La novela, en el siglo XXI, goza de buena salud
Manuel Rico
Vicente Verdú publicó en Babelia, el pasado 17 de noviembre de 2007, el artículo “Reglas para la supervivencia de la novela”, en el que afirmaba: "En la narración es torpe seguir como si no existiera publicidad, correo electrónico, chats, cine, YouTube, MySpace o la blogosfera". Este artículo responde a su Decálogo.
El artículo de Vicente Verdú “Reglas para la supervivencia de la novela” acerca de la virtualidad que, en este comienzo de siglo marcado por los nuevos horizontes que ofrecen las tecnologías de la información, tiene la novela como género literario sustentado en la ficción, en la "historia", suscita algunas reflexiones de largo alcance.
¿Estamos ante la decadencia de la novela y, más allá, del arte narrativo? ¿Ofrece la vida tantas posibilidades de experiencia al ciudadano medio que convierte en inútil la lectura de ficción? Las nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación escrita -internet, el correo electrónico, la telefonía móvil- ¿reducen el campo de la novela tal y como la hemos entendido históricamente? ¿Pierde todo sentido contar una "historia" mediante la novela cuando hay otros medios con capacidad para hacerlo con eficacia como el cine o la televisión? La "historia", el argumento, ¿han de ser transferidos al guión cinematográfico, o televisivo, abandonando el campo de la novela? A estas y otras preguntas, acaso no muy diferentes a las que se formularon no pocos escritores en los años veinte y treinta con la irrupción del cine y con la aparición de las vanguardias literarias, o a finales de los cincuenta con la crisis de la "historia" en la novela, el auge del experimentalismo que representó el nouveau roman y la generalización del medio televisivo, intenta dar respuesta Verdú con una conclusión, a mi juicio, cuanto menos discutible.
Podemos convenir que los últimos premios literarios (Verdú cita sólo el Herralde) han premiado a novelas de la periferia del sistema (Latinoamérica y otras zonas del mundo), donde todavía pervive la novela convencional. También que en el resto de los premios se han galardonado obras de autores españoles que responden al "molde tradicional". Según Verdú, estas últimas serían productos que ya no se cultivan con la debida dignidad por haber caducado mucho antes de iniciarse el siglo XXI. A partir de esa lógica, incurriría en torpeza o en falta de sentido histórico quien opta por seguir escribiendo novela como si "no existiera publicidad, correo electrónico, chats, cine, YouTube, MySpace o blogosfera". Se trataría, por tanto, de excluir historia y argumento del arte narrativo, de la literatura, y situarlos sólo en el ámbito del cine, del telefilme, de otros productos audiovisuales que buscan el entretenimiento a través del guión.
No parece, sin embargo, que ese diagnóstico sea acertado. Premios literarios a novelas escritas con poca dignidad se han dado a lo largo de toda la historia de los premios de novela (no hay más que repasar la nómina de obras galardonadas en algunos de los más sonados para darse cuenta de ello) y carece de rigor identificar "novela con historia" con mero cauce para el entretenimiento. Entre otras razones porque, siempre, todo arte literario, incluso el más alejado del argumento como la poesía, ha tenido una vertiente nada desdeñable en el entretenimiento, en la búsqueda del placer del lector, en la posibilidad de invitarlo a vivir otros mundos y a gozar de la experiencia lectora.
Cierto que las mesas de novedades de las librerías viven, desde hace algunos años, una invasión de títulos basados en intrigas vaticanas, en argumentos situados en tiempos remotos, de productos de encargo cuya única finalidad es entretener mediante trucos y apelaciones a misterios supuestamente no revelados. Pero tan cierto como eso es que la pujanza de otra narrativa, transmisora de conocimiento sobre la condición humana, impulsora de reflexión sobre la Historia y sobre los azares del presente, profundamente vinculada a la tradición literaria, también con historia y con argumento, cosecha altos niveles de aceptación entre los lectores de todas las clases y sensibilidades, desde el público joven y universitario, frecuentador del chat y de internet, hasta los públicos más exigentes y cultivados pasando por lo que entendemos convencionalmente como lector medio -seguramente, muy pocos de los "lectores melancólicos que transpiran alcanfor" a los que alude Verdú-. Paul Auster o Richard Ford, Julian Barnes o William Boyd, Sándor Márai o Imre Kertész, Irene Némirovski o Niall Williams, Jonathan Littell -su voluminosa novela Las benévolas es, formalmente, tan convencional como cualquiera de las de los autores hasta aquí citados- son, entre otros muchos autores que cultivan una narrativa que descansa en una historia, narradores con un público vasto que no buscan en sus obras entretenimiento (aunque su lectura lo conlleve), sino lo que siempre ha ofrecido la literatura: una forma de entender la relación del ser humano con el mundo, con los otros, con la propia existencia, con las incertidumbres que le acechan en su vida cotidiana.
Discrepo, por ello, con Verdú respecto a que la ficción literaria, en este comienzo del siglo XXI, debe considerarse superada. A lo largo del siglo XX no han sido pocos los peligros que han planeado sobre la virtualidad de la novela como recipiente de historias: el cine, la radio con sus seriales (seguidos en algunas etapas del siglo por colectivos amplísimos de oyentes), la televisión como impulsora de historias propias y como soporte del cine y del teatro, el cómic, el tebeo... Es decir, las bases técnicas que podían poner en crisis la capacidad de la novela como aparato de lenguaje con capacidad para albergar una historia ya estaban, hace casi medio siglo, dadas. Sin embargo, la novela (o, por ser más estrictos, la narrativa entendida en sentido amplio) siguió gozando de una enorme vitalidad: tanto en nuestro país como en aquellos países, más modernos y avanzados, con democracias consolidadas desde hacía muchos años, en los que se desarrolló como un género prestigiado por los nuevos colectivos de lectores engendrados por la burguesía primero y por la universalización de la educación después. Eso ha ocurrido porque nunca la novela (ni siquiera la buena novela negra), desde su aparición como género literario, ha sido solamente historia, relato de acontecimientos. Ha sido "historia" más lenguaje, literatura a fin de cuentas. Es decir: un artefacto distinto a cualquier otro, un híbrido en el que siempre (no sólo en el siglo XX) han confluido elementos de otros géneros: ensayo, poesía, periodismo, teatro, documento, filosofía, meditación.
En toda época -no sólo en la actual- ha habido malas novelas, textos reducidos a la redacción de una peripecia con crimen e intriga incorporados, del mismo modo que ha habido malas películas o cómics nefastos, poesía ripiosa y periodismo amarillo. Chandler, Hammett, Simenon construyeron casi todas sus novelas a partir de uno o varios crímenes y desarrollaron sus respectivas tramas con la tensión inherente al proceso de descubrimiento del asesino. Todos ellos escribieron alguna que otra obra maestra que, leída hoy, mantiene todo el vigor originario, toda la frescura del momento en que fue escrita. Porque, gracias a la combinación de estructura, argumento y lenguaje sus autores lograron construir un artefacto literario, una materia autónoma y viva sólo sustentada en el lenguaje y su poder irreemplazable.
Más de medio siglo después de su publicación, El guardián entre el centeno mantiene viva su capacidad de concitar la reflexión y el gozo literario en las nuevas generaciones de lectores. De un modo parecido podríamos referirnos a Santuario, de Faulkner; a Crónica de una muerte anunciada, de García Márquez, y a un número incalculable de espléndidas obras narrativas escritas después del Quijote. De muchas de ellas ha habido versiones cinematográficas, series televisivas y radionovelas, versiones infantiles o para jóvenes, traslaciones a soportes como el cómic, el telefilme o los dibujos animados. Sin embargo, ninguna de esas versiones ha podido sustituir a las piezas narrativas originales. Esa realidad pone en precario la afirmación de Verdú en el sentido de que las "historias" las cuenta mucho mejor el vídeo, el telefilme, el cine. Novela y cine, incluso cuando aquélla cuenta una historia, son territorios radicalmente distintos. Nunca una novela podrá ser sustituida por una película salvo que quien lo decida quiera, al tiempo, amputar una parte importante de las posibilidades de gozo artístico, de meditación, de ejercicio de la memoria, de reflexión crítica que ofrece la historia contada mediante el lenguaje. Cada palabra es un universo de significados, un recipiente de experiencia individual y colectiva, de evocaciones, de sutilezas emocionales y psicológicas. ¿Puede una imagen sustituir la capacidad metafórica de las palabras, las múltiples lecturas que éstas ofrecen, las posibilidades de recreación íntima que en el lector generan?
Parece plausible pensar en un futuro en que la novela literaria (de calidad, para entendernos) conviva con internet y con los nuevos medios, también con el cine y la televisión. De hecho, lo está haciendo ya. Diría más: convivirán novelas en las que tenga un peso esencial la historia con aquellas otras que ensayen nuevos lenguajes, que carezcan de argumento y de estructura, que se nutran de técnicas importadas de otros géneros y de otras áreas de la comunicación. ¿Acaso no ocurría algo parecido cuando convivían Rayuela y Cien años de soledad, o La celosía, de Robbe-Grillet, y La peste, de Camus? ¿Cómo explicar, entonces, la simultaneidad, con parecidos niveles de calidad literaria, de Carver, el cuentista directo y escéptico, crítico de la era Reagan, y Pynchon, el narrador de la quiebra de la estructura narrativa que ya en los años sesenta calificó una de sus novelas, La subasta del lote 49, de "tecnoficción"? ¿Qué fueron El hombre sin atributos, de Musil, o Ulises, de Joyce, sino intentos de trasladar a la narrativa componentes propios de otras artes y disciplinas convirtiendo la novela en un espacio mestizo que convivía con obras directas, casi historias en esqueleto, como las de Hemingway?
Todas esas experiencias son arte, literatura. Como lo son hoy todas aquellas novelas que, tengan o no historia, se sustenten en una opción narrativa tradicional o lo hagan en un molde vanguardista, experimental, basado en la búsqueda de la belleza estética, descansan sobre un uso del lenguaje revelador, capaz de aportarnos conocimiento, incertidumbre, emoción, placer, empatía con otras vidas y otros mundos. El propio Verdú, seguramente sin pretenderlo, define lo que creo debe de ser la novela contemporánea intentando descalificar lo que llama novela tradicional. Afirma: "Cualquier obra literaria actual debe insistir más que nunca en la categoría de su escritura. Es decir, en su habilidad para hacerse indispensable como medio de conocimiento y comunicación peculiar". En efecto: así debe ser. Así ha sido históricamente. Y así será. Pero incluso en la era de internet, de la blogosfera y de la interactividad, la escritura, la narrativa como género literario, se sustentará en una "historia". El autor, al escribirla, incorporará todos los ingredientes que considere oportunos, sean novedosos o tradicionales. Y lo que dará una dimensión superadora de lo trivial a la obra no será la presencia o la ausencia del elemento "historia" (tampoco la persona desde la que hable el narrador) sino la originalidad, el acierto, la capacidad de dotar al lenguaje de nuevos significados, de transmitir conocimiento sobre la vida interior y exterior del lector, de aportar una nueva mirada sobre el mundo. Creo que todos los libros citados en el presente artículo cuentan con tales atributos. Y, curiosamente, en casi todos ellos se cuenta una historia. De un modo peculiar, irrepetible, y con unos efectos que el soporte audiovisual nunca nos ofrecerá. Es decir: la novela sigue vigente se base o no en una "historia". Entre otras razones, porque es un artificio construido con lenguaje que vive y cobra sentido en el territorio del lenguaje escrito y en ningún otro.
Nabokov, a mediados de la década de los cincuenta del pasado siglo, escribió: "La literatura no nació el día en que un chico llegó corriendo del valle neandertal gritando 'el lobo, el lobo', con un enorme lobo gris pisándole los talones; la literatura nació el día en que el chico llegó gritando 'el lobo, el lobo', sin que le persiguiera ningún lobo". En esa frase se resume la magia, el poder seductor de la ficción literaria. Una frase que, hoy, casi al final de la primera década del siglo XXI, permanece vigente.
Manuel Rico (Madrid, 1952) es novelista y poeta. Sus últimos libros son Trenes en la niebla (Espasa) y Monólogo del entreacto (Hiperión).
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