banville, donde no queda ya margen para disimulos. Es el momento de hablar de su talento. Y de la pinza. Y de su otro yo.
Empieza con el viejo y solvente argumento de la condición irlandesa. “Yo soy irlandés, y los escritores irlandeses escribimos en inglés, una lengua extranjera. No nos sentimos cómodos, miramos el lenguaje desde fuera. Cuando leo a Nabokov [de origen ruso] le entiendo perfectamente, porque también escribe inglés desde fuera. Un autor inglés intenta que su prosa sea fácil y transparente, siguiendo el consejo de George Orwell: el texto debe ser como una hoja de cristal. Para mí, para los irlandeses, no debe ser un cristal, sino una lente capaz de aproximar, alejar o distorsionar. Mire, venimos del gaélico, una lengua extraordinariamente evasiva en la que no es posible decir cosas directas. No se puede decir, por ejemplo, “soy un hombre”. Habría que decir algo así como “estoy en mi hombría”. El gaélico es oblicuo y se aleja continuamente de lo esencial, mientras el inglés es lo contrario, va directo al grano. “Esa tensión, nacida a mediados del siglo XIX, cuando dejamos de hablar gaélico y adoptamos el inglés del imperio, generó un lenguaje nuevo y potente. El lenguaje de Wilde, Keats, Shaw, Joyce, Beckett, distinto del inglés de Inglaterra, Estados Unidos o Australia”.
“Irlanda es un país de contadores de historias”, prosigue. “Imagine que uno de nuestros políticos o uno de nuestros obispos comete algo terrible. Bien. A usted le interesaría saber exactamente cómo han sucedido las cosas. Para nosotros, eso es secundario. Lo que nos importa es cómo van a explicarse. Si el político o el obispo son capaces de justificarse con gracia, es decir, con un relato humano y apasionante, pueden salir del apuro sin grandes problemas”.
Tras el circunloquio irlandés, el trabajo de Banville, que fabrica su prosa “con los horarios de un oficinista: de nueve y media a seis, con una pausa para el almuerzo”. “Al principio escribía y reescribía, y mi primera novela tuvo nueve versiones. Ahora no. Ahora voy frase a frase, y no paso a la siguiente hasta conseguir exactamente lo que quiero. También me interesa el ritmo, dentro de la frase y en el conjunto. Es muy importante conseguirlo”.
“Creemos hablar una lengua”, prosigue, “pero es la lengua quien nos habla a nosotros. Cada palabra ha sido utilizada ya un billón de veces y carga con el eco de todo ese uso; también carga, además, con el peso de todas las cosas que no dice. Shakespeare y Cervantes vivieron cuando el hombre moderno descubrió el yo, fueron los primeros en decir realmente ‘soy yo’, y escribieron en un molde relativamente nuevo. El inglés y el castellano eran idiomas jóvenes. Ahora son idiomas gastados, cansados, y a la vez más ricos. En realidad, las palabras siguen sorprendiéndome, sigo descubriendo en el diccionario acepciones que desconozco”. A Banville le encantan las anécdotas literarias. “¿Sabe lo de Thomas Hardy? Una vez topó en un libro con una palabra que ignoraba. Buscó en el diccionario y resultó que la única fuente para esa palabra era una frase escrita por el propio Hardy”.
La de Banville no fue una vocación tardía. “Hacia los 12 años fui consciente de que lo mío era el lenguaje. Es el momento en que percibimos cómo nos enfrentaremos al mundo. Luego, durante un tiempo, quise ser pintor, pero me faltaba talento. Ahora, a mi edad, no sabría vivir sin palabras. Es un poco triste: nada es real para mí si no está expresado con palabras. Lo mismo debe pasarle a usted, que trabaja como periodista: está continuamente traduciendo la realidad en palabras”.
El periodista, interpelado, se defiende como puede.
—Yo no soy un creador, me limito a trabajar en esto.
—Ya —ríe Banville—. Ésa es la ilusión con la que se protege.
—Usted ha sido periodista y sabe que tengo razón.
—Yo no he sido periodista como usted. Yo he hecho periodismo cultural, críticas de libros. Eso es trabajar con artefactos hechos de palabras. Usted, en cambio, puede ir a un incendio en el que mueren 40 personas y contarlo después en 400 palabras. ¿Se da cuenta? Traduce un suceso tremendo en una pieza breve y comprensible. No hace ficción, pero necesita un esfuerzo de imaginación. Yo tendría dificultades para hacer eso. Vería el cadáver de una anciana y pensaría en que, seguramente, tenía un gato. ¿Habría muerto el gato? ¿Habría escapado? Quedaría atrapado en los detalles.
A estas alturas, John Banville muestra el más claro rastro de la pinza. Abre un cuaderno que es un libro. Sus libros nacen así, con una pluma estilográfica que traza signos asombrosamente pulcros, regulares y legibles sobre un cuaderno de hojas blancas. Ninguna tachadura. Todo exacto, impoluto y definitivo. Frase a frase. Es el momento de preguntarle cómo sobrelleva su condición de maestro supremo de la lengua inglesa.
“No, no, no”, dice. Se trata, pese a su reiteración, de un “no” relativo. “Tengo muy desarrollado el sentido del absurdo y no creo en la noción del gran hombre, el maestro. Muchos de los males del siglo XX surgieron de ahí, de la devoción por el presunto gran hombre. Yo llevo casi 50 años en esto y, sí, creo que a estas alturas he aprendido a manejar mi idioma. Soy capaz de escribirlo todo exactamente como quiero. Pero no soy un maestro, no tengo autoridad. Sigo peleándome con las sombras, aún me pregunto con qué palabra empezar y aún tengo miedo a hacerlo mal. Soy como un bogavante. ¿Se imagina un bogavante? ¿Recuerda esas pinzas enormes? Yo tengo la pinza: es esta mano. Está increíblemente desarrollada para escribir historias. Sé que dispongo de ese talento. El resto de mí, como le ocurre al bogavante, es coraza y fragilidad”.
¿Y Benjamin Black? ¿Se parece a John Banville? “No, Black no tiene problemas. Black, por ejemplo, escribe con el ordenador. La pantalla es demasiado rápida para Banville; en cambio, tiene la velocidad adecuada para un tipo como Benjamin Black”. El tal Black nació de las novelas de Simenon, “las buenas, las que no son de Maigret”, y de un guión televisivo que no llegó a producirse. Banville tenía una historia en las manos y decidió convertirse en Black para escribirla en tercera persona (los libros de Banville siempre se relatan en primera persona) y con la displicencia que exige el género negro. La historia se convirtió en El secreto de Christine, una novela de crímenes e hipocresía ambientada en Dublín y Boston a mediados de los cincuenta. “Aquél fue un tiempo oscuro, un tiempo de culpa, cigarrillos y secretos profundos, ideal para la intriga”, comenta. No se documentó sobre la época. “Los novelistas no deben investigar, sino crear. Nuestro trabajo consiste en inventar. Los hechos y la verdad no son lo mismo, ¿recuerda?”.
El secreto de Christine (2006) resultó una novela tersa, amarga, con un protagonista fascinante: el médico forense Quirke, grande, alcohólico y desencantado. “Creo que Black tiene talento para la ficción barata”, se burla Banville. Al año siguiente apareció una nueva obra de Black: The silver swan, que ahora se publica en España como El otro nombre de Laura (Alfaguara). De nuevo el protagonista es Quirke y los personajes principales son los mismos. Esta segunda novela es aún mejor que la primera. En verano, Black serializó para The New York Times una tercera entrega, The lemur. Banville contempla con escepticismo la intensa actividad de su otro yo: “¿Usted cree que Benjamin Black llegará a ganar dinero?”.
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