sábado, abril 21, 2007

Mario Santiago Papasquiaro



Acá les va un nota breve de Juan Villoro acerca del buenazo de Mario Santiago Papasquiaro, el alma pura del infrarealismo. También les confieso que me conformo con que lo lean, así que no se sientan obligados a dejar comentarios, ni fotos, ni otras cursilerías...Vale


Mario Santiago por Juan Villoro



Hace unos días murió Mario Santiago Papasquiaro. Nos conocimos en 1973, en el legendario taller de cuento Miguel Donoso Pareja. Mario se llamaba entonces José Alfredo Zendejas y era el más brillante alumno del taller de poesía de Juan Bañuelos. Cada dos o tres miércoles visitaba a los narradores en calidad de temible turista. Criticaba con poca piedad y mucho humor. Cuando un autor que había escuchado demasiadas canciones de Mercedes Sosa trató de retratar la pobreza extrema haciendo que todos sus personajes comieran tortas de fideo, Mario le dijo: Lo que te interesa no es contar algo sino demostrarnos que tus personajes tienen muy mala dieta. Pero el fideo es bastante sabroso. Las tortas más pobres están rellenas de migajón. Discípulo de Breton y de su pez soluble, Mario citaba objetos imposibles para apoyar sus argumentos.

A los 18 años había leído todos los libros, visto todas las películas, escuchado todos los discos. Con Héctor Apolinar, Roberto Bolaño y otros iconoclastas fundó la vanguardia infrarrealista. Inspirados en el beat, el surrealismo, la patafísica y, sobre todo, en rebeldías poéticas latinoamericanas como el nadaísmo y el grupo del Techo de la Ballena, los infrarrealistas tomaron por asalto las lecturas y los cocteles de nuestra serenísima república de las letras, rompieron vasos jaiboleros, hicieron happenings de box y corrieron el albur de quemarse en un ambiente donde el escritor, y sobre todo el poeta, debe posar como un gentleman enciclopédico. A propósito de Mario Santiago, el escritor colombiano Eduardo García Aguilar escribió en La Jornada Semanal un texto en el que reflexiona sobre la fobia que nos inspiran los locos literarios. En otros países de América latina, los arrebatos de Mario hubiesen sido normales; en México, su provocación y sus descaradas actitudes de clown lo llevaron al ostracismo. Aunque escribía con furor grafómano, publicó su primer libro en 1995, el delgado volumen Beso eterno en ediciones Al Este del Paraíso. En el colofón puso la fecha de su nacimiento: 24 de diciembre de 1953. El libro era una epifanía y, en cierta forma, el inicio de su despedida.

Mario adoptó como segundo apellido Papasquiaro, en homenaje al pueblo de Durango donde nació su admirado José Revueltas. El alcohol y el riesgo formaron parte inseparable de su experiencia estética. Sus amigos de los años setenta compartimos su pasión por las drogas, pero no nos atrevimos a seguirlo en sus órbitas de cosmonauta psicodélico. Cuando sus poemas me parecían una mafufada, me decía: Eres un pendejo; cuando me gustaban, me los arrebataba furioso: Eres todavía más pendejo. Obviamente, el afecto no impedía que por momentos fuera una lata. Para trabar relaciones con desconocidos recurría al elemental expediente de la injuria; sin embargo, después de un par de mentadas protocolarias se transformaba en un conversador cálido y memorioso. Sus recuerdos eran una inequívoca prueba de lealtad. Con fechas de escabrosa precisión, atesoraba todo lo que habíamos conversado y le gustaba repetir anécdotas con devoción ritual. Durante los trepidantes cierres de edición de La Jornada Semanal, se presentaba a contar el viaje que hizo a Israel en busca de una mujer amada; su voz se alzaba con teatralidad, como si acabara de descubrir la historia que habíamos repasado infinidad de veces. También era un obsesivo recitador de sus poemas. Ante mi incapacidad de escucharlo a las cuatro de la mañana, decidió grabar sus versos en la máquina contestadora hasta agotar el caset.

El autor de Beso eterno solía presumir un recorte del periódico El Financiero en el que se hablaba de él, no tanto como un alarde de vanidad, algo que siempre repudió, sino como un insólito documento de su existencia.

Mario murió atropellado a los 44 años. Su familia encontró un poema escrito unos días antes, que lleva por título sus iniciales y equivale a un testamento poético.

Hace algunos años, nos encontramos en Ciudad Nezahualcóyotl. Los dos teníamos que ir de ahí a la UNAM y compartimos la larga travesía por la ciudad. De nuevo, Mario mostró su parcialidad por el pasado. Me contó de la primera vez que bebió whisky, en casa de la familia Larrosa. Hay cosas que te pasan sólo porque eres joven -me dijo-. Yo no tenía nada que dar a cambio de lo que me ofrecían en esa casa. Mi único mérito era ser joven.

En efecto, ciertos dones llegan sin otra exigencia que la juventud. Uno de ellos fue conocer a Mario.

No hay comentarios: